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Exiliado de sí mismo

Exiliado de sí mismo

Desde la calle, sobre todo cuando el tiempo es claro, el interior del Flora se puede ver muy bien, gracias a su veranda azulada, esa vitrina donde se exponen, como supuestos objetos de arte, los trajes que se llevarán mañana arborados por los cuerpos del ayer. El Deux Magots es mucho menos transparente. La puerta es giratoria, y eso lo cambia todo. Uno nunca sabe, una vez franqueado ese giro, a dónde va a salir. Esa puerta es, en el sentido astronómico del término, la revolución del exilio. Y a veces hasta el exilio de la revolución. Desembocamos abruptamente en algún café de Buenos Aires, el rumor de fondo es el de las voces amigas de ayer, la de Cortázar, tantas veces allí encontrado, una imagen efímera y fulgurante de Dalí, siempre algún rodaje de cine: estamos a la vez en el Rex y en el Deux Magots; Virgilio Piñera, ondulando entre las mesas de billar, con un traje azul, algo pasado, traduce Ferdydurke de Gombrowicz, nos asalta una risa, la tos particular de alguien, una frase escuchada en los dos cafés a la vez, el ruido de la lluvia.

Entrar, pues, a ese exilio —los escritores no se han exiliado desde principios de siglo, ni a Francia ni a París, sino a un barrio de París, el Barrio Latino, y a dos o tres de sus caféses— es, de cierto modo, anularlo.

Exiliarse en ese barrio es como pertenecer a un clan, integrarse a un blasón, quedar marcado por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio. Las generaciones de escritores y poetas sudamericanos se han ido sucediendo, esa estancia inaugurada quizás, para no caer en referencias decimonónicas o arcaicas, por el ajenjo de Rubén Darío y su brillo verde irrigando, como una sangre venenosa, sus versos metálicos, bruñidos por el Olimpo de Montparnasse, aunque las musas y el lugar configuren una tautología.

Darío abría también otro linaje: el de los embajadores, el de las delegaciones culturales. Nuestro exilio, hay que confesarlo, ha sido raramente quejumbroso o paupérrimo, con frecuencia protocolar y encorbatado. La lista de agregados culturales o de embajadores, coincide casi con el de las candidaturas —a veces logradas— al Nobel: es cierto que el último laureado pagó por todos los otros. García Márquez no había llegado a París en ninguna misión oficial ni ostentando las credenciales de ninguna diplomacia; su estancia, como es hoy de sobra conocido, no fue la de un aventurero de la gastronomía ni la de un caprichoso de la alta costura masculina.

Les Deux Magots, en Saint-Germain-des-Prés, París.

Llegar pues —me sucedió hace treinta años y y sin que ninguna institución ni país me expulsara o rechazara— a este exilio, voluntario o no, es al mismo tiempo abrazar una orden, integrarse: aceptar también, y eso es lo más duro, como la delegación de una continuidad, no puedes ser indigno de los de antes, tienes que escribir como ellos, o mejor, tienes que darle a esta lejanía —la de tu tierra natal— consistencia, textura, tienes que hacer un sentido con esta falta. Ahora, parece decirte el exilio llegada la cincuentena, te toca a ti.

Entre los artistas, las categorías del exilio son tan específicas como sus propios estilos. Ninguna se parece a otra. Hay exilados propiamente dichos, exiliados —esta i, de rigurosa estirpe académica, añade al exilio una connotación de aristocracia o de rigor—, emigrados, refugiados, apátridas, cosmopolitas encarnizados, etc. En cuanto a mí, sólo me considero un quedado, o si se quiere —procedo de una isla— un aislado. Me quedé así, de un día para otro. Quizás vuelva mañana.

El verdadero salto, la privación de la tierra natal, no son físicos, aunque nos falte el rumor del Caribe, el olor dulzón de la guayaba, la sombra morada del jacarandá, el manchón rojizo, sombreando la siesta, de un flamboyán, y sobre todo la voz de Celia Cruz, las voces familiares de la infancia y de la fiesta. Aunque nos falte la luz. El verdadero salto es lingüístico: dejar el idioma —a veces él nos va dejando— y adoptar el francés.

Muchos de los grandes escritores actuales, y de mis amigos, han dado ese salto, que es para mí el ejemplo mismo de la voluntad y del coraje: Semprún, Bianciotti, Arrabal, Manet; otros, al contrario, se han ido hundiendo cada vez más en el pasado del idioma, en lo arábigo-andaluz de lo español, en la fuente misma del habla, como si quisieran con ese hundimiento, con ese regreso al origen, compensar la lejanía física. La obra de Goytisolo es el emblema mismo de esa exploración del pasado fundador, del origen, que es al mismo tiempo una exploración del presente, un enriquecimiento del castellano con el aporte, precisamente, de su punto ciego, de eso que, de su origen, nunca ha querido ver.

Y, después de todo, el exilio geográfico, físico, ¿no será un espejismo? El verdadero exilio, ¿no será algo que está en nosotros desde siempre, desde la infancia, como una parte de nuestro ser que permanece oscura y de la que nos alejamos progresivamente, algo que, en nosotros mismos es esa tierra que hay que dejar? Todo el mundo cita el caso de un exilio in situ: José Lezama Lima, por así decirlo, mientras barajaba en su obra las referencias más universales y vastas y en sus párrafos se desplazaba con la mayor comodidad desde el Extremo Oriente hasta París y desde Notre Dame hasta la Isla de Pascua, no sólo no abandona la isla de Cuba, sino que ni siquiera salía de la Habana, de su barrio, de su casa; viajador fijo, viajero inmóvil cosido a su sillón de cuero, a los estrujados folios de Paradiso que iba cubriendo una escritura nómada, huyendo de Oriente a Occidente y a lo largo de los siglos, en diagonal.

Cómo el universo, el exilio está en expansión. La realidad política por una parte y la desertificación anímica por otra, hacen que cada día haya más exilados. Somos tantos, que ya ni siquiera nos reconocemos: no hay ya consignas, ni palabras de pase; ninguna mirada precisa delata al que ha abandonado su país natal. Sólo las antologías, redactadas por celosos guardianes del patrimonio literario nacional, dan cuenta insoslayable de esta partida. O no dan ninguna. Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo “no existía”, al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido prepóstumo no me asombró. El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo oscuro donde se vio la luz.

¿Cómo termina, y cuándo, el exilio? Quizás el último de los espejismos consista en creer que termina con un regreso a la tierra natal. Y es que nada recupera al hombre de algunas palabras escuchadas, y nada redime a quien las dijo. Exilado de mí mismo, ausente de una parte de mi propia escucha, de algunos sonidos, de una frase. Sólo el silencio puede responder a esa mano levantada, agitándose, alejándose en el puerto, ya perdida, diciendo adiós.

Severo Sarduy en París.

Tomado de El País, Madrid, 4 de abril de 1992.

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