Manuel de la Cruz! ¡Con qué emoción tan profunda evoco sus cenizas! Lo veo resurgir a la vida, y me figuro que viene a mis brazos como si regresara de un largo viaje. Lo descubro reanudando su diaria labor, de otros tiempos, en el afán sin cansancio de su fértil actividad. Siento sobre mi espíritu la mirada intensa, honda, investigadora, de sus grandes ojos tropicales. Imagino que tropiezo con él a la puerta de una imprenta y lleva, bajo la cartera roja, los escritos de sus veladas, los documentos de su historia de Agramonte, el sueño de su trunca juventud. Me seduce y conquista para hacerle compañía, durante largas horas, a través de la ciudad, siguiendo su itinerario, y juntos, hablando él y escuchando yo, nos dirigimos a casa de Meza, el autor de Flores y calabazas, con quien tiene algún asunto pendiente. Vamos de allí al encuentro de Hernández Miyares, que aguarda el artículo de costumbre para La Habana Elegante; a la oficina en que trabaja Roa para pedirle un dato secreto de la Revolución, cuyas glorias lo deleitan; y mientras derrocha los primores de su talento improvisador, y ayuda la frase con el gesto, y tiene a veces modales de príncipe y a ratos sacude la cabellera, de suaves ondas, con el impulso del gladiador que se decide a acometer, subimos las escaleras del Colegio de Abogados, en busca de Varela Zequeira. El delicadísimo poeta camagüeyano, médico ilustre y, no obstante, bibliotecario de aquel centro de juristas, nos recibe con plácida sonrisa que traduce el flexible encaje de su espíritu. Los dos publicistas, estrechándose las manos, comentan las novedades políticas, se comunican sensaciones literarias y, apartándose de mí, siguen conversando y diríase que conspiran. Declina la tarde y asaltamos la buhardilla de Julián del Casal. La anticuada puerta, que recuerda las de alguna sacristía castellana, gira con fuerza y nos abre paso. El bardo de Hojas al viento, satisfecho en su miseria, como si habitara el más hermoso castillo de marfil, nos brinda las viejas sillas de su ajuar de bohemio y ocupa la más peligrosa de todas, el balance, de rejilla despedazada, que, frente a un pequeño bufete del siglo XVIII, colabora a la inspiración de alados cantos. Casal sonríe y calla, pero el resorte que torna expansivo al artista lo maneja Cruz con destreza y la mustia reserva se desvanece en deshilvanadas confesiones. Odia la necesidad ineludible de escribir quintillas jocosas para La Caricatura; el oficio de periodista se le antoja abominable y detesta sus propias crónicas, firmadas con el pseudónimo de Hernani; se indigna recordándose efímero burócrata en el departamento de Hacienda, y sólo concibe la existencia en su adorable escondrijo, puliendo las estrofas que lo habrían de conducir a la fama en los hombros de un núcleo de convencidos. En su pobreza de ciudadano del mundo, resaltan la opulencia de su fantasía y la exquisita filigrana de sus gustos. Apenas estima capaces de llegar a su admirable Paraíso, a raros personajes que en los ritmos se le parecen, y el mundo que se forja, solemne y triste, es el altar de unos cuantos intelectuales. Se enferma y no consiente más médico que Aróstegui, lector de sus Bustos... Se siente oprimido por la nostalgia y conforta y reanima el alma saboreando a sus profetas.
II
Pronto se borra de mi mente la reproducción imaginaria de esa época que en la historia tiene carácter propio. ¡Qué cambio tan absoluto del amplio escenario y del medio ambiente! Algunos actores sobreviven y no parecen los mismos hombres. La trágica ruptura con la corona española a todos los ha transformado. Ninguno conserva su puesto ni persiste en sus antiguas ocupaciones. De lo íntimo de cada cubano ha brotado un individuo distinto, con otras energías y diferentes anhelos. La independencia política ha barajado los resortes sociales. Si no hubiéramos presenciado los unos la evolución de los otros, el pensador se negaría a reconocer al político, el periodista al tribuno, el poeta al diplomático, el obscuro rebelde al militar audaz, el campesino humilde al héroe que fascina y sugestiona. Hasta la ciudad se despoja de sus matices peculiares. La recordamos aristocrática residencia del Capitán General, que gobernaba con redobles de tambor. El tinte sombrío lo daba la tropa dispersa que entraba y salía de los cafés, atravesaba las calles e inundaba las plazas. Allá corría un grupo alborotado. Más lejos, a la vista del oficial que llevaba un ramo de violetas para su criolla, los reclutas se cuadraban y rectos, clavados en el suelo, como figuras teñidas de azul, producían la sensación de un museo tirado sobre el arroyo. “¿Quién es aquel caballero de grave aspecto y ademán reposado que pasea vestido de armiño con sombrero Panamá?” El Secretario del Gobierno General o el Intendente de Hacienda, el Presidente de la Real Audiencia, el Director de la Junta de la Deuda, el jefe del Partido Integrista, algún Coronel de Voluntarios, acaudalado comerciante, o todos ellos reunidos bajo el cielo del trópico, nomenclatura de símbolos inquisitoriales que la gente pronuncia con toda la boca, entraña enferma del dominio europeo que caduca, degeneración irritante y pasiva de la raza hidalga y aventurera que, con la audacia de su fiera espada, trazó el estupendo imperio de Carlos V. El cubano intelectual no gustaba de ostentarse. La lucha por la existencia le exigía el constante sacrificio de los placeres. Hacía versos, escribía periódicos de intención separatista o defendía principios autonómicos, preparaba conferencias de arte y filosofía y se afanaba en ahogar el dolor de su esclavitud en una hermosa expansión literaria y científica. Simulaba el tipo del hombre libre en la tierra cautiva, del propio modo que ahora se obstinan los ímprobos en remedar al colono póstumo sobre la patria amenazada. En el semblante reflejaba bienestar inverosímil y en torno suyo era el mundo estampa de amable pobreza. Requería el saber de Leroy Beaulieu para que no fallase su régimen financiero en el orden angustioso de la economía doméstica. No tenía mando sobre nadie, ni influencia en las altas esferas del gobierno. Su traje no seguía las variaciones de la moda, y su sastre no era otro que la voluble inclemencia del tiempo. No soñaba con el coche de pareja, ni le inquietaban las compañías de ópera, ni viajaba en Pullman de cabo a cabo por la isla. Su oficio principal no traspasó la arena del periodismo; pero su privanza de periodista en nada asemejábase a la toga que hoy usa el menos diligente de nuestros gacetilleros. Era periodista por la tolerancia del procónsul. El más ruidoso éxito lo obtenía hiriendo al Fiscal que lo acusaba. Y en ese laboratorio conmovedor se fundían varones ilustres. Siendo menester vivir de los goces del espíritu, con el alma satisfecha y el estímulo de una esperanza insondable, no cuajada en formas precisas y definitivas, el cubano conocía, tal vez mejor que ahora, el destino moral de su existencia y poníase, con más facilidad, en sincero acuerdo con su conciencia. Ciudadano a medias, no era directamente responsable, y se empeñaba en serlo por opuestos medios y al amparo de doctrinas paralelas. Cubano hasta la médula, pugnaba por aumentar su cubanismo, y, aún convencido de la Reforma, adoraba en su fuero interno los destellos de la heroica Revolución.
III
En una pequeña casa de madera, allá por Jesús del Monte, el barrio donde se creería que sólo habitan millares de sagrados abuelos, cenáculo de momias que el viento y la lluvia desfiguran, en una especie de templo diminuto, fabricado con tablas que antes sirvieron para envase, reliquia deshecha por el crepúsculo de tantos días de olvido, y cuyas ruinas desaparecieron como si las hubiera devorado la tierra por piedad, o guarecido en las tinieblas de una noche de verano cargara con ellas su dueño antiguo para lejanas regiones, citábanse unos cuantos devotos del genio rebelde y cultivaban, entre sí, la gallarda planta del recuerdo. Por el reducido tablero, entre columnas de libros y papeles, herramientas indispensables del obrero que allí tenía su taller, desfilaban las sombras de nuestros caudillos fabulosos; encontrábanse patriotas y realistas y al punto se acometían; vencedor y erecto en su potro de combate, destacábase manigua arriba, más elegante que ninguno, Agramonte; al pie de verde colina el campamento se incendiaba en un baño dulce de puesta de sol y entonaban los legionarios canciones de selvática melodía; la corneta sonora de Palo Seco, tocando a carga, suspendía a los graves espectadores de aquel sueño, y un segundo después de contempladas las proezas románticas de Julio Sanguily, preparábase la toma de Victoria de las Tunas, produciendo arrebatado entusiasmo al auditorio. Duerme entre tanto el Virrey a rienda suelta en su Palacio. La Junta Central del Partido Autonomista hace prodigios de talento en su famoso periódico El País. Oradores de mágica y deslumbradora palabra, cubanos meritísimos, abogan en el Parlamento español por un régimen democrático para las atormentadas Antillas. Toda el alma política del problema colonial .se desarrolla, sin embargo, en obscuros rincones que la gratitud restaura en mármol y nácar riquísimos, con escoplos y cinceles, y no hay suntuosa Catedral que se compare con ventaja a los tabiques de aquel refugio adorable, la vieja casa de Manuel de la Cruz donde revivían las temerarias hazañas y retoñaba espléndido el ardor separatista.
IV
Llegó, así, el generoso escritor, a identificarse con la historia del soldado cubano, y sus tendencias literarias se impregnaron de altivez. El crítico de arte se encaminó hacia el apostolado incierto, y, perdido en un caos de resplandores, soñó con la reivindicación de su pueblo. En una bella página de su hirviente fantasía, que tiene gritos de rabia y acentos de ternura, se le advierte enloquecido bajo las garras de diabólica esperanza. Los Episodios de la Revolución Cubana fueron su obra de texto, su tribuna, su cátedra. Parecía que en ellos vaciaba memorias de espectador. Era un libro de vulgarización, y a un tiempo el zarpazo más terrible sobre la piel ensangrentada de la colonia, un gran combate en plena paz. Fue escrito con fervor, con alegría, con bravura. Y estremeció a la indolente juventud. Los Cromitos cubanos, más tarde, sirvieron de programa a las doctrinas del hombre político. En el ambiente de Cuba esclava quería desmenuzar los gérmenes futuros de Cuba libre. Y la revolución, como antorcha en la obscuridad colonial, descubriría un mundo de maravillas en el alma cubana. Leyes inmutables del destino, próximas a cumplirse, trastornarían el orden social, y bajo el imperio de tales mudanzas brotarían, por su propio desarrollo, los factores esenciales de la independencia.
El patriotismo absorbiendo todas las facultades de aquel visionario pugnaba por dirigirlas e impulsarlas; y en esa vorágine de pasión se forjaron sus moldes literarios. Murió de súbito, sin haber sentido los primeros temblores del escepticismo; sin haber observado en su horizonte moral una sola nube de tempestad; sin haber llorado la caída de sus héroes medioevales, hecha su vista a los nimbos de la inmortalidad. Expiró entre las nieves del norte devorado por un bostezo de brumas. Desapareció como un lirio que nunca se marchita en el recuerdo...
(Noviembre, 1910)
Tomado de Manuel de la Cruz: Episodios de la Revolución Cubana. La Habana, Miranda, López Seña y Ca. Editores, 1911, pp.V-XI