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Páginas íntimas

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I. Francisco Javier Arango

El otro día, en Puerto Príncipe, tierra de su nacimiento y de sus amores, extenuado, más que por el paludismo por la fatiga del combate por la vida, falleció Francisco Javier Arango. Sin su amparo, sin el calor de su afecto generoso, queda una familia numerosa, sin más guía, sin más sostén que el amor de una madre abnegada, pura, laboriosa, pero herida en el corazón por la desaparición del amigo, del compañero de toda la vida. ¡Ah! qué momentos esos últimos momentos, cuando se siente el frío de la muerte, que dura e implacable postra y hiere a su víctima, que mira en torno suyo el hogar desolado y triste, las niñas que lloran aterradas, la esposa que, poseída de la grandeza de su desgracia inevitable, llena de incertidumbres, representa, pobre mártir, la comedia sublime del corazón, y mientras alienta al moribundo quiere sonreír a los niños que presienten la catástrofe que va a consumarse y arrulla al recién nacido, que echa de menos el canto que lo ador mece todos los días.... La separación eterna es dura; pero cuando esa separación deja inacabada la obra más noble de la existencia, cuando quedan, clamando por el padre ausente, hijos que aun no han llegado a la adolescencia cómo debe torturar el corazón del agonizante el cuadro sombrío de un porvenir que echa por tierra sus ensueños de educador, sus vanos, infructuosos empeños por legar un patrimonio a los hijos de sus entrañas!

Y Arango vivía soñando perennemente en el porvenir de sus hijos: preparaba en ellos al ser de músculos recios, de pecho ancho, de miembros ágiles, para que en época adecuada el maestro cultivase su cerebro cuando ya él hubiese formado su corazón. La herencia inmediata no le preocupaba, aunque su modestia le vedaba decirlo. Su esposa descendía de ilustre familia dominicana, venida a Cuba en aquella emigración famosa que dio más luz al cerebro y más energía al corazón del pueblo de Cuba. El, que también descendía de emigrantes dominicanos, era un modelo de lo que puede una voluntad firme inspirada en el bien y en la verdad. Sus hijos, pues, serían, tenían que ser lo que sus progenitores habían sido en sociedad: ejemplos de inquebrantable

La sociedad camagüeyana, tan compacta, tan celosa por rendir el debido homenaje a los méritos de uno de los suyos, habrá regado con lágrimas el sepulcro de Arango, hombre modesto y sencillo que hacía honores a sus conterráneos Llorándolo, deplorando su desaparición, habrá rendido nuevo tributo a aquella generación que va extinguiéndose triste, dolorida, casi olvidada, envuelta en la penumbra del pasado, y en la que Arango, con su esfuerzo, con su energía moral, conquistó un puesto de distinción.

Cuando las fuerzas camagüeyanas entraron para capitular en Puerto Príncipe, Arango, como Comandante, regía aquel ejército minúsculo, pero glorioso, que iba a disolverse, a trocar la espada por el instrumento de trabajo.

Arango era un adolescente cuando el pueblo de Puerto Príncipe secundó el movimiento de Yara. Pidió un fusil y fue a ocupar un puesto entre los noveles soldados de la República. Primero permaneció en la infantería, pasando más tarde al arma de caballería, habiendo ascendido, por legítimos méritos, de soldado raso a comandante. Siempre militó en Camagüey, y después de la muerte del Mayor Agramonte, figuró entre los ayudantes del general Sanguily, hallándose con éste, entre otros memorables combates, en el llamado de los Asturianos, librado en las orillas del arroyo Juan de Toro, es decir, en el mismo radio de la ciudad de Puerto Príncipe. El que estas líneas escribe recuerda que recorriendo en compañía de Arango los lugares en que se desarrolló aquella sangrienta refriega, después de pintarle las proezas del heroico e infortunado José María Sorí en aquella sorpresa, exclamó:

—Todos los oficiales que acompañábamos al combate al general Sanguily, íbamos con el credo en la boca. Inválido, ciego ante el peligro, el enemigo podía hacerlo prisionero. Sus ayudantes, en tal caso, no podíamos regresar al campamento a producir el parte de su captura: hubiera sido una mengua, una deshonra. Agramonte, con la sublime acción del rescate, había creado una tradición que de todo corazón estábamos dispuestos a continuar. Pensando esto, acordamos todos los ayudantes del general, como la cosa más natural del mundo, que si caía nuevamente en poder del enemigo, o lo rescatábamos, como lo hizo el Mayor Agramonte, o nos haríamos despedazar combatiendo.

Este pacto explica con elocuencia el carácter de Arango, el nivel moral de aquella generación, la influencia que en el grupo camagüeyano ejerció el hombre superior y egregio que se llamó Ignacio Agramonte.

Arango, además, se distinguió tanto por su valor como por su energía de carácter y su rigidez como ordenancista. En una de las épocas más azarosas de la Revolución, cuando Agramonte, repuesto en el mando de la División del Camagüey, tuvo que reorganizar y crear nuevamente aquel cuerpo del ejército revolucionario, Arango fue destinado al mando de una de las fuerzas en que mayores estragos había hecho la indisciplina, fuerza compuesta de hombres endurecidos en la fatiga, enérgicos, resueltos é indómitos. Encargado Arango de su instrucción, vio desatendidas, casi burladas, sus voces de mando por aquellos hombres curtidos y resobados. Entonces apeló al gran recurso que le sugería su ánimo, su educación de soldado, el alto ejemplo del ilustre modelo; amartilló un rifle, se puso en guardia y repitió las voces; todos obedecieron.

Aquel rigor de la ordenanza fue en la paz la norma de su conducta. La suerte, sin embargo, le fue adversa, y vivió como tantos otros, devorando la amargura de que sus aptitudes, su práctica del bien, no obtuvieran la recompensa que obtienen, sin esfuerzo, en otras sociedades. Hace muy poco tiempo que redactó en Puerto Príncipe La Justicia, diario independiente, que ganó justa fama por la rectitud de sus juicios, la severidad de sus críticas y la vehemencia de su cubanismo. Y es que siempre, en todos sus actos, estaba latente la huella profunda que en su carácter había impreso la Revolución: el amor al deber, la religión de la justicia.

¡Pobre patriota! Luchando por la realización de un ideal de grandeza, padeció hambre y sed, tuvo frío y no halló un harapo para cubrir sus carnes desgarradas por las zarzas. por el hierro enemigo; cuando debió entrar por las puertas de la escuela, el amor a la patria le puso en una mano la ordenanza y en la otra el acero del soldado; luchó diez años, sin tregua, sin desmayar un momento, y tan duro y tan largo sacrificio minó las energías de su cuerpo.... El ideal se eclipsó entre nubes de sangre, y. en silencio, se puso como un astro muerto; y él, el vencido glorioso de una epopeya gloriosa, creó un hogar: no pudo crear una patria y se consagró a formar corazones, madre* y soldados, para la patria de mañana.

Su último ideal lo abandonó; el sacrificio por la patria lo preparó para una muerte prematura. ¡Pobre patriota! A las lágrimas de su viuda, al llanto de sus huérfanos, al duelo de sus conterráneos, ha de unirse el dolor sincero de los que se sienten hermanos en el desastre, en la aspiración, en el culto ú lo que Arango amó y sirvió con lealtad acrisolada, con abnegación ejemplar.

De la serie Nenúfares 
Claude Monet


II. 
Catalina Rovaina de la Villa

Las madres, madre mía, se mueren para el mundo
para sus hijos, no.
(“A ti”, Diego Vicente Tejera)


Nunca será vulgar elogio el que recuerde, ensalce y bendiga, sacando su figura del recogimiento en que viviera como en un sagrario, las virtudes, la abnegación, el martirio silencioso de una madre. Los huérfanos, los que llevamos grabados en el corazón más que en la memoria, el cuadro de la agonía de la mujer a quien debemos la vida, los que un día, atónitos ante la desgracia sin nombre y sin ejemplo, hemos visto desierto el hogar, mudo y sombrío porque faltaba ella, y hemos sentido, entonces por vez primera. la áspera y fría realidad de la vida —nosotros, cuando otra madre cae, identificándonos con la angustia infinita, incomparable, de los que en vano la llaman—, sentimos que se renueva aquel llanto que regó la frente lívida y fría de la santa, sencilla y magnánima, que vivió, risueña y serena, vida de abnegación sin límites, por amor a los. hijos de sus entrañas.

Cuando se avanza en el camino de la vida, y se vuelve la vista a lo hondo de la conciencia, y se estudia y compara la obra de aquellos sentimientos, de aquellos actos que antes que robarnos el reposo halagan como un arrullo nuestro sueño, o se ve en ellos lo que fue consejo, enseñanza amorosísima o alto ejemplo de nuestras madres, o se cree ver, en una atmósfera de luz, su cara plácida, risueña, como un premio, como una recompensa íntima, secreta, por haber realizado el bien. Cuando se ha avanzado algún trecho en el camino de la vida, y sus asperezas punzan el corazón, y lo desconocido, con sus horrores y sus misterios, y la responsabilidad con sus rígidas exigencias y sus preceptos brutales, nos abruman y atosigan; entonces ¡ay! con cuánta tristeza evocamos los recuerdos de la infancia, cómo renunciaríamos a nuestros deseos y nuestras ambiciones, nuestro estado y nuestra edad, para volver a aquellos años de dulce paz, de inocencia y abrigo, en que nuestras frentes, sin arrugas ni ceños, sin fiebre y sin vértigos, reposaban en el seno amoroso y protector de nuestras madres. Y si algún pesar mancilla la pureza de la perenne nostalgia de su ausencia, ese pesar es el remordimiento, ofrenda o expiación, de que mientras estuvo a nuestro lado acaso no correspondimos debidamente a su solícita ternura, acaso no supimos enjugar su llanto, aumentar sus alegrías, disminuir sus tristezas.

A esa gerarquía (sic) de mujeres heroicas pertenecía la dama cuyo nombre encabeza estas líneas. Ese nombre será un epitafio sobre el mármol frío de un sepulcro solitario, mudo, rodeado de flores mustias; es, en el corazón de un hombre bueno, virtuoso, de un varón fuerte y puro, el símbolo de una religión ideal; en el corazón de sus hijos la imagen venerada de un ser superior, natural y justamente divinizado, que si algo merece en el nombre de divino es el amor de una madre, el cuadro de magnánimas virtudes que formaron sus sentimientos espontáneos.

La maternidad, realzada a la excelsitud de un sacrificio, de una abnegación fanática, fue agotando la vitalidad de esa madre infeliz, que amaba la vida por el sacrificio de su misión. La anemia iba consumiendo su savia, pero pálida, enferma, vivía risueña y serena en el amor que inspiraba y en el amor que la rodeaba. Pero de pronto, uno de sus hijos, un niño de diez años, robusto, rebosando vida, cae en el lecho, frío, trémulo, convulso como un anciano, y así, temblando, presintiendo su fin, espiró en sus brazos. Y a poco el croup asió con su garra de verdugo, la garganta de la niña de cuatro años, la alondra de la casa, l aniña precoz, delicia del hogar, primer amor que siempre se renueva. Y la pobre niña, esbelta, linda, llena de gracia, murió de súbito, como herida del rayo, cuando todo hacía creer que el verdugo había tenido piedad de su inocencia, piedad de sus padres. Aquellas dos tumbas, aquellas dos heridas atravesaron el corazón de la madre: no pudo resistir más y cayó, En su agonía, uno de sus hijos, un niño serio y enérgico como un hombre curtido en el combate por la vida, velaba a su cabecera enjugando el sudor de su frente, ya lívida, humedeciendo sus labios, descoloridos y secos, solícito, triste, resignado.

Cuando ella exhaló el último suspiro, besó aquella frente ya fría, cerró aquellos ojos sin luz, cruzó sobre aquel seno los yertos brazos que ciñeron tantas veces su cuerpo de niño, y entonces rompió en llanto, confundiendo sus lágrimas con las lágrimas de fuego de su padre, con las lágrimas de sus hermanos, todos unidos en abrazo frenético, como si todos se sintiesen huérfanos, náufragos, desterrados en un mundo árido, sin luz, sin aire, sin vida…

¡Pobre madre! ¡Pobre mártir! Duerme en paz, que obra de amor y de concordia, de bendición y de pureza, fue tu obra en la vida. Tu memoria será bendita, no en un cielo remoto e imposible, sino aquí en la tierra, donde fructificará, en el corazón de tus hijos, en la memoria de los que te conocieron y te amaron, el ejemplo de tu vida, vida de abnegada virtud, es decir, de martirio y santidad.

Julio, 93

De la serie Nenúfares 
Claude Monet


Tomado de El Fígaro. Año IX, Núm. 23, La Habana 9 de julio de 1893, pp.279-282.

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