El autor y el editor de este libro han tenido la bondad de remitirme las capillas y designarme para que escribiera algunas líneas de introducción. No dejará de llamar la atención el ver a un médico, que sólo se ocupa en cuestiones profesionales, escribiendo este prólogo para presentar a uno de los decanos de los escritores de la prensa cubana, más generalmente conocidos y estimados; y al editor, irrecusable (y activo) dueño de La Moderna Poesía, que ha inundado el mercado de librería con las joyas extranjeras de la ciencia, del arte y de la literatura, actualmente empeñado en la publicación de libros de texto, redactados por los publicistas más doctos del país. Las obras de Montoro, de Varona, los trozos selectos del malogrado y cultísimo Nicolás Heredia, la Historia de Cuba, de Vidal Morales, y la Geografía de la Isla, libros todos publicados en muy corto plazo, o en vías de publicación, acreditarían a un editor de otra nación más rica, que dispusiera de mayores medios y de público más numeroso. En nuestra República es realmente asombroso lo que ha hecho: jamás una casa editorial había presentado labor tan abundante, tan bien preparada para la difusión de la enseñanza, sobre las bases propuestas por los educadores más competentes. Justo es aplaudir al editor; y aprovecho esta ocasión para hacerlo sin reservas.
En cuanto al autor, su nombre es conocido de un extremo a otro de la Isla, ha llegado a México y otras partes de la América, y en reciente viaje por “su tierra de España”, ha acrecentado su fama de narrador de las maravillas de la naturaleza y del arte que señala con amor y ternura, en lo que ve y observa. Su observación es justa y siempre benevolente. En aquella serie de artículos y en su despedida de la Habana, demostró que se pueden amar dos pueblos con igual, intensísimo cariño: el lugar del nacimiento, que es bello conservar constantemente en la memoria, y el lugar en que se ha formado el corazón en medio de los embates y las luchas de la vida, donde se ha levantado el hogar y formado la familia, y también, quisiera poderlo agregar, la fortuna, a que es acreedor por sus singulares condiciones de actividad y de trabajo.
Conozco a Triay hace mucho tiempo: lo recuerdo siendo yo muy niño, en la librera de mi difunto amigo D. Alejandro Chao; más tarde lo veía a menudo en casa del Sr. D. Luciano Pérez de Acevedo, de grata recordación para mí por sus vastos conocimientos literarios, por su bondad y por los lazos de parentesco que a él me unían; y finalmente, en todos lados, en las redacciones de periódicos, en los teatros y hasta ¡en banquetes! Yo he tenido la mala fortuna de no asistir a ellos en su compañía más que dos o tres veces; pero la fama pregona que es concurrente asiduo y el más entendido y entusiasta; no me atrevo a decir el más goloso.
Vino a Cuba Triay el año 1852, contando ocho años de edad, sabiendo leer y escribir, lo que aprendió en el colegio “San Felipe de Neri”, que dirigía el inolvidable D. Alberto Lista y profesores como Eduardo Benot. Su vida en el periodismo la empezó de cajista, y en La Aurora de Matanzas, el año 1863, pasaron de su imaginación a las cajas, sus primeros versos y sus primeras gacetillas: de cajista, pues, ha llegado a la alta posición que hoy desempeña, de redactor jefe de una de las publicaciones más leídas y consideradas por todos los elementos que componen la sociedad cubana; me refiero al Diario de la Marina. Allí, y en muchos otros periódicos, ha escrito versos, crónicas, cuentos, correspondencias, artículos literarios, políticos, religiosos; ha puesto además varias obras en escena, y su pluma incansable, lo ha sido también para el elogio generoso. Éste, en mi concepto, es el galardón más preciado del escritor. Y quien ha sido tan pródigo para la alabanza, bueno es que encuentre alguien que recompense en justicia, su noble proceder crítico para con todos.
No quiero detenerme más en la persona de Triay, pero sí deseo consignar que la caridad le debe frutos de bendición, pues ha recaudado personalmente grandes cantidades para “socorros a las víctimas del cólera” y para la Sociedad de Beneficencia Andaluza, etc., poniendo en cuantas obras emprendió todo su espíritu y su robusta fe.
Ha estado mezclado toda su vida a la historia literaria de nuestra tierra; y conoce, mejor que cualquier cubano, la vida y escritos de nuestros hombres de ciencia y de letras, porque con todos ha estado en íntimo contacto. No hay suceso en Cuba que no le sea familiar por propia experiencia; y su memoria en lo relativo al teatro, es un maravilloso cinematógrafo, que reproduce a la perfección los menores gestos de los actores y actrices que han pasado por los escenarios de esta capital.
Se ha sentado en las mejores mesas y ha asistido a los más suntuosos banquetes, dirigiendo muchos de ellos. “Hace algunos años, durante una larga temporada —dice— tuve el gusto de sentarme mañana y tarde, a la mesa del ilustre e inolvidable conde de Casa Moré, y ningún día bajaron de veinticinco los platos que se sirvieron”. Veinticinco platos es excesivo; pero hombres ocupados no tardarían mucho en reconocerlos; no se les podría hacer el reproche de Isaías a los golosos, a quienes acusaba de comenzar desde por la mañana y prolongar hasta la noche la comida, que, ordinariamente, se tomaba en la mitad del día.
El libro de cocina publicado en Cuba, más solicitado hace algunos años, y ya agotado, es el Manual del Cocinero Cubano, escrito por E. de C. y G. y editado en 1856 en la casa de Spencer, a la sazón en OʼReilly 110. No he visto libro mejor impreso, sobre el mismo asunto, y sí en algunas familias, manuscrito, el cuaderno del Sr. Francisco Morales, que tanta fama alcanzó como aficionado repostero.
El libro del Sr. Triay viene, pues, en buena hora para la renovación del gusto en la comida, que va siendo cada vez más exigente, por los viajes, la frecuentación de los extranjeros y los nuevos hoteles. Se advierte hoy más lujo y propiedad en las comidas. Este refinamiento, ya alcanzado en Cuba, ha sido obra de siglos en otros países, donde se ha necesitado mucho para cambiar la tosca satisfacción de una necesidad en un placer fino y delicado, del que decía Brillat Savarin que el hombre de ingenio era el único que sabía comer. Para comprender la evolución de la cocina bastaría fijarse en dos reyes: Luis XIV, a cuya muerte pudieron llorar los glotones una pérdida gloriosa, saludando una nueva aurora los golosos. Luis XIV era lo que hoy se llamaría un gran diente y comió mucho tiempo “con los dedos”; no comía nada entre ambas comidas, ni una fruta, pero se divertía en ver comer, y en comer hasta reventar (Saint Simon). “Comía cuatro platos de sopas diversas, un faisán entero, una perdiz, un plato grande de ensalada, dos grandes tajadas de jamón, carnero con zumo de ajo, un plato de pastel y además frutas y huevos duros”. Comía también copiosamente mañana y tarde, y dice Saint Simon “que no se acostumbraba uno a verlo”. Para el servicio ocupaba cerca de quinientas personas.
El otro es Luis XV. Hasta el aspecto de las cocinas cambia, con éste, a tal punto, que el abate Coyer, de visita en casa de uno de los sátrapas de la época, al llevarlo a ver las dependencias de la casa, donde únicamente lo condujeron fue a la cocina: “para admirar el gusto del dueño, es la única pieza de la casa—decía—que se hace observar a los curiosos”. Y resume las condiciones de aquella, como pudiera hoy hacerse, del modo siguiente: “elegancia, solidez, limpieza, comodidades de todas clases”.
De la glotonería proverbial de Luis XIV, que jamás lo abandonó, ni en los trances más difíciles de su vida, no hay para qué hablar: es asunto que me llevaría muy lejos. En la época de Luis XV puede decirse que comienza el refinamiento de la cocina moderna.
Depurado el gusto y procurándose la constante y fiel observancia de la higiene, a la cual tenemos que ajustarnos más cada vez, para conservar el equilibrio de las fuerzas y de la inteligencia, se ha llegado en la Habana a un sabio eclecticismo en las cuestiones culinarias, aunque en el interior de la Isla se conserven en su primitiva sencillez aquellos platos fuertes y fuertemente aderezados que tanto agradaban a nuestros abuelos, y que nosotros también vemos gustosos de vez en cuando. De estos platos y de la manera de prepararlos, de condimentarlos y de servirlos, trata ampliamente este volumen.
Todo buen libro de cocina debe comenzar por la descripción del local, y en breves líneas está descrito en síntesis, “limpias las paredes, limpio el suelo, no hay para qué decir que lo ha de estar también el fogón”. ¿Cabe añadir una palabra más sobre ese aspecto primordial, en esa cualidad a que primeramente debe atender el cocinero? Pasa luego revista el autor a los enseres, a los que añadiría yo algunos de importancia, como el reloj y la balanza, que no pueden faltar en una cocina completa.
La afirmación de que el beafsteak de Cuba supere al de todas partes, me place aunque no me convence, y la atribuye el autor a que el filete se tiene dos días en la nevera.
Los condimentos, tan esenciales, ocupan buena parte del libro. Baste decir que uno de los principales es la sal común, tan necesaria para la digestión.
Para el aderezo culinario los agentes principales son el calor, el agua y las especias. Reemplázase el agua por la manteca para las frituras, o se suprime, como en los asados.
El progreso de la cocina sigue el mismo curso que el de la civilización y las costumbres, y se propone este triple fin que persigue desde las primeras páginas el autor, y que muchos han señalado: 1ro. satisfacer el gusto por la mezcla razonada y la sucesión metódica del aroma y del sabor; 2do. sostener la existencia, y subvenir a las pérdidas de energía y a la reparación y desarrollo de los tejidos, y 3ro. esterilizar por la cocción los alimentos contaminados.
En este libro no puede estudiarse, como en un tratado de higiene alimenticia, la manera de conocer las carnes, ni puede tener cabida otra cosa que el arte del condimento, pues a esto se reduce la cocina, que ha podido definirse, sin exageración, “el arte de cocer y de sazonar los platos”, porque sería salirse del objeto y plan del autor; pero el cocinero práctico sabe cómo debe defenderse de los fraudes. Voy a citar el caso más sencillo: los huevos, y los cito porque aquí se recordará siempre la enorme diferencia del gusto entre los huevos pequeños del país, y los importados de los Estados Unidos, de olor y sabor tan especiales.
El huevo debe ser muy fresco, porque gracias a la porosidad de la cáscara, se altera muy fácilmente. Dos medios hay para reconocer si son frescos: consiste el primero en mirarlos al trasluz; el huevo fresco posee una transparencia uniforme, no debe tener zonas opacas; todo huevo que presente partes obscuras debe ser rechazado. El segundo método está basado en la pérdida del peso, por la evaporación que experimenta. Para comprobarlo se pone en agua un de su peso de sal común; en esa solución el huevo se precipita al fondo; el huevo puesto hace algún tiempo, sobrenada; los hay que se quedan sobre dos aguas y como los anteriores, deben desecharse.
Difícil se hace pensar que los huevos produzcan alguna vez trastornos digestivos de consideración. Pues bien: yo he visto recientemente una señora de cerca de cincuenta años, verdaderamente intoxicada, con fenómenos gastrointestinales serios, y que se exime de tomar ese alimento porque cada vez se repiten con mayor intensidad esos trastornos; y también he asistido a un niño con síntomas de apendicitis grave, merced a la ingestión de un huevo pasado por agua. En Alemania ha añadido últimamente M. Bendix, a la lista de las substancias que pueden producir la urticaria, el huevo de gallina, lo cual es un descubrimiento verdaderamente inesperado. Leyó dicho médico en la Sociedad de Medicina Interna de Berlín la observación de un niño de un año, ligeramente raquítico, que cada vez que comía huevo crudo o cocido, padecía una extensa urticaria, a los seis u ocho minutos. M. Albie aseguró haber observado un hecho análogo.
Por la circunstancia de las dificultades en la buena elección de las substancias alimenticias y de los condimentos y el modo de sazonar los platos, preocupan se en todas partes los gobiernos y los particulares de la formación de buenos cocineros. En su notable Tratado de Higiene. Arnould habla de una escuela de cocineros militares que existe en Inglaterra, en el campamento de Aidershot: en las Indias Inglesas se han creado cursos de carnicería y de cocina de campaña. El curso de carnicería dura tres meses, y el de cocina de campaña un mes. Los enfermeros del ejército americano reciben nociones de cocina en la escuela de instrucción. Según el artículo 156 del reglamento sobre el servicio interior de la enfermería de Bélgica, los cocineros pueden ser permanentes, y harán en lo posible un aprendizaje en el hospital militar. Todas estas naciones basan su progreso culinario en esta conocida frase del gran Federico: “Guando se quiere tener ejército hay que comenzar por ocuparse de su estómago”.
Y como de las clases militares, ocúpanse muchas sociedades del elemento civil para dicho fin, como en Francia, y en Alemania, por ejemplo. En esta última nación, el Emperador tiene una fórmula muy restringida y expresiva, en la que resume su concepto del papel especial de la mujer; es la fórmula llamada de las tres K: kirche, küche, kinder, que significan la iglesia, la cocina y los hijos. En Alemania es necesario que las jóvenes de la mejor sociedad sepan, preparar buenos platos para que puedan vigilar y guiar a sus cocineras. La descripción de tan útil escuela puede verse con todos sus detalles en uno de los periódicos, Femina, que Francia consagra al enaltecimiento de la mujer.
No me detendré más en demostrar la importancia de la cocina, a la que han dedicado los sabios, los filósofos, moralistas, hombres de ciencia, sociólogos, etc., largas horas de estudio. Es una diferencia esencial la que se deriva de la cocina, que ha hecho al fisiólogo irlandés Graves, definir al hombre el único animal que cocina, práctica que le es familiar desde los primeros períodos de la historia. Comer bien, no mucho, ajustándose a los buenos principios, es la primera necesidad; y Beketoff parece tener razón al afirmar que “comer es la causa determinante del progreso físico e intelectual del género humano”.
La sucesión de los platos y las horas de las comidas es punto que debe mirarse atentamente: creo preferible las once de la mañana y las seis y media de la tarde en nuestro clima, y dada la lentitud de la digestión; el orden de los platos en corto número, debe ser lo que generalmente se llama, entrada, asado, postres, que pueden acompañarse de sopas y entremeses, y además, el queso, de uso general en todos los países.
Brillat Savarin, propone el siguiente menú, o minuta, que diría doña Emilia Pardo Bazán:
ENTRADAS:
(Substancias salivares y peptógenas)
Sopa grasa
Entremés
Rueda de ternera en su jugo
ASADOS:
(Substancias nutritivas)
Pavo asado
Guisantes a la francesa
Ensalada
POSTRES:
(Substancias auxiliares)
Quesos
Postres
A la sopa la llamaba el gran fisiólogo Schiff, materia peptógena; las más poderosas de estas son la de dextrina, y la hecha con carne; y el Dr. Lapicque, más explícito, dice en el Diccionario de Fisiología, de Richet, que la ingestión del caldo caliente representa: 1ro. sensaciones olfatorias y gustables, 2do. excitaciones mecánicas en las primeras porciones del tubo digestivo; 3ro. materias extractivas que fácilmente se absorben. No son indispensables los entremeses, pero la sal marina representa papel importantísimo en la alimentación; el agua que sirve de vehículo para esas sopas ha de estar salada.
Vienen después los alimentos reparadores, ricos en ázoe y en carbono, las carnes asadas y cocidas, más esterilizadas que las anteriores. Las legumbres verdes y frescas contienen pocas cantidades asimilables; pero son muy ricas en agua y dejan en la boca una impresión agradable y perfumada. Los ácidos y azúcares proporcionan cantidad no despreciable de energía.
El queso tiene un papel especial, pues contiene ácido láctico, poderoso agente de la descomposición de los cloruros; encierra un gran número de microbios que quizás representen papel activo en la digestión (Pasteur y Duclaux). La cantidad diaria de alimento debe repartirse en dos o en tres comidas, y contar, como llevo dicho, de una substancia salival y peptógena; una nutritiva y reparadora, y la tercera auxiliar. En toda comida el agua, que es “la única bebida que la naturaleza ofrece al hombre”, los vinos, el té y el café, la bebida por excelencia de los cubanos, entonan el estómago y favorecen la rapidez de la digestión.
En materia de buena mesa y minutas, es oportuno recordar que en castellano escribió, pocos años ha, con insuperable maestría, sirviendo de modelo a cuantos quisieran estudiar el asunto, nada menos que el célebre Dr. Thebussem, D. Mariano Pardo de Figueroa cuya Mesa Moderna, Cartas sobre el comedor y la cocina, cambiadas con un cocinero de S. M. (1888), son harto conocidas de todos los amantes de las letras.
Voy a terminar, haciendo la siguiente recomendación de este libro, que dará a comprender mejor que todas las palabras su mérito intrínseco. Ésta es una obra cuyos resultados tienen que palparse; es una obra experimental, y para saber su exactitud, he escogido cierto número de recetas importantes, las he hecho preparar, y conmigo las han saboreado algunos amigos, que han hablado con elogio de la habilidad del cocinero. Bueno es que comparta el autor de este libro las alabanzas de los gastrónomos e inapetentes que las probaron.
Un consejo para terminar: el uso de los mondadientes tiende a abolirse de las mesas bien servidas. Nadie debe limpiarse los dientes delante de otra persona; y más feo que esto es hacer el vacío en un diente cariado, y extraer los restos depositados durante la comida, produciendo un silbido especial, desagradable y chocante.
Otro consejo: adquiérase el libro, aténganse los que leyeren a sus consejos prácticos, y tendrán una mesa sana y apetitosa; que es el fin que se han propuesto y han logrado el autor y el editor.
Tomado de José E. Triay: Nuevo manual del cocinero criollo. La Habana, Imprenta y Papelería La Moderna Poesía, 1914, pp.5-16.