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Ce nʼest pas lʼhistoire qui enseigne a la conscience lʼhonnêteté;
cʼest la conscience que lʼenseigne a lʼhistoire. Le fait est corrupteur;
cʼest nous qui le conrrigeons en persistant dans notre ideal.
Lʼâme moralize le passe afin de nʼêtre pas demoralise par lui.

Amiel


Compatriotas:

Al aceptar de mis compañeros, los médicos que componen el Club Veinte y Siete de Noviembre, el difícil encargo de llevar por todos la voz en este acto, solemne para el pueblo de Cuba, no me alentó por cierto la convicción de mi propia suficiencia: obedecí, ante todo, a un deber de disciplina, y, en el fondo, y acaso principalmente, a un deber de justicia también.

Manifiesto el deseo del Club, no me tocaba ya discutir mis aptitudes ni mi actual disposición de espíritu para el caso, y enunciado por la Emigración de Key West el propósito de conmemorar el terrible suceso, en su vigésimo quinto aniversario, yo, como todo cubano, vibrando de indignación y dolor ante el recuerdo de la injuria brutal y salvaje, hubiera protestado siempre como protesto ahora contra ella; como protestaría en todas ocasiones el hombre de corazón contra violación tamaña del Derecho y de la Justicia: sin atender a la elocuencia de la protesta, sin atender al medio y al momento en que la protesta se levante: sin buscar oído piadoso que recoja el clamor de nuestro pecho herido; sin esperar piedad acaso; sin que necesitemos ni hayamos menester consuelo alguno, y obedeciendo sólo a ese generoso sentimiento que nos hace afirmar la verdad ante la mentira, defender la virtud ante el crimen; y que nos llevaría, en todas, ocasiones a inmolarnos, con las acres fruiciones del martirio, ante un ideal más caro a nuestros ojos que la vida misma!

Ved aquí por qué yo, seguro de no encontrarme a la altura del empeño; yo, que siento como se me escapan instante por instante las fuerzas por la honda herida que un dolor íntimo y devastador abrió en mi corazón de padre, no he rehuido el compromiso; ¡ni lo hubiera rehuido nunca, aun sabiendo que, con la primera frase de mí discurso hubiera de haber salido de mis labios el último suspiro de mi vida!

¡Oh! ¿y qué garantía, en los tremendos conflictos de la Fuerza y del Derecho, pudiera, en ningún caso, tener el progreso moral de las sociedades humanas, si el sentimiento de la justicia no vigilase siempre por la integridad de sus más sagrados fueros en algún corazón capaz de sentir como suya la alevosa herida que hace sangrar a otro pecho; en toda conciencia recta digna de asumir, en momentos de supremo peligro, la representación de la conciencia humana?

Y si, dentro de una sociedad homogénea, en donde todos los hombres, nivelados por el goce de idénticos derechos políticos se sienten iguales experiméntase, por los individuos superiores, honda conmoción ante la transgresión de uno cualquiera de los grandes preceptos de la justicia; allí donde ésta ha sido violada como si dijéramos en abstracto, y donde la afrenta sufrida por uno pudo de igual modo caer sobre otro cualquiera de los ciudadanos, ¿ y qué no sucedería en aquel caso singular y anómalo en que la afrenta, inferida por una raza de hombres que dominase en el país recabase con todo el peso de la altivez y con toda la llera despreocupación del dominador sobre la raza entera dominada; como un reto final de taraza triunfante, no a la justicia sólo, no sólo al derecho en su significación universal, sino a la conciencia de ese pueblo sojuzgado, en quien se anula así, de raíz, el concepto fundamental de la existencia humana, el derecho a la vida?

Y éste fue nuestro caso en aquel día: aquél no fue un caso común, análogo a tantos otros, que registran los anales del crimen: ¡no fue allí, meramente, violada en un hombre, por otro hombre, la justicia, sino conculcados de un golpe y de una vez para siempre, sus principios en el pueblo de Cuba por los peninsulares, ávidos de sangre cubana, y no de otra sangre! A un grupo humano pertenecían todos los verdugos; a otro grupo todas las víctimas: de un lado estaba la embriaguez feroz del odio ciego, que no necesita sino fútil pretexto para desbordarse y matar; del otro lado la candorosa confianza de la juventud, que sonríe, inconsciente acaso a la vida; de un lado la vieja Metrópoli cubierta de sus enmohecidos arreos militares, atormentada por la eterna pesadilla de la desmembración de sus dominios: de otro lado, la joven colonia, en camino de las aulas universitarias, ávida de saber, poblada la mente de generosas, pacíficas aspiraciones. España de un lado, ardiendo en ira, con el hacha afilada en las trémulas manos; del otro lado Cuba, inerme, maniatada; ¡con el cuello virgen preparado a recibir el golpe mortal!

El periodista Gonzalo Castañón, cuyo nicho se dijo que había sido profanado.

¡Y lo asestó sin vacilar la despiadada madrastra!... Y porque fuese más certero, pidió en aquella hora, aciaga para nosotros, prestadas sus fuerzas a todos los peninsulares residentes en Cuba; y todos concurrieron con ella a la perpetración del crimen; y no faltó uno a aquel festín de sangre: el Gobierno, los institutos armados, la prensa toda, todo el pueblo; peninsulares todos; que es decir, extraños todos al país; forasteros todos, fueron al lugar del suplicio a mojar su dedo en la sangre del criollo, como hubieran querido sumergir sus cuerpos en un lago tibio, formado por la sangre, así también derramada, de todos los hijos de Cuba!

Este trágico suceso encierra y compendia la historia de la Colonización de nuestros malhadados padres en América, y da al mundo la medida de la capacidad intelectual y moral de España. Su espíritu, petrificado dentro de los estrechos moldes en que vació la embrionaria conciencia humana la tenebrosa Edad Media, es hoy, por singular hecho atávico, el mismo que presidió a la conquista devastadora de la América. Extinguidos en Cuba los naturales, que murieron al filo de la espada del conquistador, soldado, la España actual, la España de los mercaderes, juega con nosotros los cubanos, que somos los hijos y herederos de los descubridores, al juego sangriento de las conquistas; y nos sacrifica con la misma ciega crueldad con que exterminó un día a los Siboneyes.

Pone hoy la planta en Cuba el peninsular, como asentaría el pie en tierra conquistada, y conquistada a una raza inferior, con la cual no tiene que contar para nada. Diríase, al ver llegar a nuestras playas a un militar o a un empleado que son hombres del tiempo de Velázquez; y si resucitase en nuestros días, y para solo ello, un Vasco Porcayo de Figueroa, podría departir con cualquiera de sus paisanos recién llegados, como en los tiempos de la conquista: uno seria su nivel moral, uno su concepto del dominio de la tierra y del hombre su habitador.

Todo peninsular, el más oscuro, cree tener una heredad en Cuba, y siente que se le restituye un bien de que estaba desposeído, cuando de alguna manera, siempre fácil, entra en posesión de la tierra que le estuvo ab initio prometida. Y todo le convida a ello: el falso concepto que tiene de la colonización: la incondicional protección que el Gobierno presta aún a los intereses más bastardos del torpe colonizador que vive con él en consuetudinaria complicidad de todos los instantes: como comerciante, para defraudar siempre los intereses de la hacienda pública: como empleado para defraudarla en otra esfera y más cómoda y fructuosamente, acaso: como militar para obtener rápido ascenso; y como hombre y siempre, y en fe todas ocasiones, para sentirse superior al hijo del país, al desheredado hijo de Cuba.

En otra parte, antes de ahora lo he dicho ya. Nosotros no hemos vivido sometidos a un gobierno, sino a un pueblo; no hemos sufrido meramente la acción de leyes, no votadas por nosotros, y siempre duras, sino la acción personal, directa, autoritaria, depresiva y vejatoria de la voluntad y de la influencia indiscutibles de otros hombres: ¡de los peninsulares!

Federico Capdevila, pundonoroso oficial español.

Tal individuo, entre los cubanos, ha podido señalar siempre, entre los españoles, a otro individuo como protector suyo, como su señor, como su amo. Con él ha vivido reconociendo tácita o expresa y servilmente esta humillante y corruptora dependencia; y a este precio ha podido ver la luz, respirar el aire y comer el pan en su propia tierra el cubano: ha vivido el que se ha infamado; ha vivido mejor y ha medrado el que se ha infamado más.

En esa dependencia social, no cabe, sino por rarísimas excepciones entre un español y un cubano la amistad; ni hay entre uno y otro, aproximación duradera posible. Cuando entre un grupo de peninsulares y otro de cubanos se ha iniciado una corriente de simpatía cualquiera, tendente a aproximarlos en el terreno económico, por ejemplo, el Gobierno se ha apresurado a rectificar sus posiciones sociales respectivas, temeroso como estuvo siempre de perder su absurdo imperio, posible sólo dentro de un régimen de castas en la colonia. Así también, cuando uno, entre los peninsulares (hermosa y rara excepción), ha levantado su voz en favor del pueblo de Cuba, esa voz ha muerto en la conciencia de los detentadores de nuestra libertad, como murió sin eco la generosa protesta de Capdevila; el militar íntegro y noble que se negó a suscribir la sentencia de muerte de los estudiantes.

Y de este modo, y por dura ley, el cubano, torturado en la vida pública y en la privada, por este régimen servil, o ha vivido en mezquina complicidad con el dominador, hartándose con él, o ha vivido en su miseria (si no se corrompió) odiándolo, aspirando sólo a libertarse de su señor.

Y no se diga por los peninsulares, ni lo invoque el Gobierno para cohonestar su imperio, que el cubano es física o intelectual y moralmente considerado inferior a ellos (que estas desigualdades naturales, si existiesen, no bastarían nunca a justificar nuestra servidumbre) porque sucede todo lo contrario. El cubano es vigoroso, sobrio inteligente, laborioso también, y, por punto general, de agudo ingenio.

Nuestro hombre de campo, nuestro guajiro (aquél que mejor nos personifica, y que entre todos nosotros ha sido el más desheredado de todo bien por la adversa suerte) es de complexión recia, incansable en el trabajo, generoso, hospitalario; y esconde bajó la frente trigueña que tostó el sol en la ruda labor agrícola, una inteligencia perspicaz, abierta a toda influencia generosa y noble, un alma soñadora y caballeresca, enamorada siempre de un ideal de libertad, llena de románticos sueños, capaz de elevarse a las regiones que inunda con resplandor de aurora la poesía, su mejor amiga; la que le dicta al oído la trova campestre, original y lastimera en que parece llorar las amarguras de la vida toda del país cubano, en la eterna nostalgia de su alma que muere lejos de la Patria. Sí; ¡de su patria que siente esclava y con la cual sueña redimida y libre!

Y este hombre ha nacido y se ha criado en el campo; allí donde más escasean los elementos de cultura: vive a la intemperie; y en el lugar en que nació ha de morir, sin legar a sus hijos otra cosa que un arado, para que roture la tierra; sin haber saboreado otros goces que los del pobre hogar del campesino. En cambio fijad la vista en el privilegiado peninsular que llega de España: o no sabe leer, o es incompleta y rudimentaria su cultura; pero ese no va al campo: ese tiene en el país, de seguro, un deudo que lo acomoda en el comercio, o trae en el bolsillo la credencial de un destino bien retribuido que lo lleva a las oficinas de la Administración, toda ella como todo aquél en manos de peninsulares: vivirán en las ciudades, trabajarán a la sombra, gozarán, en el camino de la fortuna, de toda suerte de privilegios e inmunidades: el uno comprando y vendiendo víveres o lienzos; el otro, el empicado, en las breves horas que pasa al dia en la siempre ociosa oficina, dignándose alguna vez de fijar, desde la altura de su superior condición, los ojos sobre el expediente que se eterniza allí bajo su mano incapaz; que en algún caso, si no siempre, se hace solícita, si precedió al trabajo la gratificación o el soborno! El uno defraudará siempre a la Hacienda en las aduanas; el otro venderá en todas ocasiones los intereses de la administración que le está confiada: ambos se harán ricos en breve tiempo. A ninguno de ellos tostó el sol la frente, ni le encalleció las manos el arado.

Luego, son hombres solos: solos viven en la tienda, solos viven en la oficina: no estudian, no se educan, no tienen roce social en largos años. Frecuentan sólo el café: pónense, acaso, en contacto con la mujer ven al: con traen amistades en el garito, o abren el alma a los bastardos afectos que pueden nacer en las casas de prostitución; ¡y esto es para ellos el país, todo el país! La mujer educada, peninsular o cubana, la mujer esposa, la madre, la hermana no suavizan con la influencia de su carácter siempre civilizador, las asperezas del carácter de esos hombres, que, por fuerza, si arribaron incultos, o corrompidos ya, a nuestras playas, se hacen duros, cínicos en esa escuela; y no quiero hablar ahora de esa otra grande escuela de corrupción para hombres solos abierta y sostenida siempre por el Gobierno en Cuba y a la cual asisten sólo peninsulares: ¡el cuartel!

De la Metrópoli no van a Cuba tampoco los mejores: ya en la Península se ha hecho una selección en nuestros inmigrantes; eran allá los peores, acaso, al emigrar... ¿Qué esperar de estos hombres que para sancionar los actos todos de su vida, se sienten y son realmente dueños del país, amigos del Gobierno; que son, para decirlo de una vez, el Gobierno mismo en Cuba? Si un día, en la exaltación de sus oscuros sentimientos patrióticos, quieren sangre cubana, sangre de inocentes, sangre de niños cubanos, tendrán toda, la que quieran: ¡el Gobierno pondrá en sus manos para derramar esa sangre la espada de la Justicia, y asestará con ella sin vacilar el golpe de muerte! Son cubanos y estudiantes cubanos los que mueren, ¿qué importa?...

Su fusilamiento fue una injuria brutal y salvaje al pueblo de Cuba.

Los matadores no eran aquellos soldados, sino voluntarios, reclutados entre la turba innúmera de los mozos de café y de los dependientes de las pulperías; lenceros, sederos, mozos de cordel, hombres todos sin familia en el país, tropa de fieras sanguinarias, desprendida del núcleo de la manada, y que cae hambrienta sobre el indefenso aprisco.

Allí van a consumar el fácil asesinato, pero no caminan escondiéndose entre las sombras de la noche, sino a la luz del día, en compactas falanges que forman millares de hombres; y huellan con pie firme las calles de la aterrorizada capital de la Isla: cubiertos van de arreos militares, armados todos, como si hubieran de entrar con enemigo aguerrido en desigual combate y todo el ejército contrario son ¡ocho niños que esperan ya estoicos la muerte I

Nosotros pudimos ver entonces como lo vio en día también aciago la España de Godoy, a todo un pueblo convertido en asesino de otro pueblo: como en Madrid, en la Habana,

     Por las henchidas calles
     Gritando se despeña
     La infame turba que abrigó en su seno,

y allí también en el corazón de las consternadas madres cubanas,

      La pavorosa fatal descarga suena,
      Que a luto y llanto eterno las condena.

Cumplida la sentencia, harto ya de sangre, aquel tropel de tigres carniceros” marchan aún beodos, por las calles y plazas de la Habana; ¡no en el siniestro recogimiento del crimen, sino en la embriaguez inconcebible del malvado, que después de colmar por su mano la medida del mal, provoca aún en increíble alarde de cinismo, a la Tierra y al Cielo!...

     ¡Con que gentileza van
     Al son de sus tambores!
     ¡Como demandan loores,
     Belicosos y arrogantes!
     ¡Madre: oculta tus infantes
     que pasan los vencedores!...

¡Oh, desde aquel día, desde aquel tremendo día en que todas las iras del dominador sin freno cayeron sobre el pueblo dominado, inerme, compendiando en ese solo acto, la historia toda de nuestro infortunio: un pasado de fuerza, un presente de muerte y un porvenir sombrío sin esperanza alguna de reivindicación para el hijo de Cuba, debieron quedar heridas de súbita esterilidad las madres cubanas!

Y no fue así, acaso por trascendente voluntad del Cielo, que las designaba para concebir nuevos hijos que lavasen, como lavan hoy, con la sangre del verdugo nuestra honra, entonces y siempre mancillada; que sí puede decirse que Cuba murió toda virtualmente en aquel trance, antes de él, y hora por hora en la larga historia de nuestra dependencia so; al, habíamos sentido helada nuestra sangre por el frío de la muerte civil a que estuvimos siempre condenados.

¿Cómo, sin morir de dolor y de vergüenza concíbese que un pueblo cristiano culto, que un pueblo de América, descendiente todo él de los conquistadores de América, heredero de sus derechos como de su sangre, un pueblo español por su filiación étnica, se sienta esclavo de un pueblo europeo que se renueva en inmigraciones sucesivas: de una rama de su misma familia, que viene de Europa, imbuida en todo concepto de dominio a gobernarlo a su guisa y sólo a título de recién llegada?

¿Cómo pudiera concebirse que el cubano, sin dolor y sin protesta, sufriese como pudiera sufrirlo el indio infeliz el yugo mortal del peninsular? No a vosotros, no; a ellos haría yo esta pregunta. ¿En qué principios de justicia fundas tú hijo de la Península Ibérica, el concepto de tu pretenso indiscutible derecho al dominio de mi conciencia, en lo político, en lo social, en lo humano? ¿En qué hecho de reconocida superioridad física, intelectual o moral, fundas todo el sistema de tu gobierno? ¿Porque vienes hoy de España que contribuyó con su dinero y su gente cuatro siglos hace al descubrimiento de estas tierras?... Pues antes que tú y acaso desde los principios de la Colonización vinieron de España mis padres; y es mejor mi derecho que el tuyo: si algo pretendes, pretende ser mi igual, no superior a mí.

Página interior del folleto donde fue impreso este discurso y que ha servido de base para esta publicación.

Te he oído repetir mil veces también que vienes a civilizar al hijo del país. Tú, que eres un soldado rudo, un empleado ignorante o un hombre inculto del pueblo, no puedes civilizar a nadie; muy difícil acaso que te civilices tú mismo. Esa pretensión pudieron tenerla nuestros mayores; y si es cierto que dominaron el país no es menos dolorosamente cierto también que lo despoblaron; que no dejaron uno solo de los aborígenes, para contar cómo aprendieron de ellos a leer y escribir y a creer en Dios uno y trino. ¿Qué indios buscas aquí? ¡no resucitarán para comprarle hoy tus cascabeles, y tus abalorios, dándote en cambio a puñados el polvo y las pepitas de oro de sus minas! ¿Sueñas con repartimientos todavía? La tierra está dividida; aquí impera en las conciencias el derecho; todo tiene su dueño: no hay hombres salvajes en nuestros bosques: ni siquiera subsiste, para el hombre de color que aquí ves la esclavitud, porque la hicieron abolir por fuerza a tu gobierno, después de haberla abolido libremente ellos, mis paisanos, los revolucionarios del sesenta y ocho; y aquí todos pretendemos ser ante la ley, como somos ante Dios, iguales.

Sal de tu sueño, mira en torno y dime si estás entre los bosques vírgenes de la Cuba Columbina, rodeado de hombres lampiños color de bronce que te ofrecen papagayos domesticados: pálpate, reconócete y mira si tu modesto traje de lugareño puede tomarse por una armadura de guerra: ¡si tu eterna elástica puede confundirse con la cota de malla de nuestros mayores, guerreros y conquistadores! Peninsular: ha pasado el tiempo, que tú no has sabido medir: ha evolucionado la conciencia humana, m: entras la tuya permanecía estacionaria: el Derecho ha triunfado en las sociedades modernas; y América (esta América que tú tomas hoy por la América de Moctezuma o de Attahualpa (sic)), dio hace tiempo cuna a Washington y a Bolívar, y ofrece hoy al mundo el hermoso espectáculo del Derecho y de la Justicia triunfante, en la grandiosa constitución de una república democrática modelo: en la constitución de otras muchas repúblicas que en ella se fundaron, con individuos de tu sangre y de tu raza y que hablan tu propia lengua, y que te están dando hace ya más de un siglo una lección para ti dignificadora, que no has podido aprender todavía, ciego y sordo como eres bajo la tutela de tu Gobierno, a toda luz y a toda voz de cultura y de progreso. ¿Y pretenderías tú, pretenderá ese Gobierno tuyo, que nosotros, hijos de América, que nosotros tus iguales, te reconozcamos superior nuestro y nuestro amo? ¡Nunca, jamás! ¡Y allí está toda nuestra historia para probarlo! Ni nos hemos connaturalizado con nuestro anómalo destino político, ni hemos dejado de protestar un solo día en contra de tamaña violación del derecho humano. Cuba, representada por un puñado de hombres casi inerme, se ha levantado muchas veces en son de guerra contra España, representada por más de 18 millones de habitantes: se ha levantado muchas veces en contra de los numerosos ejércitos españoles, sin medir para ello sus fuerzas; sin contar el número de sus enemigos; atenta sólo a la magnitud de su agravio, y oyendo el clamor de su conciencia que pide justicia; que clama por la reivindicación de los derechos del país cubano, con tal y tan hondo y desesperado clamor, que, ahogará el ruido atronador de la formidable artillería del enemigo, y se hará oír de cl, y del Cielo mismo, inconsciente cómplice por tantos siglos de la fuerza y de la iniquidad que nos hizo su víctima!

¡Porque hoy, como en aquella época en que murieron vilmente asesinados nuestros inocentes compañeros, Cuba pelea por conquistar su independencia y por alcanzar de una vez para siempre su libertad! Al reto del dominador imprudente ha respondido una vez más en actitud guerrera el pueblo dominado; ¡y es la vez tercera en el espacio de menos de medio siglo! Aún están vivos los compañeros de Joaquín de Agüero que se levantó en el año de 51, y alguno forma en las filas que al conjuro de Martí brotaron del suelo de Cuba, y hoy combaten por nuestra santa causa, como estuvo entre aquellos que llevó al campo de la lucha el inmortal Carlos Manuel de Céspedes, afirmando así la constancia y la unidad de nuestra protesta, la unidad de nuestra historia política, vinculada en nuestro carácter moral de súbditos siempre rebeldes, ante la desesperante unidad de la Metrópoli, siempre obcecada, siempre tiránica y prostitutora siempre!

No presencia el mundo, en nuestra lucha, el conflicto bélico de dos naciones que combaten por dilatar sus fronteras, o acaso por motivo baladí en el Asia decrépita o en la servil Europa; no asiste también al espectáculo de una discordia intestina, no: el mundo, la historia debe ver en nuestra guerra lo que es ella: una guerra social. Un pueblo todo, un pueblo aquí nacido que pelea en este Continente por libertarse de la opresión de un pueblo, de todo un pueblo que viene de otro Continente, América, en nosotros, se defiende de Europa; ¡el Derecho y la Justicia en su fórmula más universal, incontrovertible se defienden en nosotros de la fuerza ciega, inhumana e inmoral, que pretende realizar, esclavizándonos, un sueño anacrónico é impío de un dominio imposible ya en la Tierra! Es nuestra guerra, que por anomalía única en el pueblo español de Europa, se hace así posible, una guerra que el espíritu de la edad media, resucitada a la voz de Hernán Cortés y de Pizarro, declara, en América, a la edad moderna: la última batalla acaso que la barbarie superviviente de los pasados siglos dé en el mundo a la conciencia humana, tras tanto progreso, redimida y libre.

Cuba defiende hoy con su causa, la causa del derecho de todos los hombres: que caiga sobre España toda la sangre derramada; suya es toda la responsabilidad de este horrible desastre.

Primera misa, efectuada en 1899, en el lugar donde fueron fusilados los ocho estudiantes.

Que recuerde en estos momentos la dolorosa pérdida de todas sus colonias por igual proceso independizadas: que cuando piense, para consolarse de su perdida en la integridad de su propio territorio peninsular, sienta que oprime su cerviz el pie del soldado inglés, que desde Gibraltar desafía y menosprecia, su decantada legendaria pujanza militar, sensible hoy sólo al débil, y poderosa sólo en contra nuestra; en contra suya, como el arma de un suicida: que caiga gota a gota sobre su frente y la caldée el llanto de las madres peninsulares y cubanas, cuyos hijos todos sacrifica a la torpe codicia que la domina: que vea sus campos yermos, porque el pueblo peninsular en masa abandone el arado por el fusil, y las artes fructíferas de la paz, por las desoladoras artes de la guerra: que vea exhausto su tesoro, y arrastre de puerta en puerta, y de una en otra repulsa, ante extraños pueblos, pidiendo de limosna el dinero que no tiene para equipar, armar y municionar su ejército (un ejército de 200 mil soldados, incapaz de contrastar el ímpetu de 20 mil ciudadanos!) que en su impotencia, y para que colme la medida de su ignominia, haga degollar por sus generales, convertidos en verdugos, al cubano inerme; al cubano pacífico, cuando no pueda alcanzar al cubano patriota armado: que proclame el exterminio de nuestra raza, como condición única de su triunfo, como base histórica de su dominio, y como resultado único y definitivo, de lo que ha llamado su colonización en América! ¡Eso, la devastación y la muerte: eso, la miseria en la Metrópoli y el exterminio en la colonia: su única obra en los pasados siglos y ahora mismo; ¡sus únicos títulos ante la historia a la consideración del hombre civilizado de otras tierras, y sus únicos títulos a nuestra admiración y a nuestro amor como hijos suyos!

¡Como hijos suyos!... ¡Así por amarguísimo sarcasmo nos llama ante el mundo todavía! Ella solo es madre, y madre torpe y ciega de los que nacen en la Península; aquellos son los primogénitos y nuestros dueños y señores naturales: cuando por un instante sueñan que le disputamos su señorío se lanzan sobre nosotros y nos degüellan; ¡y España, la nación, sanciona y aplaude el crimen!

En vano importunará los oídos de los hombres que desde la península Ibérica nos gobiernan y explotan, el clamor del pueblo de Cuba sojuzgado, en vano caerá sobre sus frentes marmóreas el chorro cálido de tanta sangre vertida en la colonia, como fue derramada la sangre de los estudiantes cubanos inmolados a la furia de la horda colonizadora peninsular; ¡que no despertarán nunca de su sueño de esfinge, ni partirá nunca de allá la señal de que cesen el despojo y la matanza!

Hoy mismo no arde en guerra la Isla toda sin que el pueblo de Cuba haya clamado mucho (vox clamantis in deserto) durante la paz, por la justicia: una parte del pueblo peninsular residente en Cuba, comenzaba, acaso, a prestar oído a nuestros clamores: el país entero temblaba de espanto ante la perspectiva de una guerra inevitable ya; el país cubano no hubiera querido la guerra, luchó durante muchos años por la paz: ¡la pidió, como quien dice, de limosna a la Metrópoli!, ¡Todo en vano! Se luchaba contra lo que el primer estadista español de nuestros días ha llamado la realidad nacional: se luchaba contra el espíritu secular de España, allí patente e irreductible en la historia de su colonización en todo el orbe, y patente e irreductible también en toda su historia; ¡y era fuerza matar y morir!

¡Y se mata y se muere, hoy, como siempre, en Cuba la Isla Sangrienta!

Ellos, ¡ay! los peninsulares, mueren sólo en el combate, en el ardor de la pelea; cuando es gloriosa la muerte; nosotros morimos a sus manos, en el campo de batalla, y fuera del campo de batalla: a sus manos morimos en el cadalso porque quieren que nos acompañe, más allá de la muerte, la ignominia; a sus manos morimos en las prisiones, en el destierro, en la expatriación; y los feraces campos de Cuba, y los oscuros fosos de las fortalezas españolas, no tienen ya un palmo de terreno que no haya bebido nuestra sangre! Ellos matan cubanos como quien mata bestias y aspira al exterminio de la casta, nosotros en la acción de guerra, y allí sólo dirigirnos el plomo del rifle o el filo del machete libertador contra sus pechos; y, por uno sólo de los nuestros que cae en el combate, cien mueren que no empuñaron nunca las armas.

¿Qué importa si nos sacrificamos a un ideal de justicia, si defendemos los fueros de la humanidad?...

Pudiera suceder, acaso, que el poder de España se quebrantase al cabo en la lucha; pudiera suceder que la obligásemos a evacuar el país, a dejarnos solos y libres. No la reduciríamos por eso. Aún allí, en su último reducto de la capital de la Isla, no se sentiría débil; mientras tuviese espacio en que levantar un patíbulo; mientras tuviese a su servicio un verdugo, confiaría en el triunfo de su causa, y no se declararía vencida en ningún caso. ¡A última hora; en la hora postrera de su dominio, no faltaría tampoco en la Universidad un grupo de estudiantes, hijos del país; y aún tendría tiempo para condenarlos a muerte y ejecutarlos en garrote vil; no se habrían desmentido así, por un instante, ni el carácter ni las tradiciones de la colonización española en América, y sus funerales habrían sido dignos de su vida!

He dicho.

Key West, noviembre de 1896

Allí van a consumar el fácil asesinato... 
Fusilamiento de los Estudiantes de Medicina el 27 de noviembre de 1871 (1931), Manuel Mesa Cubilla.

Tomado de Veinte y siete de noviembre, Discurso del Dr. Esteban Borrero Echevarría en San Carlos en conmemoración del fusilamiento de los estudiantes de Medicina, y en el vigésimo quinto aniversario de este suceso. Ket West, Florida, 1896. Imprenta Au bon marché del Dr. Trías, (s.a.).
Nota de El Camagüey: Se han realizado ligeras modificaciones en la puntuación (que en lo absoluto afectan el sentido del texto) y respetado las cursivas del original. Varias de las imágenes han sido tomadas de 
 Federico Capdevila y Miñano, la Historia detrás de su busto en la plazoleta de la Iglesia de San Francisco, de Santiago de Cuba, de Isabel Rodríguez, disponible en https://www.elchago.com/

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