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Hágase tu voluntad (De Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro)

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Hágase tu voluntad (De Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro)

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La década de 1920 había comenzado en todo el mundo con los profundos cambios derivados del final de la I Guerra Mundial, en especial el triunfo comunista en Rusia y el ascenso del fascismo en Italia. La victoria de estas nuevas ideologías sacudió a las elites intelectuales de Europa y América, sobre todo en México, donde pronto se consolidó una revolución marcadamente anticristiana. En el ámbito político occidental el nacionalismo se extendió con rapidez por muchos países (Alemania, Argentina), reforzado en Cuba por la vigencia de la Enmienda Platt[1].

Sin embargo, el día que marcó la vida de Enrique Pérez Serantes fue el 24 de febrero de 1922, fecha elegida por la Secretaría de Estado vaticana para anunciar su nombramiento como obispo de Camagüey, uno de los primeros que hizo el nuevo pontífice Pío XI[2].

Monseñor Pérez Serantes, que tenía 38 años, fue ordenado obispo el 13 de agosto de 1922 en la catedral de Cienfuegos por su predecesor, fray Valentín Zubizarreta[3], nombrado a su vez obispo de esa diócesis. Tomó posesión el sábado 2 de septiembre de 1922, día en el que fue recibido en Camagüey por las corporaciones civiles y eclesiásticas, las asociaciones religiosas y una numerosa representación de fieles.

En el diario El Camagüeyano, el periodista Antonio Fuentes relató su llegada a la capital agramontina. En primer lugar, el nuevo obispo se dirigió a la iglesia del Sagrado Corazón, regida por los escolapios, donde comenzó a las 5 de la tarde una procesión hasta la catedral. Pérez Serantes, en cumplimiento al Ritual de Obispos, iba bajo palio revestido de pontifical acompañado de Zubizarreta y Ambrosio Guerra, arzobispo de Santiago de Cuba.

Pérez Serantes joven. 

Una vez en la catedral se leyó la bula pontifical de posesión, momento en el que Enrique Pérez Serantes se dirigió a sus fieles: “Vengo lleno de fe y confianza a cultivar esta Viña del Señor del preclaro Camagüey, la antigua ciudad del Príncipe, para Él desde luengos años tan amada, admirada por su cultura y por su acendrada religiosidad, que es patrimonio de sus mayores”[4]. A continuación se cantó el Te Deum y finalizó la celebración, si bien los actos continuaron al día siguiente, domingo 3 de septiembre, con la misa de despedida a Zubizarreta, en la que se estrenó la iluminación eléctrica de la catedral.

Pérez Serantes eligió como lema episcopal Fiat Voluntas Tua (Hágase Tu Voluntad) y en su escudo colocó el anagrama de la Virgen María con corona real (la Virgen como reina y señora de todo lo creado) con cuatro cuarteles: en el superior izquierdo, el cáliz con la hostia sagrada (representación de la eucaristía y que aparece también en el escudo de Galicia, su región natal); en el superior derecho, las llaves del Reino entregadas por Jesucristo a San Pedro (símbolo de la autoridad trasmitida por Dios a sus discípulos); en el inferior izquierdo, una barca, imagen de la Iglesia; y en el inferior derecho, una cruz-ancla, símbolo de esperanza y seguridad en la Resurrección.

Se convirtió así en el segundo obispo de una diócesis de 26 346 km² creada por Pío X a finales de 1912 al segregar su territorio de la archidiócesis de Santiago de Cuba. Según el censo provincial en Camagüey había 228.913 habitantes, atendidos en quince parroquias (seis en la capital y nueve en el resto de la provincia), además de otras nueve iglesias propiedad de órdenes religiosas (cuatro en la capital).

Los primeros nombramientos de Pérez Serantes fueron los del vicario general, Juan Antonio Salas; el canciller secretario, cargo para el que eligió al P. Juan Carmelo Jiménez Alfaro (reconocido músico y organista de la catedral), y al P. José F. Pino[5] como vicesecretario.

Al poco tiempo de tomar posesión Pérez Serantes realizó una visita pastoral para conocer la diócesis, en especial, la situación de los campesinos. A su vuelta a la capital se realizaron varios actos de homenaje a santa Teresa de Jesús, que celebraba el tercer centenario de su canonización. Pérez Serantes invitó a Zubizarreta, que era carmelita descalzo, a predicar en la iglesia conocida como Parroquial Mayor el 20 de octubre de 1922.

Diez días más tarde, el 30 de octubre, el nuevo obispo escribió su primera carta pastoral, titulada “Al generoso pueblo de Camagüey a favor de los niños hambrientos de Rusia”. Era un recordatorio del llamamiento de Pío XI a todos los obispos del mundo para realizar colectas a favor de la infancia rusa: “En esta misión de caridad se prescinde por completo de todo prejuicio político o confesional, teniendo únicamente en cuenta la mayor necesidad”[6].

En Cienfuegos. 
Cortesía de Ignacio Uría

Pérez Serantes ordenó que se informara bien en todas las parroquias de los motivos de la hambruna[7], así como insistir en el deber de contribuir “[...] porque todos los hombres son hijos de Dios. Los comunistas también”. Se hizo especial hincapié en los niños cubanos, a los que se pidió que rezaran y se mortificaran por otros menos afortunados que ellos.

Pérez Serantes compartió su nueva responsabilidad episcopal con el cargo de secretario de las Conferencias de Obispos de Cuba (antecedente de la Conferencia Episcopal). En la primera reunión anual a la que asistió, se abordó el importante asunto de la Acción Católica, iniciativa apostólica renovada por Pío XI.

En el documento de finales de 1922 nacido de ese encuentro episcopal, la Jerarquía cubana insistió en: “la necesidad de establecer Asociaciones de hombres para iniciar de una manera franca la Acción Católica entre nosotros, pues se halla todavía en pañales”[8]. El reconocimiento de la escasa colaboración masculina en el apostolado es de gran importancia, sobre todo si se compara con el fuerte compromiso que tuvieron los varones en las décadas siguientes.

El documento de la Conferencia de Obispos prosiguió:

Estas asociaciones es urgente establecerlas, no sólo en las poblaciones grandes, sino también en las pequeñas. En varios puntos de la Isla existen ya [...], y están dando un positivo resultado. Cada Ordinario debe ponerse al habla con sus respectivos Curas y con las Comunidades para obtener este fin.

Como segundo punto de la carta se dijo:

Debemos interesarnos por la suerte de los obreros, los cuales forman la parte más numerosa de nuestra grey. A fin de que no caigan, o no continúen, en el descreimiento, la indiferencia y en los prejuicios contra la Iglesia. Debemos acercarnos a ellos, instruirles y agruparles.

Para aproximarse a los trabajadores se crearon cooperativas en las que podían adquirirse mercancías a bajo precio, bien para sus hogares o la reventa. Para formar parte de esas sociedades había que estar afiliado y participar en las actividades formativas, ya fueran profesionales o espirituales.

Otro de los objetivos de los obispos fue organizar a los jóvenes, especialmente los que habían estudiado en los colegios católicos, cuya piedad se diluía al abandonar las escuelas: “frustrándose de esa manera tan buena semilla, hábilmente sembrada”. El medio elegido para conseguirlo fueron las asociaciones de antiguos alumnos, algunas de las cuales tenían locales propios, “que bien pronto se convertirán para los socios en un segundo hogar”.

La educación era un asunto primordial para el que se dieron cuatro indicaciones:

  • 1) Vigilar la instrucción religiosa en los colegios para que: “los jóvenes no se encuentren más tarde desprovistos de aquellos conocimientos que son necesarios para combatir las objeciones del racionalismo y materialismo reinante en la escuela laica”;
  • 2) crear escuelas parroquiales como medio idóneo para llegar al pueblo y fomentar las vocaciones eclesiásticas;
  • 3) establecer centros superiores de religión para los alumnos de las escuelas públicas en todas las provincias;
  • 4) abrir una residencia de estudiantes universitarios en La Habana dirigida por alguna orden religiosa.

El texto terminaba con una exigencia:

Los acuerdos tomados en Congresos y Conferencias están condenados a ser letra muerta. Los Obispos y sacerdotes de Cuba procuraremos que con las deliberaciones arriba enumeradas no ocurra lo mismo. [...] Los sacerdotes celosos, empeñados en el progreso espiritual de sus parroquias, se darán perfecta cuenta de que nuestra misión exige el cumplimiento exacto de lo que en artículos precedentes hemos acordado[9].

A continuación venía la firma de Pérez Serantes, que fue el redactor del texto. El estilo y el tono de la carta demuestran su carácter ejecutivo, algo que también se nota en la carta que los prelados escribieron pocas semanas más tarde a los directores de los colegios católicos. En esa circular analizaron: “el estado actual de nuestra juventud y, especialmente, la que se está formando o que se ha formado en los Colegios Católicos, que son orgullo de la religión en esta amada tierra”.

Los obispos alabaron la diligencia con que se enseñaba Catecismo y Apologética en los colegios católicos: “cuyo gran servicio hace que la Iglesia descanse tranquila respecto a esa parte de su grey”. Sin embargo, alertaron sobre la educación en la escuela pública (“que vale decir laica o atea”) y los intentos del poder civil para que: “la juventud se emancipe del yugo del Evangelio, que es cuanto decir de la verdadera civilización”.

También pidieron los prelados que los antiguos alumnos no fueran perdidos de vista porque: “como el Colegio debe ser una prolongación de la Familia, así la estancia en el mundo de esos niños debería ser una prolongación de la vida del Colegio”. Por tanto, era: “necesario fundar Asociaciones de ExAlumnos, que tan benéficos resultados están dando” para que se convirtieran en canteras de la Acción Católica[10]:

No dudamos que dedicando especial y empeñosa atención a estas Asociaciones no tendremos que lamentar tantas defecciones como hemos de lamentar en la juventud tan bien preparada en nuestros colegios. Es demasiado estridente el cambio entre el Colegio y el mundo. Por eso dichos jóvenes deben seguir teniendo el amparo de sus profesores [...]. Hay que vigilar para que no haya solución de continuidad una vez que actúen fuera del Colegio. En esta forma, las Comunidades docentes de ambos sexos prestarán un gran servicio a la Iglesia[11].

Por todos esos motivos el obispo Pérez Serantes pidió informes mensuales de cuántos niños acudían a la catequesis, según el modelo de la hoja “Estado de las escuelas catequísticas” que se publicaba en el Boletín Oficial de la provincia eclesiástica de Cuba. Los párrocos debían detallar también qué niños hacían la primera comunión, así como el número de adultos que cumplían con el precepto pascual[12]. Finalmente, ordenó que se le informara de qué colegios privados dirigidos por seglares enseñaban doctrina cristiana y en qué grado.

Otra prueba del empuje pastoral del nuevo obispo se vio en 1926 tras un ciclón que afectó a las provincias occidentales (Pinar del Río, La Habana y Matanzas) la noche del 19 al 20 de octubre. Sus consecuencias fueron devastadoras, con cientos de muertos, y la comunicación con el resto del país totalmente cortada. Ante la gravedad de la situación, Pérez Serantes escribió una carta al clero y fieles de su diócesis para informar del estado del país, con miles de casas destruidas, plantaciones arrasadas y centenares de barcos de pesca hundidos:

Innumerables familias vagan hoy por las calles de las ciudades y los pueblos con el hambre retratada en el semblante, sin hogar y sin alimentos, implorando la caridad pública porque todo lo han perdido. La muerte y el hambre están ya a la vista, y se teme [...] la peste, pues tenemos noticias de que ciudades como La Habana están sin agua por haberse destruido el acueducto [Canal de Albear], y que muchos cadáveres están aún insepultos. Es, pues, nuestra obligación [...] acudir luego sin tardanza [...] ayudando con nuestros recursos. No sería verdaderamente cristiano, ni amaría a sus hermanos ni a su patria el que así no lo hiciera[13].

Pérez Serantes dispuso entonces la apertura de una colecta para los damnificados, que él mismo dotó con los primeros cien pesos. Las donaciones se recogieron en el obispado, aunque también pudieron ser entregadas en una colecta especial dominical se hizo en todas las parroquias camagüeyanas.

Otra iniciativa de sus primeros años en Camagüey fue la peregrinación del 8 de septiembre de 1927 al nuevo santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, levantado en la provincia de Oriente por monseñor Zubizarreta.

A ese destacadísimo acto acudieron fieles de toda la Isla organizados a través de las diócesis. Los camagüeyanos, que viajaron con su obispo, salieron el 6 de septiembre hacia Santiago de Cuba en lo que Pérez Serantes denominó “gran excursión patrióticomariana”[14]. En ella también participó el carmelita P. Elías, famoso en Camagüey por la legión de catequistas que preparaba durante todo el año la gran comunión infantil en honor del Niño Jesús de Praga, en la que participaban cientos de escolares de toda la provincia.

Pérez Serantes siempre tuvo en estima al P. Elías y así se lo comunicó a sor G. Marinas, religiosa que a mediados de la década de 1960 realizó una investigación de la labor catequética en Cuba: “No puedes olvidar al P. Elías, carmelita. Tampoco al salesiano Pietro Pescatore, al que conocían todos los niños camagüeyanos, y al P. Amaro Rodríguez San Román en Nuevitas”[15].

Su preocupación por conservar la historia eclesiástica de Cuba procede de esta etapa camagüeyana y varios hechos lo confirman. Por ejemplo, el apoyo que dio (previo acuerdo con la superiora de la orden, sor Manuela Louredo) a una religiosa de San Vicente de Paúl para que hiciera una tesis titulada “Historia documentada de la labor realizada por las Congregaciones Religiosas de Mujeres establecidas en Cuba”. Para respaldar el trabajo escribió a las superioras de los nueve colegios femeninos de la diócesis[16] con la petición de que facilitaran esa tarea[17]. Según Pedro Meurice, arzobispo emérito de Santiago de Cuba: “Monseñor Pérez Serantes no fue un intelectual, pero sí un hombre brillante y preocupado por conservar la historia de la Iglesia de Cuba”[18].

La huella del P. Rafael Guízar

Durante su gobierno en Camagüey hizo una labor apostólica tan intensa que se le conocía como El Obispo Misionero, en especial por fundar la “Obra de las Misiones” y extender la devoción a la Eucaristía[19].

Pérez Serantes realizó una media de 25 a 30 misiones al año, algo totalmente extraordinario en esa época: “Misionó personalmente en todas las parroquias de la diócesis, [...] e impulsó la Acción Católica en todas ellas”[20] . En esa época ya eran famosas sus misiones a caballo, sobre las que el dirigente de la Juventud de Acción Católica (JAC), Pedro Romañach aseguró: “El desarrollo de la Juventud Católica en Camagüey [...] se debió en gran parte a la labor magnífica de Mons. Pérez Serantes, un verdadero obispo apostólico de gran celo misionero”[21].

Si bien esta actividad no era totalmente nueva en la diócesis, ya que el obispo Zubizarreta también había misionado en persona, la gran novedad de Pérez Serantes fue el estilo que desplegó[22]. Si en La Habana había descubierto su compromiso con el mundo obrero, en Cienfuegos fue conquistado para la causa misionera, hasta convertirse en uno de los más destacados predicadores de Cuba:

A monseñor Serantes difícilmente se le encuentra en la ciudad [...] el prelado vive generalmente, semana tras semana, en los diversos poblados de su diócesis, misionando, predicando y realizando labor estrictamente misionera[23].

Señalo Cienfuegos a conciencia porque ese fue el lugar en el que coincidió con el P. Guízar, modelo que imitó Pérez Serantes durante toda su vida. El mexicano Rafael Guízar Valencia[24], hoy santo, fue un sacerdote que llegó a Cuba en 1917 después de la persecución anticatólica desplegada en México por los presidentes Venustiano Carranza y Álvaro Obregón.

El P. Guízar había sido capellán en el ejército guerrillero de Zapata, pero su eficacia apostólica y sus denuncias de la corrupción revolucionaria le convirtieron en objetivo de los alzados mexicanos. Por ese motivo se exilió en Cuba, adonde llegó en enero de 1917 invitado a predicar por su hermana María de Jesús Guízar, religiosa teresiana establecida en la Isla, y un sacerdote amigo llamado Crescencio Cruz[25]. El P. Guízar pronto contó con la protección del obispo Zubizarreta y la ayuda de monseñor Manuel Arteaga[26], entonces vicario capitular de La Habana y más tarde importante figura de la Iglesia cubana.

Pérez Serantes conoció a Guízar durante su etapa como administrador apostólico de Cienfuegos. Al principio no congeniaron demasiado debido al peculiar estilo del sacerdote mexicano que, entre otras excentricidades, era aficionado a tocar el acordeón en las procesiones. Otras costumbres de Guízar eran incomprensibles para Pérez Serantes, por ejemplo, su aspecto desastrado. Sin embargo, tras algunas exitosas misiones, Rafael Guízar logró cambiar la opinión que casi todo el mundo tenía de él. En especial, la de Pérez Serantes:

Nadie en La Habana había visto un misionero igual, ni a mucha distancia. En todo caso, y para ser conciso diré: a) que fue él el que en este siglo nos enseñó a misionar, b) que fue él el que despertó en Cuba el interés y hasta el entusiasmo por las misiones parroquiales de una semana entera, c) en Cienfuegos, Camagüey y en Oriente, monseñor Guízar dedicaba dos horas intensivas [...] a la catequesis en todas sus misiones, que han sido las más numerosas que se han visto en Cuba en estos 64 años, con una organización extraordinaria y un éxito insospechado[27].

La huella del “Padre Rafael Ruiz” (nombre que usaba Guízar para evitar ser identificado por sus perseguidores) fue profunda en toda la Isla:

Su trato afable y su sana alegría eran los que correspondían a quien [...] vivía continuamente en la presencia de Dios, tratando de ganarle almas sin cesar. Su dedicación casi continua a la labor misional, que practicó durante varios años en Cuba, le ganó merecida fama [...] Tenía una resistencia que saltaba a la vista, eso era lo primero, traspasaba los límites de lo material. Pero no eran las dotes de orador las que convertían a las masas: era todo él, un hombre de Dios, un misionero de cuerpo entero[28].

En enero y febrero de 1917 monseñor Guízar predicó en La Habana. Especialmente conocida fue su misión en el penal del Castillo del Príncipe, donde atendió a más de dos mil presos ayudado por cincuenta confesores. Sin embargo, a partir de la primavera de 1917 residió en Cienfuegos, por lo que su trato con Pérez Serantes fue muy cercano.

El estilo misionero de Rafael Guízar, aunque espontáneo, incidía en una detallada organización. Por ejemplo, siempre pedía una lista de las familias que vivían en la zona que iba a visitar y a todas les escribía invitaciones, de modo que nunca llegaba por sorpresa.

El P. Guízar y Valencia

El P. Guízar siempre estaba al frente de cada visita pastoral y era muy metódico. Le gustaba hacer las cosas personalmente: limpiaba el templo, colocaba los bancos a su gusto o tocaba las campanas para anunciar su presencia. Al final de sus visitas siempre había confesiones y comuniones y animaba a todos a comulgar con frecuencia.

Con los niños su apostolado era muy eficaz y siempre llevaba caramelos o anillos de colores de regalo, costumbre que más tarde incorporó Pérez Serantes. También era común verle con gallinas pintadas con anilina que paseaba por los lugares de misión. Luego las sorteaba entre los más jóvenes, con los que jugaba sin importarle descuidar la compostura que en aquella época se suponía a los sacerdotes.

Esta primera etapa en Cuba duró tres años enteros y concluyó cuando la Santa Sede le nombró obispo de VeracruzJalapa (México). Su ordenación episcopal se celebró el 30 de noviembre de 1919 en la iglesia carmelita de San Felipe Neri de La Habana (actualmente convertida en una sala de conciertos) con el delegado apostólico en Cuba, monseñor Tito Trocchi, como ordenante principal.

Tras su partida en enero de 1920, monseñor Guízar mantuvo relación epistolar con Pérez Serantes, pero no retornó a Cuba hasta el comienzo de la persecución religiosa mexicana y el estallido de la Guerra Cristera[29] en 1926. Este conflicto convirtió a monseñor Guízar en objetivo del gobierno de Plutarco Elias Calles por su doble condición de obispo y tío carnal del general Jesús Degollado Guízar, jefe de las fuerzas católicas.

El P. Rafael Guízar llegó a Cuba en diciembre de 1927. Según sus palabras, gracias a la invitación de su “amigo y bienhechor Mons. Enrique Pérez Serantes, obispo de Camagüey”. Durante los ocho meses que duró su segunda estancia en la Isla, Guízar predicó en toda la provincia camagüeyana (entre otros lugares, Nuevitas, La Florida, Santa Cruz del Sur, Guáimaro o Camagüey capital, tanto en la cárcel provincial como en la catedral de La Candelaria).

Esta última misión fue tumultuosa, “un río de comuniones” que removió a todo el catolicismo cubano. Pérez Serantes, que tenía casi la misma edad que Guízar, le confesó entonces el propósito de tener su mismo celo apostólico, en especial con los más pobres[30]:

Usted sigue incansable. Da gusto ver que en las misiones anda de arriba para abajo, toca el órgano, canta, reza, predica, confiesa, catequiza a los niños, reza el rosario, visita enfermos. Yo he hecho el propósito de seguir su ejemplo y de aquí en adelante comenzaré a misionar sin descanso. Lástima que no tenga la resistencia de roble de usted[31].

Para confirmar sus deseos el obispo camagüeyano ordenó una catequesis permanente en los barrios marginales de Padre Porro, Saratoga y Riverside. En otros lugares de Camagüey, como el Reparto Batista, estableció una obra social con dispensario médico y dental gratuito y clases de alfabetización, cultura general, contabilidad y costura.

Entre las costumbres de Pérez Serantes cuando salía de misión estaba una sumamente eficaz: una campana de bronce para llamar a los fieles, que de este modo podían localizarle en el campo. También llevaba en una maleta un altar portátil, paquetes de catecismos, rosarios, medallas y estampas. Según el propio Pérez Serantes, el horario era siempre el mismo:

La misión empieza con la recepción solemne de todo el pueblo de la imagen mariana, la de la Virgen de la Caridad, que llevará el misionero [...] Ella presidirá todas las mañanas el Rosario de la Aurora y los demás actos de la misión. A saber: a las 6 de la mañana, Rosario de la Aurora, y a las 7 Misa con explicación de la misma, todos los días menos el sábado. A las 4.30 de la tarde, una hora de catecismo dado por el misionero solo.
A continuación, conferencia para señoras y señoritas (45’) y a continuación, conferencia para jóvenes y hombres. Durante el día, matrimonios y confesiones. El sábado Misa en el Cementerio, que suelo decir yo: se va procesionalmente cuando se puede. El sábado, a las 9 a.m., bautismo de las personas que van a hacer la Primera Comunión. Durante la misión sólo habrá bautizos para los que se vayan a casar y lo necesiten, y para los de Primera Comunión”[32].

El Hno. Fernando Álvarez, jesuita asturiano que vivió en el seminario de San Basilio del Cobre en la década de 1950, recordaba así las misiones con Pérez Serantes:

Nada para él era impropio, nada chocaba con su carácter episcopal si se trataba de evangelizar. Cuando llegaba a un pueblo o a una aldea lo primero que hacía era barrer la capilla, el almacén, el rancho o el cine donde iba a dar la misión. Luego tocaba la campana. Era un gigante espiritual y humano. Un gigante[33].

Pérez Serantes también desplegó en Camagüey una intensa labor constructora. Entre sus primeras decisiones estuvo la adquisición, con la ayuda de Rita María Rodríguez, de un edificio en el Parque Martí de Camagüey para transformarlo en Casa de Ejercicios Espirituales y oficinas de la Acción Católica. Durante su gobierno impulsó las obras de reconstrucción de la catedral iniciadas por su antecesor, monseñor Zubizarreta, y adquirió un viejo edificio que había sido cuartel militar para convertirlo en obispado y primera sede del Seminario Diocesano de Santa María, que él fundó[34].

Durante sus veintiseis años en la diócesis de Camagüey fundó cincuenta nuevos templos entre iglesias y capillas, algunas tan señaladas como el Asilo del Amparo de la Niñez (concluido en 1926 y entregado a las Hijas de la Caridad, llegadas a Camagüey a petición de Pérez Serantes). Sus construcciones no se centraron en la capital, sino que las extendió a toda la provincia: Majagua, Guáimaro, Ciego de Ávila o Esmeralda[35].

Sin embargo, el cuarto de siglo de Pérez Serantes en Camagüey es recordado, sobre todo, por su actuación durante el devastador ciclón de 1932 en Santa Cruz del Sur, una tragedia en la que hubo tres mil muertos.

Nada más conocer el desastre, Pérez Serantes se unió al primer convoy que el Ejército cubano envió a esa localidad. El panorama era aterrador, ya que una lengua de mar con olas de siete metros lo había arrasado todo. Muchos de los damnificados fueron trasladados a Camagüey y hospedados en el mismo obispado[36] y para los supervivientes dispuso una Cocina Económica en el convento de El Carmen donde se atendió a trescientas personas diariamente, fundación que mantuvo con fondos episcopales durante dos años más.

Monseñor Pérez Serantes tenía entonces 49 años y poco a poco empezaron a llegarle los agradecimientos públicos. El más importante fue la concesión de la nacionalidad cubana[37] como reconocimiento a su humanitaria actuación en Santa Cruz del Sur. Además, a petición de la Asociación de Jubilados Ferroviarios Camagüeyanos, se le nombró el 31 de enero de 1933 “Hijo adoptivo de la provincia de Camagüey”[38].

¿Amigo de Ángel Castro?

A mediados de la década de 1930 Pérez Serantes conoció a Ángel Castro, un hacendado hispanocubano de Mayarí (Oriente) ocho años mayor que él. Castro había sido soldado español durante la Guerra de Independencia y tras la derrota permaneció en la Isla como empleado de la United Fruit Company. Con esfuerzo y cierta polémica, el gallego Ángel Castro hizo dinero y se convirtió en un conocido terrateniente, casado dos veces. De su segundo matrimonio nació Fidel Castro, su quinto hijo (tercero de su segunda familia), llamado a cruzarse con Pérez Serantes en varios momentos de su vida. Ahora bien ¿cuándo conoció Pérez Serantes a la familia Castro? Según Juanita, hermana de Fidel Castro:

Pérez Serantes y mi padre se conocían. Monseñor vino a Birán al menos siendo obispo de Santiago, ya que misionaba por allí y no era raro verle en casa. Sobre todo en la temporada de lluvias, donde a veces paraba a almorzar, ya que se apenas se podía circular por los caminos. Él sabía que en nuestra casa se le recibía como a un rey. Mi padre siempre le ayudó, creo que incluso en la época de Camagüey, cuando hacía falta dinero para la construcción de las muchísimas iglesias y colegios que hizo[39].

Según el historiador Hugh Thomas, el origen de esa amistad estuvo en la década de 1930 por la necesidad de bautizar a Fidel Castro para matricularlo en el colegio de La Salle de Santiago de Cuba. Thomas asegura que en ese centro le dijeron a Ángel Castro que debía estar casado canónicamente si quería que sus hijos estudiaran allí: “Esto lo arregló el obispo de Camagüey, Pérez Serantes, [...] viejo amigo suyo”[40].

Thomas no aporta ningún documento o testimonio para respaldar esta versión, pero puede ser cierta parcialmente, al menos en lo referente a la partida bautismal, que solía pedirse para entrar en los colegios católicos. Sin embargo, la persona que pudo haber mediado en el asunto no era Pérez Serantes, sino Jerónimo Peruffo[41], párroco de Mayarí y asiduo de los Castro, a cuya finca Manacas acudía para celebrar la misa dominical a los trabajadores. Además, el P. Peruffo iba unas tres veces al año Manacas a bautizar a las familias campesinas, tarea para la que contaba con el permiso de Lina Ruz González, madre de Fidel Castro.

Según Peruffo le escribió a Pérez Serantes años más tarde:

Doña Lina es una señora valiosa y me está ayudando a bautizar con más regularidad que antes. Es muy devota de la Milagrosa por lo que a buen seguro que colaborará con las obras de la parroquia. Su marido, al que V.E. conoce, es más reservado, ya que están en la situación que V.E. sabe y pienso que eso le retrae, pero penso (sic) que tiene sentimientos católicos. Ambos son laboriosos como buenas abejas mayariceras[42].

La fe de Lina Ruz también la confirma su hija Juanita: “era muy religiosa y desde pequeñitos a todos, en su momento y sin excepción, nos enseñó a rezar el rosario, cada tarde nos ponía a rezarlo junto a ella, siempre de frente a su imagen favorita: La Milagrosa”[43]. Tanto Lina Ruz como su hija Juanita eran asiduas de la iglesia de La Caridad de Banes, donde era párroco Rafael Font Baró, fundador de una cofradía en honor de San Rafael a la que pertenecían ambas mujeres. Con las contribuciones de los miembros se compró una estatua del arcángel, al que se rezaba por las vocaciones de los niños:

Durante años la encargada de la tesorería fue mi hermana María, que conoció a Juanita Castro porque eran de una edad similar. Entonces se pagaba una cuota de 25 centavos por pertenecer a esa hermandad y tanto la madre, Lina, como Juanita eran asiduas[44].

Parece más lógico que hubiese sido el P. Peruffo, que además confesaba en ocasiones a Lina Ruz, el encargado de agilizar los trámites del bautismo, pero no con el entonces arzobispo de Santiago de Cuba, fray Valentín Zubizarreta, sino con el párroco de la catedral, el P. Juan José Badiola[45]. El bautizo de Ramón y Fidel Castro se celebró el 19 de enero de 1935[46], pero no consta en ningún documento la intervención de Pérez Serantes, que parece aún más inverosímil si consideramos que se trataba de una cuestión de la que no se solía informar al arzobispo y, por tanto, menos aún al prelado de una diócesis diferente.

Por todos estos motivos la versión de Thomas sobre el estado civil de Ángel Castro es una extravagancia, ya que en aquella época era común en la gente del campo no estar casado. Además, en los colegios católicos se admitía a hijos de masones a pesar de que sus padres no estuvieran bautizados:

Pérez Serantes nunca hizo de eso un problema para tratar con ellos. La primera esposa de mi papá llevaba ya tiempo sin vivir en Birán, por lo que cuando conoció a Lina ambos eran libres. Pérez Serantes lo sabía y, aunque obviamente desconozco si hablaron del tema, al menos no fue un impedimento para que se trataran, hasta el extremo de que yo sólo recuerdo haber oído hablar en gallego a mi papá con Pérez Serantes. Monseñor era un hombre recio, firme, pero muy comprensivo y humano, que se reía mucho, que hablaba con todos. Incluso creo que coincidió con Fidel en Birán cuando éste era un muchacho, aunque tenía más trato con mi hermano Ramón.

Una carta de 1964 confirma la relación con Ramón, el primogénito de los Castro Ruz. En ella, al comentar unos asuntos relativos a la construcción de una iglesia en Baire, Pérez Serantes aseguró: “La nota de los materiales y las puntillas está en manos de nuestro común amigo Ramón Castro Ruz”[47].

Pedís lo que es justo

1933 fue un año de gran agitación en Cuba. El presidente Gerardo Machado, convertido en dictador desde finales de 1928, era incapaz de controlar a la oposición, que estaba agrupada en tres frentes: el Directorio Estudiantil Universitario, el partido ABC y los obreros, agrupados alrededor del Partido Comunista y la CNOC (Confederación Nacional Obrera de Cuba).

La fuerza mayoritaria entonces era el Directorio, formación compuesta por universitarios radicales antiimperialistas, pero el más combativo era el ABC, una fusión de profesionales, intelectuales y propietarios de ideología antiliberal parecida a la Falange Española.

En los EEUU el presidente Roosevelt envió un nuevo embajador, Sumner Welles, para mediar entre los partidos cubanos y proteger sus intereses. Los comunistas no aceptaron la intercesión de Welles y ofrecieron entonces su ayuda a Machado a cambio de ser legalizados y de excarcelar a sus líderes. Los mandos militares, molestos con ese pacto, retiraron su apoyo al presidente, decisión respaldada por el mayoritario ABC. En ese momento crucial, con el precio del azúcar por los suelos y una profunda crisis económica, el Ejército y el ABC forjaron una alianza que derrocó a Machado (12 de agosto de 1933) y relegó a los comunistas por su traición a las fuerzas renovadoras.

La violencia se desató entonces en todo el país y la venganza contra los machadistas fue total: asesinatos, linchamientos, saqueos, incendios y la eliminación de cualquier organización que hubiese apoyado a la dictadura. Se creó entonces un gobierno provisional pactado por el ABC y el embajador Welles, que tuvo a Carlos Manuel de Céspedes Quesada como presidente.

Pese a los esfuerzos por estabilizar la situación, el experimento apenas duró un mes y el 4 de septiembre de 1933 un grupo de sargentos liderados por Fulgencio Batista se hizo con el control del Ejército. El Directorio Estudiantil (del que formaron parte destacada los católicos Juan Antonio Rubio Padilla, Manuel Dorta Duque y Pastor González) consideró esta insubordinación como su gran oportunidad y pactó con los sargentos la formación de un nuevo gobierno.

Entre ellos no había afinidad ideológica o de clase (unos eran militares y los otros universitarios), pero sí generacional, lo que unido a su afán por alcanzar el poder y establecer una democracia nacionalista les convirtió en compañeros de viaje. El catedrático universitario Ramón Grau fue elegido presidente del gobierno y Fulgencio Batista, autoascendido a general, nuevo jefe de las fuerzas armadas. Se inició entonces un período de cierta calma, si bien las brutales escenas de represión quedaron grabadas en la mente de una gran parte de la población, que aceptó la violencia como arma política.

Ese convulso verano de 1933, Pérez Serantes publicó dos importantes pastorales sobre las duras condiciones en las que tenían que sobrevivir los trabajadores. La primera se tituló El problema obrero y en ella el obispo, que tenía 50 años, denunció la explotación laboral y exigió a los políticos el reconocimiento del derecho al trabajo, así como el reparto equitativo del beneficio con los obreros y el levantamiento de las “inhumanas barreras arancelarias”.

Para el prelado era necesaria una amplia reforma legislativa que garantizara el sustento a las familias proletarias, además de una nueva regulación laboral que acabara con la explotación de niños y mujeres. Esa denigrante situación no acabaría sin el compromiso cristiano de los patronos, a los que preguntó si alguna vez habían sido “piedra de escándalo” para sus obreros o habían colaborado a que éstos se alejaran de Dios con su mal ejemplo o la insana ostentación de

[...] fiestas y orgías y hasta verdaderas bacanales a que, con evidente escarnio de los que sufren pobreza y miseria, se entregan los que, después quizá de no haber sido lo suficientemente justos con los obreros, creen que tienen derecho a vivir sin trabajar [...] y porque se encuentran con dinero y nadie les va a la mano, entienden que tienen derecho a entregarse al ocio y a la vida lujuriosa hasta como medio de ahuyentar el aburrimiento que le produce su vida parasitaria.

Finalmente, Pérez Serantes profetizó que sólo la educación integral de los obreros y el establecimiento obligatorio de normas higiénicas en las fábricas se podría reconducir la explosiva situación social:

La atmósfera está cargada de corrientes contrarias, las cuales no esperan más que el choque para producir una tempestad desencadenada [...] Obreros hermanos, en estas peticiones sois justos [...] sabed que con vosotros pide Dios, nuestro Padre; con vosotros está pidiendo Jesucristo, el gran obrero de Nazaret [...] Sabed que vosotros y lo mismo que vosotros, pide a diario la Iglesia [...] Mientras así pidáis, sabed que está enteramente a vuestro lado el que estas líneas está trazando, inspirado en el mejor deseo. Pidiendo así, estáis en lo cierto, pedís lo que es justo, pedís lo vuestro, lo que por derecho os pertenece[48].

En octubre Pérez Serantes escribió la segunda pastoral obrera, titulada Problemas del momento, sobre la terrible situación cotidiana del proletariado cubano:

Nos ha parecido siempre una enormidad intolerable que el sudor del trabajador, su inteligencia y toda su actividad se utilizasen, como muchas veces se ha hecho, para enriquecer a unos pocos sin que aquel hubiese sido debidamente remunerado. [...]
Nos ha llenado asimismo de indignación ver, como muchas veces hemos visto, a los trabajadores de una finca o colonia, terminada la zafra, cobijados en pobres bohíos o inmundos barracones, sumidos con sus hijos en la pobreza, vivir sin esperanza como aprisionados por las espesuras de una noche oscura, mientras los dueños de la finca o de la colonia, satisfechos y despreocupados, se divertían en la capital de la República [...]. Lástima grande asimismo saber de tantas infelices criaturas, niños y mujeres que salen todas las mañanas de sus hogares sin haberse repuesto de la fatiga producida por la jornada anterior, con el ánimo abatido, agobiados por múltiples problemas de salud y de alimento, que no pueden resolver, y que marchan diariamente a exprimir su energía vital, a entregar jirones de su vida misma en esos antros, que antros y no centros de trabajo son no pocos de los talleres industriales, para no ser después justamente remunerados[49].

Pérez Serantes contemplaba con horror los grandes latifundios, a los que denominaba “pequeñas repúblicas”, donde el obrero no podía aspirar siquiera al arrendamiento de las tierras que trabajaba: “Miles de trabajadores [.] se encuentran en la imposibilidad de mejorar de vida, condenados irremisiblemente a la condición perpetua de simples proletarios. Este espectáculo nos ha hecho temblar, porque sabemos que nada que sea violento puede ser duradero, y porque la fractura se produce ordinariamente con dolor y con sangre”. Según el obispo, las condiciones en las ciudades no eran mejores que en el campo:

Las habitaciones del pobre trabajador, faltas de luz y de aire, verdaderas pocilgas muchas veces, situadas en calles descuidadas, cubiertas a veces de aguas pútridas una buena parte del año, lugares propicios a todo tipo de enfermedades [.] escondrijo de donde salió por la mañana en busca de un pedazo de pan. Se nos parte el alma al ver a los hijos de estos padres: semidesnudos y descalzos callejeando, merodeando por los lugares menos recomendables muchas veces, aprendiendo antes de tiempo en la escuela del arroyo.

La difícil situación económica estaba agravada por la falta de organización social. La Iglesia católica, tradicional proveedora de ayuda a los desamparados, era incapaz de responder a: “ejércitos incontables de pordioseros en plena edad viril, de pobres madres de familia, extenuadas, desnutridas y faltas de higiene, semidesnudas por las calles rodeadas de sus pequeñuelos, implorando la caridad pública para no morirse de hambre”. Esa situación era un caldo de cultivo para la prostitución y la delincuencia, auténticas lacras en las que malvivían miles de personas, incapaces de hacer frente a una situación vital devastadora y que empeoraba a pasos agigantados por las enfermedades derivadas de la desnutrición, verdadera plaga que se había extendido a gran velocidad durante la Gran Depresión de principios de la década de 1930. Finalizó el obispo su carta pastoral con una palabras premonitorias:

[...] la guerra social [está] muy próxima a estallar, cuyos disparos preliminares ya han sonado [...] El proletariado, por su parte, está ya en formación disciplinada, en actitud de combate, no pidiendo, sino exigiendo, como quien, confiando en la fuerza de sus razones y en la razón de la fuerza urge que sean atendidas sus reclamaciones[50].

Su análisis de la situación era tan demoledor como acertado, aunque no lo hacía con la fría objetividad del investigador o la interesada pasión del político, sino con el fin de concienciar a sus compatriotas de las insoportables desigualdades del país. Como siempre, el obispo no se limitó a denunciar las injusticias, sino que intentó paliarlas. Por ejemplo, con nuevas iniciativas como las “Obras Caritativas para el Guajiro y el Obrero”, las cocinas económicas o los roperos de San Vicente de Paúl, además de incrementar su participación en las misiones rurales y ordenar obras como la construcción de pozos de agua o dispensarios de primeros auxilios.

En Camagüey capital fundó en 1934 la Escuela Nocturna para Obreras, cuyo objetivo era sacarlas del analfabetismo, labor encomendada a la congregación de Hijas de María[51]. También colaboró en la construcción del reparto de La Caridad, donde los salesianos levantaron la Escuela de Artes y Oficios de San José para niños pobres[52]. Como era costumbre, intervino en la inauguración intervino y se felicitó por: “las grandes dimensiones y el equipamiento más moderno de esta Casa Salesiana en la que se formarán cristianamente artesanos, mecánicos, impresores y carpinteros”[53]. Sus palabras fueron agradecidas por el P. Pedro Ricaldone, rector mayor de la Sociedad de Don Bosco, que destacó además la existencia del internado y del grupo de la Acción Católica Santo Domingo Savio.

Al entregar la bandera a una escuela camagüeyana. 
Cortesía de Ignacio Uría

Otro nuevo colegio fue el Dolores Betancourt, que llegó a albergar en un amplio edificio de dos plantas a cuatrocientas alumnas de 3 a 14 años, de las que sesenta eran internas. Pérez Serantes reconoció la labor de las salesianas al encargarles la atención de cinco nuevos centros en los barrios pobres de la ciudad, actividad a la que se unieron alumnas que podían tener vocación religiosa: “Las salesianas salían los domingos a enseñar el catecismo en lugares tan apartados como Sibanicú, Cascorro o Guáimaro, a 50, 60 y 82 kilómetros de distancia”[54].

Ese era otro de sus grandes objetivos: que las religiosas salieran a misionar, algo que logró a finales de la década de 1940 cuando todas las congregaciones camagüeyanas (con excepción de las Siervas de María y las de los Ancianos Desamparados) se comprometieron a enseñar el catecismo semanalmente fuera de sus localidades. Por último, Pérez Serantes también apoyó las tareas educativas de colegios laicos impulsados por católicos, como la escuela de Dolores Ma. Pichardo, el colegio Mousset o el regido por las hermanas Monreal.

Ahora bien, si algo le caracterizaba era el deseo de hacer “Todo para todos para ganar algunos”[55]. Por tanto, no arremetió contra la clase alta, sino que intentó llevarle la palabra de Dios porque “la necesitan más que los propios guajiros”. Ese fue uno de sus empeños: extender la labor apostólica con la burguesía, proyecto para el que utilizó los colegios católicos: “Si se educa recia y cristianamente a los alumnos, podrán obtenerse abundantes frutos con sus padres”.

Así lo dijo en 1936 cuando los maristas abrieron su segundo centro en la diócesis: el colegio Champagnat de Camagüey, un edificio de dos plantas en el barrio de La Vigía. A la inauguración acudió Pérez Serantes el 10 de octubre para bendecir las instalaciones, que alabó: “siempre que sean puestas al servicio de Dios y de los hombres para formar ciudadanos libres y comprometidos con las enseñanzas del Evangelio, que no son otras que la Verdad, la justicia y el perdón”[56].

En síntesis, con un cuarto de siglo de antelación sobre la revolución de Fidel Castro, Enrique Pérez Serantes denunció las injusticias sociales con todos los medios a su alcance e impulsó diversas obras para paliar la pobreza en su diócesis y promocionar a los más desfavorecidos. No era la primera vez que lo hacía y tampoco sería la última.

La Patria y la Fe

Según Leiseca: “En Monseñor Pérez Serantes pensar equivale a hacer”[57]. Por eso fue visto con naturalidad que sus reiteradas referencias al Congreso Eucarístico de La Habana de 1919 o al de Buenos Aires de 1934 (al que asistió como invitado del arzobispo cardenal Santiago Luis Copello) le impulsaran a organizar un congreso diocesano en Camagüey, noticia que comunicó en una carta circular del 6 de mayo de 1935. A continuación envió pastores misionales por toda la diócesis para informar de la celebración de una jornada eucarística, incluso en la cárcel de Camagüey. Como broche a los preparativos se organizó una semana de misiones rurales en las que participaron cuarenta sacerdotes.

El 16 de junio se celebró esa jornada de exaltación eucarística, a la que acudieron veinticinco mil personas. Se concentraron en el parque conocido como Casino Campestre, una superficie de 130 000 m² en el centro de la capital. El primer acto fue una misa oficiada por Pérez Serantes acompañado por treinta sacerdotes de la diócesis. El altar fue colocado delante del monumento al Libertador desconocido (que aún pervive en el mismo emplazamiento) en un evidente deseo de presentar unidos al catolicismo y a la nación. Como ejemplo de los nuevos tiempos de entendimiento entre la Iglesia y el Estado cubano se alabó el establecimiento de plenas relaciones diplomáticas con el Vaticano: “debido al hecho notorio de que una crecida parte de la población de Cuba es católica”, palabras contenidas en el decreto del 7 de junio de 1935 de apertura de la legación de Cuba ante la Santa Sede[58].

Ese asunto había ocasionado históricos enfrentamientos con la masonería, empeñada en evitar las relaciones diplomáticas de ambos Estados. Así, durante años, la Logia Minerva y los masones Antonio Iraizoz, gran maestro, y Augusto Feo López trabajaron contra el catolicismo asesorados por el destacado pedagogo y masón Enrique José Varona:

Está equivocada y completamente fuera de lugar en una República laica [...] que pretendan los católicos hacer opinión para que nuestros legisladores lleven a efecto una Ley creando una Representación Diplomática ante el llamado Estado Vaticano [...] en el sentido de evitar el paso que se nos pretende hacer dar en el campo del oscurantismo[59].

Varona añadió casi de inmediato que la llegada del delegado apostólico vaticano era:

Una prueba más del espíritu antirrevolucionario que sordamente va minando nuestra República, ese propósito de ligarnos con el centro de la teocracia occidental. Los que queremos permanecer fieles al credo de la revolución tenemos que defendernos contra ese avance de la reacción[60].

Vemos, por tanto, que la Iglesia tenía enemigos empeñados en monopolizar la identidad cubana y convertir a los católicos en ciudadanos de segunda categoría. Por todo eso Pérez Serantes dedicó parte de su homilía del 16 de junio en el Congreso Diocesano a explicar la estrecha relación entre la Iglesia y la nación cubana: “reunimos una vez más la dignísima figura de los patriotas libertadores con la excelsa divinidad del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Patria y Dios son los dos amores que los camagüeyanos no debemos olvidar nunca”[61]. A continuación se inició una procesión por las calles agramontinas que finalizó en la catedral. Allí presentó Pérez Serantes a los fieles la sagrada custodia y les invitó a jurar fidelidad a Dios y a Cuba para: “ser bueno y saber ser ciudadano en una patria honrada y feliz”[62].

Se aprecia una vez más el arraigado convencimiento del obispo de que la Iglesia cubana debía comprometerse profundamente con los valores republicanos. Sólo así los católicos podrían reclamar sus derechos en igualdad de condiciones con el resto de los ciudadanos (ya fueran masones, protestantes o ateos) sin que hubiera sospechas acerca de su compromiso con la nación.

Ya en las postrimerías de su vida. 
Cortesía de Ignacio Uría

Con esas premisas participó Pérez Serantes en diciembre de 1936 en el Congreso Eucarístico Diocesano de Santiago de Cuba, que tendría como ceremonia central la coronación de la Virgen de la Caridad como patrona de Cuba, acto de hondo significado patriótico y religioso.

Los actos comenzaron el 17 de diciembre y se extendieron hasta el día 20, fecha elegida para la coronación, que movilizó a todo el catolicismo en una “Peregrinación Nacional”. Cada diócesis organizó excursiones hasta El Cobre con su obispo al frente y se invitó a los fieles a donar piedras preciosas para confeccionar la corona que se le regalaría a la Virgen de la Caridad[63].

Para organizar la llegada y pernocta de los peregrinos se creó un Comité de Alojamiento y todos los colegios católicos de la capital oriental fueron preparados para alojar a los visitantes e incluso el gobierno provincial y el ayuntamiento cedieron dependencias para acogerlos[64].

El congreso fue inaugurado por el arzobispo Zubizarreta, que destacó que el acontecimiento había comenzado: “con los acordes del Himno Nacional cubano y las notas del Veni Creator Spiritus, maravillosa síntesis de nuestro patriotismo y nuestra fe”. Le sucedió en la palabra el gobernador provincial, Ángel Pérez André, que destacó que la Caridad del Cobre había sido elegida patrona de Cuba por los mambises durante la lucha por la independencia[65]. El tercer orador fue Pérez Serantes con una ponencia titulada: “La Sagrada Eucaristía como centro de la Fe y del culto católico”.

Las conclusiones del congreso fueron redactadas por el prelado de Camagüey a petición del resto del episcopado. Entre las peticiones que hizo a los poderes públicos se reconocen algunas de las constantes reivindicaciones de la jerarquía católica cubana: la enseñanza religiosa en las escuelas públicas; una nueva legislación que mejorara la situación del proletariado y el reconocimiento legal del matrimonio canónico con la mera inscripción registral.

El congreso aprovechó la oportunidad para rendir un homenaje a fray Valentín Zubizarreta por su medio siglo de sacerdocio, que se cumplía el 18 de diciembre. El regalo que recibió fueron cincuenta casullas, que repartió entre las parroquias más pobres de Oriente.

Por último, se celebró una multitudinaria procesión con la Virgen de la Caridad iniciado “en el cerro del Cardenillo del poblado de Santiago del Prado y Real de Minas del Cobre” hasta Santiago de Cuba donde sería coronada. Centenares de voluntarios aseguraron el orden público dirigidos por la policía local, que había organizado los accesos desde la Plaza de Marte hasta el campo eucarístico situado en la Alameda Michaelsen, en la parte baja de la ciudad.

A las ocho de la tarde la carroza con la Virgen del Cobre llegó a su destino, recibida por el himno nacional y el suyo propio. Durante el trayecto dos aviones arrojaron flores al paso de la comitiva, algo que se repitió desde los balcones: “Apoteósico recibimiento a la Virgen de la Caridad del Cobre en Santiago de Cuba. Fuerzas del Ejército y la Policía, Veteranos de la Independencia, Madrinas y Guardia Eucarística acompañaron a la imagen desde el poblado del Cobre. ¡Nunca presenció Santiago de Cuba acto público tan popular y ordenado”[66].

Intervinieron entonces las fuerzas vivas de la ciudad: el gobernador provincial, el alcalde, el jefe militar de la plaza y el comandante de la Marina cubana. Hasta las siete de la mañana del día siguiente se sucedieron las misas, hora tras hora, en una demostración de compromiso por parte de los más de cien mil católicos que asistieron a los actos.

A las ocho de la mañana del día 20, tras una noche de oración y vela al Santísimo, se celebró una eucaristía en la que comulgaron catorce mil personas y cerca de las diez se coronó a la Virgen. Los actos concluyeron a las cinco de la tarde con una alocución de Pérez Serantes. En su discurso insistió en la importancia de la vida sacramental y la devoción mariana: “Ahora ella es la Reina de Cuba. ¡Honrémosla! ¡Pidámosle! ¡Démosle las gracias por tantos favores, conocidos u ocultos, que ha concedido y concederá al noble pueblo cubano!”[67].

Tras la coronación se sucedieron en todo el país los signos de vitalidad católica. Por una parte, la apertura de más escuelas nocturnas para obreros y nuevas cocinas económicas en barrios deprimidos, iniciativa encomendada a la Agrupación Católica Universitaria (ACU) y a las religiosas salesianas y corazonistas. También la celebración, en 1937, del Primer Congreso Catequístico Nacional, organizado por fray Serafín Ajuria y en el que se amplió a las parroquias la acción de la Juventud Católica, hasta entonces circunscrita a los colegios. En ese momento se nombró consiliario nacional al franciscano fray Pablo de Lete, sucesor del fundador de la JAC, el lasaliano franco-cubano Hno. Victorino Arnaud[68].

Por último, la Semana Social organizada al año siguiente por los Caballeros Católicos o la fundación de nuevas organizaciones como la Liga de Damas Católicas o la Unión de Universitarias Católicas.

La república en 1940

En enero de 1940 fue convocada una convención para elaborar la nueva constitución de Cuba. Desde 1933 la inestabilidad era la nota dominante en la vida política y los gobiernos se habían sucedido a gran velocidad tutelados todos ellos por el general Fulgencio Batista, verdadero hombre fuerte del país.

Los mayores logros políticos de la década de 1930 habían sido la derogación de la Enmienda Platt y la firma de nuevos acuerdos comerciales con los EEUU. Sin embargo, la república estaba en manos de Batista, que combinó una gran habilidad política con diferentes medidas progresistas bien recibidas por el pueblo. Por ejemplo, el voto femenino o la jornada laboral de ocho horas.

El histórico Partido Revolucionario Cubano (conocido popularmente como Partido Auténtico) de Ramón Grau era el principal grupo opositor, ya que los comunistas eran aliados de Fulgencio Batista y habían prohibido a sus cuadros cualquier tipo de crítica. A cambio, el militar les había entregado el control de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC). Eran los tiempos en los que la URSS había apostado en todo el mundo por los Frentes Populares, de modo que el pacto de los comunistas con un militar mulato de origen proletario era perfectamente lógico.

En 1940, como decimos, la clase política estaba cansada de ceñirse a la vieja constitución de 1901. Es cierto que esa Carta Magna había sido actualizada en 1934 durante la presidencia de Carlos Mendieta, pero la necesidad de una legislación adaptada a la realidad cubana era un clamor general. Por tanto, la promulgación de la constitución de 1940 fue un momento clave en la historia de Cuba, ya que cerró la década de inestabilidad institucional iniciada con el golpe de Estado de Gerardo Machado de 1929 y agravada por la revolución de septiembre de 1933.

Durante los debates de la Convención Constituyente, los obispos cubanos presentaron las propuestas de la Iglesia católica mediante una carta a los legisladores. En concreto, se refirieron a la libertad de educación; la enseñanza religiosa en la escuela pública; la protección jurídica del matrimonio, que debía ser indisoluble; el reconocimiento de efectos civiles al matrimonio canónico[69] y “la armónica comprensión del Capital y el Trabajo”.

Para respaldar estas peticiones las asociaciones laicales iniciaron una Campaña de Afirmación Católica. La iniciativa fue de los Caballeros de Colón, que pronto contaron con el apoyo de la Agrupación Católica Universitaria (ACU) y de la Juventud de Acción Católica (JAC). Entre las tres entidades organizaron mítines en todas las provincias para informar sobre los debates legislativos y la necesidad de que las peticiones católicas fueran atendidas.

El acto final de las fuerzas católicas se celebró el 24 de febrero en el Teatro Nacional de La Habana y congregó a veinte mil personas[70]. Uno de los oradores fue Julio Morales Gómez, entonces en su segundo mandato como presidente nacional de la JAC, que reclamó libertad religiosa y la defensa de “los valores cimeros del espíritu: Patria, familia, religión”[71].

La extensa Constitución de 1940 es la prueba de que las aspiraciones cubanas de construir un país nuevo se habían hecho realidad. De inevitable orientación laicista, era demasiado larga, aunque reconoció nuevos derechos civiles y sociales y reforzó las instituciones. Con respecto a la Iglesia católica se reconocían los derechos y deberes básicos exigidos por su naturaleza.

Mons. Manuel Arteaga 
Cortesía de Pável García

Ese logro se debió en gran parte al trabajo conjunto del constituyente católico Manuel Dorta Duque[72] y, en un segundo plano, de Manuel Arteaga, entonces vicario capitular de La Habana. Fue monseñor Arteaga el que, a mediados de junio de 1940, se pronunció sobre el borrador del nuevo texto constitucional. Tenía entonces 60 años y su pasión política (había llegado a ser diputado del Partido Conservador en la década de 1920) seguía intacta. Arteaga aplaudió el respeto a las leyes democráticas que permitían a la Iglesia continuar su labor en beneficio de toda la república y también animó a que la constitución fuera respaldada por los católicos, que podían y debían votar libremente, con la sola excepción del Partido Comunista por su ideario ateo.

La nueva Carta Magna fue probada en el mes de octubre de 1940 y su promulgación dio paso a unas elecciones presidenciales en las que Batista concurrió apoyado por la Unión Revolucionaria Comunista (URC)[73] y otras pequeñas formaciones de izquierda. Frente a ellos se presentó el Partido Auténtico del liberal Grau, heredero del ideario de José Martí. Fulgencio Batista ganó los comicios y formó un gobierno socialdemócrata, pero unos meses más tarde los comunistas exigieron el nombramiento como ministros de Carlos Rafael Rodríguez, economista de Cienfuegos, y Juan Marinello, intelectual santaclareño y presidente de la URC.

El nuevo presidente cedió y los comunistas, satisfechos de su influencia en el Consejo de Ministros, alabaron a Batista en el órgano oficial de su partido, el diario Hoy:

Cubano 100%, celoso guardador de la libertad patria, tribuno elocuente y popular [...] prohombre de nuestra política nacional, ídolo de un pueblo que piensa y vela por su bienestar encarna los ideales sagrados de una Cuba nueva y que, por su actuación demócrata identificada con las necesidades del pueblo, lleva en sí el sello de su valor[74].

Batista, rehén de los intereses creados, nombró presidente de la Comisión Nacional de Enseñanza Privada al comunista Marinello. La decisión provocó un gran malestar debido al anuncio del ministro Marinello de nacionalizar los colegios privados, lo que movilizó a una parte de la sociedad, ciertamente no mayoritaria, pero sí muy influyente.

Los católicos organizaron entonces la campaña Por la Patria y la Escuela, mientras que los masones y no confesionales crearon la Federación Nacional de Escuelas Privadas con el fin de defenderse de la acción del Estado.

Finalmente, Marinello tuvo que desistir de sus planes intervencionistas por la presión que la inesperada alianza de la masonería y el catolicismo ejerció sobre un Gobierno espantado con la impopularidad de la propuesta. La decisión fue una victoria para monseñor Arteaga, que en esa época inició su amistad con Batista, al que consideraba un hombre de orden dispuesto a respetar los derechos de la Iglesia.

Unos meses más tarde, el 28 de diciembre de 1941, se conoció el nombramiento de Manuel Arteaga como arzobispo de La Habana, lo que satisfizo a Batista, que encontró así una vía de comunicación permanente con la Jerarquía católica. La elección episcopal de Arteaga fue sorprendente, ya que una archidiócesis tan importante como La Habana solía ser asignada a prelados con experiencia de gobierno. Monseñor Arteaga tenía 61 años, una edad inusual para ser ordenado obispo, pero la tardanza en nombrar al sucesor del fallecido Manuel Ruiz convirtió su nombramiento en una solución de compromiso. Al menos así fue interpretada la elección.

Arteaga era un hombre silencioso, intelectual, de proceder lento y alejado de todo populismo. Un sacerdote refinado, de carácter frío, al menos para lo que se estilaba en Cuba, pero con indudable patriotismo tanto por su origen familiar como por su procedencia camagüeyana, posiblemente la provincia más nacionalista de Cuba.

Por su parte, Pérez Serantes recibió una distinción de la Santa Sede muy celebrada en su entorno: Prelado Asistente al Solio Pontificio. De ella informaron todas las publicaciones de la época, especialmente Semanario Católico y el Boletín Eclesiástico, pero también la prensa nacional, que aplaudió el reconocimiento por dos décadas de gobierno episcopal. La Santa Sede le honró con ese título por: “sus obras piadosas y religiosas en la diócesis de Camagüey, muy benemérito por los solícitos y continuos trabajos que diligentemente ha realizado en beneficio de la misma diócesis”[75]. La investidura era totalmente honorífica, pero suponía su inclusión en el grupo de Prelados Domésticos de Pío XII y le concedía el privilegio de tener capilla privada y el título de Conde Romano.

Su inclusión en la nobleza romana no convirtió a Pérez Serantes en noble, pero le sirvió para hacer comparaciones jocosas con su origen rural e insistir en que “lo suyo” era ocuparse de almas. Lo demostró una vez más al mediar por el vicecónsul español en Nuevitas, Salustiano Díaz, acusado de ser el organizador de actividades a favor de la dictadura franquista, alineada en ese momento con las potencias del Eje.

Pérez Serantes intercedió por Díaz ante el ministro de Justicia, Arístides Sosa. Según el obispo, Salustiano Díaz era un hombre inteligente, humilde y: “a veces excesivamente intransigente en asuntos que él estima de vital importancia para el bien de la sociedad [...] He visto en casos similares acusaciones in scriptis absurdas y ridículas [...] urdidas por terceros poco amigos de la libertad que disfrutamos en Cuba”[76]. En el transcurso de una década tendría ocasión de repetir su intercesión por otros acusados de delitos mayores.

Sus iniciativas se dirigieron también a fortalecer las actividades de la Acción Católica, para la que Pérez Serantes pidió ayuda a los jesuitas. A su solicitud respondió el P. Gustavo Amigó, que le confirmó que la ACU (creada por la Compañía de Jesús) estaba: “plenamente dispuesta a cooperar en la Acción Católica [...] y eso lo miramos no como una humillación sino como un deber de servicio a las consignas de la Santa Sede”. Al parecer se había extendido el rumor de que el fundador de esa asociación, el jesuita Felipe Rey de Castro, había criticado en público a la Acción Católica, algo que desmintió el P. Amigó, subdirector de la ACU y amigo de Pérez Serantes:

Yo jamás he oído, ni siquiera privadamente, tal cosa. De manera que puedes comunicar a Mons. Zubizarreta, de parte oficial nuestra, que estamos absolutamente dispuestos y deseosos de encuadrarnos en la Acción Católica según las normas del Papa y las condiciones que indicas [...]. Esa cooperación no es para nosotros rebajamiento, antes realce[77].

Sin embargo, tanto el P. Rey como la ACU habían sido criticados por otros católicos. Al jesuita se le calificó como “absorbente” y “elitista”, y de los agrupados se dijo que estaban hechos para ellos mismos, reconcentrados en su plan de “captar a los de arriba”, mientras que la Acción Católica era popular, una iniciativa para los católicos de las parroquias.

La controversia se extendió incluso a la revista franciscana La Quincena, que solicitó que la ACU pasara “de inmediato” a formar parte de la Acción Católica. De otro modo: “[...] seguirían siendo jefes sin soldados. Dirigentes sin dirigidos”[78], un cuerpo extraño que evitaba el contacto con los católicos corrientes.

Pérez Serantes, como el resto de los obispos, concebía el apostolado seglar como longa manus de la Jerarquía para extender el mensaje católico. Por eso animó la fundación de grupos de Acción Católica en muchas parroquias[79], a la vez que adquirió una casa para que se celebraran Ejercicios Espirituales de varones de la AC. Los diferentes consejos diocesanos también la utilizaron como sede, a la que acudían miembros tanto de la capital como del resto de la provincia.

Todo ello redundó en una progresiva madurez de la Acción Católica, fenómeno registrado también en las vocaciones sacerdotales, que en 1948 llegaban a veinticinco, la mayoría seminaristas en Camagüey, pero algunos también en La Habana, Santiago de Cuba, Comillas (España) y en el Pío Latino Americano de Roma[80].

La importancia que Pérez Serantes daba al laicado se puede rastrear en sus pastorales de la década de 1940. Destaca sobremanera la referida a la enseñanza del catecismo en los hogares, que ordenó reimprimir en varias ocasiones. Otras cartas importantes fueron: “Sobre la preparación parroquial” y “Sobre el Jubileo de la Redención”; “Sobre la Jornada Eucarística”; “Sobre la festividad de Cristo Rey”, “Sobre la Acción Católica”, “Sobre la Convención Constituyente de 1940” y “Sobre el primer Congreso Eucarístico Diocesano”.

La llamada de Oriente

La tarde del 26 de febrero de 1948, monseñor Pérez Serantes recibió una llamada telefónica que le anunció el fallecimiento del arzobispo de Santiago de Cuba, fray Valentín Zubizarreta. Si el P. Guízar había sido el modelo sacerdotal de Pérez Serantes, monseñor Zubizarreta era el ejemplo de cómo había que gobernar una diócesis.

Los funerales del prelado oriental comenzaron a las ocho de la mañana del sábado 28 de febrero en la catedral de Santiago oficiados por el cardenal Arteaga[81], al que acompañaron el resto de obispos cubanos. Zubizarreta había tenido una estrecha relación personal con Pérez Serantes y quizá por ese motivo se encargó al prelado camagüeyano escribir la oración fúnebre:

Deja Monseñor Zubizarreta en esta Archidiócesis, además de estos magníficos monumentos del edificio del Obispado, del Hogar de la Juventud Católica y de muchas otras obras de carácter religioso, benéfico y social, deja una veintena de hermosas capillas e iglesias diseminadas por todo el territorio de esta vastísima región oriental. Deja [...] el imborrable recuerdo de un grandioso Congreso Eucarístico, y deja sobre [...] la venerada imagen de Nuestra Señora de la Caridad la riquísima corona que él mismo le ciñera en día memorable. Deja Monseñor Zubizarreta la huella de su apostolado, largo y fecundo, marcada a su paso por todos los pueblos y por los campos de la Archidiócesis, que lo ha visto hasta su ancianidad, ya octogenario, recorrerla sin miramientos para su persona y sin cuidar de su salud [...] Hombre de estudio y trabajo, llena sólo con esto una página brillantísima de la historia eclesiástica de Cuba. Era un SANTO. Este, su mejor elogio fúnebre; ésta, su mejor herencia. Dichoso el pueblo que sepa recogerla y conservarla[82].

El entierro de Zubizarreta, según publicó la prensa, fue grandioso[83]. Su féretro salió de la catedral hacia el cementerio de Santa Ifigenia la tarde del 28 de febrero acompañado por una multitud que rezó el rosario sin descanso durante los cuatro kilómetros de distancia que hay hasta el campo santo[84].

Su muerte, sin embargo, originó un problema a la Santa Sede, que mantuvo vacante el arzobispado de Santiago de Cuba durante todo 1948. No era fácil encontrar un sustituto a la altura del carmelita vasco, más aún por las especiales características de la archidiócesis oriental, que era la más poblada y extensa de Cuba, pero también la que tenía menos sacerdotes y donde el catolicismo era más superficial.

El nuevo arzobispo debía reunir algunas características particulares, sobre todo estar dispuesto a trabajar en una provincia compleja e incómoda por la dispersión de la población y muy estratificada socialmente. Tras meses de silencio, el 19 de diciembre monseñor Pérez Serantes recibió una carta del nuncio en Cuba, Antonio Taffi. La misiva aparecía encabezada con la leyenda Sub Secreto Sancti Officii. Es decir, su contenido era secreto riguroso y no podía comunicárselo o consultarlo con nadie que no fuera su confesor y bajo secreto sacramental: “Nada diga y nada haga u omita que pueda directa o indirectamente dar a conocer lo que constituye el objeto de esta comunicación”:

El Santo Padre [Pío XII] se ha dignado designar a Vuestra Excelencia Reverendísima para ocupar la Sede Arzobispal vacante de Santiago de Cuba y me encarga, antes de proceder al nombramiento definitivo correspondiente, de recabar el consentimiento suyo[85].

El nuncio le pedía su conformidad, que esperaba. Si la contestación era afirmativa, bastaba con el envío de un telegrama con la convencional palabra “Agradecido” para ganar tiempo en la tramitación del nombramiento. En caso contrario, Taffi aguardaba una carta que explicara los motivos de la negativa.

Pese a que monseñor Pérez Serantes estaba en la cama enfermo de paludismo cuando recibió la carta, contestó de inmediato. El contenido de su respuesta no ha sido desvelado hasta este momento:

Hace más de un año escribí a S.E. Rdma. una carta, que no llegó a sus manos, expresando mis deseos de dejar el cargo en vista de las dificultades con que tropiezo y el poco éxito en mi labor: Creo además que algo, aunque someramente, le hablé un día ahí. Ante la propuesta que se me hace, y si a estas alturas no hubiese de interpretarse mal y ser ofensa a Dios, me permitiría insistir en lo mismo.

Es decir, la primera respuesta de Pérez Serantes a su nombramiento como arzobispo de Santiago fue rechazarlo. Sin embargo, la argumentación continuaba:

Detallando un poco. Non recuso laborem ni me dominan los afectos, sobre todo cuando la gloria de Dios está por medio; ni creo que costaría más trabajo ser Arzobispo de Santiago de Cuba, que Obispo de Camagüey, sobre todo porque habría de usar otro procedimiento quizá más práctico y de mejores resultados; pero es el caso que yo ya soy viejo, y de un viejo poco hay que esperar, a no ser una vacante; y soy español.
Cuando me nombraron Obispo de Camagüey no me consultaron ni poco ni mucho; expuse mis reparos, que no fueron tomados en cuenta, y he vivido por esa parte tranquilo. Hoy me intranquiliza enormemente desacretar (sic) en asunto tan delicado. Esta consulta, que yo agradezco mucho, procuraré aquilatarla con mi confesor, y me va a costar tanto dar una respuesta afirmativa como negativa.
Nada más por hoy, Excelentísimo Señor. Perdone mi confianza y tenga la seguridad de que ni el arraigo de muchos años en esta Diócesis, ni el temor a lo desconocido son motivo para que yo deje de acatar lo que el Santo Padre disponga”[86].

Es decir, Pérez Serantes alegó tres motivos para rehusar la dignidad arzobispal: sus supuestos fracasos en Camagüey (y que demuestran el nivel de exigencia interior con el que vivía su vocación); su avanzada edad (65 años) y ser español, “acusación” inevitable pese a sus cuatro décadas de trabajo por el bienestar de los cubanos[87].

Al día siguiente, 20 de diciembre, Pérez Serantes escribió de nuevo al nuncio con la confirmación de que había hablado con su confesor, fray Cristóbal de la Sagrada Familia, al que había expuesto las dificultades que pensaba que se le presentarían en el arzobispado oriental:

Él [su confesor] con seguridad, como quién había rumiado mucho el caso, me contestó en síntesis lo siguiente: “Teniendo en cuenta la mayor gloria de Dios, debe ponerse enteramente en las manos de Su Santidad, para que disponga de Vd. como mejor le parezca”. No tengo, pues, que añadir nada ni tampoco quitar. Me pongo incondicionalmente a las manos de Su Santidad para la Mayor Gloria de Dios. Ruego a S.E. Rma. haga saber al Santo Padre que, inclinado de rodillas a sus pies que reverente beso, le agradezco la distinción inmerecida de que me hace objeto y le pido su bendición, cualquiera que sea su determinación”[88].

A partir de ese momento Pérez Serantes se preparó para abandonar, no sin pena, una diócesis a la que había dedicado sus años de madurez personal y sacerdotal. Sin embargo, la responsabilidad de ser el nuevo arzobispo de Santiago de Cuba ocupó poco a poco su actividad cotidiana hasta el día que abandonó Camagüey.

Un busto lo recuerda en las inmediaciones del Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.

En una de sus últimas homilías dijo que sólo de una cosa le oirían quejarse: del sufrimiento que le causaba un sacerdote mediocre. Por eso pedía a Dios que nunca los hubiera ni en Camagüey ni en toda Cuba[89].

El 7 de enero de 1949, el nuncio le mandó un telegrama para confirmar que Pío XII había rubricado su elección como arzobispo de Santiago de Cuba: “En L’Osservatore Romano de mañana, 8 de los corrientes, se hará publicación de su promoción a la dignidad arzobispal, quedando así entregado a la publicidad cuanto hasta ahora había sido custodiado con el más riguroso secreto”[90].

El 8 de enero la prensa nacional informó de la nueva responsabilidad que la Santa Sede había deparado a Pérez Serantes. Ese mismo día el nuncio le envió el Rescripto que oficializaba su nombramiento. Un día más tarde el nuncio Taffi le confirmó que el nuevo obispo de Camagüey iba a ser monseñor Carlos Ríu Anglés, hasta entonces vicario capitular de Santiago de Cuba[91]. En la misiva se le pidió que lo anunciara al clero y al pueblo de la diócesis camagüeyana.

Conocida la noticia, comenzaron a llegar los parabienes. Uno de los más ardorosos fue el P. Germán Lence, párroco de San Isidoro de Holguín (sacerdote que en pocos años provocaría graves problemas a la Iglesia cubana); el hermano salesiano Enrique Méndez, santiaguero residente en los EE.UU., o del P. Modesto Amo, paúl de Baracoa. También se conserva una entrañable carta de Julio Morales Gómez, antiguo presidente nacional de la JAC, acompañada por una treintena de firmas de adhesión.

Pérez Serantes redactó entonces una circular en la que explicó su partida de Camagüey

a la importantísima Archidiócesis de Santiago de Cuba. [...]. Es esta la primera noticia que, con muy honda emoción, pero con la confianza en Dios, que aleja todo temor, os damos hoy, asegurándoos que os llevamos a todos dentro de nuestro corazón paternal, pese a haber introducido ya en él a los nuevos hijos que el Cielo nos ha dado[92].

En la misma circular anunció el nombre de su sustituto, Carlos Ríu, para el que pidió oraciones y una cálida bienvenida. Pocos días después, el 17 de enero, el nuevo arzobispo oriental declaró:

Voy a consagrarme enteramente a mi nueva diócesis de Santiago de Cuba sin escatimar tiempo ni fatiga; darme todo a ellos con todos los medios pidiendo intensamente a Dios Nuestro Señor, por intercesión de la Santísima Virgen de la Caridad del Cobre en cuyas manos me he puesto. Procuraré seguir las huellas, hasta donde me sea posible, de mi dignísimo predecesor Monseñor Valentín Zubizarreta y otros prelados que han honrado la sede metropolitana más antigua de Cuba[93].

En las palabras de una camagüeyana se resume el sentir mayoritario de los católicos del antiguo Puerto Príncipe al despedir a su obispo: “Los camagüeyanos al irse Vd. perdimos un Padre y los orientales lo ganaron. ¡Cuánto los envidio!”[94].

Con diligencia, Pérez Serantes no esperó a estar en Santiago de Cuba para comenzar su ministerio y ya el 26 de enero de 1949 anunció la celebración de una Semana misional extraordinaria[95] del 15 al 22 de enero del año siguiente, motivada por la visita de la imagen original de la Virgen de Fátima a Cuba en coincidencia con el Año Santo de 1950 decretado por Pío XII.

Como preparación a la visita, el arzobispo ordenó intensificar sus actividades a todos los sacerdotes, religiosos, catequistas y miembros de la Acción Católica. Para ello fijó objetivos concretos: nuevos catequistas, visitas a las casas y preparación de adultos para recibir su primera comunión, bautismos (“deseamos que no quede en Santiago una sola persona, siquiera mayor de 7 años, sin recibir las aguas regeneradoras del Bautismo”) También amonestaba a todos los agentes pastorales para que: “sea ésta la última vez que haya necesidad de recurrir a este recurso extraordinario, en la seguridad de que los padres de familia por ningún motivo dejarán de bautizar a sus hijos cuanto antes”[96].

Sin embargo, donde el arzobispo demostró su magnanimidad fue en la celebración de nuevos matrimonios, para los que ordenó “especial preferencia” debido a la irregularidad de muchas uniones, sobre todo de campesinos: “Para la recepción de este sacramento del matrimonio se darán cuantas facilidades sean necesarias: se darán absolutamente todas”. Comenzaban nuevos tiempos en la archidiócesis de Santiago de Cuba.


Tomado, con la autorización del autor, de Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro. Presentación de Fernando García de Cortázar. Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, pp.51-93.

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