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Enrique José Varona

Enrique José Varona

Hacia 1880 el mundo filosófico postulaba como irrefutable esta verdad: toda investigación metafísica es imposible y vana. La ciencia servía de cantera a toda expresión espiritual; los actos, los actos positivos, eran la meta del mundo. Todo lo que no fuera susceptible de solución científica —y nada quedó sin someterse a la enquisa rigurosa— dejaba de pertenecer al mundo del pensamiento y de la vida. El mundo, se creía, podría marchar perfectamente sin las andaderas de la religión, de la fe, de las creencias extra-científicas. Había llegado, pues, la hora de raer de la superficie de la tierra toda “ignorancia aristotélica”, todo obstáculo del progreso. Mientras esta doctrina se mantuvo en un ambiente estrictamente riguroso de filosofía —pues se daba la paradoja de que los comtistas y spencerianos atacaban a la metafísica en sus postulados antimetafísicos mereció— el respeto y hasta el seguimiento de muchos hombres eminentes. Luego vendría el trasiego a lo plebeyo y el desnudamiento de las superficialidades que anidaban en el positivismo, pero en tanto la doctrina representaba, hacia 1880, repetimos, una de las formas más acabadas del pensamiento europeo. A partir de ella se lograba, cosa difícil con otras doctrinas, vivir históricamente dentro de ella y con ella. Esta doctrina constituía innegablemente un instrumento de primer orden para la vida social. En reconocer esto lúcidamente antes que muchos y muchos en América, en saber a tiempo que esa doctrina era la que congeniaba prácticamente con los ideales de la independencia nacional, porque era la contrafaz absoluta de los sistemas filosóficos que servían de base espiritual a la Colonia, consiste para nosotros la grandeza inicial de Enrique José Varona. Pocos hombres en el mundo entero tuvieron la persistencia que él tuvo en asimilar las derivaciones prácticas, sociales, de todas las doctrinas antimetafísicas del ochocientos, Varona es efectivamente, sin ningún género de dudas, nuestro pensador. Precisa comprender que todo aquello vino a resultar filosofía menor, tuvo su cénit, y que en ese cénit, Enrique José Varona tuvo la genialidad —porque es genialidad sentir en cada instante el pulso vivo de la historia— de ver inmediatamente, con aquellos ojos enteramente extraordinarios que tuvo para todo, como la próxima etapa histórica cubana, la etapa nacional, no era en modo asimilable al hegelianismo, y mucho menos al krausismo. Y como en Varona encarnó positivamente nuestra patria, nuestra conciencia, esta conciencia le hizo quedarse, filosóficamente, en el mismo andar que nuestra historia siguiera. Sabía demasiado para no ser más que positivista, pero vivía demasiado esencialmente nuestra realidad histórica para ser algo que disintiera de ésta o que significara un conflicto espiritual con ella. Cuando Varona dejó de ser positivista y se convirtió en aquel hombre invenciblemente triste que llegó a ser; cuando se convierte de hecho en la flor de mármol que Martí viera en él, es porque ya la patria toda se ha vuelto una flor de mármol. Ya se había consumado toda la amargura de nuestra historia. A quien era carne y sangre de esta historia, no le cabía más que ser amargura y desolación y escepticismo y tristeza radical él mismo. Varona es en el trayecto de toda su vida el símbolo de nuestra patria. Lo es cuando en los albores de su juventud sale a combatir, prodigiosamente armado, contra la filosofía dominante. Hay que insistir en la cronología de la vida espiritual de Varona, para fijar más nítidamente el papel extraordinario de su obra. A los que nos molesta verlo tratar del modo que trata a Platón, a Aristóteles, a Hegel, a Bergson; a los que nos molesta que se confesara sin religión y que hiciera aquellas graciosas burlas a la metafísica, se nos impone sin embargo en todo momento una realidad: Varona iba ceñidamente con el tiempo nuestro, a su través pasaba todo lo que era en realidad savia y alimento nuestro. Si ya hoy ha crecido su nombre particularmente en el campo de la sociología, y lucen pálidos sus textos de psicología y de lógica, esto no es más que una prueba de que su obra era eminentemente histórica. Y si es difícil escribir para la eternidad un texto como la Metafísica de Aristóteles, también es muy difícil escribir para la eternidad de un país, en letra clara y llena de luz, los pasos de su historia.

Enrique José Varona pensó, más que el pensamiento intelectual, el pensamiento orgánico de nuestra vida como pueblo. Sabía, y lo reconocía explícitamente, que sus textos escritos eran sólo un reflejo del texto vivo que él era. En todo instante, hasta el día mismo de su muerte, vivió consciente del difícil papel que le tocara servir en nuestra historia. Se supo heredero de los grandes varones que diera nuestro siglo diecinueve. Hay que evocarlo el día 19 de noviembre de 1911, hablando ante los restos de Félix Varela. Son de la misma estirpe. Pertenecen, ambos, a ese singular linaje que nuestra patria diera otrora. Varona es su Último gran hombre. Es de esos que cuando mueren arrastran consigo un siglo de historia.

Quien esto escribe le vio en el año mismo de su muerte. Ya no era más que una gota de nieve que se deshacía bajo nuestro implacable sol. En aquel año, nuestra pobre historia iba a dar un salto frenético, uno más, hada el abismo. Varona, aquel débil ampo, iluminaba todavía los lóbregos repliegues del alma nacional. A poco moría, envuelto en sombras. Parecía, en realidad, que lo que se apagaba con él era el cuerpo de la patria. Llevaba a su tumba el saber, la elegancia espiritual suprema, la bondad del corazón, el patriotismo limpio y sin estridencia. Llevaba todo lo que fuera la ilusión máxima de nuestra historia. La patria moría con él. Desde este día, pesamos menos sobre la superficie de la tierra. Fuimos invadidos un poco más por la sombra. Nos quedamos, ¡quizás por cuánto tiempo todavía!, huérfanos de la luz y del espíritu.


Premio Justo de Lara 1944.
Publicado originalmente en Grafos, n.119, febrero de 1944. Tomado de Periodismo y nación. Premio Justo de Lara 1934-1957, Germán Amado-Blanco y Yasef Amanda Calderón, comp. Ed. José Martí, La Habana, 2013, pp.15-17.

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