Loading...

Recuerdos de mi vida (fragmentos)

9

Recuerdos de mi vida (fragmentos)

9

La travesía hasta Puerto Rico y Cuba hízose con mar bella y excelente humor. Por entonces la Compañía Trasatlántica de Comillas daba buen trato, y no faltaban a bordo distracciones, sin contar el juego y la murmuración, socorrido recurso de todos los pasajes. Pero a mí me han interesado siempre muy poco las chinchorrerías y comadreos. De día concentraba la atención en el magnífico espectáculo del mar: el vuelo de las gaviotas, la persecución de los tiburones, el salto de los peces voladores y esas como flores flotantes, de aspecto gelatinoso y delicado, que se llaman medusas, sifonóforos, etc., etc. Llegada la noche, me abismaba en la contemplación de aquel cielo, cuyas constelaciones se renovaban conforme nos aproximábamos al Ecuador.

Hasta en el negro oleaje (el negro mar de Homero, frase que sirvió a Magnus para negar que los griegos conocieran el color azul) encontraba sorpresas cautivadoras. En noches de calma no se limitaba a copiar pasivamente las luces del firmamento, sino que irradiaba profundos y misteriosos fulgores. Y mi curiosidad infantil se embelesaba persiguiendo la estela fosforescente producida por enjambres de noctilucos, excitados por la formidable sacudida de la hélice. Como se ve, la sensación de flotar entre dos infinitos no me causó pavor. Frescas las lecturas de los evolucionistas, que consideran el mar como la cuna de la vida, el ritmo de las olas evocaba en mí el latido anhelante del corazón de la madre que estrecha amorosamente a sus hijos. Verdad es que no había sorprendido aún a la diosa Tetis en sus arrebatos homicidas.

Hacia el día decimosexto de la navegación surgió muy de mañana la ciudad de San Juan de Puerto Rico, con su imponente fortaleza militar y su blanco caserío, dispuesto en pintorescas graderías. Impaciente por pisar la tierra descubierta por Colón, aproveché el alto del vapor para corretear la ciudad y la campiña inmediata, donde observé sorprendido algunas muestras de la flora tropical. En fin, reanudado el viaje, dos días después arribamos a la Habana.

La Habana vista desde lejos: maravilloso e inolvidable panorama.
La entrada de la bahía según Frédéric Mialhe.


Maravilloso e inolvidable es el panorama de la populosa capital cubana vista desde lejos. A la izquierda, conforme se entra en la bahía, se impone, con su mole formidable, el castillo del Morro, erizado de cañones y comparable por su figura y posición al de Montjuich; y, a la derecha, dilatándose, en serie interminable, se ven casas, palacios y quintas entrecortados por bellísimos jardines donde descuellan elegantes palmeras. En fin, ya dentro de la bahía, especie de hoz recortada por innumerables calas y promontorios, se descubre el puerto, frontero del barrio comercial; mientras que hacia el fondo álzanse varias colinas verdes cuyas faldas salpican pintorescos arrabales.

Fuera inoportuno detenerme a describir las harto conocidas bellezas de la Habana y de su fértil campiña. Tampoco entra en mis cálculos referir menudamente mis impresiones de viajero.

Me concretaré solamente a declarar que la primera gran ciudad americana visitada por mí pareciome mera continuación de Andalucía.

En efecto, andaluza es el habla, dulzona y matizada con graciosos ceceos; andaluzas las casas (formadas de planta baja y principal), con sus encantadores patios y jardines, y andaluz el espíritu fino y soñador, pero lánguido y perezoso, del criollo.

Quizá fue grave mal para la prosperidad económica de la América española el no haber, desde el principio, aprovechado preferentemente para la empresa colonizadora nuestras fuertes razas del Norte, laboriosas, económicas y desbordantes de natalidad, en lugar de recurrir predilectamente a la gente andaluza y extremeña, inteligente, generosa y capaz de todos los heroísmos, según acredita la historia, pero de inferior aptitud para las fecundas luchas del comercio y de la industria.

Acerca de mis emociones de turista en la capital de las Antillas, concretareme a decir que todo atraía mi curiosidad y en todo hallaba motivo de asombro y enseñanza. La extraña mezcla de razas circulantes por las calles; la suntuosidad de los parques, donde además de flores peregrinas y de pitas gigantes, crecía la altísima palmera real; los sabrosos frutos del país, como el plátano, el coco, el mango y la piña; los árboles frondosísimos de hoja perenne, entretejidos de bejucos o lianas trepadoras; un cielo tan pronto azul como gris, pronto a desatarse en furiosos aguaceros; y por encima de aquella Naturaleza desbordante, que parecía cantar un himno a la alegría de vivir, el padre sol cayendo a plomo, y como plomo derretido sobre nuestras cabezas...

Vivía como soñando o como sumergido en una especie de encantamiento. 
La Alameda de Paula en un grabado del siglo XIX.


Cuando se codicia ardientemente algo, la realidad suele burlar la esperanza. Mas yo no experimenté decepción. Ante la realidad palpitante, las imágenes de los libros conservaron sus prestigios. Vivía como soñando o como sumergido en una especie de encantamiento.

En algunas cosas, no obstante, sufrí desilusión; por ejemplo: en las famosas selvas vírgenes, tan celebradas por los poetas románticos. Ante mis interrogaciones reiteradas, las gentes del país me señalaron la manigua. Pero la impresión causada por ésta fue insignificante. En vez del bosque milenario, no profanado por planta humana, me encontré con vulgar matorral sembrado de arbustos y pequeños cedros y caobos creciendo en desorden. Consoleme hasta cierto punto, considerando que las necesidades de la colonización habían impuesto el descuaje de la primitiva selva. ¡Lástima no haber arribado cuatro siglos antes, cuando los compañeros de Colón hollaron tantas excelsas virginidades!...

De la fauna quedé también mediocremente satisfecho. Escaseaban los animales indígenas, y los que veía resultaban poco imponentes. Ni un jaguar, ¡ni siquiera una triste serpiente de cascabel!... En mis correrías por los alrededores de la ciudad, sólo pude sorprender el vulgarísimo gorrión cosmopolita, pájaro importado de España; algunos cuervos y tordos, y cierta avecilla menuda y nada vistosa, llamada por los guajiros vigirita (sic.).

(Aludiendo sin duda a la flojedad y delicadeza de este pajarillo, nuestros soldados designaban vigiritas (sic.) a los criollos, y particularmente a los mambises o insurrectos; en cambio, los peninsulares éramos llamados gorriones y patones). Solamente enjaulados, admiré al policromo papagayo y algunos preciosos ejemplares del colibrí del Perú.

Contrariome asimismo la total extinción de la raza indígena, de la cual quizá quedan reliquias en el actual guajiro. En su lugar, y entregada a las más rudas faenas, se mostraba la raza negra y sus variados mestizajes, de que los cargadores del muelle constituían arrogantes ejemplares. En cuanto al criollo, me hizo la impresión de pálida planta de estufa, vegetando muelle y parásitamente a expensas de la savia del africano o del mulato. Alguna vez, sin embargo, encontré entre los criollos tipos activos y robustos; mas por lo común, y salvadas algunas excepcionales complexiones, la raza blanca pareciome incapaz de resistir los ardores y peligros del clima tropical. El blanco degenera allí rápidamente. Aludo, naturalmente, al europeo ocupado en las faenas agrícolas y expuesto, por tanto, a muchedumbre de parásitos, de que son, a menudo, portadores los mosquitos (paludismo, fiebre amarilla, etc.). Claro es que el cubano o el peninsular, confinados en las urbes, entregados al comercio o a profesiones ajenas al esfuerzo muscular y al rigor del aire libre, resisten mucho mejor los efectos enervadores del clima; así y todo, su vigor sólo se mantiene a costa de reiteradas inoculaciones de sangre europea.

En virtud de esta exquisita acomodación a la vida sedentaria, la mujer cubana no sólo ha conservado mejor que el hombre el tipo de la raza, sino que ha afinado su delicada femenidad, adquiriendo, así en lo espiritual como en lo físico, dulzuras y suavidades excepcionales o desconocidas en las bellezas de Europa.

Al hablar gorjean y al mirar acarician. Esto explica por qué la mayoría de nuestros jefes y generales ultramarinos cayeron en las redes de aquellas lánguidas y fascinadoras hermosuras.

En tales exploraciones y novelerías transcurrió cerca de un mes. Terminado el período de aclimatación, hízose necesario distribuir el personal médico recién venido de la Península. A tal propósito, fuimos cierto día convocados en la Inspección de Sanidad; allí se nos informó de las plazas vacantes. Las había de médicos de regimiento en las columnas de operaciones; de profesores de guardia en los hospitales urbanos y, en fin, de directores de enfermerías de campaña.

Santiago Ramón y Cajal en 1874, a su espalda puede apreciarse uno de los fortines de la trocha.


Si el lector tiene presente el carácter sandiamente quijotesco del autor de este libro, deducirá fácilmente que me sería adjudicado uno de los peores destinos. Y así fue, en efecto. Inspirado en sentimientos de equidad y abnegación, por nadie agradecidos, me abstuve de presentar las cartas de recomendación. Quise correr mi suerte o, mejor dicho, la suerte que no quisieron correr mis compañeros; los cuales, harto más prácticos y ajenos a mis escrúpulos, removieron cielo y tierra para asegurarse las plazas de hospital, verdaderas sinecuras, o, en su defecto, las de médico de batallón. Para los tontos o desvalidos quedaron reservadas las enfermerías de la manigua y de las trochas, estaciones aisladas, de difícil aprovisionamiento y extraordinariamente insalubres.

Claro es que también el médico de batallón en campaña corría serios peligros; pero tenía al menos la ventaja de cobrar puntualmente. Sabía, además, que, tras algunos días de excursión por la manigua, podría regresar a la capital del distrito para restaurar fuerzas, remendar alifafes y participar de las satisfacciones de la vida social.

Adivinará fácilmente el lector que la enfermería que yo debía regentar era de las más peligrosas y aisladas: la de Vista Hermosa, perdida en plena manigua, dentro del distrito de Puerto Príncipe, en medio de un país asolado y despoblado por la guerra.

Días después del reparto de plazas, zarpó el vapor que debía conducirnos a Nuevitas; en él nos embarcamos algunos médicos destinados al Departamento central, con buen golpe de tropas de refresco para cubrir bajas. Un tren blindado nos trasladó en pocas horas desde Nuevitas, al través del manigual desierto, a la capital del Camagüey. Alojeme en la famosa Fonda del Caballo Blanco, donde se hospedaron también mis camaradas Vela y Sánchez Herrero. En fin, transcurridos algunos días de descanso, incorporeme a mi destino, aprovechando la marcha de una columna volante, encargada de racionar la citada enfermería de Vista Hermosa.

Por cierto que ya en marcha, durante un alto de la columna, y bajo el techo de estancia abandonada, tuve por primera vez noticia del próximo advenimiento de la monarquía borbónica. Invitado a tomar café con algunos jefes y oficiales, cierto comandante aragonés sorprendiome con esta pregunta, disparada a quemarropa:

En la fonda del Caballo Blanco, junto a Vela y a Sánchez Herrero.

—Usted, que acaba de llegar de España, ¿qué me cuenta de la conspiración que debe proclamar a don Alfonso?

—Creo —murmuré—que la República conservadora de Castelar merece la confianza del Ejército.

—Bien veo, paisano, que vive usted en el limbo. ¡Cómo!...

¿Ignora usted que todo el Ejército, sin excepción, es alfonsino, y que cualquier día, pese a la resistencia de los politicastros, caerá la República?...

Lleno de estupor dirijo una mirada interrogativa al coronel, jefe de la fuerza, para leer en sus gestos alguna señal de reprobación, o al menos de contrariedad... Todo lo contrario. Pronto comprendí que lo expresado por mi paisano era diaria comidilla de la oficialidad, y que el ejército de Cuba, como el de la Península, se había pasado en masa al campo alfonsino.

En vano Castelar, con su prudencia política y espíritu sagazmente conservador, trabajaba por consolidar definitivamente la República, ideal de la Revolución: el recuerdo de la indisciplina militar y de las vergonzosas escenas de Cartagena, habían desterrado enteramente del corazón del Ejército y de la clase media el ideal republicano. El golpe de Estado de Pavía se avecinaba.

Entonces acudieron a mi memoria ciertos hechos presenciados en Cataluña, acerca de cuya significación no había parado mientes. Cuando nuestra columna pernoctaba en alguna villa importante, los oficiales tertulianos del café o del casino se escindían en dos bandos: la masa principal, con el coronel a la cabeza, agrupábase en una o varias mesas próximas, cuchicheando a hurtadillas de los demás; mientras que cierto pequeño contingente, constituido por oficiales o jefes de procedencia republicana, formaba rancho aparte. Dábase, pues, el caso singular de que, en plena República, los oficiales republicanos (cuyo número disminuía incesantemente) vivían como avergonzados de su origen, y eran tratados desdeñosamente y casi con hostilidad por sus camaradas monárquicos.

Los sucesos hicieron pronto buenas las profecías del comandante. Sabido es que poco después (29 de diciembre de 1874) sobrevino la sublevación de Sagunto y la proclamación de don Alfonso XII.

El campamento de Vista Hermosa constituía un pequeño poblado extendido por las faldas de suave altozano, rodeado de extensos maniguales. En la eminencia más prominente alzábase sólido fortín cuadrado, construido con gruesos troncos de árbol y surcado de aspilleras. En él se alojaba una compañía (harto mermada por las enfermedades) a las órdenes de un capitán. A corta distancia estaba emplazado el hospital, enorme barracón de madera, con techo de palma y capaz para unas 200 camas.

En los ángulos, orientados hacia la manigua, destacábanse dos robustos torreones, reforzados por parapeto de troncos. Al abrigo del fuerte y de la enfermería, únicos edificios de alguna importancia, extendíanse los almacenes y algunas pobres rancherías de chinos y negros. En los alrededores veíase un descampado, limpio de bosque, cuya maleza exuberante había que segar con frecuencia para que no invadiera los barracones con su pujante crecimiento, ni facilitara, por tanto, las sorpresas del enemigo.

La misión del Cuerpo de Sanidad Militar no era batirse, sino curar dolientes.

Cada mes nos enviaban desde Puerto Príncipe las raciones necesarias para el hospital y guarnición, aprovechando al efecto el tránsito de columnas de operaciones. En el intervalo quedábamos absolutamente incomunicados con el mundo, siendo peligrosísimo aventurarse en el bosque más de un kilómetro, pues los mambises nos espiaban. Casi todos los días había tiroteo entre ellos y los centinelas.

Por aquella época la enfermería puesta a mi cuidado albergaba más de 200 enfermos, casi todos palúdicos o disentéricos, procedentes de las columnas volantes de operaciones en el Camagüey.

Dormía yo junto a mis pacientes, dentro de la gran barraca, en un cuartito separado del resto por tabique de tablas. Además de cama y mesa, contenía mi departamento, en pintoresca mezcolanza, fusiles de los soldados muertos, cartucheras y fornituras de todas clases, cajas de galletas y azúcar, botes de medicamentos, singularmente del sulfato de quinina, Providencia del palúdico en los países tropicales. Con cajones y latas vacías dispuse en un rinconcito un laboratorio fotográfico y construí el estante destinado a mi exigua biblioteca.

Al principio, no obstante la fatiga y las emociones inherentes al cuidado de tantos enfermos, lo pasé bastante bien, amenizando mis ocios con la lectura, el dibujo y la fotografía. Por fortuna, conforme dejo apuntado, he soportado bastante bien la ausencia de vida social, gracias al noble vicio pictórico y a mi afición por la lectura.

Pero contra los microbios nada valen las seducciones del arte ni las expansiones de la imaginación. El espíritu se mantenía bien, pero entretanto el cuerpo decaía. Ni la ración alimenticia, compuesta de pan, galletas, arroz y café, era la más adecuada para criar buena sangre. En vano pretendía entonar el organismo agregando al menu, de tarde en tarde, tal plátano o coco, arrebatados eventualmente por algún negro merodeador de ingenios abandonados.

Al fin flaqueó mi resistencia y enfermé de paludismo. Nubes de mosquitos nos rodeaban: además del Anopheles claviger, ordinario portador del protozoario de la malaria, nos mortificaban el casi invisible gegén (sic.), amén de ejército innumerable de pulgas, cucarachas y hormigas. La ola de la vida parásita se encaramaba a nuestros lechos, saqueaba las provisiones y nos envolvía por todas partes.

¡Cuán terrible es la ignorancia! Si por aquella época hubiéramos sabido que el vehículo exclusivo de la malaria es el mosquito, España habría salvado miles de infelices soldados, arrebatados por la caquexia palúdica en Cuba o en la Península.

¿Quién podía sospecharlo?... Para evitar o limitar notablemente la hecatombe, habría bastado proteger nuestros camastros con simples mosquiteros o limpiar de larvas de Anopheles las vecinas charcas.

Poco remediaba el tomar dosis heroicas de sulfato de quinina.

Por de pronto se mejoraba; mas, transcurridos algunos días, volvía la accesión. Ésta vino a ser en mí diaria, a causa, sin duda, de reinoculaciones muy próximas del plasmodium. Entretanto había perdido el apetito y las fuerzas; el bazo se hipertrofiaba; la color tornose amarillenta; andaba premiosamente, y la anemia, ¡la terrible anemia palúdica!, se iniciaba con todo su cortejo de síntomas alarmantes. Al fin quedé postrado, siéndome imposible atender a los enfermos. Un practicante estulto me suplía; todo iba manga por hombro. Para colmo de desdicha, ¡al paludismo se agregó la disentería!...

¡Oh el admirable optimismo de la juventud!... Mi vida estaba tan seriamente amenazada como la de los infelices soldados disentéricos, tuberculosos y palúdicos que morían en torno mío; y, con todo eso, abrigaba tal confianza en la fortaleza de mi constitución, que, en cuanto abonanzaban los síntomas, aprovechaba mi forzoso reposo en aprender el inglés, a cuyo fin habíame procurado en la Habana buen golpe de libros e ilustraciones yanquis, amén del indispensable Ollendorff. Creía firmemente que, en cuanto pudiera sustraerme a la influencia de aquellos miasmas (entonces se creía en los miasmas de los pantanos como causa de paludismo), recobraría rápidamente la salud. Por seguro tengo que mi ingenua confianza en la vis medicatrix me salvó.

Por aquellos meses hubo en Vista Hermosa cierta alarma que nos reveló la entereza y decisión de mis enfermos. Sería la del alba cuando nos sorprendió tumulto de voces y descargas.

Arrojeme de la cama, vestime sumariamente, y me informaron de que cierta partida enemiga, emboscada en el vecino manigual, trataba de sorprendernos. En efecto, vislumbrábase entre los árboles agitación de jinetes y peones, la mayoría negros y mulatos. Apercibido a tiempo el jefe de nuestro poblado, tomó rápidamente medidas defensivas, y, lleno de interés hacia mí, me ofreció amparo en la fortaleza.

—No tenga usted cuidado —le dije—. Si los mambises atacan el hospital, sabremos defendernos; en todo caso, mi deber es permanecer al lado de los enfermos.

Todo esto ocurrió en un santiamén. Habíame acometido la accesión febril, y hallábame en un estado de exaltación casi delirante.

No obstante, empuñé un fusil, me proveí de cartuchos y recorrí las camas, invitando a los enfermos menos graves a la común defensa. La mayoría de ellos, aun los postrados por la calentura, incorporáronse en el lecho y descolgaron el Remington.

Los que podían tenerse de pie se concentraron en los bastiones del barracón; los imposibilitados arrodilláronse en la cama, y desde ella y sacando el fusil por las ventanas, apuntaban al enemigo.

Una descarga respondió al tiroteo de los mambises.

Los insurrectos, al encontrarnos tan apercibidos, retiráronse sin intentar repetir la hazaña de Cascorro, otro poblado como el nuestro, donde semanas antes habían sorprendido y macheteado a la guarnición y a los enfermos.

Una vez más se frustraba, por fortuna, mi loco anhelo de bélicas contiendas. En mi entusiasmo olvidaba a menudo que mi cometido no era batirme, sino curar dolientes. Bien se advierte que el ansia necia de notoriedad, de vanagloria, me perseguía hasta en el lecho del dolor...

Mi enfermedad, como dejo apuntado, marchaba de mal en peor. En vista de lo cual, solicité del inspector de Sanidad de Puerto Príncipe un mes de licencia. Aunque con dificultades y regateos de tiempo (faltaba personal para reemplazarme), se me otorgó al fin. Arribado a la capital del Camagüey, un tratamiento racional, y más que nada la cesación de nuevas infecciones, me aliviaron mucho. La fotografía aquí reproducida no da suficiente idea del aspecto chupado y anguloso de mi rostro, aun en la época del máximo alivio. En realidad, había caído en ese estado de decadencia orgánica conocido con el nombre de caquexia palúdica, que debía prolongarse muchos años, y de cuyas lejanas repercusiones morbosas soy todavía víctima.

En vista de mi relativa convalecencia, el jefe de Sanidad, doctor Grau, agregome al Cuerpo de médicos de guardia del Hospital Militar de Puerto Príncipe, donde alterné con algunos amigos de la Península, y tuve el gusto de conocer al doctor Ledesma, que sobresalía ya como operador habilísimo.

Mes y medio permanecí en la ciudad. Fue la época más agradable de mi estancia en Cuba. Todas las tardes concurrían al Café del Caballo Blanco, entre otros camaradas, Joaquín Vela y Martín Visié, excelente amigo y condiscípulo. No obstante mis andanzas por cafés, casinos y tertulias caseras, tuve la entereza de resistir a los cuatro grandes vicios de nuestra oficialidad: el tabaco, la ginebra, el juego y la venus. Verdad que no estaba yo para trotes.

El alcoholismo, sobre todo, hacía estragos en el ejército. Del coñac y de la ginebra, mejor aún que del vómito, podía decirse que eran los mejores aliados del mambís (sic.). Fumando de lo más caro, y bebiendo ginebra y ron a todo pasto, no era extraño que muchos jefes y oficiales decayeran física y moralmente. Además, retenidas las pagas, pasaban apuros económicos.

También yo luché con dificultades de este género, aunque por causas independientes de mi voluntad. Durante mis cuatro meses de permanencia en la isla no había recibido sino la primera paga de capitán (125 pesos oro). En vano remitía mensualmente a la Habana los justificantes de mis haberes. La penuria económica de los médicos de enfermerías no obedecía sólo al clásico desbarajuste de la administración española; debiose también al desfalco de un tal Villaluenga, farmacéutico del Hospital Militar de la Habana y habilitado general del Cuerpo de Sanidad, el cual se fugó a los Estados Unidos en compañía de 90.000 pesos y de una pelandusca.

Tocante al cobro de las pagas reinaba desigualdad irritante. Los médicos militares de servicio en las capitales percibían puntualmente sus haberes; para los médicos de batallón solían retrasarse algo, si bien disponían del recurso de percibir anticipos de la caja del regimiento o de empeñar pagas devengadas en casas de comercio; pero los pobretes que prestábamos servicios en trochas o en enfermerías de campaña, dependíamos en lo económico de la Habilitación general de la Habana, y, sin relaciones de amistad con el comercio de las ciudades, quedábamos frecuentemente desamparados.

Tal me ocurrió a mí. Habiendo expuesto al doctor Grau mi precaria situación, tuvo la bondad de gestionar entre los compañeros un préstamo (125 pesos) a reintegrar, como era justo, de mis haberes atrasados. En aquellas desdichadas circunstancias, mi demanda era inexcusable. Supe, sin embargo, con sorpresa, gracias al amigo Visié, que aquel guante en favor de un compañero había desagradado profundamente. ¿Qué hombre es éste —decían— que, a poco de estar en la isla demanda una limosna para vivir?... Apele, como los demás, al crédito: que se espabile y mire por sí, abandonando escrúpulos de monja.

En efecto; yo fui siempre poco espabilado, pero en aquella ocasión mis compañeros deslucieron una buena acción con una injusticia. ¡Olvidaban que había pasado cuatro meses en un desierto, y de ellos tres gravemente enfermo! ¡Mi crédito!...

¿Pero qué mercader de Puerto Príncipe hubiera prestado su dinero a un pobre diablo desconocido, de figura espectral y condenado, verosímilmente, a morir en breve plazo en cualquier rincón de las trochas? Esa conmiseración despectiva fue dura pero necesaria lección, jamás olvidada. Juré entonces que en lo sucesivo no pediría prestado un céntimo a nadie, y hasta hoy he cumplido fiel y estrictamente mi resolución.

El fallecimiento del médico-director de la enfermería de San Isidro en la trocha del Este puso fin a mi situación provisional de profesor de guardia en Puerto Príncipe. Sin considerar que había en disponibilidad otros ayudantes médicos más modernos que yo, ni fijarse en que mi salud distaba mucho de estar consolidada, el doctor Grau designome para reemplazar al compañero fallecido, quien por cierto había sustituido a su vez a otro médico caído también en el cumplimiento del deber.

Acepté dócilmente el nuevo cargo, aunque, a la verdad, hízome poca gracia entrar en fila macabra con mis desdichados antecesores.

La fotografía, tomada por mí al colodión, presenta en primer término la locomotora, de tipo americano, con enorme chimenea de embudo.
Foto: Santiago Ramón y Cajal.

La enfermería de San Isidro era uno de los varios hospitales de campaña anejos a la trocha militar del Este, la cual comenzaba en Bagá, pequeña población de la amplia bahía de Nuevitas. Emplazada en terreno bajo y pantanoso, ofrecía, si cabe, mayor insalubridad que Vista Hermosa, a la que llevaba solamente la ventaja de superior facilidad en comunicaciones y aprovisionamientos. Porque entre San Isidro y San Miguel de Nuevitas, la principal ciudad de la trocha, no lejos de Bagá, circulaba diariamente cierto tren militar o plataforma, como nosotros lo llamábamos. Para proteger el hospital de campaña, vasto cobertizo capaz para 300 enfermos, alzábase recio fortín, cuadrado, destinado a la guarnición. Algunos pobres bohíos, habitados por lavanderas y obreros negros, completaban el exiguo poblado, que dependía en absoluto de San Miguel, para los suministros de víveres y demás operaciones comerciales.

Adversa se mostró mi suerte al regentar el nuevo destino. De las deficiencias higiénicas de San Isidro certificaban, de una parte, la guarnición, casi siempre enferma en sus dos tercios, y de otra, el hecho singular de haber sido escogido dicho paraje —vasta sabana cruzada por ciénagas— como lugar de corrección de oficiales borrachos y calaveras. Uno o dos meses de destierro en San Isidro considerábase recurso heroico capaz de domar las más inveteradas rebeldías. Se decía, y no a humo de pajas, que, acabada la suave condena, los oficiales levantiscos gozaban la más dulce de las tranquilidades: los unos, por haber muerto; los otros, por yacer impotentes en el lecho del dolor...

A poco de mi llegada, pude ya comprobar la eficacia de aquel lugar de expiación. Acababa precisamente de fallecer cierto capitán borracho y pendenciero, y se preparaban a embarcar en la plataforma liberadora, con paso débil y mirada desfalleciente, dos oficiales recién cumplidos. Para reemplazarlos llegaron, a los pocos días, cierto capitán de Administración Militar medio loco, pero muy listo, y con quien por cierto mantuve ruidosas polémicas filosóficas, y tres oficiales de diversas Armas, acusados de promover escándalos y cometer intolerables excesos en cafés y demás centros de recreo. Eran gente alegre y dicharachera. Oyendo sus proezas se pasaban muy buenos ratos. ¡Qué de novelescas conquistas amorosas!... ¡Cuántos ingeniosos recursos para burlar la antipática vigilancia de maridos y papás! ¡Qué de infalibles ardides contra la bolsa de los usureros!...

Lo malo fue que tan amenas pláticas se acabaron pronto.

Una o dos semanas después casi todos aquellos arrogantes Lovelaces cayeron en cama con calentura. Y cuando sonó la hora de la ansiada emancipación, arrojáronse del lecho, resueltos a no permanecer en San Isidro ni un minuto más. Dos de ellos fueron transportados al tren en camilla. Recuerdo que, al decirme adiós, miráronme con esa conmiseración con que el rescatado de Argel debía contemplar al cautivo sin esperanza.

Tal fue el salubre y apacible retiro con que me obsequió el doctor Grau, en cumplimiento de atribuciones indiscutibles.

No me quejé y no me quejo hoy. Al fin y al cabo, alguno había de cargar con el mochuelo.

Miembros del ejército español apostados en una trocha.


No estará de más informar brevemente al lector de la significación del sistema defensivo de las trochas militares.

Las trochas de Cuba eran caminos bordeados por fuerte empalizada, con o sin alambradas de refuerzo, y defendidos cada 500 metros por blockaus, donde vigilaban pequeños destacamentos de soldados. Cada 1.000 o más metros alzábase un fortín de madera, guarnecido por una compañía o fracción de ella. De distancia en distancia alzábanse algunos poblados; en ellos la línea militar era custodiada por retenes militares de cierta importancia, a cuya égida, protectora se amparaban enfermerías y almacenes.

La llamada trocha del Este o del Bagá, aunque no terminada, extendíase de Norte a Sur unos 52 kilómetros; comprendía tres o cuatro hospitales de campaña, y secuestraba, en una inmovilidad enervante, varios miles de soldados. La trocha de Jácaro a Morón, mucho más larga, inmovilizaba ocho o diez mil, que había que renovar cada tres o cuatro meses. Épocas hubo en San Isidro durante las cuales las tres cuartas partes de las guarniciones de la línea militar eran baja, atestando las enfermerías, por donde quedaban blockaus y fortines casi abandonados y merced del enemigo.

En teoría, el plan —un tanto pueril— parecía bien pergeñado. Nuestros técnicos militares debieron quizá discurrir así: Afecta la gran Antilla figura de salchicha, con dos estrangulaciones centrales, divisoras del territorio en tres principales departamentos: el de las Villas y Occidental, rico y floreciente, y cuya tranquilidad importaba mucho asegurar; el Central o del Camagüey, donde la insurrección tuvo siempre tenaces partidarios, y, en fin, el Oriental (Bayamo, Holguín, Santiago, etc.), donde la rebelión alcanzaba todo su auge. «Si cortamos la isla de Norte a Sur —debieron pensar nuestros consumados estrategas— por las susodichas escotaduras, mediante empalizadas y series de fortines, quedarán convertidas aquellas regiones en perfectos compartimentos estancos. Y una vez acabadas, las trochas preservarán del contagio revolucionario al próspero departamento de las Villas, fuente de valiosos recursos; de esta suerte, un ejército relativamente pequeño podía limpiar, sucesiva y metódicamente, de insurrectos cada compartimento estanco.

Ni por pienso se preocuparon aquellos generales de la insalubridad del terreno y de los efectos deprimentes de la inacción.

Los repetidos reveses de la campaña probaron que las trochas constituyeron gravísimo error higiénico y militar. Acaso la de Júcaro a Morón prestó al principio, cuando las partidas revolucionarias alcanzaban exiguos contingentes o constaban de soldados poco aguerridos, servicios positivos: pero ulteriormente, los inconvenientes superaron con mucho a los harto discutibles beneficios. Todo el mundo pudo ver, y ello consta en las manifestaciones del general Portillo y en las representaciones al Gobierno del capitán general Concha, que aquellas inexpugnables murallas de la China eran tácticamente ineficaces.

Atravesábanlas impunemente los insurrectos (recuérdese, entre otros cruces célebres, el de la trocha del Júcaro realizado por Máximo Gómez en 1874, para propagar el fuego de la rebelión a las Villas); inmovilizaban sin fruto copioso ejército que habría sido eficacísimo en operaciones de persecución activa; aumentaban en grado indecible, particularmente durante la época de las lluvias, las bajas por enfermedad (¡muchos fortines se alzaban en marismas y pantanos!...); y, en fin, consumieron en trabajos de explanación, fortalezas, construcción de estacadas, entretenimiento de hospitales y depósitos de víveres y medicamentos, sumas fabulosas. Y esto precisamente cuando los apuros económicos de la metrópoli, casi huérfana de crédito y desangrada por dos tremendas guerras peninsulares, eran aterradores.

Cuando más tarde, aleccionados por dolorosa experiencia, abandonamos las trochas, éstas habían causado más de 20.000 víctimas

¡Asombra e indigna reconocer la ofuscación y terquedad de nuestos generales y gobernantes, y la increíble insensibilidad con que en todas épocas se ha derrochado la sangre del pueblo!

¡Qué pena da pensar en la absoluta irresponsabilidad de que gozaron nuestros ineptos generales y nuestros egoístas ministros! Al referir aquellos sucesos, después de ocurrida la catástrofe colonial, es difícil resistir a la tentación de indagar las causas de tantos reveses y de recordar los grandes desaciertos de nuestra política ultramarina. Es triste reconocer que la característica de los estadistas españoles consistió siempre en rechazar obstinamente las lecciones de la historia. Nuestros políticos vivieron siempre al día, atentos al conflicto presente, sin preocuparse lo más mínimo del porvenir. Ni las trágicas lecciones de la emancipación de América, ni dos agotadoras campañas en Cuba, ni el consejo de los pocos políticos clarividentes que hemos tenido, como Aranda, Prim y Pi y Margall, hicieron mella en el cerril egoísmo de nuestras oligarquías flamantes.

El vasto imperio español: glorioso patrimonio de nuestros mayores.


Con una falta de cordura incomprensible en preclaros talentos, hombres como Castelar y Cánovas pensaban que Cuba —esa Cuba que nos aborrecía y cuya independencia, deseada por América entera, era inevitable— valía la pena de sacrificarle España. La frase efectista del célebre estadista conservador hasta el último hombre y la última peseta, ha pasado a la historia cual testimonio elocuente de cómo en España puede llegarse al pináculo del poder sin conocer de cerca las causas de nuestras discordias (que yo sepa, ningún gobernante español de entonces visitó Cuba ni América del Norte) ni poseer la prudencia y previsión necesarias para salvaguardar los primordiales intereses del país. Harto más hábiles fueron, en conflictos semejantes, otras naciones. Recuérdese a Portugal y Holanda conservando sus colonias, no obstante las codicias de naciones poderosas. ¡Cuánto desconsuela reconocer que la rectificación a tiempo de nuestras normas políticas en orden al régimen de las posesiones de Asia y América, hubiera mantenido sin mermas el glorioso patrimonio de nuestros mayores!...

Al rectificar nuestra conducta, nada teníamos que inventar.

Bastaba con imitar a Inglaterra, la maestra insuperable en las artes de la política, siempre atenta a las enseñanzas de la realidad.

De la guerra separatista de los Estados Unidos sacó el gran principio de la autonomía, gracias a cuya leal y generosa aplicación cesó el movimiento emancipador de sus colonias, que, diversificadas en lo polítitico, vemos hoy de cada vez más compenetradas en espíritu y sentimiento con la metrópoli. Mientras tanto, nuestra evolución política en punto al gobierno colonial, consistió en pasar del régimen tutorial al régimen asimilista. Y cuando, apremiados por las circunstancias, pensamos en dictar reformas para Cuba, sólo se nos ocurrió planear incoloro simulacro de autonomía administrativa y política, es decir, una de esas medias medidas, exentas de generosidad y magnanimidad, por igual odiosa a criollos y peninsulares, y que los temperamentos resueltos, en su odio a la metrópoli, rechazan siempre como burlas intolerables. Sabido es que los cubanos, al conocer la insignificancia de la reforma proyectada, iniciaron la rebelión. Si al menos, al terminar la primera guerra de Cuba —que, como todas las contiendas civiles, acabó en pacto— hubiéramos cumplido lealmente solemnes compromisos; si en vez de llevar a las Cortes fórmulas hábiles hubieran nuestros Gobiernos convertido en ley, como ofreció Martínez Campos, las condiciones de la paz del Zanjón, habríamos quizás evitado la segunda guerra separatista, y con ella el desastroso choque con los Estados Unidos! Caímos porque no supimos ser generosos ni justos.

Esa Cuba que nos aborrecía y cuya independencia, deseada por América entera, era inevitable... Caímos porque no supimos ser generosos ni justos.


Pero con estas dolorosas digresiones pierdo de vista el asunto y falto además a formales promesas. Volvamos, pues, a San Isidro.

Mi labor médica en San Isidro era abrumadora, pues pasaban de 300 los enfermos.

Por suerte, la patología resultaba poco variada y difícil: viruela (que hacía estragos en los negros), úlceras crónicas, disentería y paludismo.

Pero si el servicio profesional, aunque pesado, no ocasionaba grandes quebraderos de cabeza, en cambio los daba y grandes el saneamiento administrativo del hospital. En San Isidro buena parte de los empleados estafaban al Estado, desde el jefe de la guarnición hasta los practicantes y cocineros. Conforme era de presumir, el Quijote que yo llevaba en el cuerpo se me alborotó al tener noticia de tan innobles abusos, y me lancé resuelto a la pelea, precisamente cuando mi salud volvió a quebrantarse seriamente.

He aquí la técnica empleada por los defraudadores para vivir parásitamente a expensas de la administración:

En dos o tres ocasiones habíanseme quejado los enfermos sujetos a ración de gallina de la insipidez y aspecto estropajoso de las raciones servidas. Extrañado de la queja, me propuse averiguar a todo trance por qué las aves de corral habían perdido de pronto su exquisito sabor. El azar llevome cierto día a pasear por los alrededores del poblado, donde sorprendí un bien repuesto gallinero, perteneciente al cocinero del hospital. Este encuentro fue para mí un rayo de luz. Y enlazando los hechos y olfateando las pistas, vine a resolver al fin el problema, amén de averiguar otros muchos abusos cometidos, con la complicidad del cocinero y practicantes, a beneficio del jefe y oficiales de la guarnición.

El escamoteo de las gallinas verificábase de dos maneras: 1.ª De acuerdo con el cocinero, recibían los enfermos como buenas raciones de gallina trozos de ésta de que se había extraído previamente el caldo, y despojados, por tanto, de substancia. 2.ª Los practicantes cargaban en la libreta de prescripciones y régimen, firmada diariamente por mí, cierto número suplementario de raciones. Merced a tan burda invención, practicantes y oficiales comían pollo a todo pasto y aun quedaba algo para poblar el corral del cocinero, un negrazo tan bellaco como insolente. La confrontación, hecha de memoria para no inspirar recelos, de las libretas del régimen, antes y después de ser enviadas a San Miguel por el practicante, corroboró la realidad del abuso y me reveló además que, apelando al socorrido procedimiento de las adiciones, casi toda la carne, huevos, jerez y cerveza consumidos por los oficiales y practicantes salía del presupuesto del hospital.

Al encararme, indignado, con el cocinero y practicantes, autores materiales de la defraudación, se desarrolló la escena consiguiente, que ellos afrontaron con sorprendente cinismo, como quien tiene bien guardadas las espaldas. Ante mis interrogaciones apremiantes, declararon que el chanchullo, si así podía llamarse tan venial irregularidad, constituía régimen consuetudinario de la enfermería; que, gracias a su prudente tolerancia, consiguió mi antecesor vivir en paz con los oficiales, amén de economizar casi enteramente su sueldo; y, en fin, que yo debía dejarme de chismes y tonterías y allanarme a las clásicas prácticas administrativas. ¡Y esto sucedía cuando yo, atacado nuevamente de paludismo, para no acudir a la cocina del hospital, gastaba parsimoniosamente mis últimos centavos y entablaba tratos con cierto almacenista de San Miguel para pignorar una paga atrasada!

Todavía si la mencionada distracción hubiera obedecido a la necesidad, habría acallado mis escrúpulos; mas constábame, al contrario, que jefes y oficiales cobraban puntualmente sus haberes. En cuanto al cocinero y practicantes, hacían con lo defraudado tráfico vituperable.

De este modo resultó inevitable el choque con el comandante. En conferencia reservada censuré su proceder incorrecto; le expresé que era para mí caso de conciencia evitar tales irregularidades, ya que pesaba sobre mí la responsabilidad administrativa del hospital; añadí, en fin, que estaba dispuesto a corregir radicalmente los abusos.

Mi interlocutor se enojó mucho, reprochándome y hasta burlándose de lo que él llamaba chinchorrerías; pero no echó las cosas a barato. Acaso me creyera incapaz de poner orden en la administración del hospital. Sin embargo, cuando días después se encontraron jefes y oficiales sin víveres de guagua y advirtieron que las libretas de pedidos para la enfermería se comprobaban a diario, reaccionaron vivamente. Comenzó entonces contra mí una guerra de alfilerazos y de pequeñas insidias; se me condenó al aislamiento; se hizo lo posible, en suma, para agotar las fuerzas morales de un enfermo... Excusado es decir que cocinero y practicantes veían, no sin alegría, cómo la enfermedad minaba rápidamente mi organismo. Otra persona más cavilosa que yo habría temido un envenenamiento. Afortunadamente, conservaba incurable optimismo.

Entre las impertinencias con que el comandante trató de molestarme, hubo una que estuvo a punto de provocar grave cuestión personal. En las noches de alarma (no raras en San Isidro), el comandante pretendía encerrar dos caballos suyos en el hospital, al lado de los enfermos, a fin de protegerlos contra los merodeadores; en justificación del capricho alegaba que no cabían en el fortín de su residencia y que la enfermería era el sitio más seguro para guardarlos. Yo me opuse en varias ocasiones a tan antihigiénica pretensión, varias veces renovada, y el jefe, aunque refunfuñando, acababa por desistir. Perdida ahora la cordialidad, pensó, sin duda, que no debía respetar mis escrúpulos. Y cierta noche, en que yo me hallaba acostado con fiebre alta, oí que traían los caballos a la sala, percibiéndose olor de cuadra insoportable. Vestime de prisa y salí casi tambaleándome al encuentro de los palafreneros, a quienes rechacé a empellones, obligándoles a retirar el ganado. Noticioso entretanto el jefe de lo ocurrido, vino furioso hacia mí, exclamando con voz alterada por la cólera:

—¿Quién es usted para desobedecerme? ¡Aquí represento la suprema autoridad y usted tiene el deber de acatar ciegamente mis órdenes!...

—Dispense usted—repliqué—; dentro de este recinto no hay más autoridad que la mía. Pesa sobre mí la responsabilidad del tratamiento y cuidado de los enfermos, y, en conciencia, no puedo consentir que por capricho de usted se convierta la sala en cuadra inmunda...

Ciego por la ira, y sin reparar en que estaba delante de un enfermo, se abalanzó en ademán de agredirme. Yo me puse a la defensiva, dispuesto a devolver golpe por golpe. La fiebre abrasaba mi cabeza, y hubo un momento en que todo lo vi rojo. Afortunadamente, los oficiales, harto más discretos que el comandante, comprendieron lo absurdo de la situación y nos separaron y apaciguaron.

Conforme era de esperar, el jefe me instruyó sumaria por insubordinación y amenazas a la autoridad. Comenzaron, pues, las actuaciones. Los folios crecían como espuma. Mi superior jerárquico propaló la especie de que no había de parar hasta mandarme a presidio. Para hacer buenas sus amenazas, confiaba mucho en cierto tío suyo, el brigadier X, habitante a la sazón en Santiago y personaje muy influyente en la Capitanía general.

Mas al fin ocurrió lo que era de esperar. En cuanto, por mis declaraciones y denuncias, conocieron las autoridades de Puerto Príncipe las escandalosas filtraciones y los abusos de autoridad consentidos o cometidos por el jefe militar de San Isidro, todos, incluso el famoso general de quien tanto fiaba su sobrino, apresuráronse a echar tierra al asunto. De mi proceso, pues, nadie volvió a acordarse. Y un oportuno relevo del comandante, fundado en motivos de salud —allí todos estábamos más o menos enfermos—, restableció definitivamente la paz en San Isidro.

De todos modos, yo salí con mi empeño de purificar, en lo posible, la administración del hospital. En lo sucesivo, irregularidades, malversaciones y chanchullos, si los hubo, redujéronse a un mínimo tolerable.

¡Cuán desconsolador para un corazón de patriota es, después de cuarenta y nueve años, reconocer que todavía buena parte de nuestros militares, empleados y hasta próceres políticos siguen entregados al saqueo del Estado! Y es que para muchos españoles el Estado es pura entelequia, vacuo ente de razón. Estafarle equivale a no estafar a nadie. ¡Singular paradoja, creer que no se roba a nadie cuando se roba a todos!... Perdido el sentimiento religioso, que antaño contuvo algo inveteradas codicias, no hemos sabido substituirlo con el patriotismo, la religión fuerte y moralizadora de las naciones poderosas.

Santiago Ramón y Cajal visto por Joaquín Sorolla en 1906, año en que recibió el Premio Nobel de Medicina por su trabajo sobre la estructura del sistema nervioso.


Leído por María Antonia Borroto
11
También en El Camagüey:

El boletín de El Camagüey

Recibe nuestros artículos directamente en tu correo.
Subscribirse
¿No tienes cuenta? Créate una o inicia sesión.