En abril de 1875, el teniente coronel Manuel Sanguily, designado por el Gobierno de la República para conducir desde el Camagüey a las Villas el refuerzo que enviaba el ejército de Oriente en apoyo de las fuerzas invasoras, que seguían en su marcha triunfadora el curso del sol, según decía su jefe el Mayor General Máximo Gómez; —vagaba por los llanos del Centro regando escuchas y exploradores que le avisasen de la llegada del contingente que debía venir por el derrotero de las Tunas. Como pasaban los días y con ellos menguaba la paciencia para andar de ceca en meca, picando en enigma la tardanza, decidió Sanguily marchar a la residencia del Ejecutivo para ver qué se resolvía en semejante caso. El Presidente de la República, que lo era a la sazón Salvador Cisneros, ordenó a Sanguily fuese a esperarle en la Subprefectura de La Crimea, a donde llegaría el día 20 de aquel mes con los miembros del gabinete.
Acompañaban a Sanguily en aquellas peregrinaciones dos asistentes blancos, Varea y Tata, el primero jinete en una mula, Mandinga, y el otro en uno de los corceles del jefe que regía un caballo color de leche, lunanco, zurdo, perezoso en demasía, y que jamás había olido la pólvora del combate.
El potrero La Crimea, en el que estaba la Subprefectura de su nombre, hállase al sudeste de la ciudad de Puerto Príncipe, entre el camino real de Cuba y el que se dirige a Santa Cruz del Sur. Atravesando este camino, en línea diagonal hacia el potrero, se recorren La Matilde, San Ramón de Pacheco, y El Cascarón, vastísimas dehesas, pasando por la última un sendero, medio oculto por la pelambrera de hirsutas hierbas que corre en línea recta a morir en el camino de Cuba. A la izquierda del sendero se halla el potrero La Crimea, a la derecha, desde el punto en que acaba la sabana de El Cascarón, se prolonga un bosque secular y profuso, que orillado por el sendero se dilata frente a La Crimea hasta el borde del camino de Cuba que lo cierra en ángulo. Del otro lado del camino, en ángulo opuesto a La Crimea, se extiende el potrero Los Alacranes, donde había establecido su campamento el brigadier Henry M. Revee en compañía de sus ayudantes. En medio del sendero y a la linde del bosque, estaban los ranchos de la Subprefectura, entre estos y el camino de Cuba corre un arroyo que corta la vía dos veces, formando dos profundas barrancas, más lejos forma abierta valla una hilera de pomposos mangos que van a confundirse con los plumeros árboles del bosque, algunos sumergidos hasta el nacimiento del ramaje en la crecida hierba.
El 17 de Abril llegó Sanguily a La Crimea, anunció al subprefecto García el objeto que allí le llevaba con la próxima llegada del Presidente de la República, ordenó a sus asistentes construyesen los ranchos junto a los de la Subprefectura y siguió por el sendero para ofrecer sus respetos al brigadier jefe de las fuerzas del Camagüey, en sustitución del general Gómez. Cuando hubo recorrido buen trecho de Los Alacranes, halló al brigadier, acompañado del alférez Viamonte, que volvían del baño para sus tiendas, plantadas en medio del yermo, sin custodios ni avanzadas.
La invasión de las Villas, inaugurada con memoratísimos (sic) hechos de armas, produjo en algunos jefes una vuelta al reposo, un enervamiento pasajero de que era indicio el abandono de las prácticas primordiales del arte de la guerra que Sanguily, que venía del territorio invadido, observó en el campamento de Reeve. Creía éste que las energías españolas, viendo amenazada la próvida comarca, la California cubana, por el plomo y la tea de los rebeldes, se concentrarían en aquella región de oro, tanto para disputarla palmo a palmo, porque allí nacía el caudal que derramaba en su erario, como porque era la vía para hacer ondear la bandera tricolor en los lejanos campos de occidente. Refutó Sanguily los argumentos del brigadier logrando moverlo, con su verbo pictórico, convincente y de gran fuerza lógica, a que trasladase su campo al pie de los pomposos mangos que crecían en la margen opuesta del camino, sitio ventajoso para la defensa y la retirada en caso de sorpresa. Verificóse el desranche al día siguiente, trasladándose al nuevo campamento el brigadier con sus ayudantes Oliverio Varona, José Viamonte, Francisco La Rua, Tomás Rodríguez y el doctor Antonio Luaces. Sanguily, con sus asistentes, siguió pernoctando en los ranchos que hizo construir en la Subprefectura. El subprefecto García y las mujeres que en La Crimea tenían precario hogar, celebraron la mudanza con frugal banquete, con platos de la tierra condimentados con primor, jugosas frutas del arbolado, reemplazando al zumo de la uva miel de abejas mezclada con agua del arroyo, y alumbrando los manteles del festín, que eran limpias hojas de plátano, groseros velones de cera allí fabricados. Acabó la conmemoración con un juego de adivinanzas en que al lerdo se le aplicaba la pena del tizne, y como todos incurrieran de propósito en ella, todos, desde el brigadier hasta el subprefecto, salieron tiznados como pinches de cocina. Avanzaba la noche y el doctor Luaces disolvió la concurrencia diciendo:
—Vámonos a lavar, no sea que el enemigo nos sorprenda y nos eche el guante en estas estampas.
A las seis de la mañana del día 19, Sanguily, después de advertir a Varea y Tata lo que debían hacer en caso de sorpresa, puesta siempre la mira en la salvación de sus papeles, entonces archivo incipiente de curioso, presumiendo que el enemigo podía dar un golpe de mano, presunción robustecida en su ánimo por las nuevas de haberse oído disparos y visto una columna enemiga por el rumbo de Vista Hermosa, salió a caballo de la Subprefectura para el campamento del brigadier. Vestía de blanco, calzaba botas altas, llevaba al cinto cuchillo y revólver; de la bandolera, al extremo de una correa y sobre la pierna derecha, pendía el rifle, al que introdujo una cápsula antes de partir; del mismo lado de la cartera de húsar, repleta de balas, el porta-pliegos (sic) del que colgaba el machete. Iba cubierto con sombrero de jipijapa con barboquejo de hule y caballero en el palafrén color de leche, ensillado con montura del modelo Mac Clellan. Llegado a los ranchos halló al brigadier en mangas de camisa, sentado en su hamaca, atada en dos postes al descubierto, y frente a él, en idéntico columpio, escribiendo sobre sus rodillas, a La Rua, y entre ambos, esparcidos por el suelo, los legajos del archivo de la división. Viamonte componía un freno, a poco apareció el doctor Luaces que acababa de dejar el lecho. Y sucesivamente Varona y Rodríguez. Sobre el camino de Cuba, mirando hacia Los Alacranes, había un centinela negro. Una pareja había ido a explorar por el opuesto rumbo y los demás soldados útiles para la defensa andaban lejos de allí en otros menesteres. Momentos antes de llegar Sanguily había salido camino de Los Alacranes, un labrador de apellido Carmenate, el cual había ido a advertir a Reeve que en la noche anterior el enemigo había asaltado un rancho de un deudo suyo, dando muerte a dos hombres que en él habitaban. Se comentó un rato el suceso, y después se pospuso a otros diálogos. Observó el recién llegado que todos los caballos estaban ensillados, pero que ninguno tenía freno, y que el más distante era el del doctor Antonio Luaces.
Henry Reeve, conocido como Enrique el americano y como El Inglesito.
Era el brigadier Henry M. Reeve de elevada estatura, nervudo y musculoso, dejando ver los ángulos de la osamenta, de rostro aguileño, el cabello de un rubio de oro y la color (sic) del cutis, salpicado de pecas, semejante a la malva rosa. Los ojos garzos, lampiño, ruboroso como una colegiala, inválido de una pierna a consecuencia de la herida de bala que recibió en el ataque de Santa Cruz al tomar un cañón; y bajo su carátula de hombre grave, humorista donairoso y zumbático. Sajón de pura raza, desarrollado en el medio social revolucionario al calor del ejemplo y las enseñanzas del austero Ignacio Agramonte, su maestro venerado en vida, su ídolo deificado por el amor del hombre y la devoción del soldado después que sucumbió en Jimaguayú, —llegó a formar con el modelo vivo y el doctor Luaces un triunvirato de caracteres que por su elación presidía el que en el hecho y por antonomasia fue siempre el Mayor en el corazón de sus conciudadanos y en la historia de la Revolución. Reeve, de extraordinaria plasticidad de espíritu, se adaptó pronto y fácilmente a los usos y prácticas de la guerra, dominó el idioma con gran rapidez, sin maestros, estudiándolo con la tenacidad típica en su raza en un ejemplar incompleto de Don Quijote de la Mancha, de que se apoderó en un asalto, usando con desembarazo y correcta dicción hasta los cubanismos más selváticos. No fue Cuba la liza en que vino a disputar en aventuras épicas la palma de la gloria; fue su patria adoptiva; su dama ideal; por ella murió en el territorio de Colón como él lo había previsto al solicitar un mando en la extrema vanguardia del ejército de las Villas, cuando dijo: “Quiero que las auras de occidente coman de mi cuerpo”.
Antonio Luaces era de buenas carnes, de mediana estatura, el cabello, muy fino y rizoso, rubio con tonos castaños, artístico marco de su frente convexa, ancha y luminosa; el bigote espeso, blondo bermejo, la nariz con ligera curvatura de pico de águila, los ojos de un gris azuloso, el rostro de esa blancura satinada de contornos de niño o seno de virgen, ovalado, de líneas tan puras y colores tan armoniosos y suaves, que un fotógrafo de París, a sus espaldas, copió el negativo en un retrato al óleo que expuso como modelo en sus escaparates, lo que fue causa de un litigio porque la modestia y seriedad de Luaces se sintieron lastimadas en aquella exhibición de su severa y varonil belleza. Unía en su aspecto la corrección irreprochable del aristócrata inglés y el refinamiento de maneras del clubman parisién. Médico experto y profundo, de elevada cultura, tan elevada como su nivel moral, lacónico en el decir, un juez irrecusable por su autoridad y lo parco que era en tributar elogios; el Mayor General Ignacio Agramonte, escribió en su hoja de servicios: “Valor a toda prueba”.
Francisco La Rua, magro y enflaquecido por las fiebres, rubio y laborioso como un germano, con ojos de un azul cristalino, moralizante empedernido y predicador sempiterno como todos los melancólicos, predicación que acreditaba con su ejemplar abnegación y con su gran generosidad, optimista impenitente y cuasi fanático, completó su educación en el trato con los hombres superiores de la Revolución, y estimulado por ellos compuso una obra de propaganda La Constitución y la Ordenanza, utilísima para el soldado, colaborando con aplauso en los periódicos oficiales del gobierno de la República en el que años después, durante la Presidencia de Tomás Estrada Palma, desempeñó la cartera de la Guerra.
José Viamonte era un adolescente, a lo sumo contaría diez y seis años, de grandes ojos negros, de color moreno mate, de complexión nervuda, pecho amplio, cabello castaño, dulce y risueño como la imagen de su edad de rosas. A poco de haber muerto su padre, que pereció en acción de guerra, su familia cayó en poder del enemigo, y él se encaminó al campamento de la fuerza de caballería que mandaba Andrés Díaz, diciendo a éste: —“Aquí tiene usted un soldado más”. Díaz lo aceptó como ordenanza, luego ascendió, y Reeve, que llegó a amarlo entrañablemente, lo hizo ayudante suyo, llevándolo consigo a las Villas occidentales, donde murió heroicamente en un choque de caballería, escribiendo su jefe esta oración fúnebre, que envolvía amargo presagio: “¡Pepe Viamonte! ¡Pobre niño! Era un héroe y ahora se ha ido de explorador a ramajearnos el camino…” No se emprendía retirada en que Viamonte no se batiese en la extrema retaguardia, de cara al enemigo, con pasmosa serenidad. Cuando le interrogaban acerca de esta peligrosa predilección, respondía con llaneza: —“No crean que lo hago de valiente; es por miedo, porque me aterra que me hieran por la espalda; quiero morir herido en la frente o en el pecho”.
Serían las ocho de la mañana cuando observó Sanguily que el centinela empinándose de continuo sobre los estribos, amaitinaba inquieto y receloso hacia el centro de Los Alacranes. Hizo notar el hecho a los demás, y entonces vieron todos que el guardia venía hacia ellos a rienda suelta, volviendo la cabeza con inequívocas muestras de azoramiento. Cuando estuvo cerca, cenizo de terror, tartamudeó:
—¡Brigadié, po ahí viene mucha gente!
Reeve, saltando de la hamaca, echó mano a su chaqueta a la par que gritaba:
—¡Mi caballo!
Luaces, muy tranquilo, dijo:
—Será el Presidente que ha anticipado el viaje.
Y echó a andar, sin armas ni sombrero, para el sitio en que pastaba su bruto. Sanguily ase las riendas de su lunanco, y al poner el pie en el estribo siente las ráfagas y el estampido de una descarga. Salta a la silla sin ganar el otro estribo, vuelve el rostro y ve sobre el camino la extrema vanguardia de una fuerza española que arremetía con el impetuoso y marcial desorden con que cargaban los magníficos jinetes del regimiento Agramonte, flor y nata de la aguerrida caballería camagüeyana. Eran Los Doce Apóstoles, organizados por el brigadier Ampudia, y mandados, según reza el parte oficial, por el presentado Laborde, toricida andaluz. Los que llevaban tan nobilísimo mote por sacrílego sarcasmo, eran doce desertores del ejército libertador, aventureros de pelo en pecho, espuma de la bohemia de las rebeliones, encarnizados matadores más bien que guerreros en el sentido clásico de la palabra.
Reeve, ya a horcajadas, ajustándose las bridas en sus dedos de hierro, pálido como flor de espino:
—Teniente coronel, ¡haga usted fuego! le ordenó con voz clara y firme.
Esta orden hizo comprender a Sanguily la pavorosa gravedad de la situación: el brigadier estaba sin escolta, no había más defensores que los ayudantes que en aquellos instantes enfrenaban con premura sus caballerías. Sosegado porque Reeve, hombre perdido a pie, estaba montado y en condiciones de escapar a uña de caballo, le dijo:
—¡Huya usted, brigadier, sálvese!
Reeve retrocedió algunos pasos y se detuvo a espaldas de Sanguily, que colocado entre dos ranchos apuntó al primer soldado y disparó. Quemó cinco cartuchos con tan buen éxito que el enemigo se contuvo y desvió un instante. Reeve se alejaba. Al introducir Sanguily la sexta cápsula, echó de ver que el rifle no funcionaba, la tiró, probó a introducir otra y su deseo fue burlado. Solo, impotente para la defensa, a pocos metros del enemigo, dejó caer el arma, que siguió colgando, hizo volver grupas al remiso bruto que fieramente hostigado partió a toda brida; de un brinco salvó la primera barranca del arroyo, espoleado, en un salto atrevido, traspuso la otra barranca, más difícil y escabrosa. Tan brusca y violenta fue esta zancajada, que el rifle, de un bote, chocó con el brazo derecho del jinete anulándolo para toda maniobra. Hincando recio los ijares del lunanco llegó a los desiertos ranchos de la Subprefectura, vaciló un instante, siguió por el sendero, y al llegar a lo llano del potrero vio desaparecer a lo lejos, por el arbolado de El Cascarón, la chaqueta escarlata de Viamonte que iba cubriendo la retirada del brigadier y sus otros ayudantes, perseguidos por los desbocados corceles de Los Doce Apóstoles; y a su derecha, en medio una falanje (sic) de jinetes, al doctor Antonio Luaces que desencajado, lívido, revuelto por el viento y la carrera el rizoso cabello, inclinado hacia adelante como si ya pesase sobre él la mole del infortunio inevitable, huía sobre su despavorido caballo. Vio aquel cuadro palpitante y fugaz —el rostro del inerme Luaces, hermoso en su varonil resignación a la segura derrota; las caras encendidas, descompuestas, contraídas por la gula de la presa, de la vociferante soldadesca; —al rápido correr de su caballo, sintiendo a sus espaldas la chillería del pelotón que galopaba sobre sus huellas. Torció rumbo a la izquierda del sendero, atravesando las marañas de la sabana que moría en la prolongación del bosque, muralla vegetal de El Cascarón. Cuando, moderado el impulso del caballo, se preparaba a saltar en tierra y ganar la espesura levantándose en los aires por el único apoyo de la mano izquierda sobre la montura, el pecho del alazán del persecutor más avanzado empuja violento las ancas del lunanco, y Sanguily cae de espaldas al suelo, entre los callos de las dos bestias. El guerrillero amartilla el rifle, se lo fulmina a la frente y dispara. La bala le chamusca cejas y pestañas, le roza el cráneo, penetra en el sombrero en la unión del ala y la base de la copa y sale por el perfil opuesto de la misma. Un movimiento del caballo desvió la puntería. Revuélvese el caído con agilidad felina, arrolla y aplasta erecto florón de esparto, se arrastra, salta, se mete en el espeso bosque y se agazapa entre unas malezas. Cinco guerrilleros descabalgan, registran los primeros árboles; presto desisten de la persecución y vuelven a incorporarse a sus filas. El fugitivo se reúne a los dispersos de la Subprefectura, regresando con ellos horas después a La Crimea.
Mientras Reeve, amparado por los disparos de Sanguily, se retiraba por el sendero, fueron reuniéndosele La Rua, Oliverio Varona, Rodríguez, el asistente Varea, caballero en la mula Mandinga, y Viamonte, que iba a la zaga conteniendo su caballo para disparar en firme sobre Los Doce Apóstoles que cargaban denodados e iracundos. Por un momento se rezaga Oliverio Varona, uno de los apóstoles casi se apareja con él al punto que no puede agredirle sino descargándole un golpe con la culata del rifle en la cabeza. Varona cae derribado del caballo, los otros apóstoles pasan veloces por encima de él sin magullarlo ni tundirlo, se levanta y huye por el arbolado turulato por el aturdimiento y la sorpresa. Varea, que le precedía en la fila, por mirar hacia atrás de continuo, escarmentado por lo sucedido a Varona, no paró los ojos en una rama de árbol, muy baja y escueta, como brazo en tensión, que obstruía un lado de la senda, y de súbito se siente cogido por la panza y levantado en los aires por invisible y robusta mano. El asistente, echado sobre la rama, mueve a compás brazos y piernas como si nadara en el vacío; el topetazo y el pánico le arrancan gritos de angustia; Mandinga, emancipada de amo y peso, apresura el paso y se incorpora a los fugitivos, y los apóstoles, afanados en echar el guante a Reeve, pasan por junto a él disparados y atronadores. Varea se arroja al suelo y corre a unirse con Varona. Los apóstoles prosiguen la persecución como rabiosa jauría, el rifle de Viamonte los pone a raya, vuelven azuzados y briosos, el plomo del adolescente los desparrama y contiene, y así se prolonga aquella escena, brega hípica, duelo entre la saña de doce y el valor sereno de un muchacho, ganando y perdiendo terreno recíprocamente, hasta que los apóstoles, jadeantes, al llegar al término de San Ramón de Pacheco, refrenan sus brutos y regresan a sus filas. Reeve, La Rua y Viamonte, continúan hasta La Matilde, en donde estaba acampado un escuadrón al mando del comandante Domingo Ramos.
Horas después de lo relatado, llegaba Ramos a La Crimea al frente del escuadrón, pero ya era tarde para todo empeño: no era posible rescatar a Luaces, cuya tristísima pérdida lamentó Reeve en el mismo parte en que elogiaba la valentía de los defensores que sucesivamente le sirvieron de escudo: Sanguily y Viamonte.
Cuando el doctor Antonio Luaces montaba a caballo, empezaba a rodearlo el flanco enemigo. Pudo huir, pero sin esperanzas, pues a poco de haberlo visto Sanguily en la angustiosa situación que hemos narrado, su caballo cayó muerto de un tiro. Consumado su sino, recobró la varonil serenidad y se resignó inmutable a afrontar la muerte que escogiesen sus aprehensores. Carmenate, que había sido hecho prisionero cuando el enemigo avanzaba por el yermo de Los Alacranes, fue conducido en compañía del ilustre prisionero a la ciudad de Puerto Príncipe, entrando en ella el día 20 a la una de la tarde. Llevados a la presencia del brigadier Ampudia, éste interrogó a Carmenate, y como el campesino empezara a balbucear la denuncia apetecida, Luaces le interrumpió diciendo:
—¡Tenga usted decoro!
Entonces Carmenate repuso:
—Yo digo lo que diga el doctor.
Según unos, porque Ampudia repitiese al doctor las mismas preguntas que a Carmenate, según otros, porque le ofreció el perdón si prestaba servicios como cirujano en el ejército español, ello es que Luaces respondió:
Antonio Luaces
—Si yo hubiera tenido lugar de ceñir mis armas, me hubiera ahorrado la vergüenza de escuchar tales preguntas. El suicidio me hubiera evitado el ultraje que usted acaba de inferirme.
La mayoría de los oficiales españoles, y señaladamente el doctor Naranjo, herido y prisionero en La Sacra, el vecindario, el clero, todos se unieron para demandar la vida del caballeresco cautivo. Aquel clamor de tantos corazones agradecidos, de tantas almas nobles o ennoblecidas por un arranque de filantropía, fue a estrellarse como la ola rumorosa en el escollo, en el alma de piedra del brigadier Ampudia, que confió la suerte de Luaces a la decisión de un consejo de guerra, el cual, tras prolongado debate, decretó inexorable la muerte. Al siguiente día, en el claro obscuro de la alborada, sigilosamente, fue Luaces conducido de la prisión al sitio fatal y ejecutado por los instrumentos del implacable encono de Ampudia. Erecto y sereno, Antonio Luaces, al entrar en el siniestro cuadro, exclamó con la inquebrantable fe de iluminado que jamás le abandonó, estrofa de girondino del coro inmortal de nuestros mártires:
—¡Cuan digno es morir por una causa justa y santa!
Si la augusta matrona que simboliza el ideal en cuyas aras fue inmolado Luaces, pálida y sollozante Niobe, pone en su huesa la diadema de laurel con flores de oro del paladín inviolado; y los guerreros dolientes de los dos bandos, en testimonio de gratitud al apóstol benéfico que armado con su ciencia los disputó a las garras de la muerte, llevan a su sepulcro la corona de siemprevivas salpicada con la caliente sangre de sus heridas; las madres españolas podrían erigir un altar de azucenas, consagrado con sus lágrimas, sobre los restos del que en los tribunales de la espada, desmelenado y sudoroso por el trajín de la pelea, era el primero en demandar, con su palabra de fuego, la vida y el perdón de los vencidos.
Nota de El Camagüey: Se ha modernizado la ortografía.. Tomado de Episodios de la revolución cubana. Segunda edición, corregida y aumentada. Prólogo de Manuel Márquez Sterling y notas biográficas de Domingo Figarola-Caneda. Miranda, López Seña y Ca., editores, La Habana, 1911, pp.83-94.