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La madre de mi madre, mi abuela Dolores, a quienes todos llamaban Lola, llenó mis primeros años con el júbilo de la naturaleza y con historias fascinantes. Las acciones de los dioses y diosas griegos, las hazañas heroicas de los patriotas cubanos, me eran tan familiares como la vida diaria de las dos escuelas de las que era directora: una escuela primaria pública durante el día y una escuela nocturna para mujeres trabajadoras, que ella misma había creado.

No es por lo tanto extraño que en la familia haya tantos cuentos sobre esta mujer que era a la vez una intelectual y una mujer práctica, que se cortó el pelo y las faldas antes que nadie en nuestro pueblo, que creó una revista literaria, fundó escuelas, despertó una gran pasión en el poeta que se casó con ella, mi abuelo Medardo, y crio cinco hijos, así como varios sobrinos y sobrinas, mientras dirigía sus escuelas y una finca.

Uno de mis relatos favoritos sobre ella, me lo contaron mi madre y mis tías Mireya y Virginia, puesto que las tres estaban presentes cuando sucedió. A diferencia de muchas otras historias de la familia, que cambian y se embellecen, según quien las cuenta, esta historia la he oído siempre igual. Quizá, porque la historia misma tiene demasiada fuerza para que se la embellezca, o porque los hechos se grabaron muy vívidamente en quienes los presenciaron.

Dolores Salvador

A abuelita Lola le encantaba enseñar al aire libre. El menor pretexto le servía para sacar a la clase bajo los árboles. Esta historia tuvo lugar durante una de esas clases al aire libre, en la época en que ella y su marido, mi abuelo Medardo, dirigían una escuela con internado en la Quinta Simoni, la finca que ella había heredado de su padre y donde luego yo nacería.

Rodeada de sus alumnos, que incluían a tres de sus propias hijas, mi abuela enseñaba una lección de gramática. De repente se interrumpió.

―¿Por qué ―les preguntó a sus alumnos― no hablamos de las cosas que son verdaderamente importantes? De la responsabilidad que tenemos para quienes nos rodean. ¿Acaso sabemos sus sentimientos, sus necesidades? Y es tanto lo que podríamos hacer unos por otros...

Los alumnos escuchaban en silencio, fascinados. Sabían que su maestra a veces se apartaba del tema de la lección para compartir con ellos sus propias reflexiones. Y también sabían que ésas eran sus más importantes lecciones. A veces podía ser graciosa y humorística. Otras, les tocaba el corazón. Y por eso escuchaban.

—Miren —continuó mi abuela, apuntando al camino que bordeaba la finca. Los alumnos vieron a un anciano que caminaba solitario. —Miren a ese anciano. Va a pasar frente a nosotros. En unos minutos se habrá ido para siempre, y nunca sabremos quién es, adónde va, qué puede importarle en la vida.

Los alumnos observaron al hombre, que se había ido acercando. Era muy delgado, y la tosca guayabera colgaba de su figura encorvada. Su rostro, sombreado por un sombrero de guano, estaba arrugado y quemado por el sol.

—Bueno —continuó mi abuela—, ¿dejamos que se vaya, para siempre desconocido, o quieren acercársele y preguntarle si hay algo que podemos hacer por él?

Los alumnos se miraron unos a otros. Por fin, una chica dijo:

—¿Quiere que le pregunte?

Y, como mi abuela hizo una señal de aprobación, la chica se levantó y se dirigió hacia el camino. Varias de los alumnos la siguieron, entre ellas mi madre y mis tías.

Al verlos acercarse, el hombre se detuvo.

—Quisiéramos saber quién es y adónde va —preguntó la alumna—. ¿Hay algo en que podamos ayudarlo? —añadió mi tía Mireya.

El hombre estaba completamente sorprendido.

—Pero, ¿quiénes son ustedes? —fue lo único que pudo contestar.

Las alumnas entonces le explicaron de dónde provenían sus preguntas. El anciano las miró. Luego les contó que no tenía a nadie, que había viajado una larga distancia esperando encontrar a unos parientes lejanos, pero que no había logrado encontrarlos.

—No soy sino un pobre viejo —concluyó—, buscando un lugar para echarme a morir. De hecho, me dirigía a esa ceiba.

Y señaló un gran árbol que crecía junto al camino, no muy lejos de allí.

—Voy a acostarme a su sombra, para esperar a la muerte.

—Por favor, no se vaya —fue todo lo que las alumnas pudieron decir. Y corrieron a contarle a la maestra lo que el hombre les había dicho, que estaba planeando acostarse bajo un árbol a esperar la muerte.

—¿Qué creen que debemos hacer? —les preguntó entonces mi abuela.

Los alumnos lanzaron distintas ideas. El anciano podía ir al asilo de ancianos. Quizá debían llevarlo al hospital. O quizá la policía sabría qué hacer...

—¿Eso es lo que querrían que sucediera si se tratara de ustedes mismos? —preguntó mi abuela.

Los alumnos llevaron al hombre a nuestra casa. Mi abuela le dio un cuarto. Los chicos le hicieron la cama, le prepararon algo de comer. Un médico determinó que todo lo que le pasaba era que estaba malnutrido y agotado. Le llevó varios días recuperarse, pero pronto estaba de nuevo en pie. Vivió con mi familia por muchos años, hasta que una mañana amaneció apaciblemente muerto en la cama. Durante todos esos años, ayudaba en el jardín, alimentaba las gallinas o se pasaba largos ratos silbando suavemente en el portal del patio de atrás. Pero no había nada que le gustara más que sentarse al fondo del aula, o bajo los árboles, y escuchar a mi abuela enseñar.

Una ceiba en San Antonio de los Baños 
Henri Cleenewerkc


Tomado de Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp.12-17.

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