Fue el día excelso de Guáimaro el día de la transfiguración gloriosa de la idea revolucionaria. Escasamente habían transcurrido seis meses en que recibió su bautismo en Yara la bandera de la Estrella Solitaria, cuando en un rincón del indómito Camagüey se lanzaba a los vientos del derecho la carta fundamental que transformaba en ciudadanos libres de un propio consentimiento, a los antiguos colonos españoles. Si en Yara la revolución fue sangre, en Guáimaro fue idea.
¡Y qué gran día fue ese 10 de abril de 1869 en que se reúnen los padres revolucionarios, y legislan y acuerdan la Constitución sencilla, diáfana, consistente, que proclama los derechos del hombre y echa los cimientos indestructibles de un pueblo soberano e independiente…! Pudo la poderosa fuerza de la metrópoli egoísta, prolongar la lucha diez años, primero; pudo, después, acordar un pacto leonino por el que se logra la suspensión de hospitalidades (sic): pero no pudo arrancar de la conciencia cubana los principios encamados en la Constitución de Guáimaro; no pudo borrar en la Historia los fulgores de aquel día excelso, y Martí, el creador de la revolución que triunfa, agita esos destellos luminosos, ciega con resplandor de gloria a los antiguos indomables batalladores: pone nuevos bríos y mayores ardimientos en el corazón de los antiguos legionarios de la libertad de Cuba, y funda, precisamente el 10 de abril de 1892, el Partido Revolucionario Cubano, que metodiza la nueva guerra, le presta ayuda constante, y triunfa después de haber sido abonada con la sangre preciosísima del Apóstol Martí y del Titán Maceo, como para decirnos en todo tiempo que cerebro tan robusto y brazo tan poderoso sostienen la independencia de Cuba, que es imposible hacerla desaparecer.