El silbido estridente que anuncia la llegada del cartero, pone siempre una inefable inquietud en nuestro corazón. ¿Qué nueva, buena o mala, nos anuncia? En las ventanas de la cuadra, florecen anhelantes caras jóvenes: el cartero, oscuro, sucio, ajado, sudado, ligeramente tembloroso bajo la fatiga de la cartera de cuero repleta de correspondencia, es, por antonomasia —¡ironías de la vida!— el Mensajero del Amor. (De allí, del alto aquel, una muchacha le pregunta, invariablemente, hace ya una semana; “¿No hay nada para mí?”, y el cartero, con voz donde me parece adivinar una comprensiva simpatía —el cartero es joven, y quién sabe si sufre celos de amor... desdén de amor, ausencia de amor...— responde, invariablemente: “¡Nada señorita!”…) Hoy, sonriente, bromeó al entregarme esta carta rosa, rasgueada por una letra fuerte, clara, varonil: “¡Aquí le traigo la que usted esperaba!”...
No, amigo; la carta que yo espero, la que yo espero hace ya tanto tiempo, tanto que me he olvidado desde cuándo, no me ha llegado todavía. Acaso no me llegue nunca. Ésta, que tanto júbilo ha puesto en mi espíritu, es mejor que la esperada. La esperada —yo lo presiento— ha de acentuar mi palidez, removiendo las viejas cosas muertas que yacen en el fondo de mi corazón. Sí. Indudablemente: ésta es mejor. Mi entusiasmo no resiste la tentación de darla a la publicidad; requiero la autorización de Dulce María Borrero de Luján. La obtengo.
Jueves 28 de marzo
Mi querida Mariblanca: Mi abrazo mañanero de los jueves no ha de ser hoy telefónico, sino epistolar. Llamo y llamo a tu número hace tres horas y ya pierdo la paciencia, deseosa como estoy de decirte en seguida cuánto me ha hecho sentir la lectura de tu lapidario artículo “El amo legal”. ¡Contundente Mari, contundente! Levanta en peso, créeme.
Así, así es preciso hacer; hay que herir, revolver, sondear, cercenar, quemar y arrancar materia putrefacta en el centro mismo de la más vieja llaga de las sociedades que se llaman civilizadas, que se enorgullecen de su apariencia saludable cuando es lo cierto que por dentro con la complicidad de unos y la cobardía de otros, se las come ese cáncer de la moral convenida (moral de quita y pon) de la gran mentira secular que todo lo atrofia y corrompe, y sobre cuya ignominia cobra al fin vida ruin la entidad familia, y reconforma viciosamente dentro del molde repulsivo de la hipocresía y del dolor espiritual de tantas generaciones la naturaleza del grupo singular de conciencias que debiera robustecerlas, y que viene a ser sólo una célula más, floja o podrida, dentro de su organismo.
Eso es, con muy nobles excepciones, en el orden actual de cosas, la familia, una célula formada y crecida con un morbo esencial en su centro; una célula nula para el pleno y normal funcionamiento del cuerpo social, algo muerto y maligno en la colectividad humana que respira deficientemente, que se mueve sin ritmo, que vive en desequilibrio perpetuo. Haces bien; haces lo único que debes hacer, Mariblanca, saturado como está todavía tu corazón de amor a la humanidad y de esperanza en sus destinos, en levantar tu voz con esa tranquilidad, en formular tus acusaciones con esa valentía y esa nobilísima honradez; haces lo único que puede hacer todo espíritu fuerte que se respete a sí mismo al hablar como hablas a las masas de la población femenina martirizadas, sujetas todavía por apatía mental a las vergüenzas de una vida que no es tal, sino innoble remedo de la muerte.
Sobre el monstruoso desequilibrio reinante en el seno de las sociedades. nada puede haber estable. Hay que meter muy hondo la piqueta, para que al ímpetu vigoroso de los modernos constructores venga de una vez al suelo el oscuro y estrecho edificio de la moral convencional y podamos levantar en su sitio el nuevo, abierto y claro templo del hogar verdadero. No son derechos para la muter; es dignidad para el hombre lo que quieren los tiempos. Tú no lo verás, ni yo ni otras cuya labor trascendente ya se deja sentir; pero el nuevo hogar levanta ya sus líneas ideales sobre el cielo iluminado del mañana cercano... (¡Tan cercano!...) Cuatro serán sus bases formidables: Justicia, Libertad, Inteligencia, Amor.
Lo he dicho muchas veces: la civilización ha de culminar gloriosamente al fin en un todo armonioso, donde conciencia y corazón actúen por igual a plena luz. Lo realizado hasta aquí —¡tan asombroso!—, es de un orden secundario; las cuatro líneas profundas, definitivas, amplias, que han de sustentar en la entraña la estructura colosal del progreso, se están cavando hace siglos por los espíritus lúcidos como el tuyo, por las conciencias fuertes que llevan sin pestañear la antorcha de la Verdad ante los ojos; y ya se irá, ya se ve el surco poderoso abierto y hondo, en espera de la argamasa fundamental. ¿Cuándo se hizo obra de renovación y de vida con mentiras cobardes?
No desmayes, Mari. Sigue lanzando tu verdad, que es la verdad, la única, la implacable, la fecunda verdad, clarín y faro de los espíritus dormidos; que si cosechas dolor en pago de tu generosa tarea educadora, también es cierto que espíritus serenos te miran con admiración y te estimulan a seguir tu obra con palabras de aliento, como nuestro Varona, y que amigas tan fieles como yo, cuando el teléfono se emperra y no quiere valer a su entusiasmo, echan mano a la pluma y te mandan su abrazo mañanero de cada jueves en una catarata epistolar. Aquí lo tienes. ¡Bravo, Mariblanca! Tuya, para admirarte y aplaudirte.
Dulce María
Correspondo a la gentileza de Dulce María con un reproche: ser generoso es bueno, pero derrochar generosidad es un pecado Yo, que tengo una vanidad excesiva, con esta carta siento que estoy llegando al máximum de vanidad. Ahorita se me agota, Dulce María y con esto, tal vez, saldrán ganando mis lectores y mis amigos, pero saldré perdiendo yo.
Tenemos, pues, que no soy yo sola a proclamar la triste realidad del fracaso de la organización actual de la familia, base indestructible de la sociedad. Lo dice Enrique J. Varona, el inadjetivable maestro. Lo dice Dulce María Borrero de Luján, una de las mujeres cubanas de más talento de todos los tiempos. Lo dicen esos cientos de cartas (sí, estimadísimos compañeros en el periodismo, aunque sonriáis: cientos de cartas…) que recibo desde que Carteles me ofreció su tribuna para realizar esta labor de estudio y análisis de problemas sociales: lo dicen en todos los tonos y todas las maneras: con palabras de adhesión, unas; con dolorosas confidencias que evidencian la espantosa verdad de tantos hogares, otras. Síntoma de la podredumbre que corroe hasta las entrañas mismas de esta civilizada organización social, ahí está el hogar, depauperado, desmembrado, roto, llagado de injusticias, entenebrecido de odios, triste de falta de comprensión y estimación.
Y es que, digan lo que digan los émulos del doctor Pangloss, afirmen lo que afirmen los eternos explotadores del trabajo y el dolor humanos, el hogar verdadero no puede ser posible mientras permanezcan ausentes de él esos cuatro principios fundamentales a que se refiere Dulce María Borrero de Luján: Justicia, Libertad, Inteligencia, Amor. No ha nacido todavía la persona sensata que pueda demostrarme que sobre estas cuatro bases se asientan los hogares de hoy.
¡Justicia!... A veces creo que los hombres no la han conocido jamás. Desde que tengo uso de razón —¡Si es que yo he tenido uso de razón alguna vez!— la he buscado afanosamente sin encontrarla. Más bien, todo, hombres y cosas, pregona su inexistencia. Atisbos fragmentarios, destellos fugaces, suavidades esporádicas, la anuncian, pero no la presentan. Urgidos por la necesidad física de vivir, nos hemos acostumbrado a la ausencia definitiva de los seres queridos. La palabra justicia tiene sabor a utopía, a cosa irrealizable, a cosa presentida, pero desconocida. Como a su redentor, la esperan, hace siglos, las cárceles atestadas de Carlos Montenegro, las minas, las salas de calderas de los vapores, los prostíbulos, los tomos, los asilos, los hombres, las mujeres. Justicia corresponde, en el hogar de mañana, a la esquina que en el hogar de hoy ocupa el dolor.
Ausente del hogar, también, definitivamente ausente, asesinada por los prejuicios de una moral religiosa podrida de sacrificios estériles, de virtudes negativas, de exaltación infame de la humildad y la pobreza, la libertad. Si la mujer es una esclava del hombre, el hombre es, a su vez, esclavo de la tradición. Donde hay amos y esclavos, el baldón de la esclavitud se reparte por igual entre unos y otros: tanta indignidad hay en la espalda que soporta el látigo como en la mano que lo esgrime. El nudo corredizo de mil estúpidos prejuicios aprieta la conciencia del hombre, la conciencia de la mujer. Cuando afirma que “hace lo que le dé la gana, porque para eso es hombre”, el marido no es menos despreciable, considerado como individuo que, lejos de reportar beneficio alguno a la colectividad, la daña y perjudica, que la mujer que presta, de acuerdo con la ley y con las costumbres, obediencia al marido. Ninguno de los dos es libre: ninguno de los dos es fuerte. Carentes de espiritualidad, ejecutan mecánicamente, automáticamente, una vida animal.
Pierden, así, el ángulo tercero de este cuadrado hipotético necesario para la construcción de un verdadero hogar. No tienen inteligencia. No establecen inteligencia alguna entre sí. Van ciegos al matrimonio: ciegos de todas las ceguedades: la moral, la espiritual, la física. El matrimonio, en la casi totalidad de los casos, representa, para la mujer, manutención a cambio de claudicaciones; posición económica más o menos asegurada; pérdida de su energía social, de su voluntad individual; tranquilidad relativa del que no tiene que “salir a la calle” a trabajar. Para el hombre, el matrimonio es una carga; le representa más trabajo, mayor responsabilidad, aumento de obligaciones y deberes. Exigirá, a cambio de todo esto, porque carece de inteligencia, sumisión incondicional de la mujer. De su mujer. Hay que no olvidar que la mujer, como los caballos y los automóviles, tiene que tener amo.
Luego nos encontramos con el sentido del amor deformado por la institución matrimonial. Cuando justicia, libertad e inteligencia faltan, amor no se produce, no florece, no frutece. Vive y supervive, en un gran número de casos, el deseo. Es que el genio de la especie está siempre alerta, vigilante. Unirá carnalmente a aquéllos a quienes las brutales injusticias de la vida hubieran separado espiritualmente. Suministrará con implacable persistencia carne de miseria, carne de vicio, carne de presidio, carne de lupanar. Amor en tanto, vendado, marchará a ciegas por el mundo, buscando por todos los caminos el camino de la felicidad.
Como muy bien dice Dulce María Borrero de Luján, la familia, salvo muy nobles excepciones, no es más que una célula podrida, quizás la más podrida de todas las células, en el organismo de esta sociedad civilizada, síntesis de toda la hipocresía, de toda la maldad, de todo el egoísmo de los hombres. Los obreros han dicho, poniendo espanto en las conciencias burguesas: queremos destruir el capitalismo. Las mujeres diremos, espantando a los retardatarios: queremos la destrucción de la familia, tal y como se encuentra organizada en la actualidad. No más dolor. No más sacrificios. No más lágrimas. No más esclavitud. Luchando por el establecimiento del hogar verdadero, apoyado en la Justicia, en la Libertad, en la Inteligencia, en el Amor, luchamos por la dignidad del Hombre. La lucha del feminismo verdadero, del feminismo inmaculado, del que no se da golpes en el pecho ni escuda su mediocridad innocua en ligas de temperancia, ligas de abstinencia, ligas contra la trata de blancas y otras zarandajas por el estilo, la lucha del feminismo sano y normal, sin estridencias histéricas ni claudicaciones absurdas, es, en realidad, al par que lucha por la dignidad de la mujer, o precisamente por serlo, lucha por la dignidad del hombre.
El porvenir del mundo tiene su cuna oscura e imprecisa en el vientre de todas las mujeres.
Nota de El Camagüey: Se han conservado los énfasis del original.
Incluido en la revista Carteles. Tomado de Feminismo. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2003, pp.95-101.