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Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Mientras haya en la América española amantes de las letras, el nombre de Gertrudis Gómez de Avellaneda será recordado como un triunfo. Mientras haya en Cuba quien rinda culto a las glorias patrias, será este nombre pronunciado con entusiasmo y legítimo orgullo.

A nadie debe la literatura cubana tanta gloria como a aquélla que, nacida a orillas del Tínima, levantó su vuelo de águila para recoger triunfos ganados en reñida lucha con los ingenios más preclaros en las márgenes del Manzanares, ciñó su frente de inmarcesibles laureles y supo plantarse, radiante de gloria y de belleza, en la cumbre del Parnaso español: a la que todos han convenido en proclamar “la más grande entre las poetisas de todos los tiempos”.

Ilustres críticos no han vacilado al asegurar que no escribió la misma Teresa de Jesús versos en que pudieran sobresalir los rasgos del genio al par que la dulzura que se nota en las composiciones místicas de nuestra poetisa, ni cantó Safo con tanto ardor, más pureza, más nervio, ni más sentimiento, que la hija del Camagüey.

En la poesía lírica tiene pocos rivales entre los que han escrito en verso en nuestra hermosa lengua.

Manejó con éxito la prosa, y de muestra nos han quedado novelas tan notables como Espatolino, El artista barquero y otras.

Enriqueció el teatro español con tragedias, dramas, y comedias que pueden parangonarse con ventaja con las producciones de los mejores dramaturgos de todas las épocas, en nuestro idioma.

Asombró al público de Madrid, cuyos literatos hubieron de rendir la palma del triunfo al genio de Cuba, personificado en una joven bella, desconocida hasta entonces en sus círculos literarios.

“Es mucho hombre esta mujer”, hubo de exclamar un eminente crítico español al oír los versos valientes y sonoros y presenciar la bien desenvuelta trama de una de sus magníficas tragedias...

¡Mucho hombre! Verdad es que muy pocos poetas serían capaces de imprimir en sus obras la energía, virilidad y grandeza que resaltan en los versos a la tumba de Napoleón, A la juventud, La cruz, en la muerte de Heredia y otros muchos, pero también lo es que ninguna persona de su sexo puede desplegar en sus cantos más delicadeza ni mayor ternura que ella en A Cuba, A un niño dormido, A una tórtola, y verdaderamente maravilla el contemplar las valientes escenas de Baltasar, Alfonso Munio y Catilina y sus filosóficos conceptos, trazados por la misma mano que los tiernos, ligeros y sencillos de La Hija de las Flores.

¡Admirable variedad y flexibilidad la de su talento! Fuerza es reconocer que si muchas veces hemos de encontrar “mucho hombre”, otras muchas no podemos menos de exclamar que hay en ella también “mucha mujer”!

Como tal se nos presenta, no sólo en muchas de sus obras literarias, sino en su vida privada, donde la hemos de ver cumplida dama, hija amante hasta el delirio, amiga sincera, hermana tierna y esposa ejemplar hasta la abnegación y el sacrificio.

Gertrudis Gómez de Avellaneda 
Fernando de Madrazo

Se ha dicho, sin razón, que nuestra Tula, arrullada por el eco de sus glorias y halagada por el favor real que disfrutaba en la metrópoli y corte de Madrid, se había olvidado por completo de su patria y desdeñaba el título de cubana: por ello hay quien pretende que no debemos contarla como gloria nuestra.

Los que tal creyeron no supieron comprender el amor intenso y vehementísimo que abrigaba por su bello país, amor que cantó tantas veces y de una manera tan sublime. No supieron leer su admirable soneto Al partir, nota de dolor, gemido del alma, arrancado de su pecho al dejar las playas de su Cuba querida, ni quisieron entender estos versos, cantados melancólicamente a su jilguero:

    Ya conozco, infelice,
    Lo que tu voz suspende...
    ¡Tu silencio lo dice,
    Mi corazón lo entiende!

    No aspiras los olores
    Del campo en que has nacido...
    No encuentras tus amores...
    No ves tu dulce nido.

    Yo tu suerte deploro...
    Por triste simpatía
    Cuando tu pena lloro,
    También lloro la mía!

    Que triste cual tú vivo
    Por siempre separada
    De mi suelo nativo...
    De mi Cuba adorada!

No hemos de reprocharle que cantase las proezas de sus antepasados, españoles ilustres, pues nunca hemos creído que para amar y servir a Cuba hemos de renegar de nuestro abolengo ni prescindir de la sangre que por nuestras venas corre.

No hemos de culparla porque encumbrase lo que creía grande del medio en que vivía; ni podemos olvidar que al cantar a la reina Isabel, que fue su amiga y subía entonces al trono, respetada y amada por todos y que parecía como augurio y esperanza de libertad para la nación, no se olvidó de su tierra infeliz y le recordó en espléndida estrofa que allá en los mares de Occidente yacía la perla de su corona, privada de libertades, y la exhortaba a que se las otorgase.

No hacían otra cosa los célebres reformistas cubanos de su época, ni fueron mejor atendidos en sus propósitos que la ilustre cantora.

Nada de esto han querido entender los que lanzan contra ella el injusto anatema de anti-cubana, ni han querido leer ni apreciar en todo su valor la tierna dedicatoria que estampó al frente de la última y única colección completa de sus monumentales obras, a su “Isla natal” “la hermosa Cuba”, dedicándole los esfuerzos de toda su vida.

Acaso no saben que, ya en sus últimos días, cuando casi abatido su espíritu por los rudos golpes del infortunio (que parece cebarse siempre en las almas grandes, tal vez porque en ellas encuentra mayor resistencia); cuando acogida al silencio piadoso de su hogar casi monástico, recibía en Madrid sólo a un reducido número de amigos, cubanos ilustres en su mayor parte, que como ella deploraban la ausencia de la patria; siempre que en su presencia se hablaba de Cuba y sus desdichas, se inundaban de lágrimas sus negros y rasgados ojos, bellos aún; lágrimas que corrían en abundancia, lágrimas sublimes, más elocuentes que todos los poemas.

No, nunca olvidó a Cuba nuestra Tula inmortal; derecho tenemos a proclamarla gloria nuestra.

Así lo proclamó La Habana entera al colocar, en noche memorable, corona de laurel sobre sus sienes. Así lo proclamó el Camagüey consagrando, después de su muerte, la casa en que nació, con modesta lápida conmemorativa y dando su nombre ilustre a una de sus calles principales.

Y así lo reconocerá la Isla entera el día en que libre, próspera y feliz, pueda dedicarse a honrar a los que honor merecen, levantándole monumento tan grande como grandes fueron sus méritos y como grandes y magníficas son las obras que nos legó su genio.

El cuadro muestra la coronación de Don Manuel J. Quintana. La Avellaneda está representada frente a los reyes, contemplando la escena, tras haber leído sus versos.
Luis López Piquer


Tomado de Enrique Trujillo: Álbum de El Porvenir. New York, Imprenta de El Porvenir, 1891, Volumen II, pp.107-110.

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