En su casona del Vedado vive Dulce María Loynaz. Vive la autora de Jardín rodeada del recuerdo familiar, de su familia de patriotas, de músicos y sobre todo de poetas. Porque eso es Dulce María Loynaz, por mucho que insista en recalcar que entre sus hermanos, en especial Enrique, se dieran mejores poetas que ella, y no sabemos qué responderle, pero lo dice ella sin ambages, con toda sinceridad, y hay que aceptarlo inexorablemente.
Coronada con el mirto y el laurel por su obra creadora, ella es una esteta del idioma español. Autora no de cantidad, sino de calidad, ha escrito varios libros de versos y una novela.
Sus poesías místicas y amorosas le dan pulso y ritmo a la poesía cubana y universal de todos los tiempos. Su producción ha sido un aporte de gran valor y belleza para la lengua. Ha publicado Versos (1920-1938), Juegos de agua (1947), Poemas sin nombre (1953), Carta de amor a Tut-Ank-Amen (1953), Un verano en Tenerife (1958), Últimos días de una casa (1958).
Todas estas obras llenan de por si la labor creativa de quien, para los cubanos no es una poetisa y escritora extemporánea, sino que es una autora explícitamente conocida en su patria y en el extranjero.
Como prueba de ello, hubimos de cruzar palabras, preguntas con la gran poetisa cubana a lo que elle accedió con esa gentileza y exquisita sensibilidad que la han caracterizado siempre.
—Un crítico le llamó a Ud. “la más pura voz lírica del coro actual de musas de América”. ¿Podría añadir algo a esas palabras?
—Bueno, si por pureza lírica se entiende el respeto que el poeta debe sentir por su propia voz, por su medio de expresión, que es la palabra, y por los sentimientos o ideas que la inspiren, entonces creo que sí, creo que la mía pudiera contarse entre las más puras. Sabemos que no siempre se da el caso.
—En Madrid, en 1950 apareció su libro titulado Versos, que abarcan poemas escritos entre 1920 y 1938. ¿Cree usted que fue su mejor producción de todos los años?
—En Madrid apareció el libro Versos doce años después de haberse publicado en Cuba. Fue una edición especial, hecha por la Editora Nacional de ese país como homenaje a la autora Es obvio que en esos doce años decursados pude escribir otras cosas que no aparecen en el libro y ellas pudieron ser mejores que las que aparecen allí.
—Su novela lírica, Jardín, se editó en España en 1951 y sabemos que fue su primera obra dentro del género, ¿no volcó Ud. en ella la temática de sus versos?
—Se ha querido ver en Jardín un libro autobiográfico, lo cual no es cierto. Lo que sucede es que cuando se escribe, no ligeramente, sino andando en un tema raro y difícil, es natural que en ese forcejeo por penetrar en un mundo entrevisto, pero que no acaba de entregarse algo del escritor, se filtre inconsciente e involuntariamente en lo escrito. Pero yo estoy más en mis versos que en Jardín.
—En su Carta de amor a Tut-Ank-Amen, publicada en 1953, ¿estima que llegó a su más alta expresión como poetisa?
—De ningún modo. La Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen es casi un delicado juego poético, un encaje tejido con los más sutiles hilos de la fantasía. Obedeció a una circunstancia especial, al súbito encuentro de una muchacha sensible, imaginativa, con una Edad cuatro veces milenaria y con la exquisita criatura de esa Edad. Aquel fabuloso pasado emergía ante mis ojos, acababa de rescatarse todavía virgen desde el fondo de los tiempos y de pronto se hacía presente, casi tangible, casi íntimo… Es de suponer la fascinación del instante. Pero fue eso mismo, un instante; no podía ser más. Si he de decir dónde creo que está mi poesía más plena y perdurable, diré que en los Poemas sin nombre, libro breve y escueto, bastante desconocido y escrito, por cierto, en prosa.
—¿Cómo recuerda Ud. a Gabriela Mistral?
—Es difícil y para mí, imposible, dar en pocas palabras una impresión de Gabriela Mistral, mujer de una vastedad andina. En el prólogo que la Editora Aguilar me pidió para las Obras Completas de la gran chilena, quizá logré dar una imagen bastante fiel de ella, por lo menos casi todo lo que pude recoger en las dos temporadas que pasó en mi casa.
—¿Y a Federico García Lorca?
—De Lorca es más fácil dar una visión de conjunto. Era un ser vehemente, luminoso, lleno de vitalidad. Solíamos discutir porque nuestros gustos y hábitos eran, no sólo distintos, sino también opuestos. Pero con mis hermanos mantuvo siempre una alegre camaradería. Tres cosas en él no he podido olvidar en este medio siglo transcurrido: los ojos, el modo de dar la mano y el modo de decir sus versos. No he conocido a nadie que lo hiciera igual.
—¿Qué otros poetas o poetisas conoció y trató que pueda darnos una semblanza sobre ellos?
—Como los poetas que traté y de los que vale la pena ocuparse, ya forman parte de la literatura universal, la dimensión de sus obras es de todos conocida. Creo que sería más interesante hablar de su dimensión humana que lo es menos y somos también cada vez menos los que por haberlos tratado personalmente, estamos en condiciones de opinar. Pero como eso no es lo que se me pregunta y por otra parte la relación se haría muy extensa, prefiero dejar el tema para otra ocasión.
—¿Qué puede decimos de su obra Un verano en Tenerife?
—De mi Verano en Tenerife, que no es novela sino la reseña de un viaje, diré que es el único libro ameno que he escrito, por lo cual me permito recomendar su lectura al que tenga la rara suerte de encontrarlo. Esta obra me ganó el honor de que dieran mi nombre a una calle en esa Isla…
—Díganos, Dulce María, ¿para usted qué es un poeta?
—Toda definición es peligrosa, nos dicen los viejos latines y debe serlo más cuando se trata de fijar la imagen escurridiza que aquí me proponen. No obstante, probemos con ésta: un poeta es alguien que ve más allá en el mundo circundante y más adentro en el mundo interior. Pero además debe unir a esas dos condiciones, una tercera más difícil: hacer ver lo que ve.
—¿Cree ha dado ya todo de sí como creadora de la literatura cubana y universal?
—Desde luego, a mi edad no se hacen versos o no deben hacerse que es lo mismo, y en lo que a mí toca, puedo decir que dejé de hacerlos mucho antes, desde que una serle de reacciones en cadena segó en mí aquella fuente creadora. Por eso y porque siempre fui muy exigente conmigo misma, mi obra dista mucho de alcanzar el volumen normal que hay en la de otros poetas. Pero no he dejado de trabajar con lo que de mente y carácter aun me resta, así en estos años de silencio he podido reunir y ordenar la copiosa producción inédita de ml hermano Enrique, que andaba dispersa, y la de mi padre, sobre todo sus Memorias, que juzgo obra de gran valor para la historia de Cuba. Pese a ello y al buen tiempo transcurrido desde su entrega a las editoriales, aún estoy esperando su publicación con el temor de morir antes de que llegue ese fausto día, y eso, por razones que no son del caso explicar, significaría gran trastorno para la publicación misma. Con ser bastante lo ya dicho para que no se tenga por estéril mi retiro, puedo añadir que laboro como vicedirectora en nuestra Academia Cubana de la Lengua, o sea, que contribuyo a afinar el instrumento que una vez fue mío y ahora habrá de servir a los que vengan detrás. Es tarea útil, aunque desprovista de brillo, que además requiere dedicación y paciencia y sobre todo el poder realizarla…