Loading...

Prefacio a La ciudad blanca. Crónicas de la Exposición Colombina de Chicago, de Manuel Serafín Pichardo

Prefacio a La ciudad blanca. Crónicas de la Exposición Colombina de Chicago, de Manuel Serafín Pichardo

Cuando en 1851 Inglaterra convocó por vez primera el mundo, para confrontar los productos de su industria, los hombres maravillados creyeron que se iniciaba para la humanidad una era de paz y bienandanza. Pensaron que, al verse juntos y unidos por la común necesidad de domeñar la naturaleza, ya en tanta parte vencida, los pueblos renunciarían a sus luchas criminales; comprendiendo que podían centuplicar sus fuerzas y los goces que proporciona el trabajo sabiamente dirigido, con el trueque y comunicación de sus artefactos, de sus máquinas, de sus descubrimientos y de su ciencia.

La gran exposición de Hyde Park terminó, y con ella parecieron desvanecerse esos sueños generosos. Los pueblos, pacíficamente reunidos por algunos meses, volvieron a mirarse con recelo; y pronto los mismos elementos de progreso acumulados bajo las bóvedas del Palacio de Cristal sirvieron para forjar armas perfeccionadas y aumentar los medios de ruina y matanza de que tan ampliamente se sirvieron las nuevas guerras.

¿Había sido un fracaso la exposición? No ciertamente; porque no podía ser responsable de las quimeras que la novedad del empeño había hecho germinar en los cerebros exaltados. Lo que había original y fructuoso en la idea que le dio calor y vida, floreció y se perpetuó. Dublin, París, Viena, Filadelfia, siguieron las huellas de Londres y construyeron grandiosos edificios para que el mundo fuese a pasar revista a sus más sólidos progresos. A pesar de las diferencias accidentales de intereses y de las malas pasiones que éstos fomentan, seguía afianzándose y haciéndose más visible el principio de que la civilización no es producto de un solo pueblo y de que para todos acumula los frutos de su labor titánica.

Al celebrarse el cuarto centenario del descubrimiento definitivo de América, la más grande y próspera de las naciones del nuevo continente pensó que de ninguna manera más digna podía festejarlo que poniendo a la vista de los demás pueblos esos sueños generosos. Los pueblos, pacíficamente reunidos por algunos meses, volvieron a mirarse con recelo; y pronto los mismos elementos de progreso acumulados bajo las bóvedas del Palacio de Cristal sirvieron para forjar armas perfeccionadas y aumentar los medios de ruina y matanza de que tan ampliamente se sirvieron las nuevas guerras.

Exposición de Nikola Tesla 

¿Había sido un fracaso la exposición? No ciertamente; porque no podía ser responsable de las quimeras que la novedad del empeño había hecho germinar en los cerebros exaltados. Lo que había original y fructuoso en la idea que le dio calor y vida, floreció y se perpetuó. Dublin, París, Viena, Filadelfia, siguieron las huellas de Londres y construyeron grandiosos edificios para que el mundo fuese a pasar revista a sus más sólidos progresos. A pesar de las diferencias accidentales de intereses y de las malas pasiones que éstos fomentan, seguía afianzándose y haciéndose más visible el principio de que la civilización no es producto de un solo pueblo y de que para todos acumula los frutos de su labor titánica. Al celebrarse el cuarto centenario del descubrimiento definitivo de América, la más grande y próspera de las naciones del nuevo continente pensó que de ninguna manera más digna podía festejarlo que poniendo a la vista de los demás pueblos de la tierra sus hermosos títulos para ser contada, en plazo tan breve, entre las primeras colaboradoras de la magna obra de la cultura moderna. Con júbilo y orgullo juveniles, abrió a todos un palenque grandioso, segura de que, en la noble competencia del trabajo, su puesto había de ser en la línea de los que van al frente en todas las manifestaciones de la industria y de la ciencia. Quiso, después de un feliz ensayo de cien años, que el mundo viese cómo se ha gobernado un pueblo por sí mismo; cómo ha sabido fecundar y poblar la tierra que encontró inculta y desierta; cómo ha aprovechado las lecciones de la experiencia ajena y del saber pasado para mejorar su condición social; cómo ha puesto la ciencia al servicio de todas las necesidades, para suavizar las asperezas de la vida y preparar un medio más adaptable, más humano, a las nuevas generaciones; cómo ha renunciado a todos los privilegios inicuos de la fuerza, el del amo sobre el esclavo, el del hombre sobre la mujer, para reducir las energías antagónicas a la armonía de la cooperación de todos los elementos de la colectividad ; cómo ha dirigido, en suma, su espíritu inventivo, su actividad infatigable y su confianza en el éxito al verdadero objeto de la existencia humana, que es enseñorearse de las grandes fuerzas naturales, a fin de convertirlas en instrumento de perfección para nuestra especie, asegurándonos en lo posible una vida más amplia, más bella y más doble.

Si pobló de palacios suntuosos las riberas del lago Michigan, si separó en construcciones diversas sus cuarenta y cuatro estados y sus territorios; si derramó hasta la profusión los productos de su agricultura perfeccionada y de sus riquezas subterráneas, sus prodigios de mecánica, sus maravillas de electricidad, sus locomóviles de toda especie, sus colecciones científicas y artísticas ; si expuso con minuciosidad sabia cómo trabaja, cómo se mueve, cómo trafica, cómo educa, cómo enseña, cómo propaga, cómo administra, cómo gobierna, fue para dar a todos clara y completa idea de su pujante vida nacional y de lo que ésta significa en el concierto de la humanidad.

Buena prueba de que lo ha logrado es el presente libro. Su autor, que pisaba por vez primera el suelo de la Unión, ha visto en admirable panorama las manifestaciones características de su existencia tan profusa, y ha podido darse rápida cuenta a la vez de su grandeza y de su complejidad, de cuanto tiene de especial y de cosmopolita. Estas páginas, escritas con el calor de las primeras impresiones, nos conducen sin esfuerzo a los parajes donde fueron sentidas y nos trasmiten la visión luminosa de tanta grandeza. Mueve al autor el plausible deseo de ser verídico y justo, sin disimular sus aficiones y preferencias. Única manera de conservar la sinceridad, que es la honradez literaria. No pretende que sus juicios sean verdades inconcusas, pero tampoco quiere mirar por los ojos de otro, ni acatar todos los fallos ajenos, aunque deslumbren con el prestigio de la autoridad.

Por eso mismo no le han de desagradar los disentimientos razonados; y ya que me ha favorecido con el encargo de presentar al público un libro, que no necesitaba más pasaporte que sus propios merecimientos, me ha de permitir que le formule un reparo. No es más que un detalle, pero quizás sea capital.

La Glorieta del Honor y el Gran Estanque de la Exposición Colombina de Chicago 
Fuente: Bureau International Des Expositions

El señor Pichardo aconseja con calor a nuestras compatriotas que no sigan las huellas de la mujer americana. Ya teme ver a las graciosas y sensibles hijas de Cuba, adelantándose a paso gimnástico por la áspera liza de la vida, compitiendo con el hombre en las rudas labores profesionales, dejando caer de sus manos afanosas las flores perfumadas de la poesía y del arte, para ceñirse la toga o manejar la pluma y el bisturí. El señor Pichardo es poeta y artista, y se estremece, diciendo adiós a las Ofelias y Margaritas tropicales. Pero hay que mirar este grave problema con otros ojos que los de la fantasía y ¿por qué no decirlo? del egoísmo inconsciente y, por tanto, más sagaz y engañoso. La brusquedad grosera del hombre que amaba y que la desdeñaba embebido en sus terribles designios, enloqueció a Ofelia; y Margarita rodó de abismo en abismo por satisfacer el capricho pasajero de un sabio hastiado de la ciencia. Hamlet y Fausto no verían con buenos ojos a la mujer dueña de sí misma, templada para la lucha, sabedora de su papel social y capaz de ampliarlo y perfeccionarlo; y encontrarían poco poético un mundo donde no hubiera tallos de lirio que tronchar, en las horas en que su mente, cansada de otros arduos problemas, abatiese su vuelo hacia la tierra.

Durante largos siglos ha hecho el hombre de la mujer su parásito. Y es ley biológica que el parasitismo atrofia y deforma. El mayor servicio que han prestado los americanos al mundo es haber roto esa dura esclavitud, cimentada en la rutina, en la pereza, en el egoísmo y en pasiones aún más bajas, para dar su verdadero puesto a la mujer, y permitirle el libre desarrollo de sus facultades. Su programa de reforma ¡qué noble y hermoso! ha sido el que compendiaba ha poco Elizabeth Cady Stanton en estas sencillas palabras: “Educar a nuestras jóvenes para que se basten a sí mismas, para que se respeten a sí mismas, para que se eleven a la dignidad de la independencia pecuniaria.” Es una revolución mayor que la que separó la América de la Europa. Y de ella ha de recibir aún mayores beneficios la humanidad.

Por lo que respecta a los Estados Unidos, sólo bienes han cosechado hasta ahora en esa dirección. Las mujeres, robusteciendo su cuerpo y su mente, libertándose de la ignorancia y el fanatismo, no han perdido ninguna de sus peculiares aptitudes, y las grandes obras de beneficencia y educación, que son el orgullo legítimo de su pueblo, llevan el sello de la inteligencia y la sensibilidad femeninas. El hogar americano no ha perdido el encanto del home inglés, y las relaciones sociales conservan los mismos atractivos, con los mismos matices de refinamiento, según las diferentes clases. Uno de los hombres que han estudiado con más devoción y más profundamente los Estados Unidos, el profesor Bryce, después de un examen minucioso de todas las diferencias en educación y hábitos de vida de la mujer americana, se pregunta cuál ha sido el resultado, y contesta: —“Favorable... Mientras que no parecen haber sufrido las gracias especiales del carácter femenino, se ha producido en ellas una suerte de independencia y capacidad para valerse a sí mismas, cada día de mayor precio.”

Otra vista de la Exposición Colombina 
Fuente: Bureau International Des Expositions

Desde luego que el autor de este libro no ha querido ir tan lejos. Pero sus palabras se prestan a torcerse, y me ha parecido que, en obsequio de una gran idea, valía la pena de intentar esta especie de rectificación. En cambio, sólo merece aplauso cordial el espíritu amplio con que considera los méritos de los diversos pueblos, sin quijotismo ni humildad, sin encariñarse tercamente con lo propio ni con lo ajeno. Así es como realmente debe pasarse revista a estas grandes manifestaciones de la actividad colectiva. Penetrado de la idea de que la solidaridad humana no se detiene en las fronteras, y de que el mundo —el mundo civilizado— se aproxima al estado de una gran federación industrial, como ya puede decirse que es una gran federación financiera.

Así aparece bien pequeño todo intento de dividir, sea las clases cooperadoras en un mismo pueblo, sea los pueblos llamados a cambiar las utilidades que producen y las ideas que elaboran. En la hora triste en que escribo estas líneas, bien quisiera que nuestro pueblo, leyendo estas páginas, se elevara a la consideración detenida de esa enseñanza que de ellas se desprende. Nos parece demasiado utópica la idea de fraternidad; pues atengámonos a estas otras, que son el espíritu mismo de nuestro tiempo: cooperación, solidaridad. El camino, que ellas no alumbran, lo ilumina el odio, y conduce al abismo.

La Habana, 19 de enero, 1894

Tomado de La ciudad blanca. Crónicas de la Exposición Colombina de Chicago. La Habana, Biblioteca de El Fígaro, 1894, pp.5-12.

3
¿Haz disfrutado este artículo? Pues invítanos a un café.
Tu ayuda nos permite seguir creando páginas como ésta.

  
También en El Camagüey: