Durante los 65 años transcurridos desde este dramático suceso, las investigaciones sobre la vida y la obra revolucionaria de Camilo Cienfuegos han dado origen a varios libros y —sobre todo— a numerosos artículos impresos o de internet, así como a documentales fílmicos, la mayoría de los cuales se centran en la desaparición del legendario guerrillero, proponiendo explicaciones que, casi en su totalidad, responden a las respectivas posiciones políticas de sus autores, las que pueden agruparse en dos amplios grupos: quienes están a favor de la revolución, y quienes están en su contra.
Quienes afirman que Camilo fue “desaparecido” por obra de la alta dirigencia del país, han propuesto escenarios y testimonios tan diversos y contradictorios, que se anulan entre sí. Quienes persisten en afirmar que su presunta muerte se debió a un accidente aéreo, no han podido presentar nunca la menor prueba material de tal accidente. Baste con recordar que los restos del avión en que viajaba Antoine de Saint-Exupéry, patrullando el Mediterráneo durante la Segunda Guerra Mundial, fueron buscados y encontrados cincuenta años después, y que el piloto alemán que derribó al escritor y héroe francés, tuvo la caballerosidad militar de identificarse y lamentar su muerte.
De Camilo Cienfuegos, en cambio, sólo se sabe que su avión despegó de Camagüey y que no aterrizó en La Habana, donde se le esperaba en su condición de Jefe del Estado Mayor del Ejército Rebelde. Y —por si esto fuera poco— algunas de las “versiones” propuestas para explicar su desaparición, afirman que el avión nunca llegó a despegar.
Carecemos aún de la necesaria perspectiva temporal para llegar a una visión histórica objetiva, pero cabe preguntarse: a pesar de la copiosa documentación que existe sobre los desmanes y crímenes cometidos por el estalinismo y el nazismo —los dos mayores movimientos políticos del siglo XX— ¿se ha llegado ya a una visión histórica objetiva sobre el colosal genocidio que ambas ideologías extremas causaron?
La respuesta, necesariamente, es negativa, y ello se debe a que tanto el nazismo como el estalinismo cuentan con poderosos partidarios y ejecutores en el siglo XXI. La invasión lanzada el 24 de febrero de 2022 por la Rusia postsoviética, gobernada por un oficial de la antigua KGB, contra la república de Ucrania, es una dolorosa prueba de que tanto el nazismo como el estalinismo son fuerzas que aún no han desaparecido del mundo, y que coinciden en sus objetivos y en sus medios para alcanzarlos.
La última fotografía de Camilo Cienfuegos, durante el acto de masas efectuado en La Habana el 26 de octubre de 1959. A su lado el comandante del Ejército Rebelde William Morgan, de nacionalidad norteamericana, fusilado poco tiempo después, acusado de ser agente de la CIA.
Revista Bohemia
El presente ensayo, pues, no es una excepción a la apasionada y aun enconada polarización política e ideológica con que se ha debatido y tratado de explicar la desaparición de Camilo Cienfuegos. Fue escrito desde la perspectiva de un muchacho de trece años que vivió aquellos días de octubre y noviembre de 1959, en su provincia de Camagüey, y que sintió entonces que algo —o más bien alguien— de una significación única para Cuba, nos había sido arrebatado, para torcer con ello, irremediablemente, el rumbo mejor de nuestro país —que tendía a alcanzar una democracia más o menos efectiva—, para encaminarlo por el peor de sus rumbos posibles: una dictadura militarista encubierta bajo la ideología marxista-leninista.
Pero aquel muchacho de trece años es hoy un hombre que ha cumplido 77, y con más de 30 años de vida en el exilio. Hijos, árboles, amores y libros han nacido, crecido, y se han desarraigado de mí desde entonces, pero en todos ellos —libros, amores, árboles e hijos— he buscado —y así lo siento mientras escribo estas páginas—, a una Cuba que pudiera ser realmente mía, tuya, de ellos y nuestra.
Y no tengo más respuesta que la que me ofrece la poesía: dejar una pregunta que acaso nadie responderá nunca.
Pero hay otras incógnitas para las que es posible aventurar respuestas.
“¿Quién lo mató?”, se preguntó Ernesto Guevara poco después de la desaparición de Camilo, atreviéndose, desde su argentina condición de extranjero, a formular la frase que estaba en las mentes y en las conversaciones en voz baja de casi todos los cubanos: ¿Quién lo mató?
Pero ya Fidel Castro se había adelantado a excluir esta pregunta cuando, el 12 de noviembre de aquel año, dio por cerrado el caso del comandante Cienfuegos y su vuelo sin regreso, al decirnos a todos, por medio de la radio y la televisión nacionales: “En el pueblo hay muchos Camilos”.
¿Y dónde están? —pregunto— ¿que ninguno ha aparecido ni se ha manifestado nunca desde entonces? ¿Dónde están esos muchos “camilos”, mandados a hacer por la fuerza de una afirmación inapelable? El pueblo de Cuba, que dio a su Camilo Cienfuegos, no ha vuelto a dar otro, porque todo ser humano es irrepetible, y cuando en un siglo surgen unos pocos que parecen la suma de muchos, no se trata de salir a buscarlos en los demás, a no ser que alguien muy poderoso quiera borrarlos de la manera más eficaz: convirtiéndolos en leyenda.
Pero Camilo se convirtió en leyenda —quizás no tanto por obra de Fidel Castro y el castrismo, sino por designio de los dioses de la tierra y, sobre todo, por la voluntad del pueblo del cual parecía haber nacido. Y esta leyenda es lo que hoy se opone, con tenacidad no quebrantada, a la búsqueda de una respuesta final a la desafiante y reveladora pregunta del “Che” Guevara:
¿Quién lo mató?
El 1º de enero de 1959 Cuba sufrió, posiblemente, la mayor sacudida de su historia republicana, cuando el país despertó a la noticia de que el general Fulgencio Batista y Zaldívar, que ocupaba la presidencia de la república desde el golpe militar que encabezó en 1952, había escapado de la Isla durante la madrugada del Año Nuevo, acompañado por los más connotados de sus colaboradores. La huida del dictador dejó las puertas abiertas para que el movimiento revolucionario encabezado por Fidel Castro desde 1953, el 26 de Julio, ocupara el vacío de poder y se adueñara del país, que vio a los Rebeldes que venían de la Sierra Maestra, en Oriente, y de las montañas del Escambray, en Las Villas, como los emisarios de un nuevo régimen de libertad y democracia.
“La revolución es verde como las palmas”, se proclamó entonces, para negar cualquier posible vínculo con las ideas comunistas, atribuidas a Castro por algunos de sus detractores. Un legendario comandante rebelde, Camilo Cienfuegos, entró en La Habana el 2 de enero, y ocupó el campamento de Columbia, sede de los mandos militares del país, sin necesidad de disparar un tiro. Con la capital a su disposición, Fidel Castro entró posteriormente en la ciudad y pronunció su discurso “inaugural” desde Columbia, acompañado en la tribuna por Cienfuegos. Este discurso, trasmitido a todo el país por la radio y la televisión nacionales, permitió que el pueblo cubano viera, casi por primera vez, a quienes serían sus nuevos líderes: Fidel Castro, el vencedor de la Sierra Maestra, y Camilo Cienfuegos, el heroico soldado rebelde que había llegado al grado de comandante por sus méritos como guerrillero.
Durante aquellas primeras semanas de 1959, Cuba entera vivió en estado de revolución triunfante. Los barbudos que bajaban de las montañas con sus largas melenas y sus rosarios de damajuanas, se convirtieron en una nueva versión de los Reyes Magos, que le traían a la Isla el regalo de la libertad; los cubanos les abrían las puertas de sus casas, los invitaban a almorzar, les “colaban” café… Pero otros personajes también aparecieron: eran, en su mayoría, jóvenes bien afeitados, vestidos de civiles, pero llevaban en el antebrazo un brazalete del 26 de julio, rojo y negro. Algunos eran auténticos militantes de este movimiento, que habían laborado en la clandestinidad contra la dictadura militar; pero otros habían salido de sus vidas privadas en busca de posiciones que ocupar en medio del entusiasmado caos de aquellos primeros días de la revolución. Y otros eran antiguos militantes del P. S. P. (Partido Socialista Popular, comunista y estalinista), organización que había colaborado con Batista en su primer gobierno, y que había condenado los métodos violentos y aun terroristas del 26 de Julio, y ahora se sumaban al carro de los vencedores.
Tenía yo entonces 13 años; era el 1º de enero de 1959, y estaba dando vivas a la revolución con los amigos de mi edad, en el Central Florida, de la provincia de Camagüey, cuando vi que varios de aquellos hombres, con sus correspondientes brazaletes, se dirigían a mi casa. Corrí y los alcancé en el portal, y me preguntaron por mi padre, el cual salió un momento después a recibirlos. Las sonrisas se borraron en los rostros cuando los “revolucionarios” le dijeron a mi padre que les entregara “su pistola”, pues la necesitaban. “Aquí no hay más armas que mi apellido”, les respondió mi padre sin la menor degradación de su voz. Como los “revolucionarios” insistieran en su demanda, mi padre añadió: “¿Por qué no vinieron en busca de armas cuando de verdad hacían falta para combatir contra la dictadura? Ahora lo mejor es que vuelvan a trabajar, que estamos en plena zafra… Yo los conozco bien a ustedes”.
Uno de los jóvenes inició una respuesta, pero el que había hablado en nombre de la partida, lo interrumpió: “Déjalo, a éstos se les va a acabar la fiesta pronto… Vámonos ya”.
“Son comunistas, y trabajan en el central”, me dijo mi padre; “ni siquiera apoyaron la huelga general contra Batista, y ahora vienen a subirse en el carro de la victoria, y a reclamar supuestas armas que en esta casa no hay”.
Eran comunistas, vistos por parte de la población como una especie de aves de mal agüero y aun de rapiña, y no habían demostrado el menor valor durante la lucha contra la dictadura.
Pocos días después, el 8 de enero de 1959, Fidel Castro hacía su entrada en La Habana, seguido por cientos de soldados rebeldes. El líder victorioso se dejó aclamar por el pueblo de la capital, a bordo de un tanque de guerra en que lo acompañaban algunos de sus principales hombres. La fotografía más conocida de este evento muestra a Castro junto a los comandantes Camilo Cienfuegos y Huber Matos. Ninguno de ambos líderes estaría junto al jefe de la revolución al terminar aquel año, en lo que sería el inicio de un proceso de “limpieza ideológica” que dejaría a los comunistas a la cabeza de una revolución que no habían realizado.
Ya en el Campamento de Columbia, Fidel Castro se dirigió por primera vez al pueblo cubano desde el poder, en un discurso que fue trasmitido al país por la radio y la televisión. De aquel momento quedaría en el argot popular una frase que varias generaciones de cubanos han repetido, quizás sin darse cuenta de todo su dramático alcance. Haciendo una pausa de consecuencias expectantes, Castro se volvió hacia el joven de espesas barbas y melena que lo acompañaba en la tribuna, y le preguntó: “¿Voy bien, Camilo?”
Fragmento del reportaje gráfico publicado por Bohemia el 8 de noviembre de 1959.
Y Camilo Cienfuegos se convertiría en la figura emblemática del espíritu original de la revolución, en una especie de conciencia popular que velaba porque las necesidades y las esperanzas del pueblo del que había salido, se cumplieran plenamente.
Con estas esperanzas se inició en Cuba el memorable año de 1959, en una completa ruptura con los meses precedentes. El país se lanzó a una celebración desbordada de las fiestas de Año Nuevo, y a las sombrías noches habaneras de diciembre de 1958, sucedieron abruptamente las rutilantes noches de enero de 1959, como si todos quisieran reanudar una vida absurdamente interrumpida por los uniformes del ejército y la policía del régimen batistiano. Las calles se engalanaron con tardíos árboles de Navidad, luminosos y gigantescos, y las tradicionales imágenes de los Reyes Magos lucían absurdos aditamentos que aludían a los barbudos que bajaron de la Sierra. Recuerdo un Santa Claus con las barbas pintadas de negro.
Los cabarets —alguno de los cuales sirvió de escenario a un atentado político— reabrieron sus puertas, y las vedettes inundaron las pistas con su bulliciosa sensualidad. Y el Estadio del Cerro, cuyas luces se habían apagado varios días antes, se iluminó de nuevo, para reanudar el tradicional campeonato de la Liga Cubana de Béisbol Profesional, iniciado en octubre de 1958, el último en que jugadores cubanos y estadounidenses competirían vistiendo las hermosas franelas de los cuatro equipos clásicos: Habana, Almendares, Cienfuegos y Marianao.
La capital de Cuba era otra vez una ciudad abierta al disfrute y el placer, sembrada de cines populares o de lujo, algunos viejos y llenos de rincones oscuros que buscaban las parejas, y otros modernísimos, con cafeterías accesibles desde los pasillos laterales, y donde era posible ordenar desde un sándwich de jamón, queso, tomates, lechuga y pavo, hasta un estimulante daiquirí, un mojito, una cerveza o un cubalibre. La Habana era su noche, abierta a todo menos a los bostezos. Y aquel fue el último año de aquella Habana, donde los calabozos habían dejado salir a unos prisioneros para dar cabida a otros, algunos de los cuales iban a enfrentarse a un pelotón de fusilamiento, condenados por los diligentes tribunales revolucionarios.
Poco faltaba ya para convertir a la Isla en uno de los experimentos político-sociales más lamentables del siglo XX, sobre todo después de los dramáticos acontecimientos ocurridos en La Habana y en la ciudad de Camagüey en octubre de 1959, cuando, de la capital de la provincia agramontina, llegó a manos de Fidel Castro una carta que enfureció al jefe de la revolución. En dicha carta, el comandante Huber Matos, que había sido nombrado jefe militar de Camagüey, denunciaba la creciente infiltración de los comunistas en el gobierno revolucionario, y presentaba su renuncia al cargo en protesta por lo que consideraba una adulteración de los principios populares y democráticos de la revolución. Castro acusó públicamente a Matos de traidor por fomentar una sedición militar en Camagüey, y envió a Camilo para que arrestara al prestigioso militar disidente.
Al llegar a Camagüey, Camilo fue recibido por la escolta personal de Matos, enviada por éste, quien además le garantizó al comandante Cienfuegos una entrada segura en el cuartel Ignacio Agramonte, donde ambos se entrevistaron. Según el testimonio de Matos, expuesto en varias ocasiones, Camilo se convenció de que en Camagüey no se estaba desarrollando ninguna conspiración contra el gobierno revolucionario, y así se lo dijo a Castro en una conversación telefónica sostenida desde el propio cuartel. Después de concluir su entrevista con Matos, Camilo decidió enviarlo por carretera hacia La Habana, junto con sus principales oficiales, que insistieron en apoyar pacíficamente a su comandante. Esa misma tarde el jefe militar de la ciudad de Florida, a 39 quilómetros de Camagüey, murió por su propia mano de un balazo. Mi padre, que asistió al sepelio por simpatía hacia el militar suicida, pues no conocía personalmente a aquel oficial, comentó al regresar del cementerio: “Vamos muy mal”.
Matos fue encarcelado en La Habana, sujeto a un juicio político que podía llevarlo ante un pelotón de fusilamiento.
Camilo debería ser el principal testigo en el juicio contra Matos, pues de la entrevista entre ambos dependería probar o refutar la acusación de que tras la carta de renuncia se desarrollaba una conspiración militar. La tensión política crecía de día en día en todo el país, y sobre todo en La Habana.
Dos días después, Camilo regresó a Camagüey en su avioneta personal, para entrevistar a testigos supuestamente relacionados con el caso de Matos. En la tarde el comandante Cienfuegos, su piloto y su ordenanza, despegaron del aeropuerto Ignacio Agramonte rumbo a La Habana, según los registros, a las 6:01 p.m.
Al día siguiente, más de 24 horas después, la prensa oficial cubana dio la noticia de que el Cesna 310-53 en que viajaban los tres hombres, no había llegado a su destino, el campamento militar de Columbia, y que se había iniciado o se iniciaba su búsqueda. Siguieron días de angustia y frustración, pues el pueblo, en su gran mayoría, se veía reflejado en el desaparecido guerrillero.
Esa misma tarde o la siguiente —ha pasado ya casi toda una vida—, mi padre me propuso que escucháramos las estaciones de radio locales, las de la provincia de Camagüey. Después de sintonizar dos o tres de aquellas estaciones, dimos con una radioemisora —creo que de Morón— donde se informaba que varios campesinos de la localidad de Pina, en las cercanías de Morón, reportaban haber visto pasar, poco después de las 6 de la tarde, una avioneta que era perseguida por un avión militar que le disparaba, y que ambas naves desaparecieron con rumbo noroeste, posiblemente hacia la costa.
En las diversas y contradictorias hipótesis formuladas para explicar la desaparición de Camilo y sus dos acompañantes, se ha dicho que un avión-caza Sea Fury despegó diez minutos después del Cessna, desde el propio aeropuerto de Camagüey, listo para entrar en combate, y que regresó “más tarde”, habiendo disparado sus municiones. Se ha dicho, también, que el piloto del Sea Fury murió muy poco después en un accidente.
Ni el avión ni sus tres pasajeros fueron encontrados. De Camilo nos ha quedado una imagen que aún parece reír o fumar su tabaco, y una voz áspera y vibrante que proclama, con los versos de Byrne, la inmortalidad de la bandera cubana.
Dentro de la galería de los protagonistas originales de la revolución, había sólo uno capaz de encarnar al pueblo cubano en su plenitud: Camilo Cienfuegos, el comandante de la sonrisa y el tabaco, el guerrillero bailador, el habanero amigo de las mujeres y los niños, el joven de las barbas y la melena espesas que le hacían aparecer como un profeta hebreo, el guerrillero del sombrero alón como un cowboy capaz de no cumplir las regulaciones impuestas por la casta militar de Raúl Castro… Camilo era el jefe del Estado Mayor del Ejército rebelde, pero Fidel Castro nombró a su incondicional hermano Raúl como comandante en jefe de las fuerzas armadas de Cuba, de modo que el popular guerrillero de los “cien fuegos” quedó sometido a la autoridad del hermano menor del máximo líder de la revolución, que avanzaba a pasos acelerados hacia una dictadura militar. Pero, para lograr la instauración de tal sistema, era preciso cambiar el papel y la imagen del Ejército Rebelde, que había combatido contra la dictadura militar de Fulgencio Batista, quien, a su vez, había convertido al ejército constitucional de Cuba en una fuerza represiva.
El Ejército Rebelde que bajó de las montañas de la Sierra Maestra y del Escambray, era todo lo contrario de una fuerza represiva. Integrado en su mayoría por campesinos y por jóvenes de la clase media urbana, formados en las ideas revolucionarias del estudiantado de ciudades como La Habana, Santa Clara y Santiago de Cuba, donde funcionaban las universidades principales de la Isla, aquellos jóvenes aspiraban a poner fin al militarismo dominante, y a encausar su país hacia una democracia popular, ampliamente participativa y abierta.
El papel de Raúl Castro en esta primera etapa en la “transformación” del Ejército Rebelde original en lo que aún se conoce como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (las FAR), consistió en constituir un comando de oficiales de dócil obediencia a las órdenes del líder máximo, y de férrea voluntad en la aplicación y el cumplimiento de tales órdenes. Y oficiales como los comandantes Huber Matos y Camilo Cienfuegos —ambos de ideas abiertamente democráticas— no parecían figuras apropiadas para conformar el nuevo cuadro militar de la revolución, donde militantes tradicionales del Partido Socialista Popular (comunista) iban ocupando posiciones clave sin haberse arriesgado en la lucha contra la dictadura.
La foto original, con las indicaciones para su edición. Se aprecia la conocida imagen de Fidel y Camilo, y junto a ambos, el también comandante Huber Matos.
Pero Cienfuegos y Matos eran dos verdaderos íconos de la revolución triunfante. Ambos entraron con Fidel Castro cuando éste ocupó una Habana que ya se le había abierto bajo la gallarda y aun temeraria acción de Camilo en la toma de Columbia. No sería fácil eliminarlos como “traidores”, tal como se hizo con el comandante William Morgan, de nacionalidad estadounidense, quien había actuado de manera decisiva en abortar un complot de origen “batistiano” y “trujillista” contra el gobierno revolucionario. En una de sus comparecencias televisadas, Fidel Castro elogió a Morgan como un héroe nacional: “William es cubano…”, proclamó. Pero de Morgan no volvería a saberse hasta que la prensa nacional publicó una breve nota, dando a conocer que había sido fusilado el 11 de marzo de 1961, por ser un “agente de la CIA” (Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos) que actuaba encubiertamente contra la revolución.
El breve y fatal papel desempeñado por William Morgan en Cuba, es ejemplo del proceso de “depuración” por el que pasó la dirigencia militar y política de la joven revolución cubana, la cual —como ha confirmado la historia en estos casos— empezaba a “devorar” a algunos de sus protagonistas iniciales. Morgan —como Huber Matos y otros guerrilleros que pelearon contra el ejército de la dictadura, encarnaba un concepto de “revolución” que no era el que regía los planes del máximo líder, quien por fin se declararía “marxista-leninista” después de negar esta filiación ideológica en numerosas ocasiones públicas.
Y después del “caso Huber Matos”, ante Camilo Cienfuegos no se abría otro camino que el de identificarse plenamente con la tendencia marxista denunciada por el jefe militar de Camagüey, o el de convertirse —aun a pesar suyo— en un enorme escollo para el desplazamiento de la revolución cubana hacia la órbita soviética.
Quienes lo han presentado como un “fidelista” a todo pecho, que habría seguido incondicionalmente a su líder en aquel desplazamiento, ignoran o prefieren ignorar el testimonio que en su propia voz dejó grabado Camilo —un mes antes de su desaparición—sobre el ejército rebelde que protagonizó el triunfo revolucionario. Se trata de la entrevista que concedió al periodista mexicano Gerardo Unzueta, el 19 de septiembre de 1959. En su presentación del entrevistado, Unzueta dijo a sus oyentes:
El ruido que escucharán al fondo, durante esta trasmisión, es el de los motores del avión en que viajamos hoy hacia la ciudad de Camagüey. El comandante Camilo Cienfuegos es uno de los jefes principales de las Revolución Cubana. Integrante del grupo que desembarcó en las playas de la provincia de Oriente, el 2 de diciembre de 1956, del núcleo que inició los combates en la Sierra Maestra, y de la dirección política y militar que derrocó al ejército y al gobierno dictatorial de Fulgencio Batista, el comandante Cienfuegos es una de las figuras más representativa de la actual vida política revolucionaria cubana.
Por considerarla el “testamento político” de Camilo Cienfuegos, se reproduce íntegra la entrevista de Unzueta a Camilo, transcrita por el autor de este artículo de la grabación original:
G. U.: ¿Cuáles son las principales dificultades de carácter interno que confronta el Ejército Rebelde?
C. C.: Las dificultades que confrontamos ahora en el Ejército Rebelde no son serias, ni son graves. Nuestro principal problema consiste, primero, en que nuestros hombres, venidos de las fuentes más humildes de los trabajadores, son hombres que ni siquiera, en un gran porciento, saben leer ni escribir. Estamos alfabetizando a, quizás, casi un setenta por ciento de los hombres de nuestro ejército; los estamos colocando en posiciones donde [es] necesaria cierta preparación, y tenemos la grave dificultad de que los compañeros aún no están totalmente preparados para desarrollar esa labor, y sin embargo estamos muy satisfechos de los resultados que estamos logrando hasta ahora, puesto que hemos visto que si los hombres sin preparación militar supieron ganar la guerra, ahora esos hombres sin preparación alguna también están rindiendo una labor efectiva en la paz, son hombres desinteresados, son hombres que están dispuestos a trabajar lo mismo quince que veinte horas diarias, son hombres sin ambiciones mezquinas, que la única ambición [que tienen] es hacer una Patria grande, hacer un ejército modelo en América, y hombres que siempre darán los mejores frutos, y estaremos, y ellos están haciendo los mayores esfuerzos por superarse, y sabemos que muy pronto ya estaremos recogiendo los frutos de esos compañeros que están dispuestos al sacrificio.
G. U.: ¿Cuál es, a su juicio, la forma de evitar que el Ejército Rebelde se convierta en un instrumento militarista?
C.C.: Eso es muy fácil: Nosotros no nos vamos a limitar a los cuarteles. La función del Ejército Rebelde es muy amplia. Yo no sé si usted estaba en La Habana, aquí, el día 14 de este mes, en que le entregamos al ministro de Educación el campamento más grande que teníamos en Cuba, que era [el] campamento de Columbia, donde ya se está construyendo un gran centro escolar. Estamos, en la provincia de Oriente, sacando a los soldados también de un gran cuartel, y lo vamos a entregar también al ministro de Educación, para que al mismo tiempo él se lo entregue a los niños cubanos, porque aquí lo que hace falta no son soldados; aquí lo que necesitamos, los millones de pesos que estamos gastando en las Fuerzas Armadas, en el ejército, dedicarlos a construir escuelas, a pagar maestros para la educación de miles de niños que no tienen, hasta el momento, lugares donde ir a estudiar. Nosotros tenemos pensado hacer un ejército pequeño, un ejército lo más reducido posible, y siempre estaremos dispuestos, como lo vamos a hacer ya ahora recientemente, a trabajar; uno de los planes que tenemos en el Ejército Rebelde es trabajar cada hombre cuatro horas extras; ya se están instalando las plantas de hacer bloques, y en cada lugar donde haya un cuartel los soldados ayudarán a los campesinos a fabricar sus casas. Nos vamos a dedicar a trabajar en obras públicas, haciendo carreteras; estamos trabajando en [la] repoblación forestal; estamos trabajando en la Reforma Agraria; nos estamos dedicando a todos los problemas civiles y de necesidad, y no nos concretaremos a ser militares; no nos concretaremos solamente a vigilar los cuarteles, ni estaremos haciendo postas con los fusiles exclusivamente; nuestra función es amplia, nuestro trabajo es grande, y todos los hombres que fuimos a la guerra sabemos que la Patria necesita de nosotros, que la Patria necesita de nuestros esfuerzos y de nuestros brazos; que si en la guerra supimos cargar los fusiles, hoy estamos dispuestos a tomar los azadones, a tomar los implementos agrícolas y sembrar la tierra, para que esta tierra nuestra produzca lo que necesitamos; estamos dispuestos a —con el mismo uniforme— a arar la tierra si fuera preciso para que Cuba crezca, para que Cuba florezca, para que la Reforma Agraria sea un hecho positivo, ejemplo de los demás países hermanos, para salir de la miseria ésta en que hemos vivido por más de cincuenta años. El Ejército Rebelde no será un aparato militar grande; el Ejército Rebelde no quiere millones de pesos para tanques, ni quiere millones de pesos para aviones; no queremos aviones y no queremos tanques: los indispensables nada más, por si algún día Trujillo de nuevo intenta sacar las garras de algún dictador, y tengamos que usar esas armas para defender la soberanía de Cuba. Después que ese peligro pase, estaremos dispuestos a transformar nuestros tanques en tractores, y dárselos a la Reforma Agraria para arar la tierra cubana y sembrar, para que los miles de campesinos que hoy no tienen tierra, que hoy no tienen casa, que no tienen escuelas, vivan decentemente en una república rica como ésta, porque aquí se luchó no para beneficio de algunos; aquí se acabó ya el poderoso que explotaba a los humildes; estamos conscientes de que, en esta república, los miles y miles y miles de hombres desempleados, con hambre, que nos dejó la dictadura, tienen que terminar; a eso se dirigen los esfuerzos del Gobierno Revolucionario, a eso se dirigen los esfuerzos del Ejército Rebelde: trabajando, trabajando mucho y sin descanso, situaremos a Cuba en un lugar prominente entre los primeros países del mundo. Estamos llamando a los pueblos de América a que nos visiten; a los hermanos latinoamericanos, que vengan aquí, comprueben la gran verdad; no se hagan eco de las calumnias ni las mentiras de la prensa extrajera pagada por los intereses poderosos [a los] que han afectado las medidas revolucionarias necesarias que se han hecho; que comprueben nuestro trabajo. Queremos ser ejemplo de América, y queremos ser ejemplo para que los demás países nos visiten, para que los demás países copien lo bueno que tenemos, para confraternizar con los demás hermanos de América, para aprender de ellos sus cosas útiles, y para abrazarnos con ellos en la hora hermosa de la libertad social, de la libertad de todos los tipos que hemos alcanzado en Cuba, y que aspiramos [a] que sea una hermosa realidad en toda América muy pronto.
Éstas son las ideas de un líder popular y agrario latinoamericano, las palabras de un revolucionario que se convirtió en el símbolo de un ideal revolucionario que aspiraba a hacer de su ejército una fuerza de trabajadores esforzados y generosos, no un eficaz instrumento para establecer y exportar la “dictadura del proletariado”, que poco después se impuso a los cubanos en nombre de aquellos mismos ideales. Son palabras que hoy nos pueden parecer ingenuas, pero en ellas resuena el eco de lo mejor de aquella generación de jóvenes que aún escribían Patria con mayúscula y sin avergonzarse. Como hombre “a todo pecho” de aquella generación, Camilo Cienfuegos marchaba en curso de colisión —consciente o no— con la revolución de la que había sido protagonista. De haber ocurrido, esta colisión no hubiera podido resolverse como la de Huber Matos: con un juicio político-militar a puertas cerradas, una condena, y un posible fusilamiento. Había demasiado pueblo en Camilo Cienfuegos para que el Ejército Rebelde —su Ejército Rebelde— presenciara algo semejante sin tomar las armas.
Si alguna duda quedare de ello, basta con recordar el que sería su último discurso. Al aparecer el 26 de octubre de 1959 junto a Fidel Castro en la terraza norte del antiguo Palacio Presidencial, durante una concentración convocada por el gobierno cubano para rechazar las medidas restrictivas de los Estados Unidos contra Cuba —que mucho ayudaron a la radicalización de la Isla—, Camilo Cienfuegos fue saludado por el pueblo habanero con una ovación atronadora que obligó a callar por un momento al máximo líder, y entonces Camilo tuvo que hablar. Y con su voz cortante y áspera, declamó los versos de Bonifacio Byrne a la bandera cubana:
Si deshecha en menudos pedazos
Llega a ser mi bandera algún día,
Nuestros muertos, alzando los brazos,
¡La sabrán defender todavía!
Ésta fue su despedida, y la última proclamación del nacionalismo revolucionario que se haya hecho en Cuba desde las tribunas del poder, y levantó un estruendo de entusiasmo que todavía resuena en la memoria de quienes la escuchamos para siempre.
Pertenezco a la última generación que vio y escuchó en vivo a Camilo Cienfuegos, y creo que su desaparición debe contarse entre los mayores reveses de nuestra historia republicana. En efecto, la abrupta ausencia de Camilo Cienfuegos fue un factor decisivo en el desplazamiento de la revolución cubana hacia la órbita soviética. Resultado de un accidente o de una conspiración, la muerte del popular comandante guerrillero, restó al pueblo cubano una de sus voces más queridas, respetadas y abiertamente democráticas, y despejó el camino para que los partidarios del militarismo se impusieran rápidamente dentro del entonces convulso gobierno del país.
23 de octubre de 2024
De la revista Bohemia, 8 de noviembre de 1959