Otros hay que no saben nada, y no estudian porque piensan que lo saben todo.
Son destos muchos irremediables: a éstos se le ha de envidiar
el ocio y la satisfacción, y llorarles el seso. —Quevedo
Mucho se ha declamado contra el fanatismo y las supersticiones religiosas; pero pocos se fijan en que otros fanatismos y supersticiones han reemplazado a los primeros, con la agravante de que aquellos suelen hacer presa, casi exclusivamente, en las ignaras clases populares, mientras que éstos se ceban con preferencia en el espíritu de los hombres medianamente ilustrados.
La pasión desordenada por lo nuevo, cualquiera que sea su finalidad, y el odio fiero a lo viejo, sean cuales fueren sus excelencias, constituyen para muchos pensadores, cuya opinión comparto, uno de esos morbosos fanatismos que la patología del alma señala como frutos legítimos de la inconsciencia que a sus pobres víctimas abruma.
No conozco nada más funesto que la ilustración a medias, por lo mismo que el saber mal es peor que no saber. Cuando todo se ignora no es difícil aprender algo: la inteligencia está vacía, y un buen maestro puede llenarla de ideas sanas y útiles conocimientos; en la tabla rasa del cerebro pueden grabarse enseñanzas que servirán de guía para la vida y de noble estímulo al espíritu en sus afanes por la ciencia. Pero cuando el espacio destinado a la verdad está ocupado por prejuicios que rápidas inconexas lecturas engendraron; cuando sin dirección, sin disciplina y sin método se han almacenado en la mente ideas no sazonadas por la meditación perseverante y el estudio laborioso, es casi imposible desplazar el error que tiraniza, invalida y anula las facultades del alma.
En tan triste situación, no son las ideas y los conceptos imágenes fieles ni veraces representaciones de los objetos cognoscibles: más bien se producen como monstruosas caricaturas y enrevesados jeroglíficos de la realidad desdeñada. Y como a la vez que el error consolida sus fáciles conquistas, la razón ejerce su poder comparando términos desfigurados por la impresión, que es la única fuente de doctrina adonde esos espíritus acuden a beber su ciencia, y el juicio lego dicta sus ligeros fallos, el caudal de desconocimientos engrosa por instantes, en ese desequilibrado funcionar de las potencias. Entonces, en el dédalo de los torcidos discursos, el hombre que ignora su ignorancia, o que percibiéndola no quiere tomarse el trabajo de vencerla, sobre todo si ella no le impide medrar y dárselas de culto, se fabrica para su comodidad y regla un dogma, aquel que cuadra mejor al desconcierto de sus falsas ideas. Se hace simplicista. Y desde el punto y hora en que tal dogma queda proclamado, aquel espíritu se aquieta y vive gozoso y satisfecho, cual si de ciencia y virtud se hubiera hartado ya su alma.
En paz consigo mismo, aunque es la paz de los sepulcros la única que ha logrado, obedeciendo, sin darse cuenta por supuesto, la eterna ley de vida que impone al espíritu la controversia y la lucha, empuña la espada de su tajante lógica, su credo por divisa y sus disparatadas concepciones por escudo, declara la guerra a todo el género humano y reta a singular combate a todo el que de grado no confiese que la Dulcinea que mora en el Toboso de su fantasía es la más noble y fermosa dama de cuantas adoran los andantes caballeros.
Paréceme que no me equivoco al decir que ése es el proceso y el génesis de ciertos gustos dogmatizados, que con infantil soberbia pretenden imponer sus exclusivismos. A Henry George, a fuer de yankee conocía bien el paño de la democracia, cupo la fortuna de definir magistralmente el ínsito simplicismo (sic) de ese estado social, que muchos preconizan ciegamente. El simplicismo (sic) de este otro estado intelectual no es menos digno de ser emplazado ante el tribunal de la razón serena.
No se tenga por artificiosa y rebuscada la analogía que denuncio. Mírese, al contrario, como natural y realísima; porque así como la plebe no admite más razones para erigirse en déspota que la soberanía del demos, así también el vulgo de los leídos no concibe otros principios de estética ni más fuentes de sabiduría que los caprichosos postulados de la moda.
Llegados a la edad en que ya no es tiempo de prepararse, sino de decidirse, carentes de todo equilibrio mental y de toda disciplina ideológica, ven se constreñidos a aceptar, sin previa deliberación y examen, una doctrina, un molde, una escuela, que les permita parecer convencidos de algo, y claro está que como lo que se llama moderno ofrece la ventaja de la simpatía que el convencionalismo de los ideales despierta, y a la vez evita peligros de disgusto, por cuanto nada agradece tanto la ruin vanidad de los nombres como el halago y la lisonja, los cánones que se pregón son siempre los últimos, los más nuevos y flamantes. Y como en el momento de la elección no se cuenta con la suficiencia que ella requiere para ser libre y sensata, o no hay que decir que la aceptación es completa y absoluta. No pudiendo diferenciar lo legítimo y respetable de cada tiempo de lo extraviado y antihumano de cada secta, se confiesa todo, ese todo que así gana la flaca mente y el corazón ineducado, es el pendón de intransigencia y de guerra con que los ejércitos de la monomanía intelectual se lanzan a la pelea.
Cuanto a sus estrechos apotegmas no se ajuste, decláranlo muerto y pasado, con una inocencia que por lo paradisíaca es envidiable. Y como alguien se permita pensar por cuenta propia y poner distingos al símbolo de su fe, pronuncian con sacerdotal solemnidad el risible ¡anathema! que la punible rebeldía les arranca; o por lo menos, cuando el temperamento o el hábito suavizan un tanto la feroz intolerancia, le cuelgan al prójimo, con la mayor tranquilidad, el sambenito de anticuado…! Anticuado…! ¡Como si lo condenable, por primitivo y atávico, no fuera suprimir el pensamiento, tomar como norma la desgobernada sensibilidad, cegar todos los manantiales de la racional crítica, convertirse en fonógrafos de las ideas ajenas y en torpes vehículos de doctrinas que la propia inteligencia no asimiló deliberadamente, y doblar mansos y sumisos la cerviz al yugo de la moda! ¡Como si la verdad y el bien y la belleza no gozaran de eterna novedad! ¡Como si la esencia vitalísima de esas tres grandes realidades, por cuya posesión trabaja el hombre que no reniega de su origen, estuviera a merced de las veleidades de los tiempos!
A título de novedad profesan todo lo nuevo, y con llamarse modernistas ya creen haber resuelto todos los problemas y llenado de luz su tenebroso cerebro y de dulzura su agostado sentimiento. Son monistas en filosofía, en arte naturalistas, en moral epicúreos, en política radicales, en religión ateólogos y en todo revolucionarios por sistema y negadores por costumbre. Y por de contado que no han leído, y menos estudiado, a Draper, Haeckel, Siciliani, Soury, Spencer y demás corifeos de la nueva ciencia, y que si se les pregunta por los otros sistemas filosóficos ni de oídas los conocen. Los más escrupulosos han hojeado, mal y de prisa, alguna obra de estos maestros, y sin más consultas se sienten convencidos. Les sucede lo que a los suscriptores de un solo periódico: que lo convierten en Evangelio y bailan siempre al mismo son, al son de su organillo.
Y pasma ver con qué aire magistral ponen reparos a las doctrinas que no se ajusten a sus simplicísimas ideas. Para sus romas entendederas ninguna idea es buena sino a condición de ser nueva. Nuevo y viejo, antiguo y moderno, atraso y progreso, reacción y adelanto son palabras que tienen para esas gentes un valor absoluto. Úsanlas no como términos de relación o medida cronológica, sino como signos del error y la verdad, y con tan socorridos tósicos (sic) y tan sugestivo vocabulario, todo lo resuelven y proclaman o condenan según cuadre o disconvenga a su incipiente filosofía. En sus reglas de conducta intelectual no hay ninguna cláusula destinada a sancionar el respeto que se debe a los que, más cuerdos y más amantes de la verdad, se curaron de estudiar y meditar mucho antes de jurar bandera, y con perfecta conciencia eligieron sistema. El más noble alarde de independencia personal muéstrase al criterio de esos pensadores con librea como cosa vitanda y reprobable; la más leve rebeldía contra la integridad de sus creencias como fruto pecaminoso de un cerebro descompuesto. Ignoran que nada hay más viejo que el error y que la verdad goza de inmarcesible juventud. Incapaces de distinguir entre la economía de cada tiempo y los principios de la ciencia, no perdonan a quien ose rechazar algo de lo que ellos aceptan como axioma. No parece sino que al combatir el materialismo o al impugnar a Spencer, por ejemplo, se trata de resucitar el derecho de pernada, o el régimen feudal, o la monarquía absoluta.
Ni tradicionalista por sistema, ni revolucionario por moda, es lo que precisa no ser para pensar con acierto y rectitud.
Huélgome mucho de haber alcanzado el siglo XX. Me parece muy cómoda la moderna levita, y en Dios y en mi ánima juro que no haría nada por restablecer el coselete u otras viejas indumentarias. Creo en el progreso, amo la libertad y ansío que el género humano logre realizar, en cuanto sea posible dentro de su natural limitación, el ideal de paz, de harmonía y de justicia porque suspira perpetuamente. Pero ¡pardiez! que no había argumento que me convenza de que tengo la obligación de tirar del carro de cualquier zurcidor de disparates que con talento o fortuna logre propagar sus doctrinas o adquirir celebridad y universal renombre.
Quédese eso para los inconscientes especuladores al uso, de los cuales puede decirse lo que de sí propio dice en El monaguillo el alguacil libre-pensador de Grijota: que no piensan en na.
Enero, 1901
Se han respetado las cursivas del original.
Tomado de El Fígaro, Año XVII, Núm.3, Habana 20 de enero de 1901, p.26.