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Se dice que los pueblos son olvidadizos. Los amigos del gran tribuno cubano Rafael Montoro están demostrando que ésta, como tantas otras generalizaciones que pretenden sintetizar el espíritu público, no es sino una verdad a medias.

A mí me parece la actuación a que aludo justa y natural. El señor Montoro simboliza, en los años de su plena actividad mental, todo un período de la historia de Cuba. Fue el alma, como fue el verbo de la época que pudiera llamarse autonomista. No fue, desde luego, el único orador, ni aún el único gran orador cubano, entre el Zanjón y Baire; pero en todo ese tiempo fue la suya la voz que más alto resonó en nuestra tribuna política. Sanguily, dentro, y Martí, fuera, dos colosos, giraban entonces en círculos excéntricos.

Rafael Montoro

Para ir a la raíz de los hechos que lo llenaron, es necesario haber vivido en ese período confuso, en que el viejo espíritu colonial, exacerbado por su aparente victoria y enardecido por su apetito de dominación y riqueza, tenía que hacer frente a las nobles aspiraciones del pueblo cubano, constreñidas, pero íntimamente vivificadas por el polen fecundo que la revolución había arrojado sobre su conciencia.

Toda esa época ofrece esta característica, singular sólo en la apariencia. Mientras los directores del partido autonomista se esforzaban por disciplinar al cubano, para que procurase llegar a la meta de su ideal político, científicamente circunscripto dentro de la nacionalidad española, la gran mayoría de sus adeptos traducía esa prédica al lenguaje de sus sentimientos. Para ellos, autonomía significaba independencia.

Estoy convencido de que ésta es la clave de aquella situación inestable, que se prolongó año tras año. Miope para el desenvolvimiento histórico sería quien no comprendiese que los corifeos de los autonomistas genuinos procedían con toda sinceridad. El señor Montoro, el señor Govín, el señor Gálvez, el señor Del Monte iban rectamente por el camino que les parecía más llano, en medio de peligrosos derriscaderos, a fin de dar a su patria una, constitución duradera. Mas duradera, para hombres tan doctos y expertos, no podía significar inmutable.

Sería impropio de quien tergiversara a sabiendas los hechos extender a más la actitud del famoso grupo autonomista. Pero con lo expuesto basta para comprender su verdadero papel en nuestro desenvolvimiento social.

Ese fue el primordial, pero no el único, del señor Montoro. Talento de pujante alcance, nutrido de la más abundosa savia filosófica; escritor de rico léxico, flexible y comprensivo; perito en todas las ramas de la ciencia política; artista y alto apreciador de artistas, ha ofrecido a su patria un acabado modelo del humanista del Renacimiento, del hombre de letras del siglo diez y ocho. Todo ello perfectamente armonizado en un polígrafo de nuestra época.


Tomado de Rafael Montoro:
Obras. Edición del Homenaje. La Habana, Cultural S.A., 1930, t.I, pp.LXXVII-LXXVIII.
El Camagüey agradece a José Carlos Guevara Alayón la posibilidad de publicar este texto.

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