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Un discreto y ameno escritor, el señor Hernández Miyares, que se encuentra de paseo en la ciudad imperial, nos ha transmitido sus impresiones neoyorkinas. Leyéndolas, por cierto con mucho agrado, di con un párrafo en que el criollismo del señor Hernández se mostraba mortificado, porque sus ojos tropiezan por todas partes con esta recomendación fatídica: No smoking.

Las misteriosas letras de fuego, que vio dibujarse sobre el muro sombrío, no espantaron tanto al recalcitrante Baltasar, como al escritor cubano este impertinente No fuméis, que apaga el cigarro en su boca de fumador empedernido. ¿No fumar? Pero eso es un horrible castigo para los cubanos. Es como obligarlos a no andar sino de frac. Esto dice el señor Hernández. Y comprendía la abominación del anexionismo.

Sin duda nuestro viajero recordaba, y la boca se le hacía agua, la sabrosa llaneza con que acá se fuma en todas partes, en la cocina y en el comedor, en el salón y en la alcoba, antes y después del baño, antes y después de las comidas, en los ómnibus y en los carros, en los parques y teatros, dando el brazo a una señora y a la cabecera de un enfermo. Esta atmósfera humosa, saturada de nicotina, debe ser tan natural al pulmón del cubano, como su ambiente acuoso a las branquias de un pez. No está probado que la salamandra viviera en el fuego; pero está visto que nosotros podemos vivir y recrearnos en el humo. Lord Brassey nos hizo —¡ay sin sospecharlo!— el más delicado elogio, cuando escribió esta frase que quizá se le antojaba epigramática: Smoking is the universal ocupation in this land of indolence.

Es indudable que este hábito de fumar en todos lados y sobre todo el mundo es eminentemente democrático, y aun tiene algo de ascético. Establece la igualdad de todos los ciudadanos ante la mortificación. Es enemigo jurado de todo privilegio. Mi vecino me ahuma y yo lo ahumo. Si yo huelo a tabaco, ¿por qué no ha de oler también el que se sienta a mi lado? El fumar forma parte de nuestros derechos inalienables. Quizás forme el todo. Porque si es verdad que un simple ejecutor de apremios, por decreto de un empleadillo, puede allanar mi domicilio; y un soldado armado de pies a cabeza me puede llevar al vivac porque le di un encontrón; y el fisco puede poner en entredicho todos mis derechos civiles, si no le he pagado la cédula; y el gobierno, cuando le viene a cuento, me viola la correspondencia; y el Estado dispone de mi hacienda sin mi intervención y riéndose de mis protestas; y la venalidad y el privilegio hacen irrisión de cualquier demanda de justicia que interpongo; al menos puedo fumar, sin que ningún ujier hosco me grite: “Guarde reverencia”.

Comprendo que nuestro viajero se haya indignado contra ese imperioso consejo, que recuerda tan inoportunamente que no vive uno solo en el mundo, y que no se puede inficionar a saciedad el aire que otro respira. Y me explico que, si alguna vez sorprendió en el claustro de su conciencia tal cual veleidad de anexionismo, haya abjurado de ella con horror en el smoking room, entre las aromáticas espiras de humo de su rico habano. Quizás le parecía que un misterioso dedo iba trazando con ellas jeroglíficos de extraña significación, caracteres hieráticos que desarrollaban un dogma singular, refractario a nuestros usos, a nuestras ideas, a nuestra sangre, a nuestro criollismo bonachón y egoísta, que gusta de salirse con la suya, aunque se apeste al prójimo.

No smoking. Es decir, recuerda que todos te respetan y que debes respetar a todos. Recuerda que tu vecino del momento tiene los mismos derechos a tu consideración, que tu vecino permanente. Recuerda que tus gustos no deben convertirse en el disgusto del que te acompaña. Recuerda que la máxima primera del código de la buena sociedad es: no molestes. Y recuerda que el hombre bien educado debe considerarse siempre en buena sociedad.

No smoking. Es decir, para el buen concierto de los individuos en comunidad no hay nada insignificante. La lesión del derecho más pequeño resulta enorme. No prives a nadie de su aire puro. Respeta su olfato. No le irrites los ojos. Te indignas porque un desconocido te ha pisado un pie. Pues piensa que con idéntica razón se indigna él porque le arrojas a la cara una bocanada de humo. A ti te parece aromático, a él puede parecerle nauseabundo. Te molestas si te salpican de lodo. Otro puede molestarse porque le impregnas la ropa de olor a tabaco. Te exasperas porque esa buena señora sube al ómnibus con su falderillo. Pues a la buena señora tu cigarro le produce mareo. Lo conveniente para todos es, ni perro, ni cigarro, ni lodo, ni humo. Piensa siempre que la presencia de otro limita tus antojos, en la misma proporción que tu compañía limita los suyos. No se ha inventado, ni se inventará otra fórmula para andar en paz y sosiego por el mundo.

Dichoso Robinson, estaría pensando el señor Hernández Miyares, dichoso Robinson, que es el único sajón que ha podido fumar a sus anchas, y eso mientras estuvo solo en su isla. Porque de seguro, desde que fue Friday a aumentar la población, él mismo tomaría un tizón del hogar, y escribiría con gruesos caracteres de tizne por las paredes de su cabaña: No smoking.

(Julio, 1894)

“Esta atmósfera humosa, saturada de nicotina, debe ser tan natural al pulmón del cubano, como su ambiente acuoso a las branquias de un pez.” 
El fumador – Joos van Craesbeeck, 1635

Tomado de Desde mi belvedere y otros textos. Prólogo, cronología y notas de Salvador Bueno. Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2010, pp.295-297.

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