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El segundo cuento más corto del mundo

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El segundo cuento más corto del mundo

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Esto iba a ser un homenaje a Augusto Monterroso, héroe de la magnífica brevedad, autor de la famosa novela de una línea, “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, hombre pequeño, irónico y suave como una de sus historias, con quien por azar compartí una tarde, tan breve, hablando de poesía y de su juventud y de la mía y de la primera vez que visitó Cuba y del estado actual, ay, de la literatura cubana y mexicana. Iba a ser una entrevista formal, o al menos el periodistillo recién graduado y pobrecito poeta que era yo así lo creía y allí me aparecí bien formalito en aquel hotelito sobre el valle del Yumurí, con un amigo también recién graduado y una prehistórica grabadora de casette. Pero al llegar nos dijeron que el viejo escritor había accedido con la condición de que fuera una conversación amistosa, sin grabación, un poco à la diable, como nos dijo, porque curiosamente su interés en nosotros era tan intenso como podía serlo el nuestro en él. Éramos, nos dijo, una especie en extinción, jóvenes interesados en la literatura, y él quería saber lo que pensábamos de la literatura cubana entonces actual, y de cómo era ser joven y sensible e informado en un país tan paradójico, tan abierto y cerrado, tan cultural y policial, donde la cultura echa mano ella misma a la pistola, donde había conocido a unos jóvenes aspirantes a poetas obsesionados con la Metafísica de Aristóteles porque la realidad estaba prácticamente prohibida. Nos dijo que estaba sorprendido de conocer a tantos jóvenes que habían leído a Flaubert y a Tolstói pero eran cómicamente ignorantes sobre las cosas del mundo porque, entre otras cosas, ninguno había viajado. Touché.

Ahí le conté que hacía algunas semanas había leído una entrevista con Joan Manuel Serrat, paradigma de la resistencia cultural en tiempos de Franco en España y frecuente visitante de la isla, y el iluminado cantautor había dicho que para él, la gente se divide en aquellos que viajan y aquellos que no. Los que no viajan, continuó, son los culpables de tantos malentendidos y suelen estar llenos de odios absurdos y prejuicios irracionales. La entrevista se publicó en uno de los engendros que en Cuba pasan por periódicos y le dio una idea para una pequeña travesura a una amiga mía, artista conceptual. Se apareció en la oficina de inmigración del Vedado con el periódico en la mano y una pequeña grabadora en el bolsillo de sus jeans, y pidió un permiso de salida para visitar Barcelona. Cuando le preguntaron por el propósito del viaje y dónde estaba la carta de invitación, sacó el periódico y dijo que Serrat la había invitado directamente, que el viaje era para librarse de prejuicios irracionales, etc., y convertirse en una auténtica ciudadana del mundo estilo Serrat. Su grabadora no era tan grande como la mía, pero en algún momento se dieron cuenta de que estaba grabando las respuestas de la severa funcionaria de los permisos, y un par de fianas sin sentido del humor ni idea del arte conceptual la arrastraron fuera, le dieron un par de gaznatones para que se callara, y la dejaron guardada por una semana, que fue el mejor final posible para su performance. Sin embargo, el inspirado juglar catalán se siente como en casa cuando viene a Cuba. Por supuesto, cuando dice “la gente que viaja y la que no” se refería a europeos, americanos, australianos, quizás algún africano, acaso algún chino, pero no a los cubanos, que son tan afortunados de que no necesitan viajar a ningún sitio. Les basta con que su máximo líder les explique lo que deben saber sobre el mundo, y así estamos mejor, ¿verdad?

Así empezó la conversación con el viejo breve, veterano de dictaduras menos literarias. Mi amigo agregó que sentía que vivir en Cuba era como estar en un cepo, o como las vidas de los peces en una pecera, envejeciendo sin experiencia ni sabiduría que adquirir. Dijo también algo sobre la censura, sobre vivir rodeado por un número limitado de ideas, bastante pedestres además. A veces, siguió, toma un montón de tiempo y esfuerzo dar un paso atrás y tratar de ver las cosas con un lente distinto, llegar a conclusiones que son obvias para todo el que viva fuera de la pecera. “Es como alguien que vive en una cueva y descubre el teorema de Pitágoras pero después se entera que hasta el gato lo sabía hace milenios.” Monterroso escuchaba, si se puede decir así, con todo su ser. Para mí era fascinante ver a alguien concentrado en el acto de escuchar. En Cuba hablamos tanto y escuchamos tan poco.

Al fin el viejo respondió que, viniendo de lugares como Honduras y Guatemala, en el margen de los márgenes, entendía lo que quería decir, hasta el punto en que puede uno ponerse en los zapatos de otro. Pero hay que sacarle todo el jugo a la vida, de cualquier forma que venga. Reconocer, por ejemplo, que la censura los ha hecho más curiosos, aunque claro sin conformarnos, porque ninguna ética digna de tal nombre puede llevar a la complacencia, y sólo se puede estar en el mejor de los mundos posibles si uno es un plasta nacido con una cuchara de oro en la boca y una venda en los ojos. Pero ese tipo de personas, por supuesto, no nos interesan para nada. Y añadíamos nosotros que, por absurdo que parezca, también los dirigentes del partido o la unión de escritores, y hasta los periodistas muertos de hambre de los periódicos oficiales viven en el mejor de los mundos posibles. Él soltó una risita: “Si Schopenhauer supiera, ¿eh?”

Al final como siempre hablamos tanto como él, arrastrados por nuestro juvenil fervor y angst tropical. Éramos discursos ambulantes en busca de audiencia, súbitamente conscientes de que el viejo breve nos entendía, nos escuchaba, nos daba (a su manera suavemente estoica) simpatía y consuelo, sin ninguna condescendencia, como quien ha sido joven por mucho tiempo.

Lo habíamos visto el día antes, en un salón de la biblioteca local, donde algunos notables de la ciudad, un famoso intelectual habanero y un grupo de curiosos (atraídos más que nada por los refrigerios) se habían reunido para hacerle un retórico homenaje. El peso pesado venido de La Habana habló brevemente sobre la brevedad, citando a Lezama y comparando las historias de Monterroso con esas cosas de la vida que son muy condensadas y profundamente satisfactorias, como los proverbios o el cognac. Dijo que cada cuento de Monterroso estaba saturado de significados, igual que un buen cognac francés está preñado de sabores. Era una buena comparación, pero no tenía en cuenta que casi nadie en el público había probado el cognac en su vida, mucho menos el francés que él decía. Un tipo en la esquina alzó la mano, yo no sabía su nombre, pero lo conocía de verlo a cada rato en el teatro, era fácil recordarlo por el contraste de la piel negra y el pelo casi blanco, y porque era muy bizco y tenía un tic nervioso que lo hacía inclinar la cabeza rítmicamente hacia la izquierda, a casi noventa grados. Nunca había oído su voz profunda como de locutor de radio, que resonó en la sala cuando dijo: “Me disculpa, pero ¿puede explicar qué es el cognac?” Así sin más, y era imposible saber si lo decía en jodedera o totalmente serio. Hubo una explosión de risas mientras el intelectual pensaba en qué responder. Un amigo sentado al lado mío, que había estado preso en los 70ʼs por “diversionismo ideológico” y tener el pelo largo, me dijo al oído: “Por menos que eso en mi tiempo te esperaba la policía en la puerta. Ahora cualquiera se burla de estos comemierdas”.

A continuación, el historiador de la ciudad comenzó su discurso hablando de un noble samurai, pariente de un emperador o algo, que en ocasión de un viaje misterioso a fines del siglo XVIII (¿de estudio?, ¿turismo?, ¿diplomático?, ¿espía?) había visitado la apenas existente ciudad de Matanzas, inaugurando de este modo el catálogo de los visitantes ilustres en los anales de la provincia. Después continuó con algunos ejemplos más de gente famosa o medio famosa, para concluir lleno de grandioso candor que con la visita del breve escritor, Matanzas escribía una página más de su ya larga y gloriosa tradición como lugar de peregrinaje de los grandes. Yo me reía por lo bajo y aplaudía con entusiasmo, mientras el viejo agradecía las torpes efusiones con serena dignidad. A continuación, la poetisa laureada de la ciudad, casi ciega y un poco coja ya después de toda una vida de aventuras galantes, leyó como pudo un sentido poema elogiando al maestro, en voz semi inaudible que transformaba un soneto de lo más normalito en sincopada oda expresionista.

Yo estaba cansado, el aire acondicionado del local estaba roto y el calor me iba atontando poco a poco. En medio de aquellos juegos florales empecé a divagar, y me veía de pronto en el teatro Tacón, cien años atrás, en la coronación de María Gertrudis de los Dolores Gómez de Avellaneda y Arteaga. Había estado leyendo en esos días las crónicas de la época: cómo el mundillo culturoso la recibió en el muelle y le abrió sus salones, llenándola de loas y adulación con el mismo entusiasmo conque antes chismoseaban sobre su moralidad distraída. Todas esas suntuosas descripciones de las damas enjoyadas que fueron al estreno de una de sus obras, todo el bombo y la fanfarria de la coronación.

Estaban celebrando a la hija pródiga, pero en realidad se estaban celebrando a sí mismos. A la isla le estaba yendo fantásticamente. Los precios del azúcar estaban por los cielos, los negros bajo control, el Año del Cuero se había vuelto un recuerdo distante, todos los descontentos estaban reducidos al silencio o al exilio. Vi a la Avellaneda sentada en su trono de mentira en medio del escenario, sonriendo estoicamente soneto tras soneto, odas, discursos, aplausos, entre las damas de la sociedad habanera, caballeros criollos, indianos, poetas en ciernes, periodistas del Diario de la Marina, los miembros ilustrados de la sacarocracia, y los otros también, los que no sabían distinguir una metáfora de un boniato frito pero estaban allí para ver y ser vistos, aburridos pero firmes como los guardias en la puerta. Afuera, carruajes pasando lentos sobre los adoquines, y adentro la emoción del regreso, círculo que se cierra para la vieja leona de tantas noches de amor y febril escritura que se fue a España y regresó para recibir este aparatoso homenaje.

Me preguntaba si ella sentiría algún tipo de consuelo o de satisfacción. Las luces de gas se han encendido en el Paseo del Prado y los negros que esperan se están quedando dormidos, suenan aquí y allá unos tambores o un piano que animan la noche. ¿Se sintió Gertrudis como una reina cuando Luisa Pérez de Zambrana le puso en la cabeza la corona de oro y esmalte, o estaría ya abrumada por el peso del absurdo y lo patético de todo aquello? Y en medio del calor pegajoso de la biblioteca la vieja poetisa termina de pronto su soneto-oda y aplaudimos de nuevo, algunos con genuino entusiasmo, porque la señora tiene sus fans entre los jóvenes y sobre todo entre los medio tiempos de la ciudad, y al final con todo su sabor de época y su creciente ridiculez no deja de ser entrañable, como una reliquia de un tiempo que nunca fue, y ha vivido y morirá en una densa aura poética, con un aire de fiera independencia que los modernos y postmodernos no podrán nunca ni sospechar.

Sin título, de la serie Generación de hierro 
Argel Ernesto González

Monterroso nos dice que no daría una entrevista, que ya había dado todas las entrevistas y que al fin, tras constatar con tristeza que se repetía tanto con mínimas variaciones, decidió publicar un libro donde daba todas las respuesta importantes. Si necesitábamos publicar la entrevista podíamos usar ese libro sin pudor y más o menos construirla como un collage de periodismo de urgencia. “No se preocupen que no se lo diré a nadie, a quién se lo voy a decir si no doy entrevistas”. Nosotros no le decimos que en realidad nos da igual, porque ni muertos trabajamos para ningún periódico ni revista del régimen, y no pensamos publicar nada. Estamos ahí porque una amiga, secretaria de prensa de la institución que lo invitó, arregló el encuentro porque sabía que nos gustaría conocerlo. Así que nos parece perfecto sólo hablar por hablar. Nos dice por ejemplo que le gusta reunirse con los jóvenes en México pero a veces le da tristeza la educación que están recibiendo, la ignorancia de los clásicos. Se quejan de que los libros son caros pero claro, hay muchísimas ediciones del Quijote muy baratas y de Ovidio y de la Divina Comedia y así, caras son las últimas novelas francesas o americanas o locales publicadas con carátula dura o con mucho cromo coloreado. Me acuerdo, dice, que en mi tiempo los cromos eran para los niños que coleccionaban las estampitas y trataban de llenar aquellos cuadernos de Razas del Universo, todos con su traje típico excepto los salvajes que estaban desnudos o casi desnudos y algunos usaban un plato en el labio inferior, o El libro de los animales salvajes o las Obras maestras de la pintura universal (universal aquí por supuesto significaba “europea”) con unos fusilamientos del dos de mayo, unas Meninas y una Última Cena portátiles, llenas del brillo feroz ahora reservado a las estrellas flacas que salen en las portadas de las revistas. Nunca lograbas completar aquellos álbumes, porque algunos cromos los producían en tirada reducida y eso los hacía raros y valiosos. En la escuela podías intercambiar un elefante africano, un tigre de Bengala, un torero español y un Jardín de las Delicias por un solo guerrero maorí, y eso mucho antes de que nadie hablara de globalización.

Mi alfabeto también era cromado, sigue, con grandes letras ornamentadas en mayúscula y minúscula. ¿Se acuerdan del Soneto de las vocales, de Rimbaud? Muchos críticos especulaban qué sería aquella A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu, pero eran como las letras de la cartilla en mi escuelita en Honduras. Aprendí a leer con ellas, y es verdad lo que dice el soneto, que están abiertas al silencio y el estruendo de los mundos, porque son nada pura, y tan poderosa que uno vive y muere por ella, ¿no es verdad?

Y ese llamando de las palabras es tan absorbente, sigue Monterroso, que en la juventud nos ponemos ansiosos porque no hemos escrito una obra maestra a los veinte, y nos apuramos sin saber que la prisa no nos adelanta un paso, la prisa es una trampa para callarnos o para que no digamos lo que teníamos que decir, ¿no? ¿Cómo era aquel poema de Antonio Machado? Y ahí tuve mi momento cuando emocioné al viejo maestro recitando el Sabe esperar, aguarda que la marea fluya, tal en la costa un barco, sin que el partir te inquiete. Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya, porque la vida es larga y el arte es un juguete. Sí, ese mismo poema, ¿cómo sigue? Y cuando llego a que el arte es largo y además, no importa, nos damos cuenta que está verdaderamente emocionado, roja como un tomate su carita de manzana, ligeramente turbado su acento indefinible de centroamericano mexicanizado cuando dice miren ustedes, éstas son las paradojas de este país que les decía, yo no creo que muchos jóvenes hoy en día puedan recitar a Antonio Machado, y ustedes que no tienen nada... Era extraño ver que algo tan trivial como un poema recordado lo removiera tanto, a pesar de su aire de sabiduría y paz budista. Pero en ese momento tuvimos un vislumbre de alguien que, con todo su éxito y fama y homenajes, era el sobreviviente de muchas eras idas, a la defensiva en un mundo que se le había hecho cada vez más ancho y ajeno. Así que llevamos la conversación hacia otro tema, le pregunta mi amigo que desde cuándo está viniendo a Cuba y se anima de nuevo. “Es una historia larga.”

La historia empezó por el 53 o el 54, cuando llegó a Chile exiliado de una dictadura que ya nadie recuerda, y publicó “Mr. Taylor”, uno de sus cuentos más famosos, sobre un gringo emprendedor que monta un negocio de cabezas reducidas en un país sudamericano que se va despoblando, descabezando gradualmente hasta desaparecer, metáfora de las repúblicas bananeras que conocía tan bien. Lo publicó en el periódico del partido comunista de Chile, el partido de Neruda, que lo llamó y lo quiso conocer y no recuerdo cómo una cosa llevó a la otra y de pronto estaba en Cuba con una delegación de intelectuales latinoamericanos esperanzados y utopistas, esperancistas y utopados, y no recuerda mucho de aquel viaje un poco teatral, un poco excesivo, excepto que el fin de año lo pasó aquí (60? 61? 64? no puede recordar y “ustedes me perdonarán, es que han pasado varias vidas”) y hubo una cena gigante en la Plaza de la Revolución, con miles de comensales y platos desechables o cajitas de cartón de esas de cumpleaños, no recuerda, y Fidel en persona y Raúl y el Che y compañía les servían los platos o cajitas a la línea interminable, llenos de energía y carisma, con sus barbas relucientes y sus eternos trajes verde olivo, una escena que sería inimaginable en cualquier otro país de más de cien habitantes, hasta el punto de que ahora a veces me pregunto si no me lo habré inventado todo. Parecía el nacimiento de un mundo nuevo, y yo que soy escéptico por naturaleza me preguntaba si no sería demasiado bueno para ser verdad. Es difícil ser objetivo sobre algo como esto, es como en un partido de fútbol, en que los espectadores emocionados que gritan desde las gradas o lo ven por televisión no se enteran del dolor de las patadas que reciben los jugadores, ni si corren tras la pelota con una rodilla reventada. La gente necesita emoción, esperanza, belleza, y yo a veces me pregunto cuántos de nosotros no habríamos caído en una depresión terminal si no hubiera existido el sueño cubano durante los años 60, 70 y 80, cuando el mundo parecía dividido en dictaduras y uno iba como un fantasma de exilio en exilio. Otra cosa es lo que sea vivir en ese sueño, claro. Pero en aquellos años muy pocos entre nosotros se daban cuenta de que estábamos usando a los cubanos como extras en la superproducción fantasmal de nuestras fantasías revolucionarias. Monterroso se había vuelto a poner colorado como su apellido.

Había atardecido y hasta enfriado un poco en aquella terraza que daba a la piscina, y su esposa había pasado un par de veces a preguntarle si estaba bien, si necesitaba un abrigo o si quería algo. Habíamos hablado por casi cinco horas y ni siquiera había ido al baño. La mujer, que parecía la hija del viejo pero lo trataba con un cariño muy poco filial, casi como una novia celosa, tenía un aura serenamente exótica, una belleza cultivada pero natural, y maneras delicadas y firmes que venían de un mundo a años luz de distancia del nuestro. Era suavemente intimidante para los dos muchachos provincianos que éramos. Llegó el momento en que le dijimos al viejo, sin querérselo decir, que era mejor parar, que su mujer estaba preocupada y que no queríamos abusar de su generosidad. Pareció triste por dejarnos ir, y se despidió con una efusividad casi forzada, que de pronto lo hacía parecer tan viejo como era en realidad.

Muchos años después alguien me paró en un pasillo de Stanford University y me preguntó en tono casual que si conocía a Monterroso, el del cuento del dinosaurio, que se acababa de morir en México. Sentí inmediatamente ese sabor a metal viejo en la boca, como si hubiera mordido un machete oxidado, que era en aquellos tiempos mi primera reacción a cualquier mala noticia (ya no, después de un tratamiento bestial con antibióticos que me libró de la gastritis y los reflujos que traje de Cuba como un libro más en la mochila). Le dije sí, sí lo conocía, de hecho una vez me pasé una tarde entera hablando con él, y me acuerdo que se emocionó porque le recité un poema de Machado. Era una perla el viejo, de las que ya no quedan. Mira tú, pero sic transit gloria mundi, a todos nos va a tocar.

Pensé hacerle un pequeño homenaje privado escribiendo mi trabajo final en una clase insufrible sobre el Boom, sobre él, pero al final acabé yéndome por lo más fácil y escribí sobre García Márquez y el totalitarismo, hasta donde esas cosas se pueden distinguir. Qué le iban a importar a Monterroso, a esas alturas, mis contribuciones a los juegos florales que comenzaron nada más morirse, todo el mundo escribiendo elogios y reminiscencias y homenajes y elegías en periódicos y revistas que ya nadie lee. Me consoló pensar que nunca había conocido a un viejo que pareciera más niño, un niño brillante y precoz capaz de ironía pero poseído de una inocencia irreductible, el mismo niño que aprendió a leer con vocales de colores como Rimbaud. Y que era una pena que aquel niño hubiera vivido tanto tiempo encerrado en un cuerpo achacoso, gastado, y ahora ya estaría libre para seguir jugando o simplemente hecho polvo, sombra y nada y finalmente libre de miserias carnales. Estaba pasando yo por una época difícil, oscura. Nunca llegué a considerar el suicidio (con tantos suicidas en mi familia agregar uno a la lista parecía un complaciente plegarse a la tradición, o como dijo un primo depresivo en una fiesta de cumpleaños, ya era hora de dejar de ser una familia de cobardes), pero podía decir que, si la muerte llegaba y cancelaba todos mis problemas, la iba a recibir con tranquila gratitud. Así que la muerte de otro, si no era lenta ni dolorosa, me parecía un pequeño privilegio. Yo creía “saber” que el viejo tampoco le habría hecho ascos a la pelona al final de una vida ya obscenamente larga. Había dicho algo así, me parecía recordar, que en la vida como en literatura, a veces menos es más.

Sin título, de la serie Generación de hierro 

Argel Ernesto González

No pensé más en eso hasta unos tres o cuatro años después, durante una visita a Cuba. Después de salir de aquel islote perverso, donde ya apenas me quedan amigos, mis regulares y mustios regresos a Camagüey se reducían a visitar a mi viejo. No tanto por deseo de verlo ni de constatar el previsible deterioro del barrio y de la gente como por hacer el intento de convencerme a mí mismo que no soy tan mal hijo, después de todo. Así que me pasaba dos semanas sin salir apenas de la casa, tratando de tener la fiesta en paz sin discutir de política, aunque constantemente se me escapaban puyas y me arrepentía de inmediato cuando notaba que se le fruncía un poco la boca, se le apretaban los ojos y casi siempre prefería no contestar.

La práctica académica me ha enseñado a ser cauteloso con mis premisas, a cuestionar todo lo que doy por sentado, a cambiar mis conclusiones si aparecen datos nuevos. Pero ningún dato nuevo sobre la que llaman “Revolución cubana” me iba a hacer revisar mi conclusión de que Castro y sus esbirros era irredimibles, una banda de hijos de puta que habían vuelto mierda mi país. Para mí, defender aquella cosa era el equivalente de ensalzar los méritos de la violación o la pedofilia, pero para el viejo era exactamente lo contrario. Cualquier discusión estaba destinada al absurdo total, porque ni siquiera hablábamos el mismo idioma, y sin embargo a veces no podía aguantar la miserable tentación de restregarle al viejo en la cara su falta de cojones para admitir que su ídolo de toda la vida era un viejo imbécil, si no directamente loco de mierda que a fuerza de meter las pezuñas en todo había terminado zombificando a un país completo. El viejo generalmente se negaba a entrar en estas peleítas cada vez que yo señalaba algo podrido en “el proceso”.

De qué podían servirme esas victorias pírricas, no me lo pregunten porque no lo sé, pero a él le amargaban los días que planeaba como los más felices del año, cuando su único hijo regresaba a demostrarle que el amor filial está por encima de las diferencias, los desacuerdos y los prejuicios irracionales de Serrat. Quizás me desquitaba de ese modo de todas las incomodidades y pequeñas humillaciones que entrañaba cada viaje, el pagar quinientos dólares por aquel pasaporte de mierda, aguantar los abusos y la extorsión de los hijos de puta de la aduana, los segurosos pidiéndome el carné, sabiendo todo el tiempo que todo era sólo un torpe intento para aplacar mi culpa.

Era el penúltimo o el último día de una de aquellas visitas, no recuerdo exactamente. Estábamos sentados en la casa viendo televisión, yo fingiendo interesarme en un programa de música y variedades, preguntando —aunque me daba igual por los cantantes nuevos que aparecían—, quién era la rubia presentadora, ese tipo de cosas. Papá estaba tratando de mostrarse alegre y desenvuelto, aunque yo sabía que lo angustiaba mi partida y también algo que yo había dicho cuando se encendió el televisor. Era un modelo chino, en colores, marca Panda. El primer televisor en colores que tenía el viejo, se lo habían “otorgado” en el trabajo como premio por ser “vanguardia”, palabras tan familiares y que ahora me sonaban a lengua muerta, a cartón masticado. Al encenderse, antes de aparecer la imagen, saltaba en la pantalla una frase de Martí, un señor muy conocido en el islote por su pico de oro y su muerte absurda sobre un caballo, hacía más de cien años. Por alguna razón, el gobierno que tanto le gustaba a mi viejo había adoptado a aquel señor como su cuquita preferida. ¿Se acuerdan de las cuquitas? Eran aquellos modelos de papel recortable que traían las revistas femeninas de los ochenta, barbies comunistas a las que se le ponían diferentes vestiditos, bikinis y hasta pamelas de papel también, de una fealdad escalofriante. A la cuquita Martí le ponían traje de lo que hiciera falta, desde mandar a los adolescentes a trabajar al campo en nombre de la educación progresiva del siglo XIX hasta ejercer de general fantasma para cientos de miles de cubanos a África, enviados a pelear y morir por causas que no entendían, entre gente que no conocían.

Yo había estado aguantándome por dos semanas para no reírme o decir algún disparate cada vez que se encendía el televisor y aparecía una de aquellas frases de Martí que empapelaron las pesadillas de mi infancia. Ese día precisamente, no sé por qué, dije algo sarcástico sobre lo graciosos que eran estos chinos, que nos mandaban televisores patrióticos para disculparse porque no fueran en blanco y negro, como corresponde a un aparato comunista. Porque los colores, como todo el mundo sabe, son capitalistas.

Esta vez el viejo no se pudo aguantar. “Claro, para ti todo está mal, palos porque bogas y palos porque no bogas. ¿Qué tiene de malo la frase de Martí? ¿También le tienes odio a Martí ahora? ¿Y qué tiene que ver que sea chino el puñetero televisor?” Era una de las cosas que me hacía explotar, cuando hablaba de “odio” como si fuera yo quien mata, machaca y mete presa a la gente. No quise decirle que lo de menos es que fuera chino, que donde vivo ahora hasta los presidentes son made in China, que no tenía sentido seguir. Le cambié el tema sin contemplaciones, preguntándole quién era esa pelirroja con las tetas medio al aire. La verdad es que la televisión cubiche ha evolucionado, antes de yo irme la hubieran mandado a cortar caña por salir con ese vestidito dos tallas más pequeño, dirían que estaba corrompiendo a la juventud. “Sí, aunque tú no lo creas o no quieras notarlo aquí las cosas cambian, poco a poco.” Sí, yo sé que cambian, por ejemplo noté que Servando ya no está enfermo. Ya no está enfermo porque se murió. Se murió, según me dicen, dando gritos como un perro, porque se les acabó la morfina. Pero bueno, es un cambio.

¿Para qué lo habré dicho? No se podía caer más bajo. Servando era un amigo, un tipo increíble, una especie de santo laico como papá, que por eso mismo se comió todo el cuento del sacrificio por un futuro mejor, de que la culpa es de los americanos, de que si el comandante supiera, hasta que se murió como se murió. Yo había visitado a Minerva, su viuda, que me había contado de los casi tres meses que pasó dando gritos sin parar, de las quejas de los vecinos. Me enseñó el cuarto donde acabó, con las paredes y el techo cubiertos de varias capas de cartones de huevos para hacerlo a prueba de ruido y que al menos los niños pudieran dormir por la noche. Minerva lucía cien años más vieja. El cuarto me recordó el estudio de grabación que había visto en una revista, que se inventaron unos rockeros alternativos en un apartamentico en La Habana. Pero el punk rock de Servando tiene que haber sido mucho más radical que cualquier cosa que los rockeros pudieran producir, y no había manera de apagarlo ni bajarle el volumen. Me preguntaba qué habría sentido Servando viendo toda aquella parafernalia, sabiendo que se había vuelto una máquina de dolor, el coco de sus propios nietos. Nada, no creo que le haya importado nada, me dijo Minerva. Ya en ese tiempo a él no le importaba nada. Si lo hubiéramos metido en la nevera, ni se hubiera enterado.

En ese punto papá se calla, para no mandarme a casa de la pinga por la bajeza que acabo de decir, usar la agonía de su amigo en su contra. Después de visitar a Minerva, sabía que iba a vomitar aquella rabia de alguna manera, pero no había planeado soltar toda la mierda encima de papá, que con Servando había perdido uno de sus poquísimos amigos cercanos. Ahí nos quedamos un rato, incómodos, mirando a aquellos músicos mediocres y a unos cómicos que daban deseos de matarse. Pero poco a poco la tensión cede, la mujer de papá hace algún comentario inocuo para que no nos sintamos obligados a callar, y estoy pensando que es mi último o penúltimo día, que mejor dejo de comportarme como un hijoeputa porque después no voy a ver al viejo por lo menos en dos años. Y empezamos poco a poco a hablar de cualquier cosa, abrimos una cerveza y brindamos por no sé qué, le digo sinceramente que me disculpe por lo de Servando. Y él como siempre es generoso, no hablemos de eso, y en ese deshielo tropical estamos cuando de pronto se oye un grito afuera.

No cualquier grito, un grito espeluznante que me hace recordar a Servando otra vez, como si estuvieran torturando a un animal en el pasillo, debajo de la escalera del edificio. El grito es tan irreal, tan excesivo, que nos quedamos un momento clavados en el sofá, con la cerveza tiesa en la mano, y a la mujer de papá se le cae un vaso en la cocina. El segundo grito, aunque todavía desaforado, resulta en comparación tranquilizador: una voz rajada de guajiro viejo: “¡Mal rayo me parta en dos! ¡Mal rayo me parta!”

Yo corro a la cocina y agarro un cuchillo para mí y otro para papá. Salimos y nos encontramos a un viejito con un sombrero de guano, diminuto, casi enano, tiene una piel acartonada que ha visto más sol que las pirámides. Un cuerpecito flaco, duro y fibroso y una cara que es una sola arruga. Unas botas de goma rotas, una camisa remendada, unos pantalones sucios que ya no se sabe de qué color fueron. La viva estampa de la miseria o simplemente un viejo cubano en ropa de trabajo, según como se mire. Está fuera de sí y sigue dando gritos, corriendo en círculos como un loco, agarrándose a las paredes. “¡Ay Dios mío!, ¡Ay Dios mío!, ¡Ay, Dió, mal rayo me parta mil veces!” Trato de aguantarlo para que me diga qué le pasa, pero es como tratar de agarrar una ardilla a mano limpia. No se para ni un segundo, pero tampoco se va, como si estuviera buscando algo que milagrosamente iba a aparecer ahí, debajo de la escalera.

Finalmente entre papá y yo logramos que nos explique, entrecortadamente, que trabaja en la candonga, el mercado callejero con nombre que vino de la guerra de Angola, cargando cajas de verduras para los vendedores, llevando cosas de aquí para allá. El viejito casi enano es estibador, nada menos. ¡Pero si no pesará más de cien libras! No me lo puedo imaginar. Y había venido a traerle una caja de pimientos a Estela la del segundo piso, que es vendedora. Subió un momento con la caja, le dio la espalda a la bicicleta quizás seis, siete segundos, puso la caja en el suelo, tocó en la puerta de Estela, y cuando miró la bicicleta ya no estaba ahí. Así mismo lo dijo: “Cuando miré patrá, la bicicleta ya no estaba ahí. Ay, Dió, ay Dió”. Sin saberlo, llorando y babeando, agarrándose los cuatro pelos que le quedaban como en una farsa que fuera tragedia, el viejito acababa de citar a Monterroso, el cuento más corto del mundo, y ni papá ni yo entendimos por qué de pronto empecé a llorar como un idiota.

Pero a quién se le ocurre dejar la bicicleta sola ni un segundo, tienes que estar loco, le dice papá, sin ver la contradicción de que todas las grandes promesas de su máximo líder nos han llevado a un país en que todo lo robable es robado, de inmediato y sin excepciones, como por una fuerza maligna y sobrehumana. ¿Entonces se suponía que el viejo cargara su puta bicicleta por las escaleras junto con la caja de pimientos? Qué vida de mierda, qué mundo de mierda. Ya, mi viejo, ya, más se perdió en la guerra, por lo menos no lo asaltaron como al muchacho de dieciseis años que vivía en el cuarto piso, le dieron tan duro por la cabeza que ahora nada más habla en jerigonza. “Pero ustedes no entienden”, mastica el viejo, “la bicicleta no era mía. Me la prestaron para trabajar. La mía me la robaron hace como un año, yo antes vendía escobas y las llevaba en la bicicleta, ahora de dónde saco yo una bicicleta. Ay dió, mal rayo me parta. Yo lo que debería es morirme ahora mismo.” Ni el viejo ni papá creo que hayan visto Ladrones de bicicletas, pero de pronto era como si los tres fuéramos personajes de un remake de bajo presupuesto.

Claro que en la película de De Sica, el pobre Antonio Ricci no se encontró con un improvisado filántropo como yo, para darle a la cosa un final más o menos feliz. Por fin comprendo el dilema del viejo, que ahora no sabe con qué cara le va a decir al dueño de la bicicleta que se ha dejado robar su tesoro, su medio de vida, posiblemente el pan de sus hijos. Le pregunto a papá en un aparte que cuanto están costando las bicicletas en el mercado negro. De inmediato se le frunce la boca. No sé, me dice, para qué lo preguntas. Después de entender la causa de la gritería del viejo, papá no está de buen humor. No sé si será porque le parece que es demasiado ruido por una simple bicicleta, o porque piensa, en su curiosa lógica, que el viejo tiene la culpa por darle la espalda unos segundos a la bicicleta mientras subía los catorce escalones con una caja de pimientos más grande que él. En todo caso, su simpatía parece haberse evaporado. Quizás está maldiciendo al viejo de mierda por darme más argumentos para nuestras discusiones.

En alguien como él, que normalmente es un pan de dios, esa falta de empatía sería chocante si no fuera porque entiendo la causa. Tenerle compasión a una víctima de la miseria local sería reconocer que su querido gobierno tiene algo de responsabilidad. Es difícil decir, frente a un viejo dando gritos porque le robaron su bicicleta prestada, que la culpa es de la CIA, o del bloqueo de los americanos. Aunque no dudo que si lo aprieto un poco, me lo dirá. Y cuando le pregunto por el precio, de pronto aparece el antiguo estudiante de los manuales rusos de marxismo, que ve en la caridad no una virtud cristiana o humana, sino una muestra más de la profunda hipocresía del sistema capitalista. Aunque el sistema capitalista en este caso sea yo, su hijo, simple estudiante de literatura que, según los estándares norteamericanos, vivo por debajo del umbral de miseria. Tú no le puedes resolver los problemas a todo el mundo, me dice. Y yo: claro, como no se lo puedo resolver a todo el mundo, tampoco tengo que ayudar a nadie, ya veo. Pero como yo no soy el gobierno revolucionario, y no puedo resolverle los problemas a Cuba entera, puedes por lo menos decirme, repinga, ¿cuánto cuesta una resingá bicicleta china de pinga de éstas en el puto mercado negro?

Como prácticamente estoy gritando, el viejo para su letanía un momento y me mira. No sé por qué, de pronto me recuerda a Monterroso, que también era diminuto aunque pasó la vida bajo techo, leyendo y escribiendo, y a sus setentipocos todavía tenía la piel fresca como una rosa. Yo no sé, me dice papá, yo nunca he comprado una bicicleta en el mercado negro, pregúntale a él que seguro sabe. Señala al viejo con rabia mal disimulada. Siendo comunista de la vieja escuela, no le cuadra la gente como el viejo estibador, que viven de la nueva economía informal, aunque sea tolerada y hasta fomentada por el gobierno. Le inspiran una desconfianza que casi es aversión, como si personificaran el regreso del sistema que sufrió en su infancia miserable en el campo. Me doy por vencido con papá y le pregunto al viejo: ¿Amigo, cuánto cuesta una bicicleta en la calle? Me mira con cara de idiota, sin responder. ¿Mi amigo, cuánto cuesta una bicicleta en la candonga? “Dios mío, mal rayo me parta”. No hay quien lo saque de ahí, creo que ni me oye. Quédese aquí, mi viejo, no se me mueva de aquí, ¿me oyó? No se me vaya a ir. Entro a la casa corriendo, todavía con el cuchillo en la mano. La mujer del viejo está todavía en la cocina, nerviosamente pelando un plátano. ¿Qué pasó? Ahora te digo, disculpa, pero estoy apurado. ¿Cuánto cuesta una bicicleta en el mercado del río? Bueno, depende, si está buena puede ser como sesenta dólares, la de Alexis mi yerno le costó cuarentaycinco, pero estaba un poco cacharreá, lo que pasa es que él mismo las arregla así que no le importó. Está bien, gracias, después te explico.

Sin título, de la serie Generación de hierro 
Argel Ernesto González

Salgo con el dinero y ahí está todavía el viejo tirado en el suelo como un feto, llorando bajito. Papá al lado con el cuchillo, como si lo estuviera vigilando. Mire mi viejo, aquí tiene cien dólares, fíjese, cien dólares, mire, con esto se puede comprar dos bicicletas. Fíjese, guárdelo bien, que no se lo vayan a robar también. Mañana por la mañana vaya a la candonga del río y se puede comprar dos bicicletas, mire bien que los tipos que las venden son unos descaraos y unos ladrones, capaz que se encuentre la bicicleta de su amigo ahí.

El viejo toma el dinero, pero todavía sigue llorando, no parece entender. De pronto me doy cuenta que nunca ha visto tantos dólares juntos, a lo mejor nunca ha visto un dólar, no entiende lo que le estoy dando. Me paso un par de minutos más explicándole, pero da igual. Al final le digo que se vaya, que camine un poco para que se calme, le doy un poco de agua que se toma casi ahogándose, se va y ni siquiera me da las gracias. No sé si entiende lo que ha pasado.

Me quedo mirándolo caminar medio encorvado, hablando solo, y después entro a la casa. Pienso que he hecho algo bueno y sin embargo nada, ni una chispita de orgullo, de satisfacción, nada. Le digo a papá que el dinero que le di al viejo lo tomé del que le iba a dejar cuando me fuera, que cuando llegue a California le mando algo más. Él como siempre, que el dinero no le hace falta, que él todavía tiene del que le mandé hace dos meses, que no me preocupe. Al final es como si el dinero que le di al viejo no fuera mío, sino de papá, como si hubiera dispuesto de su dinero para hacer algo que él no estaba de acuerdo. Pero por otro lado siento que él en el fondo se alegra que lo haya hecho, es lo que se supone que hiciera un hijo suyo.

Todo este tuyo-mío me cansa, decido no darle más vueltas y nos sentamos a terminar la cerveza, mirando en la televisión a un grupo de baile que casi se desnuca colectivamente para tratar de reinventar la rueda de casino de toda la vida. No se me quita de la cabeza la cara magullada del viejo, la forma en que lloraba como un niño pateado, toda la vida trabajando como un animal para esto, aquellas manos que parecían morcillas torcidas, el melodrama de todo aquello.

Mañana o pasado me voy, me voy y me olvido de esto por dos años más. Pero antes que se me olvidara anoté en un pedazo de papel la versión local del cuento más breve del mundo: “Cuando miré patrá, la bicicleta ya no estaba ahí”. Tiene nueve palabras, dos más que el original, todo un cosmos de aflicción, unos cuantos millones de vidas y una dictadura tropical, todo eso en dos palabras, no está mal. Y lo que le sobra en extensión lo compensa con sabor local, con la manera en que condensa este mundo postapocalíptico de ladrones y víctimas, donde una legión de ojos invisibles vigila cada puerta, cada movimiento, cada chuchería que se deja un segundo sin cuidado. Roban con una precisión y una eficiencia que si la usaran para adelantar el país seríamos una Suiza del Caribe, como decían antes de la Revolu.

O quizás poemos leer el microcuento de la bicicleta como una alegoría nacional de la pérdida de la inocencia, el paraíso de la República, esa famosa Cuba que los viejos dicen haber conocido y que añoran. Yo siempre pensé que debe haber sido una cagada monumental si nos trajo a esto. La bicicleta del cuento no sería un tanque chino, irónicamente llamada Flying Pigeon, cuarenta libras de la aleación más barata que producen la madre tierra y la metalurgia, sino una de aquellas míticas Niagaras que todavía andan rodando por ahí, compitiendo con los Chevys 57 y los Studebakers con motor de Lada, delicia de los turistas. Y no sería el pobre viejo sino el país entero mirando atrás y viendo que la bicicleta ya no estaba ahí, que Castro y sus esbirros la habían desaparecido por arte de birbirloque. La carita redonda de Monterroso, sus cachetes de niño perpetuo, y el pedazo de amianto estrujado que tenía por cara el viejo estibador. Tan lejos y tan cerca, por lo menos los cien dólares le habrán dado un respiro al infierno del viejo, aunque como dice papá lo más seguro es que el pobre ni se compre bicicleta ni un carajo, los esconda por ahí y se los vaya comiendo poco a poco, libra a libra de arroz cochambroso de la candonga. Que haga con el dinero lo que le salga del culo, no faltaba más, por lo menos hice algo, aunque no lo salvara y redimiera para siempre, que no soy dios, por dios. Vamos a dejarlo ahí, ¿ok?, y en el aeropuerto nos echamos a llorar como dos magdalenas, te quiero mucho viejo, yo te llamo en cuanto llegue, cuídate y no te mates trabajando, que no vale la pena.

El avión tenía un sonido raro al despegar, la gente se asustó y empezó a preguntar. La aeromoza se echó a reír, no pasa nada, no se preocupen, siempre suena así, pero no es nada. Era el típico vuelo charter Camagüey-Miami, un avión de juguete de una de esas aerolíneas inventadas que se aprovechan de que no haya vuelos regulares y seguro agarraron el contrato untándole la mano a alguna rata del gobierno. Se llamaba Sky Queen la aerolínea. Me acuerdo porque mi compañero de asiento estaba nerviosísimo y como pasa a veces se puso a hacer chistes para sobrellevarlo. Para Sky Queen yo, me dijo, no esta chatarra con alas. Me dedicó una sonrisa cordial, pero se veía que estaba sudando frío, la camiseta mojada y el cuerpo tieso como un palo. Tú te imaginas, aquella mierda allá abajo lleva más de cincuenta años resingando y no se cae, y de pronto nos caemos nosotros en un dos por tres, cataplún y pal carajo. Si esta cafetera es una queen, será María Antonieta después de pasar por la guillotina, jaja. Por cierto, me llamo Isidoro, o me puedes decir Isadora, como la Duncan, la que murió estrangulada con una bufanda manejando su convertible, la pobrecita. Por eso yo en invierno, cuello de tortuga sí porque esconde los chupones en el cuello, tú sabes, pero bufanda nananina.

Como yo, Isadora había venido a ver a su papá. Mamá había muerto hacía tiempo, la pobre. Cáncer. ¿Tú sabes como es en este país de mierda que te tratan gratis, pero no te curan un carajo? Bueno, ésa fue mi mamá. El cáncer que tenía no era ni de los peores, pero igual la mató. Mi viejo, qué te cuento, ese cabrón nos va a enterrar a todos en este avión. Es un guajiro macho, casi ochenta años pero duro como una piedra de tanto trabajar. Imagínate como se pone cuando me ve con mis cejas sacadas y mis highlights, se infarta, pero al final me quiere el muy anormal, y yo lo quiero a él. De todas maneras cuando vengo ya sabes cómo es, yo siempre muy contenido, no pienses que me destapo mucho, lo mío es piano piano, que para eso una se educó en las mejores instituciones, yo pasé hasta por la UMAP con 16 añitos, imagínate. Campos de concentración para maricones y testigos de Jehová, baby, las cosas que he visto con estos ojitos que se va a comer la tierra. Yo era el maricón de mi pueblo, maricón platónico hasta ese momento pero así y todo me recogieron y me pusieron a trabajar en el campo de sol a sol, pa que me hiciera hombre. Imagínate este cuerpo a los dieciséis, con cuarenta libras menos, caminando por esas guardarrayas todo el día con una mocha que pesaba más que yo, tenía unas ampollas en las manos que parecían pelotas de tenis.

La primera vez que me desmayé en el campo nadie me vio, me dejaron tirado ahí y se fueron, reportaron que me había escapado. Cuando regresé al campamento no me creyeron y me tiraron en la mazmorra por una semana. Es por eso que no le tengo miedo a morirme, yo me morí y resucité muchas veces antes de cumplir diecisiete. Este cuerpo ñoño que tu ves aquí, aunque no lo parezca, ha sufrido todo tipo de penalidades, y sobrevivido a cosas que no te puedes imaginar. No me dejaron irme en el Mariel, no me preguntes por qué, pregúntale a ellos, así que salí en balsa con un grupo de amigas en el 83, diecisiete días perdidos en el mar y terminamos en Belice, con eso te lo digo todo. Los últimos cuatro días sin una gota de líquido que llevarse a la boca, a punto de empezar a tomar agua salá que tú sabes que es veneno, si no llega a ser porque de pronto cayó un palo de agua, aquello fue como maná del cielo. Pero con maná y todo, ojalá nunca te veas en medio del océano en una balsa hecha comoquiera, y en el medio de una tormenta, es lo más espantoso del mundo. Todavía me despierto a media noche ahogándome, me parece que la cama entera se mueve como una ola que te sube y después te deja caer como una bomba contra el agua. Yo mis de ataques de pánico los catalogo y todo, tengo una colección que están para ponerlos en un museo, pero los de la balsa y la tormenta son los peores. En el próximo viaje voy a traer a mi pareja, un colombiano que está divino, puro caviar. A él le da curiosidad conocer este bochinche, y espero que no lo reciban mal porque él no es amanerado ni nada. Pero ya se verá, con estos salvajes nunca se sabe.

Yo también estaba nervioso con el puñetero ruidito del avión, así que para distraerme me puse a hablar como un perico, y no recuerdo si le conté la historia del Monterroso analfabeto malgré lui y su bicicleta china, o de mis propios líos con mi padre. Era casi cómico de tan cliché, llevábamos diez minutos ahí sentados y ya estábamos haciendo confesiones, contándonos la vida como hace la gente que espera por horas en la cola del pan, muy cubano todo. Pero también se sentía un fresquito, y la primera señal de que estaba saliendo de Cuba era que podía tener una conversación sin pensar y repensar antes de hablar. Así entretenidos con tanta desgracia en clave de rumba creo que ni nos dimos cuenta cuando el ruidito cesó como había prometido la aeromoza. Ya habíamos tomado altura y podíamos contemplar las nubes cara a cara. Cuando miré por la ventanilla, Cuba ya no estaba allí.

Sin título, de la serie Generación de hierro 
Argel Ernesto González

Una versión en inglés (titulada “The World’s Second Shortest Story”) fue publicada en New England Review. Middlebury College. Volume 42, Number 1, 2021, pp. 42-57. 10.1353/ner.2021.0008.
Este cuento es un capítulo de una novela en preparación, cuyo título provisional es “Cubamerón”.

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