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Vindicación. Cuestión de Cuba (V)

Vindicación. Cuestión de Cuba (V)

Más cargos

Otros cargos se hacen también a los cubanos que, aunque de menos importancia, conviene desvanecer, para no dejar nada sin dilucidar.

Se les echa en cara que son ingratos, renegando de su origen y contradiciéndose cuando al mismo tiempo de él se envanecen; que, no siendo descendientes de indígenas, no tienen derecho para pretender lanzar a los españoles de aquella tierra que conquistaron y de los cuales descienden verdaderamente; que, por más agravios que tengan del gobierno, deben ser muy poco profundos, cuando los peninsulares, allí residentes, regidos de la misma manera, se hallan contentos y satisfechos; que, aun cuando tuvieran derecho de insurreccionarse, no debieron, y fue una felonía elegir el momento en que la madre patria, revolucionada, se veía amenazada de una guerra civil; y por último, que siendo pocos y de poco valer, nunca debieron hacer, como hacen, una guerra de bandidos, de asesinos, de incendiarios y de cobardes.

Creemos no haber omitido nada, ni aun la rudeza del lenguaje, a fin de que ni se extrañe si la defensa corresponde a la crudeza del ataque.

Así solía mostrar el periódico Don Junípero las labores de los emigrados cubanos en 1869. 

¡Ingratos los cubanos a la madre patria!, ¿y por qué? Ingrato es el que paga los beneficios con agravios. ¿Y cuáles son los beneficios que han recibido los cubanos de su metrópoli y cuáles los agravios con que han correspondido?

Alguna vez hemos oído decirles: ¡Ingratos después que os hemos sacado de los bosques! Pero esto no pasa de ser una frase vacía de sentido con respecto a Cuba, en donde los indígenas no fueron sacados de los bosques, sino para conducirlos al trabajo forzado y a la muerte, no habiendo quedado allí ninguno de ellos ni de sus descendientes. Por tanto, esa ingratitud no debe referirse sino a los beneficios que aquellos naturales, hijos de los españoles conquistadores, hayan recibido de sus padres o de su gobierno.

Y, ¿cuáles son estos beneficios?

No nos contraeremos a tiempos atrasados, porque queremos y debemos ser justos e imparciales. Las Leyes de Indias es verdad que eran absurdas en sus restricciones, sobre todo con respecto a extranjeros, estableciendo como base los monopolios en todas las esferas de la administración, y el absolutismo en el régimen, pero estos errores fueron producto de aquellos tiempos, y en lo demás, los reyes de España y sus leyes procuraron ser benignas y protectoras de los naturales, contra la rapacidad y crueldades de los conquistadores, de las autoridades y de los aventureros, que de estas playas se lanzaban a aquellos climas fabulosos.

En esos tiempos, los beneficios fueron del Gobierno a los indígenas; los agravios de los españoles que acá partían y de las autoridades que no supieron o no quisieron contenerlos. Pero esto se refiere sólo a aquellos indígenas que, como hemos dicho, en Cuba, desde entonces desaparecieron a impulsos de aquella rapacidad y crueldades, que tan gráficamente pintaron Ulloa y Jorge Juan, y que en vano quisieron combatir las Leyes de Indias.

En lo demás, con respecto a Cuba, después que desaparecieron los indígenas y quedaron sólo los españoles y sus hijos, no podrá negarse que el régimen que imperaba en las Antillas, como en todo el continente americano, era el absoluto, sin derechos políticos de ninguna clase en aquellos habitantes. Es verdad que ese régimen les era común con los españoles, sus hermanos en la Península, y de aquí se ha querido sacar un argumentos para probar que los hispanoamericanos no tenían derecho de quejarse de un régimen o gobierno que sufrían los peninsulares sin rechazarlo.

Pero no creemos, ni es valedera esta argumentación, porque ni los peninsulares lo sufrían voluntariamente, ni, aunque lo sufrieran, era ésta una razón para que lo sufrieran los otros. Ese sistema lo sufría la península por fuerza, como se sufren siempre sistemas de esa naturaleza; y la prueba es que los españoles lo rechazaron y lo derribaron con la fuerza en el momento que se les presentó la ocasión, y si a los americanos esa ocasión se les presentara antes, es claro que hubieran tenido el mismo derecho que los peninsulares.

Sin embargo, sea esto lo que fuese, en Cuba se sufría ese sistema por una o por otra causa: ya sea porque sus habitantes se sentían sin fuerza para rechazar la fuerza, o que porque esa desgracia les era común con sus hermanos de la península. Pero esta última razón, sobre todo, no militaba y cesó por completo desde 1837.

Cuba se había visto siempre igualada a España en lo favorable y en lo adverso: regida liberal o despóticamente, según lo había sido la metrópoli, y unida y corriendo siempre la misma suerte que la madre patria. Nunca pudo ser beneficio el ser despóticamente regida y privados sus hijos de todo derecho político, pero al fin esas privaciones les eran comunes con los demás españoles.

Esa paridad cesó desde 1837. Desde entonces, arrojados sus diputados, sin causa y con vilipendio, de las Cortes españolas, teniendo España una Constitución, sus hijos derechos políticos, y los cubanos no teniendo ni Constitución, ni derechos políticos, regidos por el sistema de plazas sitiadas, desde entonces se consumó el mayor de los agravios, la más insoportable injusticia: los cubanos dejaron de ser considerados como españoles, no lo eran, Cuba no era parte de España, y la fuerza sola era el único vínculo que la ligaba. 

Añádase a esto todas las promesas falaces que después se hicieron, los abusos de autoridad y el desorden de la administración de que ya hemos hablado; compárense con los beneficios recibidos que también hemos señalado y que pueden circunscribirse a la relajación de las trabas mercantiles y al comercio de esclavos, cuyas consecuencias son notorias, y dejaremos al mundo que decida si los cubanos han recibido beneficios o agravios de la madre patria, sobre todo en los últimos treinta y cuatro años. Agravios y sólo agravios. La fea nota de ingratitud, sobre la frente de otros, es sobre la que cae. ¿Quiénes son esos otros?


¿Quiénes son los que han ido allí, o huyendo de la miseria, o en busca de mejor porvenir en aquel suelo rico y antes tan afortunado? ¿Quiénes los que han ido a continuar o terminar su carrera pública para procurarse una situación más cómoda y desahogada? ¿Quiénes son, en fin, los que van de aquí a aquella tierra, en busca de fortuna o para procurar mejorarla? ¿Y qué es lo que encuentran allí a su llegada y durante su estancia, ya sea que allí permanezcan o que regresen a su antigua patria? ¿No encuentran un suelo maravillosamente productivo que, a la vuelta de pocos años, excede a cuantas esperanzas hubieran podido concebir en sus ensueños fantásticos? ¿No se ven, casi de repente, convertidos de simples labriegos, ínfimos proletarios o ciudadanos modestos, en opulentos potentados, títulos de Castilla o ricos negociantes y propietarios?

Debido, es verdad, en mucha parte de ellos, a su trabajo honrado (si se exceptúan los muchos, por desgracia, que lo deben al maldecido tráfico de esclavos), pero todos, unos y otros, ¿qué es lo que encuentran en aquel país esencialmente hospitalario, en aquellos naturales, cuyo carácter dulce y cuya benevolencia no tiene límite, para los que van de fuera a visitarlos, o a establecerse en ellos, y principalmente para los españoles, sus hermanos? ¿No son perfectamente recibidos? ¿No encuentran por todas partes cariño, ayuda, halago, todo lo que pueda hacerles más llevadera la vida, todo lo que pueda favorecerles y ayudarlos a que se realicen más fácil y más prontamente todos sus deseos y esperanzas? ¿No encuentran allí todo lo que pudieran apetecer, en términos que una gran parte, prefiere su nueva patria adoptiva a su antigua patria? ¿No echan de menos los lazos de la familia en la dulzura de aquella sociedad, hasta el extremo de que algunos vienen después a la patria y la familia antigua, y mal hallados con la diferencia vuelven y se fijan para siempre en aquellos climas y en aquella sociedad, que únicamente los satisface? ¿No es cierto todo esto? ¿No son estos beneficios? ¿No es el cariño y la benevolencia, lo que más benevolencia exige, lo que más gratitud engendra? ¿Y cómo se ha pagado todo esto? Nosotros no queremos decirlo. Lo dirá por nosotros y lo esculpirá la historia. Ese torrente de injurias, de insultos y de improperios, que vomitan todos los días todas las bocas, todos los escritos, todos los periódicos; todos esos asesinatos, saqueos, expatriaciones y persecuciones de todo género que tienen casi despoblada la Isla de sus naturales: esos embargos y confiscaciones que son unas verdaderas depredaciones, y por último, esa guerra salvaje de exterminio que se predica y se practica contra aquellos mismos que hacían los beneficios y por aquellos mismos que los recibían... Éste ha sido el pago. Dígase después quiénes son los ingratos.

No insistiremos sobre esto. Es punto que hubiéramos omitido si no hubiésemos sido provocados; porque el beneficio echado en cara, pierde su mérito. La gratitud es una deuda sagrada, pero deuda cuyo pago no puede exigirse: la paga sólo el que quiere, el que tiene bastante nobleza de alma.

No son, pues, los cubanos, son otros los ingratos.


Que reniegan (se dice) de su patria y de su origen, al mismo tiempo que de ello se envanecen.

Y si reniegan ¿de quién es la culpa? Los cubanos podrían envanecerse de su patria y de su origen, si su patria y sus padres los reconocieran y prohijaran. Llamarlos españoles cuando conviene, negarles esa cualidad cuando place, no siendo de derecho ni de hecho españoles, porque se les niegan los derechos que todos los demás disfrutan; y querer que se llamen españoles es otro de tantos sarcasmos que todos los días se les arrojan al rostro, y que ellos, con razón rechazan.

Corriendo nuestra sangre por sus venas, queramos o no, han de participar de nuestros vicios y nuestras virtudes: la altivez es una de las cualidades de nuestro carácter, ¿y cómo, siendo, como son altivos, habían de pretender pertenecer a una familia, a una sociedad, a una patria o madrastra que los rechaza? Dejarían de ser nuestros hijos, si tal hicieran y a tanto se rebajaran.

Podrían envanecerse de ser españoles mientras los reconocimos y tratamos como tales, pero después que han visto que los desdeñamos, que les hemos puesto allí una raza de esclavos para corromperlos y degradarlos, para añadir un crimen social a un crimen político, y asegurar así una dominación insoportable, cuando han visto que hemos querido hacer del pueblo de Cuba un pueblo de negros, cuando se han convencido de que éstos tienen cualidades de lealtad y gratitud que no encuentran en otros, han tomado bravamente su partido, han aceptado la situación que hemos querido hacerles: aceptan al pueblo africano por su pueblo, como núcleo de su ejército, nervio de un Estado y convirtiendo sabiamente lo que nosotros habíamos querido hacer instrumento de dominación, en instrumento de emancipación y de guerra, se unen a ellos, se fundirán si es necesario: no tienen a menos la mezcla, y quizá se envanezcan de ella, más bien que de la pureza de la nuestra, que tampoco es pura, y esto, no solo por orgullo, sino racionalmente, porque, como el injerto en las plantas, la mezcla de razas las mejora, las aquilata y las hace superiores.

De consiguiente, si los cubanos reniegan de su patria y de su origen, es culpa de su patria y de sus padres.

Habitantes originarios de Cuba según un grabado del siglo XVI


Se dice que si los indígenas existiesen en Cuba, quizá podrían tener o alegar derecho para arrojar de aquella tierra que era suya a los españoles que se la arrebataron, pero que no descendiendo los cubanos de aquellos indígenas, sino de los españoles conquistadores, no tienen derecho para arrojar a sus padres de un país, que conquistaron para unos y otros.

Es verdad que los cubanos no descienden de los antiguos indígenas, sino de los españoles conquistadores, pero si después los españoles que van de acá los tratan o quieren tratarlos como a aquellos indígenas, claro es que les dan el derecho por lo menos de obligarlos a que los traten como iguales y con el debido respeto, porque si los españoles están allí en su casa, los cubanos también están en la suya. Además de que nunca se ha tratado de expulsión de los españoles, sino cuando han pregonado y practicado esa guerra salvaje de exterminio. Entre exterminio y exterminio, o exterminio y expulsión, todavía sería menos bárbara la conducta de ellos que la nuestra.


Que los agravios de los cubanos contra el gobierno no serán muy profundos, cuando los peninsulares allí residentes, regidos de la misma manera, se hallan contentos y satisfechos.

Verdaderamente no sabemos cómo se hace este argumento, que se vuelve contra los que lo hacen; porque, confesándose que aquel país está mal regido y peor administrado, la satisfacción de los peninsulares allí residentes, les hace muy poco favor, resultando de aquí un dilema forzoso, y es que, o no experimentan ellos los mismos rigores que los cubanos, o tienen más paciencia y sufrimiento del que puede exigirse, a hombres que sienten en sus pechos los nobles latidos del honor. Algo hay de una y otra cosa.

Los peninsulares allí están regidos por peninsulares, pues se sabe que principalmente el gobierno está en las manos casi exclusivas de ellos, lo cual atenúa mucho el mal; hay algo también de monopolios, privilegios y favoritismo, que se desprende del gobierno de ellos por ellos mismos, pero en todo lo demás es verdad que carecen de todo derecho político, lo mismo que los cubanos, aunque no sufran las mismas consecuencias.

También es verdad que los peninsulares allí residentes no se muestran descontentos de semejante situación, con algunas excepciones, como la conspiración de Pintó, y la que comenzó a fraguarse en el mando del general Pezuela, y la abierta rebelión que existe hoy mismo contra el gobierno de la metrópoli que no es obedecido sino sub conditione, pero suponiendo que no hubiera habido nada de esto y que la satisfacción de los peninsulares de allí no hubiera sufrido ninguna intermitencia, ¿qué se quiere deducir de esto? De que en casos idénticos, si unos tienen bastante valor, o bastante poco valor para sufrir el daño propio, ¿se infiere que los demás deban hacer lo mismo?

Los peninsulares tienen sus razones para proceder de ese modo, y se explica muy bien las que tienen. Generalmente van allí con el solo objeto de hacer fortuna: ese es su único fin, su solo ideal, y pasan por todo, y todo lo sufren, a trueque de conseguirlo; y después que lo consiguen, como, en lo general, no han tenido la educación moral necesaria, se contentan con los bienes materiales adquiridos y no echan de menos ni se cuidan para nada de los morales que desdeñan, porque quizá ni siquiera los conocen. Solo han ido allí a hacerse ricos: todo lo sufren y por todo pasan, por serlo, y por todo pasan y todo lo sufren después que lo han sido. Esto en ellos es natural y lógico.

Pero los cubanos se hallan en situación distinta. De los peninsulares, algunos, después de ser opulentos, no saben leer ni escribir; los cubanos, de lo primero que tratan es de instruirse, y esto solo produce una diferencia inmensa. Adquieren así el conocimiento de los bienes morales, del derecho y de lo que se debe al hombre; conocen por fin la necesidad de conservar incólume su propia dignidad, sin la cual el hombre no es sino un vil, y desciende al nivel de los siervos, y así como los otros todo lo posponen a los goces materiales, el cubano todo lo pospone al bien moral, y ni la riqueza ni nada lo satisface, mientras mira su conciencia ofendida y su dignidad ultrajada. ¿Qué les importa que los peninsulares, aunque sean sus padres, consientan y sufran indignamente que se les ofenda en lo que hay de más sagrado para el hombre, que es su propia honra y la conciencia de lo que valen y se les debe? Ellos, los cubanos, sabedores de lo que son, no pueden, no quieren, no saben, ni nadie puede exigirles decorosamente que imiten tan humillante ejemplo. Sigan los peninsulares su camino: conténtense con el oro que los satisface; los cubanos seguirán el suyo, y despreciándolo todo, no se contentarán sino con lo único que puede satisfacer a hombres que tienen la conciencia de lo que merecen.

El argumento, pues, no tiene fuerza. La humillación voluntaria de unos no puede servir jamás de regla para exigir la forzosa de los otros.


Que, en caso de ser, o de creer lícita la insurrección, nunca debió haberse intentado, o fue una felonía intentarla en los momentos en que la madre patria se hallaba amenazada de una guerra civil, y los partidos en el campo con las armas.

Pero, en primer lugar, es cuando menos dudoso que los insurrectos, al tiempo de alzar el estandarte de la insurrección, tuvieran conocimiento de la revolución de España. Por la vía ordinaria de los correos no podía saberse, que es por donde llegan las noticias a conocimiento de todos. Por el telégrafo pudo saberlo el gobierno o la autoridad superior de la Isla,; pero noticias de esta naturaleza se guardan, como se guardó ésa en el secreto, mientras pueda guardarse, que es hasta que la correspondencia general venga a hacerlo imposible. Y así es que aunque esa noticia pudo haber llegado a La Habana antes del 10 de octubre, no es probable ni verosímil que llegara a noticia de los insurrectos, o de los que habían de insurreccionarse.

Además de esto, empresas de la naturaleza de una insurrección, no se retardan o precipitan a voluntad: se corren sobrados peligros para prolongarlos, y ni puede estallar antes de que esté preparada, ni se puede diferir un momento después de su debida preparación. Por lo que si la conjuración había llegado a su término, y estaban prontos los elementos necesarios, la insurrección tenía que estallar, aun sin saberse la revolución de España; y si no se hallaba en estado, no podía estallar, aunque se supiera.

Pero, sea de esto lo que fuere, y suponiendo que la insurrección estalló cabalmente porque se supo la revolución y el estado en que se hallaba la Península, ¿se puede inferir de aquí que hubo felonía o que fue mal elegido el momento? Si los cubanos tenían derecho para insurreccionarse, podían usarlo en cualquier tiempo y debieron hacerlo en el momento oportuno para ellos; y si no tenían derecho, no debían usarlo en ninguno. El dilema es forzoso.

Pues que teniendo derecho para repeler la fuerza con la fuerza, ¿puede con seriedad exigírsele que eligieran el momento menos oportuno para ellos? Sería una locura, o un donoso disparate, como diría uno de nuestros poetas ¿Deberían esperar para sublevarse la ocasión en que España tranquila, poderosa y expedita pudiera aplastarlos desde los primeros momentos? Para esto, exíjase también a los cubanos que instruyera al gobierno de todos sus planes; porque también el ocultarlos puede ser calificado, con la misma razón, o con la misma falta de razón, de felonía y poca generosidad.

En la guerra es lícito sorprender al enemigo, y además de lícito, es un deber, porque mientras la sorpresa se verifique con menos fuerza y preparación del enemigo, menos sangre se derrama y más corta es la lucha, y más fácil y prontamente se consigue el objeto.

De suerte que aun cuando fuera cierta la imputación que se hace a los cubanos, en esta ocasión su conducta quedaría completamente justificada.

Grabado de Valeriano Domínguez Bécquer.


Llegamos por fin al término, o al último cargo que se les hace. Éste consiste en que, siendo pocos y gente perdida hacen una guerra salvaje de asesinos, incendiarios y cobardes.

Es verdad que en Cuba se está haciendo una guerra de salvajes, pero todos, menos nosotros, podrían hacer por ello un cargo a los cubanos, por la sencilla razón de que nosotros somos los que les hemos dado el ejemplo y los que los hemos precipitado en esa senda en la que no sabemos si habrán podido excedernos, ni aun quizá imitarnos. ¡Culpar nosotros, y a nuestros hijos, de crueldades en la guerra! ¿Podemos hacer este cargo con seriedad? Nosotros, que tenemos esa costumbre tradicional, ¿la hemos olvidado o hemos prescindido de ella en Cuba? Ya hemos visto como rompimos las hostilidades en La Habana, y los asesinatos, saqueos, violaciones y todo linaje de violencias que allí se cometían, y que no cesaron sino por temor de una intervención extraña. Pues bien, ¿y cómo inauguramos esas hostilidades en el campo? De la misma manera, solo que el conato de incendio del teatro de Villanueva en La Habana, fue una realidad en los campos.

Con fecha de 22 de octubre de 1868 escribe al Diario de la Marina su corresponsal de Santiago de Cuba: “Ha sido bombardeada la hacienda de D. Carlos M. de Céspedes que se da como jefe de la revolución”. En El Imparcial de Trinidad del 25 del mismo mes se lee: “El vapor Neptuno estuvo frente del ingenio Majagua, al que dirigieron algunas balas y granadas, desembarcando luego y no hallaron más que algunos emancipados y correspondencia atrasada”, y el 28 de noviembre del mismo año las columnas de Valmaseda incendiaron los ingenios Santa Isabel de D. Ángel Castillo y el de Barreto en la línea férrea de Puerto Príncipe a Nuevitas.

Esto fue en el mismo mes y en el siguiente al en que estalló la insurrección, y cuando ni aun se sabía de cierto que Céspedes fuera el jefe de la insurrección, ya se bombardeaba su ingenio en la parte oriental, y se incendiaban otros en la central. De consiguiente, la provocación, los incendios, asesinatos y saqueos, partían de nosotros.

Todo continuó después lo mismo. El general Letona que estuvo mandando el departamento Central, ha dicho en un artículo firmado con sus iniciales, que se le atribuyó, y no ha negado, que los triunfos que se atribuían nuestras tropas eran las más veces gratuitos; porque los insurrectos no se presentaban sino cuando estaban seguros de vencer, y que la mayor parte de aquellos triunfos, si hubieran de examinarse, solo merecían ser juzgados en un consejo de guerra. Con lo que daba a entender bien claramente que las muertes de enemigos en esas pretendidas victorias no eran sino verdaderos asesinatos.

El general Peláez confirmó esto después en su folleto, de una manera más terminante, denunciando hechos horribles, comunicados por oficiales jefes de columnas bajo su mando; éstos le daban parte repetidas veces de que la fuerza de voluntarios que los acompañaba les hacían prender a hombres que se ejercitaban pacíficamente en las labores del campo, suponiéndolos insurrectos o espías, y que encomendados a su custodia, se adelantaban con ellos, y cuando perdían de vista a la columna, se oían detonaciones, y se encontraban muertos aquellos paisanos, con el pretexto de que habían querido fugarse.

Después, ahí está y todo el mundo ha visto ese famoso bando del conde de Balmaseda, previniendo el incendio y el asesinato, y elevando a la categoría de actos oficiales y lícitos y de obligación por obediencia, los que hasta entonces no habían sido más que simples delitos o abusos de los voluntarios o jefes de columnas.

Desde entonces, estos jefes de columnas que podían ser y eran simples alféreces o tenientes, quedaban autorizados para incendiar y matar ciudadanos pacíficos, es decir, quedaba autorizado y prescrito el incendio y el asesinato.

Después, con esto, esos jefes de columnas o de cuerpos se creyeron autorizados para todo, y se vieron algunos que, habiendo reclamado unos presos, y habiéndoseles remitido, les quitaron la vida, no solo a ellos sino a los parientes, amigos y criados que habían ido acompañándolos.

A otros que habiendo llegado a una hacienda que encontraron habitada por la familia de su dueño, después de haber sido bien recibidos, de haber comido con ella —no a pan y manteles, porque no los había, pero sí de lo que había—, después de haber pasado allí la noche y de mostrarse contento el jefe y satisfecho del agasajo recibido, a la mañana siguiente, al tiempo de marchar, pidió por favor que le mostraran el camino que se proponía seguir, los dos jóvenes de la familia se prestaron gustosos, y antes de perder de vista la casa, fueron destrozados a machetazos casi en presencia de la familia, atónita de aquel refinamiento de crueldad inaudita.

Otros llegaban a esos ranchos adonde las familias habían huido, buscando un refugio contra semejantes atentados, y después de matar a los hombres, violar las mujeres y robarlo todo, hasta las ropas, incendiaban el rancho y dejaban a las mujeres, ancianos y niños en el más lamentable estado de desnudez y de miseria.

Otros..., ¿pero a dónde iríamos a parar si fuéramos a relatar, uno a uno, todos los hechos horrendos de esta naturaleza de que tenemos conocimiento, muchos de ellos por cartas de las mismas víctimas que después se han presentado para no perecer de hambre, de desnudez y de enfermedades? Ahí están, y podrían decirlo, si no temieran venganzas fáciles que habían de quedar impunes, pero público ha sido el estado a que estaban reducidas y que han excitado la compasión de sus mismos verdugos.


Y en las ciudades los que escaparon a la deportación y a la muerte, ¿para qué ha sido? Para condenarlos a trabajos forzados y sacarlos encadenados a las calles del pueblo que los vio nacer, en la compañía de criminales comunes, y allí, un día y otro día, golpearles las carnes, hasta los huesos, a la vista y paciencia forzada, no de sus padres y hermanos que están en otra parte en busca de venganza, pero sí a la del resto de la familia y de los suyos.


¿Y en la guerra? Innumerables partes tenemos a la vista de los jefes de nuestras columnas: si hay algunos que hablan de capturas, es de mujeres, ancianos o niños, o de cabecillas que son enseguida fusilados, en todos los demás, se habla de los muertos causados al enemigo, ninguno se refiere a prisioneros o heridos: silencio elocuentísimo que demuestra la clase de guerra que allí hacemos, que los heridos y prisioneros son allí mismo rematados y que se hace una guerra a muerte de exterminio; y con un refinamiento tal, que habiendo sido herido D. Adolfo de Varona y abandonado por muerto en el campo, y habiendo curado después, El Cronista de Nueva York, con una previsión digna de sus redactores, aconsejan a nuestros soldados que, en lo adelante, no abandonen a los heridos antes de cerciorarse bien de que han pasado a mejor vida. Es decir, que no se aparten del campo de la muerte sino después de fusilar y aporrear a los cadáveres.

La pluma se nos cae de las manos entumecidas de horror, pero es necesario consignar para eterna memoria del mundo estremecido esa espantosa serie de crímenes sin nombre que se cometen en el siglo XIX en un país civilizado, y con hombres, mujeres y ancianos inofensivos.

Sí, del carácter más dulce o inofensivo, pero a quienes la crueldad ha hecho crueles; el incendio, incendiarios; el asesinato, asesinos; héroes, su dignidad, y el parricidio, parricidas.

¿Cómo habían de contestarse los atentados de que son víctimas? ¿Habían de permanecer pasivos, con los brazos cruzados, a la vista de la muerte y la tortura de los suyos, del ultraje de sus esposas y sus hijos, del incendio, destrucción o embargo y confiscación de sus bienes, y de la guerra brutal y sin piedad que se les ha jurado y se practica? No serían hombres si tal hicieran, y no serían y no los reconoceríamos por nuestros hijos.

Han recogido nuestro guante manchado y sangriento, han aceptado la posición que les hemos hecho; quizá nos habrán igualado, quizá no, pero de seguro no nos habrán aventajado, aunque hayan recibido en herencia nuestros feroces instintos.

Don Junípero y su mordacidad.


Se dice o queremos disculparnos diciendo que nuestros actos de crueldad han sido provocados por ellos, asesinando, mutilando y aun quemando a nuestros prisioneros.

Podrá ser esto último cierto, no queremos asegurar ni negar lo que no nos consta ni hemos visto, aunque hay hechos que demuestran lo contrario y a que nos referiremos en seguida. Pero si tales cosas han pasado entre los insurrectos, ¿no les habremos dado el ejemplo? ¿No tenemos por desgracia esas manchas en nuestras tradiciones y nuestra historia?

No nos remontaremos a siglos remotos ni siquiera a los de la conquista de esa misma América que enseñan el trato que hemos dado siempre a aquellos habitantes, pero ayer mismo, en la guerra civil de los siete años, ¿qué hicimos con nosotros mismos? ¿Qué hicieron uno y otro bando, con sus prisioneros, con los que no lo eran, con todos los del bando contrario? ¿No asesinaban las mujeres, las madres ancianas? ¿No fusilábamos a los niños? ¿No mutilábamos vivos y después de muertos a los prisioneros y a los que no lo eran? ¿No se veían por ahí los hombres sin orejas, sin narices y sin lenguas? ¿No se paseaban por calles y cafés los miembros mutilados de un general? ¿No escandalizamos de tal manera al mundo que motivamos la intervención de las naciones vecinas, imponiéndonos el tratado vergonzoso de Elliot, y obligándonos a respetar deberes que nunca debimos haber desconocido?

Y después, en esa misma Cuba, cuando el fusilamiento de los cincuenta americanos de Crittenden, ¿no se mutilaron sus cadáveres? ¿No se pasearon sus miembros por calles y lugares públicos; y no se exponían, según se dijo, en el establecimiento más concurrido de La Habana las partes pudendas de algunos de ellos, en aguardiente, para que no se corrompieran, y en pomos de cristal para que pudieran ser vistas y contempladas?

Pues si todo esto hemos hecho antes, ¿qué extraño sería que lo hiciéramos ahora? Los insurrectos así lo aseguran; nosotros ni lo afirmamos ni lo negamos. Y aunque por los antecedentes pueden deducirse lógica y racionalmente las consecuencias, no necesitamos de esas deducciones para el objeto que nos proponemos. No necesitamos probar, ni que sea cierto, que nuestros compatriotas hayan cometido ahora en Cuba semejantes excesos, porque tampoco creemos probado ni que sea cierto que se hayan cometido por los insurrectos. Algún caso aislado de esa especie podrá haber tenido lugar en el furor de esa lucha desenfrenada, pero que no creemos haya constituido la regla ni en uno ni en otro bando.


Y ya que hemos hablado de la conducta de los españoles, hablaremos también de la de los insurrectos. Muertes, incendios, devastaciones cometidas por éstos, es verdad, ¿pero no han sido también cometidas por los otros? ¿Han sido ellos los primeros? ¿No han sido provocados? O si no lo han sido, ¿quién es el que ha excedido al otro?

Que matan y torturan a nuestros soldados prisioneros. Ya hemos visto que aunque lo hicieran, no harían más que pagar en la misma moneda: no creemos que se hallen completamente exentos de esta culpa común con sus adversarios, ¿pero tiene el mismo carácter de generalidad y quizá sin excepción que reviste entre los españoles? A los fusilamientos de éstos, han contestado aquéllos alguna vez con otros fusilamientos: cuando la muerte del joven Agramonte en el combate de San José, en que cayó prisionera toda nuestra columna, fueron fusilados todos los oficiales de ella en venganza de Agramonte: Quesada se jactó de haber usado de represalias, fusilando de una vez seiscientos y tantos prisioneros españoles, y los insurrectos llegaron a decretar la guerra a muerte.

Manuel de Quesada 

Pero lo del fusilamiento de los 600 no pasó de una mera jactancia de Quesada, para suponer, halagando a los suyos, que habían sido vengados los inicuos fusilamientos de Santiago de Cuba y otros, según dijeron entonces los mismos periódicos de los insurrectos: la declaratoria de guerra a muerte hecha por ellos no fue sino una contestación a la guerra de exterminio, que sin previa declaratoria le hacían sus adversarios, pero no la cumplían, ni nunca la han cumplido.

Antes bien, por el contrario, públicas y oficiales son las frecuentes proposiciones de canje de prisioneros que hacían, a las que no se les contestaba sino con desdeñosa negativa: bien que no podía contestarse de otra manera, por la sencilla razón de que nosotros, no haciendo prisioneros, no teníamos que devolver en cambio de los nuestros; y después, a pesar de la guerra sin cuartel declarada por ellos y la de exterminio que se les hacía, ¿quién duda de que en las filas de los insurrectos, y aun entre sus jefes, hay muchos españoles peninsulares? ¿Que la fuerza de alguno de ellos se compone en gran parte de españoles, y que por despachos oficiales nuestros se sabe que a cada paso se anuncia que se han presentado, o rescatado o capturado soldados españoles procedentes de las fuerzas insurrectas, lo que prueba que no sólo no los matan, ni mutilan, ni torturan, sino que los acogen y los tratan como deben, y aun les dan lugar a los que lo pretenden en sus filas?

Es falso, pues, este cargo. Los insurrectos, más inteligentes, más previsores y con mejor sentido, siguen una senda opuesta y recogen también frutos muy distintos. Nosotros seguimos hoy la de siempre, la que seguimos en Flandes, en América, en todas partes, y obtendremos, como siempre, el resultado idéntico y preciso.


Esto, en cuanto a los asesinatos. Y ¿en cuanto a los incendios? Ya hemos visto quiénes fueron los primeros incendiarios; los insurrectos nos siguieron, comenzando por incendiar sus ciudades como arma lícita de guerra, para privar de abrigo y de recursos al enemigo, como incendió a Moscoso (sic) el zar de Rusia, salvando así con aquella hazaña heroica al resto de la monarquía. Pues bien, todavía fue, si no mayor, más meritoria y heroica la de los insurrectos en el incendio de Bayamo; ¿sabéis cómo fue incendiada Bayamo? Vamos a decirlo.

Próximos a ser atacados en ella los insurrectos por fuerzas muy superiores, sin recursos y sin esperanzas de conservarla, trataron de destruirla, pero los jefes radiaban, y no se atrevían a echar sobre sí la responsabilidad de esa catástrofe; dudaban... cuando una joven, casi una niña, se adelanta y “yo tengo aquí una casa, dijo, como dueña puedo disponer de ella según me agrade, pues bien, yo voy a incendiarla: los que quieran imitarme que me sigan”. Tomó una tea, incendió su casa; los demás, arrebatados por el sublime ejemplo, la siguen, y Bayamo quedó reducida a cenizas.

Hazaña superior a todas: nosotros, y el mismo zar de Rusia, incendiaban lo ajeno; los bayameses incendiaban lo suyo. ¿Son incendiarios, criminales comunes dignos de castigo? No: son héroes, sólo de admiración, de loa y de respeto dignos.

Después siguieron los incendios a los incendios, las devastaciones a las devastaciones. Nosotros quemábamos los bosques, las haciendas, los caseríos, los ranchos y bohíos miserables en que se albergaban y refugiaban las familias, huyendo de nuestros lebreles y cazadores; embargábamos y confiscábamos sus bienes, y los aplicábamos a hacerles la guerra, ¿se puede pretender que no contestaran y dejaran sin respuesta agresiones de tal índole?

Los incendios y devastaciones posteriores no son sino la respuesta de los incendios, embargos, y confiscaciones. Los despojábamos de sus bienes para hacerles con ellos la guerra; ellos, no pudiendo apoderarse ni utilizarse de los nuestros, inutilizan todo lo que pueden para nosotros. Muerte por muerte, devastación por devastación. La pena del Talión puede ser bárbara, pero nunca injusta.

No hacen, pues, la guerra salvaje que gratuitamente les imputamos, y si la hicieran, les hemos dado el ejemplo: no harían más que imitarnos. Los que matábamos a un francés en donde quiera que se nos proporcionaba, los que ahogábamos en su lecho o arrojábamos en los pozos a nuestros alojados; los que como decía Napoleón en Santa Elena se juntaban un noble y un presidiario, un monje y una prostituta (sic) para matar a un francés, en la guerra de nuestra independencia, no podemos tachar a los que en la guerra de la suya usen de medios idénticos o análogos.

Medios que sin embargo no usan, como hemos visto. Nos combaten, ¿pero de qué modo? Nos rechazan, nos acosan, nos persiguen; pero oyéndonos, cuando hemos querido hablarles, abriéndonos sus filas cuando a ellas nos acogimos: nosotros les hacemos la guerra de las fieras, ellos nos hacen la guerra de las gentes; pero no menos enérgica y decidida.

Vedlos: una vez desenvainado el acero, ni paz ni tregua hasta conseguir el fin apetecido. Ancianos débiles, jóvenes delicados, criados en la abundancia y todas las comodidades de la vida, abandonan o llevan consigo sus esposas y sus familias; libertan sus esclavos, incendian o destruyen sus fincas y sus hogares para que no sirvan de refugio al enemigo; empuñan las armas que no habían manejado nunca; se lanzan al campo, y sin armas bastantes y convenientes, sin alimentos, sin pertrechos, sin vestidos, sin abrigo; tostados a los rigores del sol y de la intemperie, más semejantes a los indígenas primitivos que a los hombres civilizados de hoy; sin auxilio ninguno extraño; abandonados del cielo y de la tierra; entregados sólo a sí mismos; sin más fuerza que la de su derecho; sin más confianza que en sus voluntades y energía, inquebrantables; vedlos, como la roca en medio del Océano tempestuoso, luchando, desafiando y resistiendo todo el poder de España, toda la fuerza de sus ejércitos y las cóleras y furores de los españoles enfurecidos.

Y resistiendo con éxito, porque, a pesar de los 120 mil hombres que allí tenemos, en más de dos años no hemos podido ni vencer, ni dominar, ni quebrantar la voluntad siquiera ni la fuerza de esos 5 o 6 mil hombree mal armados, mal vestidos y alimentados que tenemos enfrente, y que, si tampoco han podido vencernos, nos están haciendo exhalar gritos de socorro desde el principio hasta hoy en demanda de tan costosos como inútiles auxilios. Sólo nosotros no nos envaneciéramos de semejantes hijos.

Amalia Simoni, quien compartió los azares de la lucha y los rigores de la intemperie...

¿Y las mujeres? ¡Oh! Las mujeres de Cuba tendrán capítulo separado en la historia. Las cubanas son las que han hecho la insurrección de Cuba. Ellas, si no fueron las primeras en sentir los primeros impulsos de la dignidad ultrajada, fueron las primeras en manifestarlos, y la opinión que forma la mujer es irresistible en el hombre. Ellas hablaban sin ambages, sin embozo y sin miedo; a nosotros de nuestros desmanes, a los suyos de sus derechos desconocidos y de sus deberes.

Antes de la insurrección se despojaban de sus joyas para cambiarlas por hierro; y después que estalló, como las matronas de Roma y Esparta, la señalaban a los suyos y les decían: “allí está vuestro puesto”; y los seguían y compartían con ellos todos los azares de la lucha, todos los rigores de la intemperie; o para dejarlos más desembarazados y expeditos, vuelven a las ciudades, escuálidas, casi desnudas, moribundas, viudas unas, otras con los huérfanos al pecho, secos por el hambre y las enfermedades, pero que habían visto, también con ojos secos, los cadáveres de sus esposos y sus hijos; y siempre firmes, decididas, y haciendo en su interior votos fervientes al cielo por el triunfo de los suyos. Éstas son las mujeres de Cuba; y cuando las mujeres piensan y obran de esta manera, los hombres son invencibles.


Y no se diga que el triunfo de la insurrección es imposible, porque la mayoría de los cubanos está con nosotros, y que de la otra parte no hay más que algunas docenas de perdidos.

No, ésta es una ilusión que nos forjamos y que no creemos nosotros mismos. ¡Perdidos! Y uno de ellos solo puede equipar y mantener un ejército, y ha hecho lo posible por conseguirlo. ¡Perdidos! Y otros dos han costeado solos una fuerte expedición, y otro ha comprado un buque de guerra blindado que conduce expediciones y amenaza nuestra marina mercante. ¡Perdidos! Sumad los millones a que ascienden los bienes embargados: a más de 700 ascendía por el cálculo que se hizo hace algún tiempo; hoy ascenderá a cerca de mil, y aun no está agotada esa mina: todos los días señalan los periódicos de La Habana nuevas víctimas para nuevos embargos; lo que prueba cabalmente lo contrario de las dos afirmaciones que combatimos. Los insurrectos eran opulentos, ricos o acomodados, y su número es mucho, inmensamente mayor del que a veces suponemos por instinto.

Y decimos, a veces, porque en este punto solemos incurrir en palpables y fragrantes contradicciones. Cuando queremos tener la razón por el número, se dice que la inmensa, la casi totalidad de los cubanos, está con nosotros, y que en la insurrección no hay más que cuatro abogados sin pleitos, y otros cuatro negros o chinos; y cuando queremos justificar los embargos y demás atentados, decimos y sostenemos que todos o casi todos los cubanos y cubanas (si tienen bienes) son insurrectos o laborantes más o menos encubiertos, más o menos desenmascarados. De suerte que, en uno y otro caso, se nos puede argüir con nuestros propios dichos; sobre todo, después que se ha pensado y ejecutado el embargo de bienes, y que se aspira a su confiscación y reparto.

Pero antes de esto, que podíamos ser más veraces, o que no había interés en dejar de serlo, recordamos el dicho que se le atribuye a uno de nuestros jefes militares, general en el día. Volvía éste de lo interior de la Isla, pocos meses después de haber estallado la insurrección, y preguntado en La Habana por el estado de ella, es fama que dijo: “He recorrido los departamentos Oriental y Central, y he visto que en ellos, todos los cubanos son insurrectos; y vengo a La Habana y encuentro que aquí son insurrectos los hombres, las mujeres, los viejos, los niños, los negros, y hasta el aire que respiramos, y los adoquines de las calles son insurrectos.” Y esto era al principio de la insurrección. ¿Qué será después que nuestros excesos sin nombre y sin número, nos han hecho más daño y han llevado más hombres a las filas de los insurrectos que todas las faltas que antes pudieran haber cometido nuestras autoridades y nuestro gobierno?

Véase lo que dice El Clamor de Cuba, autoridad que no puede ser sospechosa hablando de los cubanos que no están en la insurrección:

Ellos, dice, redondean y protegen las expediciones filibusteras; mantienen las comunicaciones; socorren con toda clase de efectos a los insurrectos; expían todos los proyectos de las autoridades y planes de las columnas; si encuentran indolencia o ignorancia; nos hacen caer en emboscadas e incurrir en errores muy lamentables; todo lo minan, todo lo explotan, de todo sacan partido, en todo se encuentran y atisban.

Añádese a esto que, según nos dicen todos los días nuestros periódicos de La Habana y de Madrid, todos los cubanos que están en los Estados Unidos, en España y en el extranjero son laborantes que trabajan sin descanso y con éxito, introduciéndose hasta en el despacho y en el corazón de los ministros, y haciéndonos más daño que las partidas de los insurrectos; y vendremos en conocimiento de que, por confesión propia, los cubanos que están en la insurrección pelean, y los que allí no están, los ayudan, dando así por resultado final que todos los cubanos, según ellos, son insurrectos; y decimos todos, porque, en su ciego encono, no exceptúan ni aun a aquellos que se dicen y se tienen por españoles y nos han hecho servicios que los han indispuesto con sus compatriotas, a los cuales llaman insurrectos solapados y traidores con máscara, dándoles así a entender bien claramente lo que pueden esperar de los que no conciben que pueda ser digno patricio cubano quien abogue por su propia abyección, y de los que, no considerándolos dignos ni aun de su odio, solo les arrojan al rostro su conmiseración y su desprecio.

Es decir, que nosotros mismos no exceptuamos a ningún cubano de la nota de insurrectos. Y si esto es cierto, si allí los hombres y las mujeres, viejos y niños, blancos y negros y chinos; todas las edades, los sexos, las razas y colores; los extranjeros de una potencia vecina, los elementos y hasta las piedras se alzan y conjuran contra neutros, ¿qué pretendemos? ¿Nos haremos la ilusión, seremos tan ciegos que pensemos en obtener un triunfo completo y provechoso contra un pueblo que se levanta entero y combate con toda la energía que le da la justicia y su derecho, y con la resolución inquebrantable de morir antes que volver a someterle a un enemigo feroz, implacable y vengativo hasta el extremo?

No: los horóscopos no están de nuestra parte. El que sabe morir sabe vencer: los cubanos tienen acreditado que saben morir con el desdén en los ojos y la sonrisa en los labios, en el campo y en los suplicios, y pueblos de este temple, cuando luchan por su honor y su libertad, no son vencidos, y si lo son hoy, será para volver a comenzar mañana, y después y siempre, hasta que corone sus esfuerzos la victoria; porque como dijo el poeta inglés:

           La santa causa
           De independencia y libertad de un pueblo,
           Legada por los padres a los hijos,
           Siempre acabó en el triunfo de los buenos.
                                                                                    Byron



Ignacio Agramonte dirige una carga al machete.

Tomado de Vindicación. Cuestión de Cuba (por Un español cubano). Madrid, Imprenta de Nicanor Pérez Zuloga, 1871.
Nota de El Camagüey: Es continuación de Vindicación. Cuestión de Cuba (IV), disponible en http://bit.ly/3QHGmrK

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