Bromeamos con ciertas cosas,
porque para los griegos y los católicos
no ser significa ser la nada.
Diarios
José Lezama Lima
Salíamos del teatro. A lo largo de la noche, los jóvenes solistas del Bolchoi habían renovado nuestro asombro con su destreza; ahora la escena era una caja vacía, blanca: la memoria nos devolvía sus vuelos, sus cuerpos, trazando rápidos signos en el aire, su escritura.
En el vestíbulo, atestado, caluroso, Lezama tronaba en medio de sus adeptos: dril nevado; de la gravedad española ostentaba la señoría criolla. Caballero de un grabado colonial, de una Vista de La Habana de Landaluce o de Hill —al fondo una Plaza de Armas en una noche de retreta, una alameda que recorren calesas; ángeles entre las almenas del Morro, escenas platerescas—. Enarbolaba un habano; espirales azulosas se desplegaban envolviendo sus gestos lentos, su presencia pausada, sus palabras.
Atravesé para saludarlo la empalizada circular de humo.
—¿Qué le pareció? —le pregunté en seguida.
—Mire, joven —e impuso su voz gravísima, sentencioso, aspirando una bocanada de aire, acezante, como si se ahogara— Irina Durujanova, en las puntuales variaciones del Cisne, tenía la categoría y majestad de Catalina la Grande de Rusia cuando paseaba en su alazán por las márgenes heladas del Volga... —y volvió a tomar aire.
Incluido en Ensayos generales sobre el barroco. Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp.276-277.
Tomado de José Lezama Lima. Un poeta contado por sus anécdotas. Selección, prólogo y notas de Eduardo Sánchez Montejo. Nueva Gerona, Ediciones Áncoras, 2019, pp.72-73.
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