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Rosa la Bayamesa

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Rosa la Bayamesa

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Hay en nuestras guerras de independencia muchas figuras aún no estudiadas cuyo perfil se desvanece paulatinamente, y las cuales acabarán por desaparecer si el interés de los cubanos no lo remedia. Sucede con ellas algo parecido a lo que acontece con los viejos edificios abandonados: que van perdiendo bajo el peso de los años los elementos de su arquitectura, las líneas fundamentales de la forma, hasta quedar convertidos en dramáticas cuevas que un día se derrumban sin dejar huellas de sí. Una de esas figuras es Rosa, la Bayamesa, cuyo recuerdo en ruinas urge reconstruir.

Rosa la Bayamesa

¿Quién fue esta mujer, tan familiar a los mambises del 95 que pelearon en la zona de Camagüey? Pocos datos escritos hay de ella. Lo que se sabe perdura por una suerte de tradición oral, pues todavía viven algunos de los hombres que la conocieron en plena guerra, o en los primeros días de la República. Alta, fuerte, varonil (sin que padeciera por ello su feminidad), Rosa la Bayamesa hízose famosa a causa de su habilidad para curar a los cubanos heridos o enfermos en la contienda.

De un documento notarial (un testamento) del cual conservamos copia, firmado por Rosa la Bayamesa “a las dos de la tarde del día 14 de mayo de mil novecientos siete”, surgen los siguientes datos: Se llamaba Rosa Castellanos y Castellanos, hija legítima de Matías y Francisca Antonia; negra, soltera, natural de Bayamo, en la provincia de Oriente. Como en esa fecha declaró contar sesenta y siete años, se deduce que nació en 1840.

Ignórase en que año vino a Camagüey. Según el testimonio de un periodista americano —Grover Flint, corresponsal del Journal, quien la conoció—, “durante la guerra anterior, la del 1868, había mantenido a sus expensas, y bajo su única responsabilidad, un hospital de sangre que dio mucho que hacer…” ¿Dónde? El corresponsal no lo dice; nadie tal vez lo sepa.

Más datos hay en cuanto a lo que hizo en otro hospital de la misma índole, durante el 95, y el cual estuvo instalado en el sur de la provincia de Camagüey. El propio periodista citado, al referirse al combate de Saratoga, escribe lo siguiente: “Los heridos (…) están perfectamente hospitalizados; la mayoría en la Sierra de Najasa. Once de ellos hallaron reposo, en la montaña del Polvorín; los más afortunados, porque de su restablecimiento cuida una buena mujer llamada Rosa, conocida en toda la comarca por sus habilidades como comadrona y enfermera”.

La Bayamesa era, sin duda, persona docta en esta clase de curaciones. Hallábase al tanto de la flora medicinal cubana (un caso parecido al de Toussaint Louverture en Haití) y conocía profundamente no sólo las características de las enfermedades más comunes en la manigua, sino las plantas apropiadas para su tratamiento. A base de tisanas, cocimientos, cataplasmas, etc., cortaba hemorragias, fiebres y disentería. Es fama que le eran también familiares muchas hierbas sustitutivas de los más eficaces antisépticos.

En uno de nuestros recientes viajes a la vieja y querida ciudad prócer, tuvimos ocasión de charlar con cierto mambí de aquellos años que no sólo conocieron a Rosa, sino que trabajaron largo tiempo a su lado. Llámase Juan Francisco Felipe Betancourt, anciano nacido en Camagüey hace setenta y seis años. Lo interrogamos acerca de la Bayamesa y él nos contó lo siguiente:

—En 1895, estando el general Máximo Gómez en un lugar conocido por Jobo Dulce, se enteró de que Rosa, a quien conocía desde la Guerra Grande, se hallaba cerca, en el Polvorín, en el sur de Camagüey. La mandó buscar, y cuando la tuvo en su presencia le pidió que, tal y como lo había hecho en el 68, se encargara de organizar y dirigir un hospital de sangre…

Gómez —según el testimonio del propio Betancourt— ordenó a Rosa que tomara doce hombres de confianza y se pusiera a trabajar. Aquella mujer varonil contestó:

—General, me basta con dos.

Escogió entonces a nuestro informante (quien fue nombrado por ella “matador”) y un individuo de nombre Juan Sole (o Soler), a quien se le dio la función de “mandadero”, cargo no exento de peligros, pues a cada momento podía quien lo sirviera ser sorprendido por los españoles.

Sin embargo, parece que algunas veces hubo más empleados en el hospital. El mismo Betancourt nos contó que el señor padre del comandante Enrique Recio ejerció allí de dentista; y un tal Augusto Pacheco, de ayudante de cocina. Lo cierto es que aquel benéfico establecimiento —famoso en toda la provincia— hallábase ubicado monte adentro, en la finca de San Diego del Chorrillo y en el ya mentado sitio del Polvorín. Las camas eran de cuje, en número de sesenta u ochenta, ocupadas generalmente por mambises heridos o enfermos. Rodeándolo, un patio de gallinas, numerosos colmenares y grandes siembras de yerbas medicinales.

Caso curioso, nunca fue asaltado.

Una vez (habla Flint, contando una conversación suya con Rosa) referíame que llegó una guerrilla a sorprender el lugar, pero tan buena maña se daba para ocultar a sus heridos, que no obstante el día y medio que junto a él se pasaron los guerrilleros, nada pudieron observar que diera pábulo a sus sospechas. Calcúlese —me decía Rosa— el temor que tenía yo de que el simple ronquido de un hombre nos delatara a todos. Por fortuna, ni un suspiro rompió la paz del contorno, y la guerrilla hubo de retirarse, seguro de que los soplones habían mentido al asegurar que yo tenía escondidos a muchos rebeldes…

De Máximo Gómez abajo, todos los jefes de la revolución cubana sintieron siempre profunda admiración por Rosa la Bayamesa. José Cruz Pérez, comandante del Estado Mayor de Gómez, dice que “en el mes de mayo de 1896, acampados en la Providencia de Najasa (Camagüey), en apretado abrazo era recibida por nuestro generalísimo Máximo Gómez, el cual, glorificando sus grandes servicios a la patria, la condecora con el honroso título de Capitán del Ejército Libertador”.

Rosa tuvo, en efecto, ese grado, y a fe que lo sirvió con honor y valentía. Fuerte de espíritu tanto como de cuerpo, llevaba sus insignias con el mismo decoro, con igual propiedad, que el más valiente de los hombres.

Al instaurarse la República, quedóse en la ciudad de Camagüey. No casó nunca, que sepamos, pero vivió en concubinato con José Varona Estrada, negro como ella, quien la sobrevivió y apareció muerto un día —si no nos abandonan nuestros recuerdos infantiles— en la enorme casona, ya desaparecida, que entonces ocupaba en la calle del Lugareño el Círculo Liberal, y de la cual era conserje el difunto.

En su provincia de adopción, Rosa la Bayamesa vivió mimada y querida por todos, hasta el 26 de septiembre de 1907, en que falleció cuatro meses y once días después de haber hecho el testamento a que nos hemos referido al comienzo de estas notas. Tendida en el Ayuntamiento de Camagüey, frente a su cadáver desfiló todo el pueblo. Fue enterrada al día siguiente, con gran golpe de elementos oficiales, música y discursos.

¿Qué queda hoy de ella? El título de una calle, un puñado de polvo… Nada. La historia, tan llena de pasiones, de falsedades y prejuicios, ni siquiera mienta su nombre, Rosa la Bayamesa se esfuma, se pierde, se deshace… Bien pudieran nuestros graves relatores recoger y divulgar esta clara vida para que Cuba no la ignore; fijar su recuerdo, esculcar en ese humilde y profundo pasado que se nos va, que se nos está yendo, y entregarlo al respeto, al amor de la patria agradecida, que seguramente no ha querido olvidarlo.

Monumento a Rosa la Bayamesa en las inmediaciones de Bayamo, primera escultura ecuestre de una mujer en Cuba, obra de Alberto Lescay.


Incluido en
El País, 8-II-1949 Tomado de Prosa de prisa, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1975, t.I, pp.400-403.
El Camagüey agradece a Ricardo Muñoz las fotos utilizadas para ilustrar este texto. 

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