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Gritémosle: ¡Emilio!

Gritémosle: ¡Emilio!

Porosidad, piernas cruzadas en el sueño, rocío, nadada de una respiración, lo que aparece o se borra mientras cerramos los ojos, y un enredarse como el niño, para desenredarse en el quiero inocentón de los ojos perplejos, estaban como pellizcados, luego de una gran onda que descansa, en el sobresalto moroso de Emilio Ballagas. Recuerdo la manga de su camisa cubriendo la mitad de la mano. La mano nerviosamente cerrada como para ocultar la transpiración, cepillada incesantemente por el pañuelo, que a su vez parecía que rompía el provinciano estreno de sus cuadrados. Y ahí el comienzo de su magia infantil: el pañuelo estrujado y que, no obstante, parecía inaugurar el peinado de sus losanges. Luego sus fingidos asombros, cuando decía o escuchaba, en un Oh artificial, seguido de alguna referencia a un verso, entrecortado por hechos o situaciones bruscamente destapadas. Los cambios del color de su rostro, testimonio de una sangre que se irregularizaba, como para irle preparando su muerte, mostraban sus sensaciones sin defensa, los tajos graciosos de una voluntad que preparaba una tela de araña, para irse adormeciendo en su centro infantil, mientras el maestro que lo perseguía se sienta a la entrada de la gruta, sacude la arenada levita, y comienza de nuevo a buscarlo por las playas, donde, naturalmente, no está.

El misterio de la circulación de la linfa, misterio de un círculo que se apresura en el sueño, que gana el tiempo del río, con el movimiento de los ramajes que entintan el sueño. Movimiento de la clorofila en los árboles, lenta, rápida, inapresable, pero que allí es la sangre, donde la sangre agotó su expiación. En el poeta la circulación de la linfa, sentire cum plántibus, es la puerta donde toca levemente el río como último camino. El río es el conductor. En el poeta la linfa le regala la melodía del vegetal y de la muerte. Por la circulación de la linfa el poeta sabe de dónde viene y dónde se extingue. Entra en el vegetal, en la secreta conducción del río, siente la cercanía de la resurrección, adivina que su sueño transporta su cuerpo como una madrea. Hasta que lo deposita en un banco de arena, donde su otro cuerpo, el que se enriquece con el galope de la circulación de la sangre, lo retoma para anegarse. Si hiciésemos ahora un corte en el cuerpo de la poesía de Emilio Ballagas, observaríamos que su linfa es en extremo espejeante, muy rica, apresurando su lentitud hasta el máximo, donde la voluptuosidad se vuelve diseño reminiscente.

La unidad formada por la poesía y la muerte, ahora en el Ballagas total, que es la otra poesía, que vuelve para tironear del curso de la imagen en el valle de Proserpina, nos dan una nueva aproximación de su poesía, donde la delicadeza órfica de las dos esferas se impuso, después de un laboreo secreto, muy henchido de pausas, a la gracia humana del disfrute inmediato y del juego popular, pues ahora la imagen que él nos envía está dentro de las evaporaciones, de una sucesiva blancura, de las palabras de Shelley:

    But in their speed they bear along with them
    The waning sound, scattering it like dew
    Upon the startled sense.

En la muerte el sumergido sonido sigue enviando como un rocío sobre el inquieto sentido. Los dones que obtuvo y los que le fueron regalados, unos traídos por el misterio y otros por la invocación y el trabajo, podían rendir su ocupación tanto en su presencia, lentamente acorralada, como en su ausencia, súbitamente melodiosa. La levedad de un sonido, muy pronto metamorfoseado en rocío, cayendo sobre los sentidos predipuestos y atentos como un ciervo, pertenece a la cualificación de una forma, que lo mismo rigió en su vida que en su muerte.

Desde la adolescencia, regada con abundancia de diminutivos y tías, podía lograr la localización de un verso memorable. Por ejemplo, en su poemita “Yo, Alfarero”, destaca de pronto un verso nítido y crecido, mientras el resto del poema se anega en la panoplia de un vanguardismo provinciano (1929). Ese verso bastaba para ser el poema: “Obrero todo albo”. Está ganado frente a distintas acometidas de lo admisible y gobernado, rechazadas con gozo de fiebre dulce. Obrero todo albura, podía haber dicho, y sería un fastidio de habitualidades. Obrero todo blanco, hubiera sido una pinta de tediosa estampa dominical. Obrero todo alba, un cómodo principio de himnario. Pero dice: Obrero todo albo, con la colocación pitagórica de sus vocales, con su misterio de playa mediterránea y ectoplasma de medianoche tropical. Sencillez de sentencia eficaz, cara a las definiciones tomistas y a las crepitaciones de Manley Hopkins.

Su poesía partía, a veces, de apoyos reminiscentes, pues casi todo lo que le gustaba en el arte del verso acrecía su memoria reproductora. La Elegía sin nombre partía de Cernuda, pero mientras en este poeta, la obra inicial de la de Ballagas se diluye en el conjunto de su obra, en Ballagas cobra la decisión de una fatalidad. En su soneto Bailarinas, se le ve recordando los primeros versos de “Las Abejas”, y los últimos del soneto “El vino perdido”, ambos de Valéry. En ese ejercicio el centro, del soneto de Ballagas, cruje presionado por la arquitectura maestra adquirida por un gran momento de la palabra francesa. En esa desigual competencia, en que el riesgo para Ballagas era tan numeroso como seductor, obtiene de pronto un tanto ricamente excepcional: “En júbilos creced bajo la lluvia, jilguerillos”, aplicado a unas bailarinas, es un situarse de su persona, en el extremo de una calleja difícil, pero dominando una la gracia. Nos revela ese rocío sobre los sentidos, ganado con los ojos cerrados, que él necesitaba, es decir, la gracia de esa metáfora está en ese trueque, bajo la lluvia, de las bailarinas en jilgueros.

La lucha de su Eros con la Ananké marca uno de los momentos esenciales de su poesía. En su primera elegía, a la que no le puso nombre, la frustración del amor es equivalente de la muerte. La reminiscencia de la forma, reconstruida en la desolación, no basta a suprimir el reto de la imagen esquivada. Pero fue mucho más tarde cuando Ballagas logró habitar de símbolos la sombría morada del fuego y del vacío. El hundimiento en la otra elegía, marca las metamorfosis y la muerte en vida como castillo de resistencia. Al final de esos accidentes del Eros que conoce y que lucha con la fatalidad. (Ilegible) esbozaba ya, en el poema en que busca tenazmente una definición del amor, la búsqueda de la Forma que entraña la suprema esencia. En ese momento de su vida existió como una larguísima pausa. Después empezó la lucha de sus sonetos últimos, que sería su último combate poético. Ya en esos sonetos se inicia la supresión del espejo, que conoce la lumbre derivada, para mirar cara a cara en los enigmas. Ahí, su logos formal lucha con sus visiones, con los lebreles acorralados, con la precisión de la muerte y con la búsqueda de la reciprocidad del encuentro de la gracia con la caridad. Los caminos de Dios hacia el hombre los esperó profundizando su palabra. Vio fluir la ternura de lo divino como una sangre, como una sangre que levantará las raíces y los ramajes del árbol que le dará sombra la interrogante y perdurable gracia de su poesía, más allá de la sombría morada del fuego y del vacío.


Tomado de 
Lunes de Revolución. Número especial Homenaje a Emilio Ballagas. Núm.26, septiembre 14 de 1959, p.2-3.

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