En los primeros meses del año 1874, se encontraba al frente de la administración militar del ejército español el Coronel R. que pasaba ya de sus sesenta inviernos y que, por sus condiciones de honradez, su limpia historia militar, los servicios que había prestado a su patria y su conducta honorable y digna, se le conservaba como una reliquia patriótica: se le respetaba por sus altas dotes de educación y cultura y se le admiraba por la bondosidad (sic) de su carácter y la delicadeza de sus maneras. Era dulce en su hablar y sencillo en sus ademanes, lleno de ingeniosidad y seriedad, demandando siempre consideraciones y respeto a cuantos le trataban y la admiración de sus amigos. Su oficina principal se hallaba situada en Puerto Príncipe como centro de la Isla y de allí partían las ramificaciones del delicado departamento que se le tenía confiado. Había venido a Cuba al principio de la guerra y aquí había obtenido sus dos últimos grados. Era un excelente padre de familia y la circunstancia de estar ésta ausente, en la Península, hacían su vida por demás angustiosa y su existencia llena de penas y sinsabores. Su esposa y sus hijos residían en Madrid. Su hijo mayor Rosendo, era capitán del Ejército y operaba a las órdenes del General Palanca, en Oriente. Su hijo menor, Raúl, de 19 años, acababa de llegar después de terminar brillantemente su carrera en la escuela de caballería y se había incorporado a uno de los Regimientos que guarnicionaban a Puerto Príncipe, la llegada de Raúl fue para el viejo un rayo de luz en la nebulosidad de su vida: ella trajo consuelo a su espíritu, asaz abatido y alegría a su enfermo corazón. Con Raúl llegaron brisas de la Patria y sonrisas del hogar, y a aquel anciano, por lo regular taciturno y triste, se le vio sonreír y al parecer feliz...
El Coronel era alto, delgado, bien conformado y por comodidad como sucede en tiempo de guerra usaba toda la barba. Su aspecto era patriarcal y el que pasaba junto a aquella figura venerable no podía menos que descubrirse ante el respetable anciano. Siendo joven había hecho las campañas contra el Pretendiente, en la Península, y más tarde, la de África, donde ascendió a Capitán. La presencia del joven oficial de caballería, lo hacía sentir por demás feliz y él se enorgullecía al presentar al apuesto joven que le remedara en estatura y gentileza, a la consideración de sus amigos y conocidos.
No hay cubano que no recuerde o no haya leído lleno de orgullo, y justa satisfacción los incidentes de la gran batalla de Las Guásimas que se librara en los campos del Camagüey, a mediados del mes de mayo de 1874. Las Guásimas, es la página más gloriosa que se escribiera en la historia de aquella guerra, que por sus hechos se apellida la Guerra Grande la han descrito publicistas españoles y cubanos y todos la acreditan como la acción de guerra más importante en aquella epopeya que durara diez años. Fue una verdadera batalla, en que una fuerte columna de 4,000 hombres, se vio sitiada por Máximo Gómez, durante cuatro días, y en la que, de parte y parte, se realizaron proezas de valor y se desplegaron inteligencia y pericia militares. La nota más saliente de aquella formidable acción. en que España confesó mil hombres fuera de combate, fue la célebre carga de caballería, que con el coronel Enrique Reeve a la cabeza, se dio en el largo carril (especie de callejón en la montaña) que une a Jimaguayú con las Guásimas. En ese callejón fue destrozada despiadadamente la caballería española por los cubanos, cediendo al plan de batalla forjado por Máximo Gómez. Las fuerzas españolas habían abandonado la ciudad el día 15 de mayo de 1874. La descubierta de la caballería era mandada por el joven alférez Raúl, que fue despedido por su anciano padre, llevando su bendición y elevando sus preces al ciclo porque retornara sano y salvo de aquella acción en que iba a recibir su bautizo de fuego. Dios se lo había de proteger y devolvérselo a su corazón, lleno de vida y colmado de laureles.
En la horrorosa acción del carril, cuando la caballería española cargó, llena de bríos, luciendo su garbo y levantando en alto sus relucientes sables, llena de bravura y entusiasmo, el joven alférez mandaba la extrema vanguardia. Él fue el primero en clavarse en los rifles de la emboscada de la infantería oriental, al mando de Ricardo Céspedes; el fue el que al volver grupas, quedó por su posición en la extrema retaguardia y la primera víctima del filo del machete de los implacables soldados de la caballería camagüeyana. Raúl cayó el primero y después de él, centenares de cadáveres marcaban aquella tremenda huida, que se efectuaba a lo largo del célebre carril que después se ha bautizado con el nombre del carril de la carga.
La columna de Armiñán, es histórico, que se salvó al cuarto día de sitiada, por el refuerzo que le proporcionó el general Báscones. A no ser por esto, toda habría sido hecha prisionera.
La noticia del desastre de aquella columna que saliera tan llena de esperanza e ilusiones de Puerto Príncipe, para cortar a Máximo Gómez su marcha hacia Occidente, llegó a la ciudad con todos sus horripilantes colores, llenando de consternación a sus habitantes. Calcúlese el efecto que la derrota produciría en el anciano coronel, que solicito se apresuró a obtener todos los tristes detalles de la acción. Su aflicción no tuvo limites, se consideró, como era natural el más desventurado de los padres...
Había pasado un mes, más o menos, cuando el C. Salvador Cisneros, Presidente de la República, recibió por medio de su hermana Ciriaca el siguiente mensaje.
Sr. Marqués: El más desventurado de los padres, se llega a Vd. solicitando la gracia que espera no le sea negada de que se le permita visitar el campo donde cayera su hijo Raúl, en defensa de su Patria. Vd. es padre y debiera colocarse en lugar de éste, que ya no espera tener un momento de tranquilidad en este mundo... Respetuosamente, Coronel R.
El presidente Cisneros sometió la petición a la consideración del General Gómez y éste puso su Visto Bueno a la demanda.
El coronel R. apareció en nuestro campo acompañado de un ordenanza y un práctico, todos desarmados.
El general Gómez lo trató con señalada delicadeza y como prueba de la alta consideración que le mereciera puso a su disposición a su Jefe de E .M. Coronel Rafael Rodríguez, de quien debiera ser huésped, durante su permanencia en el campo insurrecto.
El coronel aparecía muy abatido, su dolor era inmenso y los halagos y cortesías de que era objeto aumentaban su pena. Se hizo referir el hecho de la batalla tal como pasó: escuchó de labios de sus enemigos las frases más encomiásticas hacia el soldado español, la bravura con que se peleó, y cuando se llegó a la descripción de la gallarda figura de su hijo, tronchado como una flor por implacable vendaval, su aflicción no tuvo dique. Nuestros soldados, los que cargaron más inmediatamente sobre él y que prestos se reunieron a su rededor, se lo pintaban hermoso como una aurora y valiente como un adalid. Todos trataban de enjugar las lágrimas, que a raudales corrían de los ojos del veterano, encanecido en los campos de batalla.
Al momento no hubo uno que no tratara con empeño de que el coronel recogiera las reliquias de su hijo. Su reloj, un par de yugos con las iniciales R. R., sus espuelas, su cinturón, su sable, todo, todo lo que representaba una prenda de valor le fue entregada al Coronel, que abismado, en medio de su cruento dolor, recibía aquellas pruebas de respeto y consideración.
Aunque un tanto dictante, se dispuso una excursión al campo de batalla, para recoger los restos y darles sepultura. Llegaron al lugar: uno de los primeros esqueletos era el de Raúl. No existía sino la osamenta: todavía cubría su pierna una de sus polainas, prenda que sirvió para principiar la identificación; pero cuando se mostró el cráneo al infeliz anciano, este lanzó un grito de dolor al reconocer por la dentadura la calavera de su hijo. Pero otra cosa le angustiaba más: un omóplato lo tenía hendido por un tajo del terrible machete: Raúl había sido herido por la espalda: había huido frente al adversario. Fue necesario explicarle la angustiosa situación y que si volvió la espalda fue después de señalados actos de heroicidad...
Los preciosos restos fueron sepultados. Los cubanos se disputaban el deber de consolar al afligido padre y ellos mismos, cavaron la sepultura en que, lleno de recogimiento, depositaron los restos del heroico joven.
Había el coronel R. cumplido su misión. Necesitaba después de su herida, la más honda que confesaba haber recibido, buscar el consuelo del hogar, el calor de su esposa y de sus hijos, pero antes de marchar y abandonar para siempre la tierra que guardara los restos adorados de su hijo, solicitó nuevo permiso para visitar su tumba y este le fue concedido. Había una distancia de un mes entre una y otra visita.
Volvió a nuestro campo: regó nuevamente con sus lágrimas la tumba de su hijo y una tarde que descansaba en nuestro campamento, sito en Jimaguayú, rodeado siempre de las mayores atenciones, hubo de presentarse un montero, uno de nuestros tipos más curiosos y más dignos de estudio, que venía acompañado de su inseparable pareja de perros. El coronel se distraía con la locuacidad del nuevo huésped: sus ojos, sin embargo, se iban detrás de los perros, que le acompañaban, hasta que por fin manifestó deseos de comprar uno de los animales.
El montero, no consintió que se repitiera el deseo y tomando los dos por la cuerda que los sujetaba exclamó:
—Aquí están, son suyos: disponga Vd. de ellos. El Coronel escogió el que le pareció más aceptable y cuando fue a entregar una moneda de oro al cazador, éste, impelido por el espíritu generoso de nuestros guajiros, exclamó:
—¡Oh! no: yo no lo vendo, yo se lo regalo al afligido padre del mártir Raúl.
Para el coronel aquel perro fue una adquisición. Lo bautizó con el nombre de Mambí y cuando se encontraba a solas con él, en la intimidad de sus pensamientos, se le oía, acariciando al perro en triste soliloquio exclamar:
“Ahora Mambí irás a una tierra muy distante. Serás el espíritu de mi Raúl: servirás de consuelo a una madre que vierte sus lágrimas a raudales, v nos servirás de compañía en nuestras tristes horas, cuando hablemos de esta tierra tan hermosa. como ingrata, al recordar al hijo que por siempre ha de guardar en su seno”.
Tomado de Social. Vol. IX, Núm.2, La Habana, febrero, 1924, pp. 29 y 65.