Encontramos a don Pánfilo apenas salimos en su busca. Le hallamos en El Baturro, saboreando con lentitud un vaso de vino, cómodamente instalado frente a una de las mesas que hay en ese lugar. Verle nosotros y enterarle del propósito que llevamos, fue un solo acto.
—¿El Sr. Don Pánfilo...?
—Servidor de usted, caballero —nos respondió el viejo amable y fuerte, poniéndose inmediatamente de pie e invitándonos luego a tomar asiento junto a la misma mesa en que él se hallaba.
—Veníamos en nombre de El Camagüeyano y quisiéramos que usted nos hiciera algunas declaraciones en relación con su vida, con los progresos de Camagüey y, en general, con todo, lo que, a su juicio, hay de interés en este pueblo que le admira a usted y que le quiere.
Don Pánfilo nos oyó en silencio. Ni un gesto contrajo su cara cordial, pero tan pronto hubimos terminado, nos dijo subrayando las palabras con una sonrisa llena de bondad:
—El Camagüeyano es muy amable conmigo y en verdad que no sé cómo agradecer esa deferencia que se hace a mi humilde persona, pero ya que usted, con una dedicación digna de mejor propósito, se ha dispuesto entrevistarme (no interwiuwarme, como dicen algunos majaderos) tenga la seguridad que tratare de responder lo mejor que me sea dable a sus preguntas, siempre que sean “contestables” y no se parezcan, por lo tanto, a esas tontas interpelaciones que muchos de ustedes hacen sobre “la hora en que el entrevistado vino al mundo”, “el color del pañuelo con que se suena la nariz” y “el número de dientes que tiene el peine con que se alisa el cabello”...
Nosotros sonreímos antes de la salida de nuestra víctima periodística” y nos dispusimos a comenzar en serio el interrogatorio.
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Sí, señor, nací en Camagüey. La fecha no puedo decírsela ahora mismo, porque, aunque parezca esto imposible, no la recuerdo. Debo de tener próximamente sesenta y nueve años. Nací en la calle de Cisneros, frente a donde está ahora el Ayuntamiento y en la casa que ocupa el Hotel Habana, que, si ahora es un edificio lleno de enormes comodidades, en los años en que yo vine al mundo solo era una choza más entre las muchas de que se componía el Camagüey.
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No, señor, no tengo título académico alguno. Estudié las primeras letras con don Chicho Barriguilla, veterinario de Pinar del Río establecido en Camagüey, y cursé dos años de enseñanza superior en el Instituto de Cascorro. La guerra contra España, sin embargo, determinó la paralización de mi cultivo mental y me trasladé entonces, todavía un “muchachón”, a los Estados Unidos, desde donde traté de servir eficientemente la causa de mis hermanos y donde, de paso, si no completé de una manera eficaz mis estudios, aprendí el inglés, teneduría de libros, matemáticas, filosofía, botánica, agricultura, medicina, leyes, periodismo, baseball, foot ball, tenis, ajedrez, cocina, natación, astronomía, veterinaria y otras minucias por el estilo...
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A Camagüey volví después del desastre de la Marina Española en Santiago, y desde entonces me he dedicado a laborar por el pueblo que me vio nacer, con las escasas fuerzas de que dispongo.
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En relación con eso que usted me pregunta, puedo decirle que, en materia de cigarros, ninguno me ha parecido jamás mejores que los de Calixto López, con los cuales alterno mis agradabilísimos tabacos. Son fuertes, muy bien confeccionados y comunican al cuerpo una sensación tal de bienestar que solo es comparable con la que se experimenta durmiendo en una cama de Casildo López. Créamelo a mí, que nunca he dicho una sola mentira.
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Aunque vivo casi dedicado por completo al trabajo, no dejo por eso de pasear, libre de preocupaciones, cada vez que de ello tengo oportunidad. Para ello he adquirido, hace muy poco tiempo, una máquina de Studebaker de la que, dicho sea en honor de la verdad, estoy tan satisfecho como de consumir la gaseosa de mi buen amigo el señor Pijuán y de ser uno de los clientes más asiduos con que cuenta el Colmado La Palma, cuyas conservas deliciosas son mi plato favorito.
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No, señor; no he hecho política. O mejor dicho, la hice; pero de esto hace ya algunos años. Fue en la época en que los hombres eran menos corrompidos que estos hombres de ahora, empeñados, salvo excepciones rarísimas, en enriquecerse, en negociar con sus cargos, de los que, como le decía ayer mismo a mi buen amigo el Sr. Leoncio Barrios, el afamado cortador camagüeyano, solo piensan extraer oro, oro y oro... La política es hoy en Cuba algo repelente, sucio, denso, hediondo...
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Tampoco soy casado. Solo una vez pude haberme unido a una mujer por “los indisolubles lazos matrimoniales” como dicen los cronistas de sociedad y no lo hice. Entonces fue cuando yo sufrí la más grande decepción que jamás experimentaré en mi vida. Mi novia, una mujer más linda que la más preciosa muñeca que tener pueda en su extensa juguetería el Sr. Robaina, me abandonó porque, según ella me dijo, yo no era su tipo. Y aún es para mí un verdadero problema determinar qué de malo encontró en mi prestancia aquella divina mujer, porque si bien es verdad que soy demasiado bajo y mi nariz tiene marcadas tendencias albondiguicias, mi boca, aunque carece de dientes, no espanta y mi bigote es marcial... Con absoluta franqueza le digo a usted, señor periodista, que si en aquella oportunidad hubiera habido en Camagüey una funeraria como la que hoy tienen los señores Varona, Gómez y Cía., que hubiera ofrecido a mi cadáver las suficientes garantías, yo me hubiera suicidado. No lo hice, como usted habrá podido observar, y aquí me tiene usted, soltero y sin hijos y, lo que es más triste aún, sin mujer.
Así le estaba yo diciendo los otros días al señor M. Zabalo, el conocido artífice de los trabajos en cementos...
Y don Pánfilo, el viejo viril, hundió un dedo calloso y grueso en el ojo izquierdo, donde había comenzado a asomarse una lágrima indiscreta, amenazando disolver una blanquísima legaña...
Nuestra entrevista había terminado. Al retirarnos, se puso de pie don Pánfilo
—Espéreme usted, que yo me voy también y así tendremos el gusto de marchar juntos unas cuantas cuadras... Yo voy ahora a la Casa Mendía, en Maceo número 12, donde pienso adquirir un ventilador Westinghouse, que según me han informado podré hallar en ese lugar a un precio baratísimo.
Cuando don Pánfilo se separó de nosotros, en la Plaza de las Mercedes, y con paso ágil subió por Soledad, no pudimos resistir a la tentación de detenernos hasta perder de vista la diminuta figura de este hombre extraordinario, dedicado constantemente, con el juvenil fervor de “un pino nuevo”, al engrandecimiento de “su querido Camagüey”...
Interino
Las Aventuras de don Pánfilo, de Jacobsson, comenzaron a ser publicadas en El Camagüeyano el 28 de enero de 1924.
Publicado en El Camagüeyano, jueves 17 de abril de 1924, p.7. Tomado de Pisto manchego. Compilación y prólogo de Manuel Villabella. La Habana. Ed. Letras Cubanas, 2013, t.I, pp.145-147, y rectificado con el original aparecido en el periódico.
Nota de El Camagüey: Entre 1924 y 1925 Nicolás Guillén asumió la redacción de la sección Pisto Manchego, en el periódico El Camagüeyano, una sección que combinaba la crónica periodística y la publicidad comercial. Debía anunciar los servicios de una funeraria, de un sastre y de El Baturro, las gaseosas Pijuán y el Colmado La Palma, la Casa Mendía, los muebles de Casildo López, los cigarros de Calixto López... La sección era diaria y muy ocurrente. Había sido creada por un periodista español, quien firmaba como M. Santoveña, y su nombre, el de un plato español, es una metáfora precisamente de la mezcla consustancial a su espíritu, a medio camino entre el periodismo y la publicidad.