¿Ha correspondido la realidad de la República a los postulados y propósitos de la Revolución Libertadora? Tal es la pregunta formulada desde la gran emisora CMQ, por la Universidad del Aire, institución cultural merecedora de todo aplauso, que los domingos a las tres de la tarde, nos permite el privilegio de oír la palabra medular de su Director, el ilustre Jorge Mañach.
Jamás pueblo alguno enarboló tan alta bandera de principios, que más que una divisa de guerra proclama el apostolado universal del Bien. En su esencia moral y sublime desprendimiento lo habría predicado Jesucristo. Lo suscribieron José Martí y Máximo Gómez, y lo sostuvo sin cansancio y sin contradicción, en larga prueba de abnegaciones insuperables, el Ejército Libertador.
Tracemos un paralelo entre el pensamiento de la emancipación, de pureza tan conmovedora como la magnitud del sacrificio y las realidades presentes en el pueblo de Cuba: unas halagüeñas, otras sombrías… que no permiten, sino en análisis de detalles, afirmación o negación de concepto absoluto.
Sin irreflexivo optimismo, ni pesimista prurito, al tender la vista sobre el panorama de medio siglo de existencia nacional, podemos en síntesis afirmar que, en proyección individualista, el cubano ha progresado intensamente, ha roto las cadenas del pensamiento y logrado, en su provecho mayor, la transformación del trabajo de manera que asegure —en cuanto es dable, al esfuerzo humano— el definitivo bienestar social.
Mas, en el desenvolvimiento colectivo y en su proyección política, el pueblo de Cuba no ha alcanzado todavía —y cada día dista más de alcanzarla— la cumbre moral señalada por los excelsos guías de la emancipación. ¡A la República la ahoga el peculado…!
¡Ciertamente cáese a pedazos la virtud que hizo el milagro de la República! ¡Y el pueblo no se une todavía en un brazo y un corazón para salvar la virtud, nervio y razón de la República…!
Desde luego, no pueden ser los mismos de hoy los problemas de medio siglo atrás. Algunos dejaron de serlo con la liquidación de la guerra, como el de las relaciones naturales —cordialísimas entre cubanos y españoles, donde ya no ve el hijo “entre el beso de sus labios y la mano de su padre la sombra aborrecida del opresor…”. “Que el español podrá gozar respetado —aún (sic) amado— en el seguro de sus hijos, de la libertad que él mismo ansía…”
Otro problema, enunciado en el manifiesto del Apóstol y del gran Libertador, que no quisieron ellos evadir ni soslayar, fue el de las diferencias en que a la sociedad cubana pudo dividir el distingo racial de sus componentes, azuzado por demagogos irresponsables para promover sobre tan mísero empeño la personal ambición, a sabiendas del odio estéril y del final desastre. La República mantiene, por fortuna, la convivencia fraternal de los cubanos y la confía al sentimiento de justicia de todos, a la igualdad de apreciación de las virtudes y talentos y a la memoria, por siempre bendita y amada, de la hermandad en el sacrificio.
Evocó Martí la presencia de otros no menos trascendentes factores de feliz desenvolvimiento en la sociedad cubana:
El civismo de sus guerreros; el cultivo y benignidad de sus artesanos; el empleo real y moderno de un número vasto de sus inteligencias y riquezas; la peculiar moderación del campesino sazonado en el destierro y en la guerra; el trato íntimo y diario; y la rápida e inevitable uniformación de las diversas secciones del país, aseguran a Cuba —sin ilícita ilusión— un porvenir en el que las condiciones de asiento y del trabajo inmediato de un pueblo feraz en la República justa, excederán a las de la disociación y parcialidad provenientes de la pereza, o arrogancia, que la guerra a veces crea; del rencor ofensivo de una minoría de amos caídos de sus privilegios… Y de la súbita desposesión que gran parte de los pobladores letrados de las ciudades de la suntuosidad y abundancia relativas que hoy les vienen de las gabelas inmorales y fáciles de la colonia y de los oficios que habrán de desaparecer con la libertad.
He ahí, de mano maestra, trazados los factores “de asiento y bienestar”, superiores en la realidad presente a los de desintegración de la República, si no coexistiera con ellos otro de mayor cuantía que no pudo el Apóstol señalar porque no había hecho acto de presencia todavía en la sociedad cubana entonces caracterizada por la austera honradez de sus emigrados y guerreros.
Nadie, ni el más pesimista habría imaginado que al extinguirse la acción de aquellos grandes cubanos incapaces de violar ni la verdad ni los dictados de la recta conciencia, podría surgir la horrible sorpresa del destino: ¡el peculado! ¡El peculado inmundo, que ha hecho de la politiquería criolla una gusanera!
Suprimiéramos el peculado y la República no echaría de menos las virtudes y la gloria de la epopeya emancipadora.
Suprimiéramos el peculado y podríamos destacar como fruto valiosísimo de la libertad, al campesino de Cuba, mucho mejor retribuido que en la colonia, aún considerado el costo mayor de la vida.
Y si no viviera el campesino más de la bodega que de la siembra de las viandas necesarias a su propio sustento, y de sus aves y animales de corral —que para ello le sobra tiempo tras las diarias horas de labor comprometida al salario— mucho más barata le sería la vida.
Tiene el campesino escuela para sus hijos, exceptuados, naturalmente los sitios inaccesibles y solitarios.
Pero hay que reconocer que en creciente número cada día, nuestro guajiro intoxicado por prédicas de demagogos y agitadores, ya no busca en las primeras claridades de la madrugada, junto a la yunta de amarrar, el sostén del bohío y el alimento de los hijos escuálidos, sino que anda paseando sobre el penco flaco y desgarbado las sitierías vecinas, a buches de café, en politiquera propaganda, nuevo parásito social, a la mira del puesto de policía o de soldado que le prometiera el candidato sin escrúpulos.
Si volvemos la mirada a los obreros, aún más intoxicados que los campesinos por las prédicas insinceras y demagógicas, a las que suelen atribuir las mejoras y bienestar que son la consecuencia natural de la libertad, les veremos la norma mejor de vida, los salarios altos y la disminución de las horas de trabajo, elementos innegables del necesario bienestar social.
Lo numeroso de las clases trabajadoras pesa formidablemente en una democracia. Y Cuba lo es en grado más intenso cada día, no obstante la quiebra completa de su sistema eleccionario, enredado en todas las encrucijadas del fraude. Palpando bien hasta dónde con el voto del obrero hay que contar partidos y candidatos les presentan sus bandejas de dádivas, por absurdas y onerosas que sean para la sociedad. A menos trabajo paga mayor.
Descanso retribuido: que los días de fiesta nacional se cobren sin trabajar. Y si en día festivo caen, como el objeto realmente perseguido no es conmemorar la fecha patria, sino adular al obrero a costa del que le da empleo, tampoco se trabaja el siguiente día; pero sí se cobra. Que no pueda el dueño de la industria despedir a quien lo perjudica con su ejemplo y negligencia en el taller. Que sólo se trabaje seis horas, pero que se cobren, ocho, ¡en fin, cuánto se pida; y más!
El totalitarismo dictatorial, comunista, o caudillista sólo podrá imponerlo la demencia cuando haya ensangrentado, incendiado y desolado el suelo patrio, si antes no es en la sangre que vierta, el mismo ahogado.
Vivamos en paz: en el trabajo libre y remunerador. Que el obrero sin letras, apenas entendido en el manejo de un camión, o en la estiba de un barco gane siempre —como hoy gana— lo que quizás no alcanza quien subió a la colina universitaria en busca de caminos para la subsistencia.
Y siempre haya premios y bendiciones para los grandes laborantes de la Ciencia, del Arte, de las Finanzas, los creadores de la riqueza útil y del bienestar social.
Si se nos preguntara sobre el progreso de la Educación, veríamos que, medido desde los tiempos de Frye, el gran americano, iniciador de la reforma de la instrucción pública, aparece, naturalmente, inmenso, aunque no sea lo que era de esperar de los millones, centenares de millones, en ella invertidos; no acaban de estabilizarse las normas de la enseñanza —más aparatosa que efectiva— ni de surtirse del material necesario las escuelas.
Lo que urge es la preparación de maestros incansables, no teorizantes, capaces de encauzar en vía fructífera, decorosa y creadora de honrada riqueza a nuestra juventud, así la urbana como la de los campos. Está por instalarse todavía la verdadera educación agrícola, la que enseñe a nuestros compatriotas del campo los medios prácticos de enriquecer sus cosechas, adaptar los cultivos a las diversas tierras, de cuya explotación depende toda la economía de la Nación, y los auxilie, en bien del país, a proteger en enfermedades, parásitos y miserias esas familias cubanas, cuya ventura es la ventura de todos y cuyos sacrificios —en las crisis supremas— fueron generoso escudo de la Patria.
Es innegable el progreso material de Cuba. Las comunicaciones, así postales como de todo orden, han acercado las apartadas regiones, han extinguido y puesto en ridículo las míseras prevenciones locales y adueñado al cubano de toda la extensión de su patria. En los puertos cubanos, las naves del comercio ostentan las banderas de todas las naciones. Y en los cielos dibujan los aviones en ruidoso enjambre las continuas líneas de comunicación sobre océanos y continentes.
Las ciudades crecen y se embellecen. Los edificios públicos y privados, los hoteles, teatros, playas, las carreteras dan realce, y atractivos al país.
El progreso en la órbita de las iniciativas privadas —cubanas y extranjeras— ha sido asombroso.
El capital, por naturaleza receloso, tiene fe en la República.
La tendría mayor y más actividades abarcaría la industria y más grande y estable fuera el auge económico si se creara un régimen previsor, y efectivo, de la función del trabajo, de manera que afirmara el derecho del trabajo a la distribución igual de las ganancias con el capital, al deducir de la entrada bruta el costo integral de la producción y el tanto por ciento prudencial que se fije en seguro contra posibles pérdidas: un régimen de labor —y de relación de los factores de la producción— capaz de asegurar la justicia, y de proscribir la apelación sistemática a la huelga, azuzadada siempre por demagogos interesados en la ruina de todos, el desorden y la anarquía: la perturbación de la República.
Desde cualquier punto de vista en que se contemplen las proyecciones individualistas, sorprende el considerable progreso de la República.
Paralelamente ha crecido su crédito en las relaciones exteriores, gracias al respeto que siempre inspira un pueblo en plena e ilimitada posesión de la libertad.
Concurre también al acrecentamiento del crédito de Cuba la magnitud de su comercio, que confirmó a plenitud la predicción del Apóstol y el brillo —por él también señalado— de sus grandes representativos en la Ciencia y en el Arte.
Ahora veamos un lado sombrío... Apena a quien ama y anhela el bien de su Patria la extensión de un mal que le pervierte la conciencia y le arriesga la propia vida.
Circuito CMQ, empresa gestora de la Universidad del Aire
Las “gabelas inmorales de la Colonia”, que Martí juzgó destinadas a desaparecer con la libertad, se han multiplicado y pervertido el régimen político del país.
Cuando vaciló el primer gobierno de Cuba ante la tentación de prorrogar con una farsa electoral el disfrute del poder, y para afirmar con los fusiles la farsa miserable de la reelección, creó el “gabinete de combate”, dos grandes brechas se abrieron en la República. Por una abriéronse paso todas las concupiscencias: por la otra entró la guerra civil...
La República vio estrangulado el programa de Montecristi, vio asomar grandes fraudes con la entrega del ferrocarril de Júcaro, Ciego de Ávila y Morón, que era propiedad de Cuba y costó millones a España con terminal y muelle para atracar vapores, todo por ochenta y tres pesos al mes, menos de lo que cuesta alquilar un “cacharro”.
Y más vergonzoso que la fraudulenta entrega fue el espec táculo de los electores espantados de los comicios por las descargas de la Guardia Rural.
Y así, del sufragio prostituido a la guerra civil y de la guerra civil a la ocupación militar extranjera, y de una dictadura a otra dictadura, anduvo en precaria vida la República, sin que se vea por ningún horizonte reaparecer la legalidad electoral.
La restauración feliz de la libertad permite, en verdad, la esperanza —merced a la irrestricta acción del pensamiento— de llevar a la conciencia nacional la convicción inviolable de la urgencia de una radical reforma eleccionaria. Y otra de los poderes públicos. El país no debe vivir perturbado por una estruc tura constitucional que, lo ahoga con estas constantes agitaciones electoreras. Distanciarlas precisa, ya que no se puedan suprimir estas pugnas despreocupadas de “dinero contra vergüenza” —según el dicho popular—, o como es corriente, de “dinero contra dinero”. Y lo peor, con ser tan vil el soborno —y tan funestas sus consecuencias— es que el dinero derrochado no es el de los candidatos, sino el sustraído a la Nación: es el dinero de los contribuyentes —asignado a la codicia de la agrupación industrial, usufructuaria del Gobierno, para perpetuar su dominio y corrupción del país.
En un régimen centralizador donde todo depende de una voluntad, concéntrense junto a ella todas las genuflaxiones y todos los apetitos.
La reelección, condenada por la Constitución, tiene sus recursos en el tiempo, o en el plebiscito, y su disfraz personal para perpetuar, con los millones indefensos del tesoro nacional, la usurpación del poder.
Y si no bastaran los millones del tesoro del pueblo, queda otro supremo recurso: hipotecar la República: contratar empréstitos. Ya lo dijo Luis XV: “¡Después de mí, el diluvio!”
Así está la República. De tumbo en tumbo, con ingresos superiores a casi todas las demás de la América, que, empleados con honor, habrían hecho, ellos solos, milagros de adelanto material, ha sido conducida por sus propios dirigentes y cómplices interesados, a encallar en los bajos fondos de los empréstitos continuos, cuyos objetivos reales, inconfesables, fueron siempre disimulados bajo las sonrisas y cantos optimistas de las grandes sirenas de las finanzas...
He ahí la falla verdadera, irremediable y trágica de la República: ¡el peculado!
La que sonroja al que escribe al desnudo; la que delata el retroceso operado por nuestros gobiernos; la que destroza el alma a los que fundaron la República para el bien: y para el honor.
Debate tras la conferencia de Enrique Loynaz del Castillo en La Universidad del Aire del Circuito CMQ, 2 de octubre, 1949
El Camagüey agradece a José Manuel García la posibilidad de publicar este texto. Conferencia dictada el 2 de octubre de 1949 en La Universidad del Aire del Circuito CMQ. Tomada de Cuadernos de la Universidad del Aire del Circuito CMQ, 11. Tercer curso, Octubre 1949 – Junio 1950. “Actualidad y destino de Cuba, La Habana, Editorial Lex, 1949, pp.11-17.