Qué gloriosa mañana ésta, en la que se nos ofrece a la vista esta soberbia bahía de Nuevitas! Un perfecto día de mayo; pero un día de mayo como pocos ojos norteños han logrado ver, con una tal exuberancia de vegetación y una tal pureza en la transparente atmósfera y el maravilloso cielo. Y luego el agua: es tanta su claridad, brilla con tal limpidez el fondo, es tan seductora su fresca apariencia, que hay que hacer un esfuerzo para resistir la tentación de dar un salto sobre la borda. Irving, al describir los sentimientos de Colón al llegar a este mismo lugar, dice:
Hemos entrado ya en la bahía, que gradualmente va ensanchándose hasta convertirse en una inmensa extensión de agua rodeada de tierra. En su lado del extremo sur se levanta el pequeño pueblo de Nuevitas, con sus contadas casas de blancas paredes brillando al reflejar los rayos del sol mañanero. Se asegura que esta bahía es la segunda de la Isla por su extensión, conteniendo dentro de su área un espacio de cincuenta y siete millas cuadradas, aun cuando su profundidad no es muy grande.
El día 14 de noviembre de 1492, Cristóbal Colón ancló en esta bahía, a la cual dio el nombre de Puerto Príncipe, erigiendo una cruz en una de las vecinas alturas al tomar posesión de la tierra, pasando cierto número de días explorando la colección de hermosas islitas que por allí había, conocidas desde entonces por “El Jardín del Rey”. Tal fue el remoto origen de Nuevitas, que primitivamente se llamó Santa María; pero es lo cierto que hasta 1513 (sic) no se fundó permanentemente el pueblo por orden de Diego Velázquez, trasladándose después al pueblo indio de Caonao y más tarde al pueblo de Camagüey, hoy conocido con el nombre de Puerto Príncipe. Nuevitas, población de unos seis mil habitantes, debe su importancia simplemente al hecho de ser el puerto de entrada para la ciudad de Puerto Príncipe, situada en el interior, a cuarenta y cinco millas de distancia.
Pueblo moderno, data sólo de 1819, bajo el nombre de San Fernando de Nuevitas. Ha crecido algo y se ha convertido en depósito y lugar de embarque de la mayor parte del azúcar y mieles que se producen en sus cercanías, así como de gran cantidad de cueros. Como la guerra ha sido continua en su vecindad y los patriotas han interrumpido varias veces la comunicación con Puerto Príncipe ha adquirido ahora Nuevitas mayor importancia como depósito para abastecer a las fuerzas españolas que operan en este distrito.
Existe aquí otro importante ramo de comercio, aunque no de gran extensión. Es el que se deriva de las pesquerías de esponjas y tortugas, llevadas a cabo por personas que no son originarias del pueblo. Las esponjas se consumen principalmente en la misma Isla, y un cálculo aproximativo estima la producción anual en cien mil docenas, cuyo valor es de un peso la docena, lo que no deja de ser remunerativo dada la manera como se realiza el trabajo. La concha de tortuga generalmente se prepara para la exportación, vendiéndose la carne en los mercados locales. Es un divertido espectáculo ver las habitaciones de esa gente pescadora, que pueblan algunas partes de la bahía; y como aquí se disfruta de un verano casi perpetuo, su vida no es ciertamente muy desagradable. La ilustración que acompaño dará una idea de tales habitaciones superior a la mejor descripción; y es en ellas que viven sus propietarios durante todo el año.
Puerto Príncipe se comunica con Nuevitas por una vía férrea de cuarenta y cinco millas de extensión. Usualmente corren dos trenes al día entre los dos lugares; pero como ha habido varias obstrucciones en esta vía causadas por los ataques de los patriotas, es probable que en la actualidad el movimiento de trenes sea muy irregular.
Puerto Príncipe es probablemente el pueblo de aspecto más antiguo y singular de la Isla. Puede decirse de él que no ha variado desde que lo fundaron, y como el mundo va tan aprisa, parece un lugar de un millón de años[1] de antigüedad; y por el estilo de los trajes, podría creer el viajero que había vuelto a los días de Colón.
El camino atraviesa un terreno ondulado, que ofrece muy bellos paisajes. Desde los montes que rodean la ciudad, no sólo se puede ver ésta a placer sino también todas sus cercanías.
El cielo te ayude, ¡oh, extranjero! si te aventuras a ir a Puerto Príncipe sin tener allí algunos amigos de quienes depender; pues, a pesar de ser una ciudad [de] cerca de setenta mil habitantes, no puede enorgullecerse de poseer un hotel, y aun sus fondas son de lo peor. Es quizás por esto que los cubanos, como pueblo, son tan hospitalarios que no permiten que sus amigos vayan a los hoteles, y aun insisten en los extranjeros que les han sido presentados en hacerles el ofrecimiento de sus casas.
No queriendo que se me interprete mal con relación a este asunto, deseo decir que, en Cuba, cuando un amigo visita el pueblo de otro amigo, la costumbre es que se aloje en la casa de éste, haciéndose el servicio a la inversa cuando la ocasión se presenta; y nadie que tenga el más ligero derecho a una tal cortesía, rehúsa aceptarla, ni en las haciendas ni en los pueblos del interior. Puede hacerse sin el más ligero temor de perturbar el hospitalario hogar del anfitrión, pues éste os da lo que tiene él, y por regla general cada cual en Cuba vive de una manera libre y cómoda, con abundancia de habitaciones, criados y bien servida mesa. En muchos casos, recibe tanto beneficio el que ofrece la invitación como el que la acepta, por la simple razón de que no hay mucho intercambio de relaciones en la Isla, y el forastero, lo mismo si procede de cualquier otro lugar de Cuba que si viene del extranjero, tiene noticias frescas que comunicar, algunas novedades que dar a conocer o negocios que tratar con su anfitrión. El forastero puede tener la seguridad que el ofrecimiento que se le hace es sincero, cuando se le dice:
—Con entera franqueza, señor, quédese en mi casa, que es la suya, y permítame que de órdenes para trasladar a ella su equipaje.
Santa María de Puerto Príncipe está situado en el corazón de una región ganadera, y de la crianza del ganado deriva su importancia. Sus calles son estrechas y tortuosas, muchas de ellas sin pavimentar y sin aceras; sus edificios comprenden casas de mampostería, varias viejas iglesias de rara apariencia, algunos conventos, grandes cuarteles para las tropas, un mediano teatro y los consiguientes edificios que ocupan las dependencias del gobierno y autoridades, de bella apariencia. El estilo general de la arquitectura, aunque cubana, ofrece muchas peculiaridades para el artista o anticuario.
Las autoridades han visto siempre con recelo esta población, debido a las fuertes tendencias de sus habitantes a la insurrección; y sus hijos han tomado siempre parte más o menos activa en casi todas las revoluciones que han tenido lugar en la Isla. Ahora ha recibido su bautismo de sangre por la causa de “Cuba libre”, habiendo sufrido un cerco, un ataque y los efectos del hambre. Los resultados de todo esto, todavía no podemos preverlos; pero es indudable que muchos cambios habrán tenido lugar desde que nosotros salimos de allí.
Aunque no hay mucho en el actual Puerto Príncipe que atraiga la atención del viajero, las cercanías le ofrecen magníficas oportunidades para estudiar algunas peculiaridades de la Isla, que en otros lugares no están tan a la vista. De entre estas peculiaridades, los potreros ocupan el primer lugar en la observación.
Potrero, en castellano, significa realmente el lugar destinado a la cría y pasto del ganado caballar; pero en el dialecto criollo, tiene una significación algo distinta. En los primeros días de Cuba, cuando la tierra disponible era mucha y el Gobierno disponía de ella con liberalidad, se llamaba a los terrenos o propiedades dedicados a corral de ovejas o de ganado mayor lo mismo si pertenecían a la Corona que a particulares, haciendas o hatos. Estos eran grandes extensiones de terreno de forma circular, con un radio de unas nueve mil yardas, de las cuales sólo se señalaba el centro, donde usualmente estaban los corrales y edificios. El corral ocupaba igualmente un terreno circular, una cuarta parte de la hacienda, y se destinaba al cuidado del ganado menor, carneros, puercos, etc.; su centro estaba marcado por la pocilga o la valla del corral de ovejas.
Debido a la dificultad de marcar los límites exactos (por lo intrincado de los bosques), los agrimensores adoptaron el método de trazar polígonos, con un gran número de lados, cada uno de los cuales equivalía a tantas yardas. Los espacios dejados entre estos polígonos, casi circulares, eran considerados como de la propiedad de la Corona, a los que se daba el nombre de realengos. Pero el tiempo transcurrió, y el Gobierno aumentó los regalos de tierras, sin hacer una particular referencia a sus líneas de demarcación, y muchos centros de las nuevas haciendas o hatos se fijaron de manera tal, al trazar sus límites de acuerdo con su radio, que cortaban los ya establecidos, cayendo un círculo nuevo dentro de otro antiguo, creando en consecuencia una inextricable confusión, que llevó a cada propietario a litigar con su vecino acerca los límites de sus propiedades; y de esto se deriva la creencia de que cada cubano tiene una hacienda y un pleito.
Muchos de esos terrenos fueron luego, por decisiones de los tribunales, divididos, y después subdivididos, por los legados de sus propietarios, en pequeños lotes, que se dedicaron a los diversos cultivos de granos, frutos y cría de ganados, en tanto que otros fueron más subdivididos para dedicarlos a edificaciones en los pueblos.
De esas divisiones vinieron los diferentes establecimientos rurales conocidos por haciendas ganaderas, haciendas propiamente dichas de cultivo, huertas, las cuales se conocen en Cuba con los nombres de potrero, hacienda, hato, finca y estancia, que confunden al extranjero y al que se dedica al estudio de la vida cubana.
El potrero es el que tiene mayor extensión de terreno, y en él se cría, alimenta y cuida al ganado. En los corrales se deja que el ganado acampe libremente, obteniendo el agua de los ríos, y sólo cuidan de él, de tiempo en tiempo, los sabaneros o monteros.
Los potreros están rodeados por muros de piedras afiladas o por vallas. En ellos no sólo se cuida y alimenta al ganado del dueño, sino el perteneciente a los ingenios o haciendas vecinas.
La cría del ganado es un negocio provechoso, particularmente porque no hay que preocuparse de engordar a las vacas, vendiéndose el ganado tan pronto se considera bueno para el mercado. El resultado es que raramente se ve un pedazo de vaca que sea bueno para un asado, por lo menos no lo hemos visto nosotros.
Es un gran espectáculo la vista de esas manadas de ganado, desparramadas por extensas llanuras, en las que se levantan aquí y allí grupos de palmas o de cocoteros que ofrecen sombra, en tanto que a regulares intervalos blanquean los muros de piedras que sirven para separar los rebaños. Muchos de los toros bravos que se usan en las corridas provienen de este distrito; y cuando así se hace constar en los carteles anunciadores, se tiene la seguridad de obtener una mayor concurrencia atraída por la suprema calidad del ganado que se va a lidiar.
Como la cría de ganado representa una parte muy importante en la suma total de los intereses comerciales de la Isla, no debemos omitir el dar algunos datos tomados de fuentes autorizadas. Los precios, desde luego, fluctúan en los diferentes años, pero se puede obtener un promedio comparando los informes de varios años. Bueyes, de veinticinco a cuarenta pesos. Toros, de veinte a treinta pesos. Vacas, de veinte a treinta. Terneros, de diez a doce. Los carneros se venden baratos, de uno a tres pesos. Cerdos, de ocho a diez pesos.
En 1827 había tres mil noventa y ocho potreros, y en 1846, cuatro mil trescientos ochenta y ocho, lo que representa un cuarenta por ciento de aumento igual a un aumento de dos por ciento anual. Juzgando por los anteriores datos, al presente su número debe haber ascendido de cinco a seis mil.
Valuando el ganado al precio más bajo de los citados, y calculando, de acuerdo con los varios informes, el número de cabezas en toda la Isla, incluyendo al de los potreros, el ganado que está en los ingenios, cafetales y pequeñas haciendas, representa un capital de veintiún millones de pesos. Están excluidos de este estimado, los caballos y mulas, de los que también hay grandes crías en la Isla, y cuyo valor total se hace ascender a dos millones de pesos.
Hubo un tiempo en que se introdujeron camellos en la Isla, con la esperanza de que pudieran utilizarse para el transporte; pero no dieron buen resultado, debido a que ese pequeño insecto llamado nigua, que se introduce en los pies y allí procrea, haciendo presa en aquellos animales, les inutilizaron.
En la mayor parte de los lugares de cría del ganado, la carne de vaca se cura salándola y exponiéndola al sol, obteniéndose así lo que se llama tasajo, que puede conservarse durante dos o tres semanas, usándose principalmente para el consumo doméstico; el tasajo destinado a ser vendido en el mercado, exige un tratamiento más complicado. Es el artículo de mayor consumo entre las masas de la población, y se encuentra a veces en las mesas de las clases acomodadas, cuando no hay invitados extranjeros. Se exportan grandes cantidades de cueros del ganado muerto, y de los huesos se hace el carbón animal, del que se requieren grandes cantidades para la elaboración del azúcar.
De Puerto Príncipe provienen también algunos de los mejores caballos de la Isla. Sin embargo, aunque parezca extraño, en las ciudades se estima más al caballo de Norte América, por su mayor altura y mejor apariencia.
El caballo cubano no es originario de la Isla, ni siquiera de otros lugares cálidos. Si hemos de creer las relaciones de los primeros descubridores, el caballo no era conocido en este continente y los nativos se admiraron extraordinariamente al verlo, hay fuertes razones para creer que el caballo cubano de hoy, con su peculiar aspecto, es simplemente el resultado de alguna clase de caballos españoles traídos a la Isla, afectados por las influencias del clima en las sucesivas generaciones. Sea lo que fuere, es ahora un magnífico animal, de cuerpo corto, sólido y bien formado, fuertes miembros, ojos bellos e inteligentes, y para largas jornadas no hay otro mejor. Estos caballos tienen grueso cuello, fuertes crines y colas espesas, y viéndolos en las sabanas donde se crían, antes de que se les amaestre, presentan una bella apariencia de caballos salvajes. Su marcha es algo peculiar, exclusiva de ellos; y en un bien amaestrado caballo cubano, aun el que nunca haya montado puede hacerlo sin temor.
La marcha es simplemente un andar vivo, el más cómodo para un paseo; y el paso, o sea el paso rápido del caballo, es algo parecido al movimiento de nuestros caballos andadores, o, como dicen en nuestros Estados del Sur, un trote cochinero, sólo que es mucho más cómodo. Algunos caballos hacen lo que se llama el paso de gualdrapeo, un movimiento tan suave, que el que va montado puede llevar un vaso lleno de agua sin que se le derrame una gota. Es por esta razón que los caballos cubanos son tan admirados por las señoras viajeras que gustan de la equitación, pues pueden viajar millas y más millas sin experimentar la más ligera fatiga. Si fuera a contar al lector todas las maravillosas relaciones que se hacen respecto de la resistencia de estos caballos, probablemente no me creería; pero sí puedo asegurarle que día tras día el caballo cubano puede hacer una jornada de cuarenta y cinco a sesenta millas sin dar muestras de cansancio, y en una marcha forzada, no es raro que recorra de setenta a ochenta millas.
Los precios de los caballos varían, según las circunstancias, de sesenta hasta la alta suma de mil pesos, si se trata de un ejemplar fino de raza. Es curioso ver el cuidado con que tratan a sus caballos las personas acomodadas. Debido a la naturaleza viscosa del fango que llena los caminos, prevalece la costumbre de trenzar la cola de todos los caballos (atándose el extremo de la cola a un anillo sujeto al borrén del arzón) y cortarles las crines. Especialmente en las ciudades, se adornan las colas trenzadas de los caballos con lazos y arreglan las crines con matemática precisión.
Juzgando por mi propia experiencia, puedo asegurar que todos los caballos cubanos son animales dóciles, siempre de buen temperamento, pues aun cuando he montado muchos bravíos y de fogoso espíritu, lo mismo en las poblaciones que en el campo, jamás encontré uno que fuera realmente resabioso, ni nunca presencié que un caballo levantara su pata para cocear a un ser humano. Los cubanos explican esto por el trato familiar que dispensan al caballo, alojándolo en las ciudades en el patio, generalmente cerca de la cocina; y en el campo todavía se le trata con mayor familiaridad.
Una de las primeras cosas que en una casa cubana llama la atención del extranjero, es el gran consumo de la guayaba con queso, siendo la primera en pasta o en jalea. Es tan general la costumbre que llegamos a interesarnos por saber qué es esa guayaba de la que tanto uso se hace; y como Puerto Príncipe es precisamente el lugar donde más se dedican a la elaboración del dulce de guayaba, daré aquí una descripción.
En algunas poblaciones de Cuba, tales como Trinidad, Santiago de Cuba y Puerto Príncipe, hay una clase de mujeres notables por su belleza, cuya raza sería difícil determinar para un extranjero, a lo menos con cierto grado de certeza. Algunas tienen el cutis todavía más blanco que el de los cubanos de raza blanca; otras, igualmente de tez blanca, se parecen a las tan afamadas octeronas de la Louisiana; y otras, tienen un leve tinte mulato. Todas, sin embargo, se parecen en la maravillosa negrura y brillantez de sus ojos, en el azabache de su pelo y en cierta indescriptible gracia en las líneas y movimientos de sus cuerpos, en los que hay algo de esa voluptuosa languidez que creemos peculiar del Oriente.
Qué son, quiénes fueron sus padres y madres, sería difícil de decir. Algunas de ellas, sin embargo, afirman que por sus venas corre “sangre noble”, y si las apariencias valen algo, justo es darles la razón. Sea lo que fuere, es lo cierto que de entre ellas salen las costureras, a menudo las doncellas de las señoras y más frecuentemente las operarías que se dedican a la elaboración de ese delicioso dulce conocido como Jalea y Pasta de Guayaba.
Como se ve, el dulce de guayaba es de dos clases: la jalea, una substancia pura, trasluciente, de color granate, parecida a nuestra jalea corriente; y la pasta, opaca, suave, semejante en apariencia a nuestro membrillo, del mismo color o quizás más obscuro.
Ambas se hacen de la misma fruta, aunque preparándola de distinta manera. Hay igualmente dos clases de dicha fruta: la conocida por guayaba de Perú, que es muy escasa, y la llamada guayaba cotorrera, que es la común, y cuyo árbol abunda mucho en Cuba. La primera tiene en su interior un color verdoso, en tanto que la segunda es de color rojo, amarillo o blanco.
El fruto es pequeño y comestible, teniendo un olor fragante muy peculiar, siendo de gusto dulce.
La elaboración de la jalea exige un trabajo muy simple, que es como sigue: se cortan los frutos por la mitad, y después de quitarles las semillas, se cocinan a fuego lento; luego el azúcar, hervido para convertirlo en jarabe, es clarificado. La guayaba es exprimida, y el jugo que se obtiene es lo único que se une al jarabe, poniéndose la mezcla a hervir hasta que alcanza el punto apropiado de consistencia. Se la saca del fuego y se pone en diferentes moldes y se deja enfriar, colocándose luego en largas y estrechas cajitas de varios tamaños, forradas de papel, se las cierra, y se les pone la marca de la fábrica, dispuestas ya para el mercado
La pasta se prepara del mismo modo, con la diferencia de que sólo se quitan a la fruta las semillas, incorporándose toda su pulpa al jarabe, formándose así una mermelada que muchos prefieren a la jalea, por encontrarla más rica. A aquellos de mis lectores que hayan probado alguna vez el dulce de guayaba, no necesitan ninguna recomendación; pero los que todavía no lo han hecho y deseen “una nueva sensación” en la esfera comestible, les aconsejo que la prueben, teniendo cuidado de comprar las cajas planas más pequeñas, que son las mejores, pues las cajas grandes usualmente contienen la guayaba más ordinaria. Cada año se exportan grandes cantidades de este dulce, y existen varias manufacturas del mismo en la Habana; pero el de mejor calidad se elabora en Puerto Príncipe y Trinidad.
Para dirigirse a la Habana desde Puerto Príncipe, el mejor modo es haciendo el viaje en vapor, pues por tierra, hay que alquilar caballos y requerir los servicios de un guía, y hacer por el camino real una larga y fatigosa jomada hasta llegar a alguno de los pueblos que tengan estación de ferrocarril. Habiendo circunnavegado la Isla y cruzado su interior de este a oeste, preferí el más rápido y fácil camino férreo que va a Nuevitas, tomando en ésta el vapor hasta la Habana, a donde llegué en los calurosos días de mayo, después de tres meses de ausencia. He dicho calurosos, pero paréceme que debo dar una satisfacción a la Isla; pues los días más calientes que pasé allí, fueron frescos en comparación con los terribles días de intenso calor que sufrí en el verano pasado: y todo aquel que pueda subsistir sufriendo un tal calor paréceme que está preparado para vivir en cualquier clima del mundo.
Por mucho que el calor apriete en Cuba, siempre hay manera de mantenerse fresco. Podéis, de mañana, cuando la brisa es fresca y fuerte, realizar vuestro trabajo, y dirigiros luego a almorzar a un florecido y oloroso patio, donde, con la ayuda de refrescos, os mantendréis frescos. El atardecer nos regala con las deliciosas brisas marinas, que nos inspiran nueva vida para ir al paseo o a oír la retreta por la noche.
Pero no todo son delicias. Mientras me hallo sentado en mi habitación, mirando al través del balcón el mar azul, donde, allá lejos, está mi hogar norteño, mi patrona entra y me dice:
—Procure no hacer ruido.
—¿Por qué? —interrogo.
—Porque en la habitación contigua hay un pobre extranjero enfermo.
—¿Está muy enfermo?
—Sí, y probablemente morirá dentro de un día o dos.
—¿Y qué tiene?
—Fiebre amarilla, y muy grave.
Aunque me aseguran que yo no soy propenso a adquirir la fiebre, que no hay peligro, creo oportuno anticiparme a la partida de mi vecino, con mayor motivo cuando La Habana en verano no es la misma ciudad alegre del invierno. La temporada de ópera terminó, el circo está cerrado, y ni siquiera las corridas de toros ofrecen atractivo. Los hoteles, en los que era difícil hallar habitaciones vacías durante los pasados meses, están ahora tristes y desiertos, y los largos y flacos rostros, de pobladas barbas, de los americanos ya no se ven en los frescos recintos del Louvre absorbiendo sus brebajes o sus fríos ponches de ron.
(1871)
Texto e ilustraciones tomados de Cuba a pluma y lápiz. La siempre fiel isla. Traducción: Adrián del Valle. (Colección de libros cubanos. Dirección: Fernando Ortiz. Vol. IX). La Habana. Cultural S. A., 1928, t.III, pp.111-131.