Arañaba, raspaba la poesía, persiguiendo una identidad, una sustancia doblegada sobre sí, como la saliva del gallo. Raspaba las palabras, como la vida lo había raspado a él, pero sin poderle quitar su poesía, su sonrisa. Su alegría soterrada de quien se sabe escogido por una ananke devoradora. Como todo aquello que se sabe fatal, necesario, Escardó mostraba en su trato un metálico pulimento, una seguridad alegre en su estilo para lo cotidiano. Trepado un día sobre un helicóptero, como en las primeras películas del siglo, saludaba al pueblo de Jagüey, como en un veinte de mayo, contento porque se sabía querido a lo cubano. Con palmoteos y amoríos y hermandades. Así, tenía que entrar en la muerte, rodeado de amigos, de la novia bonita, de primos, del agrandado abrazo para su madre al regalarle una cartera con las más transparentes y graciosas estalactitas cubanas.
A Vallejo se lo encontraba en el café crepuscular de fin de año, cuando uno no sabe qué hacer con el frío, y está allí lo bueno que no se esperaba. Suenan el acordeón, la quena, el paño mágico agujereado. He visto a Escardó con el libro de poemas de Vallejo, lleno de abolladuras, de manchas como quien lo ha leído en una travesía muy larga, y el libro le ha servido de almohada japonesa, de bandeja para el café, de pañuelo para el sudor de medianoche. Sutiles metamorfosis del libro incorporado, pedacitos de papel nadando en la sangre. Pero las raspaduras que le propinaba su fatum eran superiores a esa lectura y a todas las lecturas. Como todo miembro de la familia escogida, había sufrido la carencia, la verdadera, la que acrece los bienes misteriosos, los dones de aquel espíritu que sobreabunda. Sus despertares se cumplían a la sombra de la pirámide de los ecos, de las grutas que se prolongan en ríos subterráneos, hasta llevarnos a las regiones donde el ciervo y los bienaventurados esbozan sus más nobles gestos.