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Orfismo de Escardó

Orfismo de Escardó

Arañaba, raspaba la poesía, persiguiendo una identidad, una sustancia doblegada sobre sí, como la saliva del gallo. Raspaba las palabras, como la vida lo había raspado a él, pero sin poderle quitar su poesía, su sonrisa. Su alegría soterrada de quien se sabe escogido por una ananke devoradora. Como todo aquello que se sabe fatal, necesario, Escardó mostraba en su trato un metálico pulimento, una seguridad alegre en su estilo para lo cotidiano. Trepado un día sobre un helicóptero, como en las primeras películas del siglo, saludaba al pueblo de Jagüey, como en un veinte de mayo, contento porque se sabía querido a lo cubano. Con palmoteos y amoríos y hermandades. Así, tenía que entrar en la muerte, rodeado de amigos, de la novia bonita, de primos, del agrandado abrazo para su madre al regalarle una cartera con las más transparentes y graciosas estalactitas cubanas.

A Vallejo se lo encontraba en el café crepuscular de fin de año, cuando uno no sabe qué hacer con el frío, y está allí lo bueno que no se esperaba. Suenan el acordeón, la quena, el paño mágico agujereado. He visto a Escardó con el libro de poemas de Vallejo, lleno de abolladuras, de manchas como quien lo ha leído en una travesía muy larga, y el libro le ha servido de almohada japonesa, de bandeja para el café, de pañuelo para el sudor de medianoche. Sutiles metamorfosis del libro incorporado, pedacitos de papel nadando en la sangre. Pero las raspaduras que le propinaba su fatum eran superiores a esa lectura y a todas las lecturas. Como todo miembro de la familia escogida, había sufrido la carencia, la verdadera, la que acrece los bienes misteriosos, los dones de aquel espíritu que sobreabunda. Sus despertares se cumplían a la sombra de la pirámide de los ecos, de las grutas que se prolongan en ríos subterráneos, hasta llevarnos a las regiones donde el ciervo y los bienaventurados esbozan sus más nobles gestos.

Revés del tragedismo contemporáneo, de ectoplasmática gorguera negra y medianoche existencial, despreciado y abandonado por la realeza del fatun, lo necesario, lo verdadero fatal, se ensañaba con Escardó, que lo resistía sonriente. Conspirador, soldado, pintor, etnógrafo, poeta, resistía, saltando de roca en roca, las embestidas de lo fatal. Aquel desconocido, que engrandeció siempre su sustancia. Contratacando Escardó con soltura de buena sangre, con profundidad criolla de camiseta única puesta a secar en la hoja grande de la malanga. Cuando penetraba en las escalonadas sorpresas de una gruta, debía ya tenor la sensación de penetrar en las profundidades órficas, donde el canto unía la inocencia de los trompos y los peleles, de las frutas y de las jarras agujereadas.

Su verso nos da la sen(sa)ción de algo que se sujeta trágicamente con las dos manos, mientras un rumor mayor parece invadir el amargo sembradío de las cactáceas, como el sombrero aguantado con los dientes por los ganaderos de reses bravas. En ese recinto criollo resonará siempre la ortopedia chillona que acompaña al abuelo, en uno de los poemas que está al principio y al fin de su obra. Sus poemas, casi siempre breves, tienen el escalofrío de lo que asciende por las vértebras, de la punzada lumbar. Parecen dejados, en un bolsín de garganta muy estrecha, por algún explorador anterior. Ahora sabemos que Escardó era el que buscaba y era el explorador anterior.

Amigo mío, dícteles a los malvados, desde las sombras, una conversación no dañada, un verso que se raspa, paradojalmente, como un erizo blando, tierno. Hágalo, se lo suplico humildemente.

Tomado de Lunes de Revolución. La Habana, número 83, octubre 31, 1960, p.15. (Número a cargo de Oscar Hurtado y Virgilio Piñera.)

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