No vacilé un momento en aceptar el honroso encargo que me confiara mi distinguido amigo Max Henríquez Ureña —fundador con Jesús Castellanos, que parece presidir en espíritu estas amables fiestas, y continuador, con el Dr. Lendián, de la Sociedad de Conferencias—de disertar, por algunos momentos, ante vosotros, sobre la incomparable mujer camagüeyana cuyo primer centenario acabamos de celebrar. No pensé nunca en la transcendencia del tema, en lo trillado que está, en la dificilísima empresa para todos —imposible para mí— de concretar en pocas palabras los caracteres distintivos de su obra, señalar su elaboración, juzgar de las influencias extrañas que en ella intervienen, para llegar, por último, al gran problema estético que presenta su misticismo; misticismo sin antecedentes en la literatura castellana de su época, misticismo de fases muy diversas, que no se siente, con frecuencia, en las propias poesías religiosas de la autora, sino que con asombro venimos a encontrarle en composiciones estrictamente líricas, infiltradas de amorosa pasión; misticismo, en fin, que no llegó a ser definitivo, que no llegó a desenvolverse por completo, pero cuyo espíritu sentimos como flotar en el cuerpo entero de sus obras.
En nada de esto pensé cuando se me hizo el amable ofrecimiento. Se agruparon entonces en mi mente los recuerdos más caros de mi infancia, y las dificultades de la empresa cedieron el paso a la evocación e las más dulces y gratas memorias. Aquella escuela de mi niñez surgió a mis ojos, y volví a vivir aquellos días en que mi espíritu tranquilo, sin incertidumbres, lleno de mansa paz, recibió la primera emoción bella de la vida. La primera poesía que leí, la primera que aprendí de memoria, fue el soneto que empieza: Perla delmar, estrella de Occidente.
Rebelde la memoria a otros ejercicios, se sometió blandamente al principio, blanda y regocijadamente después, a éste, tan distinto a los demás, que llevaba al espíritu goces no sentidos hasta aquí. Desde aquel momento, sin que supiera razonarlo, mi entusiasmo hacia Gertrudis Gómez de Avellaneda, me hacía robar el tiempo a todas las obligaciones escolares, para consagrárselo a sus versos, que sabían recompensarme mejor que ninguna de las otras tareas, necesarias, pero fatigosas.
Así comenzó mi culto por esta egregia mujer: ved cómo ha sido un motivo sentimental lo que ha echado sobre mis hombros la responsabilidad de esta conferencia.
Desenvolviéndose de un modo variado y diverso la actividad de la Avellaneda, es empeño vano querer tratar en una disertación académica de todos los aspectos de su labor literaria. Es más disciplinado y racional juzgar de uno de aquellos tan sólo, o procurar, en forma sintética, distinguir los caracteres principales de su obra entera. Este último procedimiento es mucho más atractivo, pero mucho más peligroso. Tiene el peligro de todas las generalizaciones: no puede concretarse; y el espíritu, en vez de andar con paso firme, vaga por esta o aquella región. Seguiré el primer camino, exponiendo las dos tendencias críticas fundamentales sobre la Avellaneda, planteando el problema de las influencias castellanas en su obra, y fijando, por algunas cualidades formales de su arte, el verdadero lugar que ocupa en la poesía española del último siglo.
La bibliografía de la Avellaneda es extraordinariamente rica; no obstante esto, pueden distinguirse de una manera clara en la misma dos tendencias críticas fundamentales: una, que pudiéramos llamar tradicional; otra, que ha venido a generalizarse, a ser aceptada por casi todos en nuestros días en virtud de la publicación de documentos interesantísimos. La primera hace de la Avellaneda un ser antifemenino, insensible, frío por esencia y ajeno en todo momento a los goces suaves y apacibles de la vida íntima. Una pasión sola, según esta tendencia, parece darse en la Avellaneda: la pasión de sí misma, el sentimiento de la dignidad junto, muchas veces, al sentimiento del orgullo. No la inspiran sino los grandes hechos, no la impresiona sino lo que sobresale en la naturaleza: su lira no tiene acentos blandos, sino graves y robustas notas. Todo es en ella nervioso y varonil. Este criterio psicológico ha tenido que rectificarse. La frase famosa (de dudoso gusto, como decía el inolvidable Piñeyro): “Es mucho hombre esta mujer”, atribuida al gran poeta civil del Dos de Mayo, ha sido calificada por alguno de apotegma absurdo. Con excepciones notorias, como el estudio de Valera, esta tendencia siguió siendo la generalmente aceptada. En 1883, en ocasión de conmemorarse en Cuba el primer decenario de la muerte de la poetisa, Enrique José Varona publicaba en un periódico diario de esta capital, La Lucha, un artículo, verdadera maravilla de síntesis, en donde, aunque con ciertas atenuaciones, vemos predominar ese mismo criterio. Se reconoce en la obra de la Avellaneda un carácter fluctuante y contradictorio, pero no se le juzga como atributo propio del alma femenina, sino como manifestación de la lucha en que debió vivir aquel espíritu sometido a las vicisitudes más diversas, envuelto en una atmósfera poco favorable para su libre y cabal desarrollo. El carácter de la Avellaneda, se repite a menudo en ese magistral artículo, era muy próximo a la energía varonil. Acepta Varona la nota mística en la poetisa; pero no encuentra su origen en ninguna pasión humana, sino que va a buscarlo en hechos puramente circunstanciales, en la caída de Isabel II. Por último, este misticismo no eleva más y más las facultades espirituales de la Avellaneda, sino que, devorador e infecundo, amenguan éstas y precipita al poeta en una región fantástica y misteriosa, donde no encuentra sino desesperada incertidumbre y mortal desasosiego. Todo esto dicho en un estilo majestuoso, lleno de vigor, sin una frase de más ni una de menos, con ese raro dominio que tiene el Sr. Varona de nuestra lengua. Estas son las ideas fundamentales del artículo: ellas prueban cómo Varona seguía en aquellos años la opinión tradicional sobre la poesía de la Avellaneda. Para llevar el convencimiento al ánimo de todos —y ya que este artículo es una rareza bibliográfica por no haberse reproducido, según entiendo, en ninguno de los libros del autor—, trasladaré varias frases textuales del mismo:
Le oiréis cantar (…) las revoluciones de los imperios, el triunfo del cristianismo, las fuerzas prepotentes y misteriosas de la naturaleza (…) Nada le mueve sino lo que sobresale, lo que le impone.
Estos conceptos revelan cómo se consideraba el arte de la Avellaneda, arte de majestad y fuerza, poesía grandilocuente y robusta; pero ni íntima, ni puramente amorosa, y sin verdadera pasión personal. El ejemplo de Varona, que ya estaba en la plenitud de su talento, vale por todo; y sería inútil seguir citando otros y otros estudios donde se observa idéntica tendencia.
La segunda tendencia ve en esta poetisa todo lo contrario. La sensibilidad femenina encuentra en la Avellaneda una manifestación perfecta. Aquellas contradicciones, esos vagos anhelos, aquellos lamentos de su espíritu, desgarrado por todas las amarguras; aquella fe y aquel optimismo juntos al más atroz de los desalientos, esa preocupación por lo pequeño de la vida y al mismo tiempo esa robusta, clarísima visión de las verdades primeras; esas victorias y derrotas de su alma, esa ardiente pasión humana, mansa y recogida un tiempo, desatada después, son cualidades que prueban la sensibilidad de un espíritu, la influencia avasalladora del sentimiento sobre la voluntad, el triunfo definitivo del amor, sea o no humano, sobre todas las demás pasiones que pueden abatir o fortalecer la humana naturaleza.
Estas afirmaciones pudieran haber parecido algo temerarias cuando no se tenían a la vista sino las poesías de la Avellaneda. Con ellas no podía negarse toda nota sensible en su obra; pero ésta no era la predominante. El fuego de la pasión amorosa, más que en sus versos, debemos buscarlo en su autobiografía y en sus cartas amatorias dadas a luz en 1907 en Huelva, y reimpresas recientemente, con una elegante y erudita introducción, por Carlos de Velasco, director de Cuba Contemporánea. No es el momento, ahora, de analizar esas cartas: baste decir que ellas han confirmado las frases que vais a escuchar, de Menéndez y Pelayo, que fueron, al escribirse en 1893, una verdadera profecía:
Lo femenino eterno es lo que ella ha expresado, y es lo característico de su arte, y… lo que la hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier otro país y tiempo, es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda, de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina.
Estas palabras elocuentes de Menéndez y Pelayo, parecen de innegable certeza cuando junto a las poesías se leen esas ardientes cartas, comentario perpetuo de los versos de la Avellaneda.
Estos son los dos criterios fundamentales que se han sostenido sobre la obra poética de esta egregia mujer. Expuestos con brevedad, procuremos ahora penetrarnos de su espíritu, y nos será más fácil examinar los caracteres de la poesía.
En una época de transición literaria, en el crepúsculo del falso clasicismo y no muy lejano el día de la revolución romántica, surge la Avellaneda. Cuba, once años antes, había producido el más nacional de sus poetas; y él, clásico por la forma, romántico por el espíritu, junto con Quintana, va a impresionar por primera vez la imaginación poética de la Avellaneda. Heredia, poeta descriptivo y civil, que recoge e interpreta todas las ansias literarias del pasado siglo, de sentimientos ardientes, de imaginación viva aunque desordenada, grandilocuente en la expresión, incorrecto, a veces, en la forma, debía por sus extraordinarias cualidades avasallar el espíritu infantil de la poetisa, guiar sus primeros pasos, intervenir de un modo principal en la elaboración de su lírica.
José María Heredia.
Ella confiesa siempre estas lecturas de Heredia, y en las citaciones de sus Memorias inéditas; y en estrofas inmortales dejó estampada su admiración por el austero poeta del Teocalli de Cholula. Sin embargo, analizados los rasgos característicos de la poesía de Heredia, se observa una diferencia completa entre éstos y los que distinguen a la Avellaneda.
La generalidad de los críticos que se han ocupado del poeta cubano, discrepando en muchas otras cosas, coinciden en señalar a Heredia estas dos notas esenciales: la nota patriótica y la descriptiva. Estas cualidades no se dan separadas, sino que se confunden, viniendo a ser la una respecto de la otra como su natural complemento. El patriotismo de Heredia le lleva, con frecuencia, a la robusta entonación de sus cantos civiles; pero en muchas otras ocasiones le conduce a la poesía descriptiva, de opulencia admirable, donde el paisaje vibra de un modo armónico con su ser interior y animada siempre de un ardor y entusiasmo más asombrosos aún que su misma opulencia. El filosofismo, la tendencia humanitarista que dio vida a tantas composiciones de a principios de aquel siglo, viene a completar el cuadro de la poesía de Heredia, la cual, sin que empequeñezca a su grande originalidad, se desenvuelve dentro de los límites de la escuela salmantina, último baluarte del clasicismo español. En la Avellaneda, ni hay una pasión patriótica intensa (por lo menos, expresada en forma poética, pues en prosa nos aguardan muchas sorpresas), ni descripciones propias, profundamente personales.
La naturaleza le sirve más para hacer elegantes razonamientos poéticos, que cantos donde se pinten sus grandezas y maravillas. Falta, sobre todo, la nota nacional en sus poesías descriptivas, que es, por el contrario, como el distingo de las de Heredia. Su oda Al Mar es la más completa confirmación de lo que aquí se dice. Que hubiera influencia formal, es cosa bien distinta. Pudo venir lo mismo de Quintana que de Heredia. Lo esencial es señalar que la Avellaneda, por su ardiente pasión amorosa, que va a terminar en verdadera exaltación mística, pertenece a otra raza de poetas.
El otro gran poeta (entre los que escribieron en lengua castellana) que leyó la Avellaneda en su niñez, fue un continuador de la escuela salmantina, el último de sus maestros, el hombre de más vigoroso temple moral entre los liberales españoles de su tiempo. Manuel José Quintana es la encarnación más genuina de las tendencias del siglo XVIII. Nadie como él supo compenetrarse con el panfilismo, filosofismo y todos los ismos de aquel siglo tumultuoso, de iniciaciones continuas en todas las esferas de la actividad humana, de tanteos y ensayos sin cuento. Las notas de Quintana son las notas de aquel siglo. Uno de sus más excelentes jueces ha dicho que, a pesar de haber vivido mucho más tiempo en el siglo XIX que en el XVIII, se mantuvo de lleno dentro de las corrientes de éste.
La pasión patriótica, primero, la pasión por la humanidad, después, dijo Menéndez y Pelayo, son las notas más salientes de Quintana. Es en todo momento el poeta civil. Llega a las cumbres de la sublimidad poética, pero es uniforme en sus sentimientos y en las expresiones de los mismos. Ni la pasión humana, ni la pasión divina, ni la naturaleza, tienen un eco en su poesía. Es la suya, poesía de renovación política, nacional y humana.
Estas cualidades faltan por completo en la Avellaneda. Momentos hay en que canta a asuntos parecidos, pero son entonces los suyos versos meramente ocasionales. Así sus dos composiciones dedicadas a Isabel II.
Es menester que se repita mucho todo esto, para que no haya inconveniente en aceptar el carácter personalísimo de la lírica de la Avellaneda. Sus primeros maestros no le dieron ninguno de los elementos sustanciales de su arte. En su propia vida, llena de incertidumbre, es donde debemos buscarlos. Ella nos dará, mejor que ningún otro poeta, la explicación de las grandes contradicciones, de los anhelos indefinidos de la poesía de la Avellaneda.
No hemos hecho sino indicar levemente por qué estas influencias no pueden ser nunca esenciales. Queda para otro el escrupuloso estudio comparativo entre la lírica de la Avellaneda y la de los poetas citados, a fin de ver ciertas semejanzas de forma y precisar así algunas influencias incidentales.
Si esto ocurre con los poetas que hicieron las delicias de su infancia, otro tanto ocurrirá, aunque de modo más acentuado, con aquellos que vino a conocer más tarde. Cuando la Avellaneda abandonó su país natal, su espíritu poético había adquirido un pleno desarrollo. Las tendencias definitivas de su lírica ya estaban delineadas, según nos prueba la Autobiografía dirigida a Cepeda y de cuya sinceridad no puede dudarse. Por otra parte, aquel soneto que escribió de pie sobre la cubierta de la fragata “Bellochan”, en los momentos que zarpaba para Europa —que improvisó, según ella dice—, prueba cómo el dominio de la forma era admirable y que sus sentimientos habían encontrado ya una manera adecuada de expresión. Así es que la otra gran influencia, la de Juan Nicasio Gallego, de que se ha hablado tanto, tampoco puede traspasar los límites de la influencia formal. Conoció la Avellaneda a Gallego en Madrid y por el año 1840. Era el poeta zamorano, de natural amable, franco y expresivo, de acendrado buen gusto, aunque no admitiera sino muy a duras penas cualquier manifestación ajena al arte en que se había educado y en el que llegó a tener espléndido señorío. Su influencia fue notoria entre sus contemporáneos: su magisterio era carga suave que aceptaban los jóvenes de la época. Así, en 1845, escribía uno de éstos: “es el protector nato, el amigo de confianza de todos los jóvenes: él los aconseja, los anima, les corrige sus obras, y a todas horas están abiertas su puerta y su benevolencia para cuantos de buena fe van a reclamar el auxilio de sus luces y larga práctica en el arte”.
La elocuencia poética no ha tenido nunca, después de Herrera, un cultivador más brillante. El habla castellana, ágil y ligera unas veces, grave y robusta otras, adquiere en Gallego los más variados matices. De riguroso criterio clásico —siendo el suyo, como no podía menos de serlo en aquel tiempo, un clasicismo formal—, cada oda, cada elegía que brotaba de su ingenio, no muy fecundo, pero siempre sereno y armónico, venía a constituir un ejemplo vivo de corrección y compostura, de inspiración y orden académicos. Tiene calor de afectos, no desconoce la sensibilidad; momentos hay en que llega a lo patético, en algunas estrofas de sus dos inmortales composiciones “Al Dos de Mayo” y “A la muerte de la Duquesa de Frías”; mas ese cúmulo de figuras, el empleo abusivo de símiles mitológicos, la perífrasis continuada, nos impiden ver en toda plenitud el alma del poeta. El período se desenvuelve armónicamente, es arrogante desde el principio hasta el fin; pero este afán por conseguir la armonía formal, estorba la expresión directa de los sentimientos. No puedo resistir al deseo de ilustrar estas afirmaciones con un ejemplo: voy a escogerle precisamente de una de sus más célebres elegías. Sea el principio de la compuesta “A la muerte de la Duquesa de Frías”:
Al sonante bramido del piélago feroz que el viento ensaña lanzando atrás del Turia la corriente; en medio al denegrido cerco de nubes que de Sirio empaña cual velo funeral la roja fuente; cuando el cárabo oscuro ayes despide entre la breña inculta, y a tardo paso soñoliento Arturo en el mar de Occidente se sepulta; a los mustios reflejos con que en las ondas alteradas tiembla de moribunda luna el rayo frío, daré del mundo y de los hombres lejos libre rienda al dolor del pecho mío.
No hay duda que la sinceridad poética requiere una forma distinta. La pompa misma del epíteto pugna con el principio de sencillez, el principal atributo de aquella.
He querido caracterizar la parte formal de la poesía de Gallego: no debemos un solo momento perder de vista los elementos que la informan, pues ellos explican grandemente ciertas cualidades formales de nuestra autora. Entiéndase bien que me he referido a las cualidades formales tan sólo: la parte interna está libre, absolutamente libre, de ésta como de las otras influencias.
La fuente de inspiración de Gallego no es tan sencilla como la de Quintana, pero tampoco es muy compleja. Él mismo, en versos sobrios y llenos de majestad, va a declararnos cuál es:
Oh, patria, deidad augusta, mi numen, es tu amor.
Así dice en el principio de su oda a la Defensa de Buenos Aires. Fue, por tanto, la pasión patriótica, grande parte en sus versos. No era, como en Quintana, un amor patriótico que se explayaba hasta llegar a ser amplio y generoso humanitarismo. La patria por la patria misma, la patria cantada en sus héroes y sus hazañas, la patria identificada con el primario sentimiento de la raza, base de todo nacionalismo: así era la pasión patriótica de Gallego.
Junto al sentimiento patriótico late otro tan noble y humano como aquél: el sentimiento de la amistad. Es fuerte y enérgico, no se identifica, no llega jamás a los lindes de la pasión amorosa; mas hay un fuego, una animación, una vida interna tan poderosa y prolífica en sentimientos derivados, que el efecto poético que produce casi es el mismo. Recuérdese su elegía al Duque de Fernandina, evóquese aquel vigoroso pasaje de A la muerte de la Duquesa de Frías”, donde aparece la dulce, buena, incomparable amiga, llevando a la prisión solitaria en que se consumía Gallego el blando consuelo de su amistad:
Mas ¡cuál mi asombro fue cuando imperiosa a la pálida luz mi vista errante los bellos rasgos de Piedad divisa entre los pliegues del cendal flotante! ¿Por qué, por qué benigna, clamé bañado en llanto de alborozo, osas pisar, Señora, esta morada indigna que tu respeto y tu virtud desdora? ¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo del placer celestial que el alma oprime hoy a tus plantas expirar consigo, mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.
Todo Gallego está en estos versos. Hemos de llegar “Al Dos de Mayo” para encontrar estrofas de este temple. Otra nota hay en Gallego, que por parecerme secundaria no debo tomar en cuenta en este rapidísimo bosquejo: es la nota cortesana, la nota palaciega. Por su academicismo, tenía cualidades de poeta de Corte. Recórrase su breve y pulida colección de poesías y se verá cómo casi todos los acontecimientos regios son cantados por él. Sin embargo, esta nota es meramente ocasional: composiciones tiene en este género, de elevación poética; pero entonces detrás del poeta cortesano aparece el poeta civil: así en la elegía a la muerte de la reina doña Isabel de Braganza. Los males de España inspiran al poeta tanto como la muerte misma de la reina.
No son estas fuentes las originarias del arte de la Avellaneda. Quizá se haga alguna excepción en cuanto a la parte cortesana: también nuestra poetisa, llevada de sus sentimientos monárquicos y de su amistad con Isabel II, hizo versos de este género. No son escasos en su colección, pero no expresan nada del espíritu de la Avellaneda. Son versos de certámenes, y con eso está dicho todo. Es menester que se diga de una vez y con voz alta: la verdadera Avellaneda, la Avellaneda de la posteridad, está reducida a una corta serie de composiciones: las dos elegías en la muerte de su primer esposo, la segunda composición dedicada “A Él”, la “Dedicación de la Lira a Dios”, el “Cántico (imitación de varios salmos)”, el “Miserere”… Esto es lo que nos importa conocer: si suprimís lo demás de su obra, no padecerá nada la integridad de su arte. En cambio, cercenad una sola poesía de la colección académica de Gallego —aun aquella dedicada a la Virgen, y en la que implora misericordia para su reina, que atravesaba por un duro trance—, y tendréis entonces a un Gallego incompleto. En esa verdadera Avellaneda no interviene Gallego. Son dos psicologías muy distintas las de estos poetas, para que pueda haber influencia de fondo. Hemos visto el alma de Gallego: alma buena, serenamente académica, amante de la perfección de los detalles, que no llega al amor humano ni asciende a las excelsitudes del amor divino, aunque hiciera en su juventud versos amorosos y en su edad madura cantara la última cena y describiera con vivos colores la muerte del apóstol traidor. Pronto veremos cómo es la de la Avellaneda: es contradictoria y pasional; alma llena de tumultos, que vino a la vida en medio del dolor (véase una de sus canciones a la Virgen) y se fue abrasada por la llama divina (véase su “Dedicación de la Lira de Dios). Por eso afirmo de un modo absoluto, que sin haberle leído, que sin haber recibido los beneficios de la enseñanza del poeta del Dos de Mayo, quizá no hubiera llegado a ciertas virtudes formales; pero hubiera sido siempre la Avellaneda apasionada e impetuosa, inflamada ora por el amor humano, ora por la pasión mística.
Heredia, Quintana, Gallego, ofrecen, pues, sustanciales diferencias con la Avellaneda; hay, no obstante, entre ésta y aquellos una nota común, una verdadera tradición estética que los afilia, en cuanto a la parte técnica se refiere, a una misma escuela. Me explicaré. Durante gran parte del siglo XVIII, fue el prosaísmo mal muy generalizado en la literatura española. El lenguaje poético había perdido sus propios atributos, e inspirado por un sentido utilitario, llegó a confundirse con la prosa. Tomás de Iriarte es un ejemplo insigne de esta tendencia. Contra este mal se produjeron dos reacciones distintas y simultáneas. El grupo de los poetas salmantinos (Meléndez y Cienfuegos, más tarde Quitana y Gallego) “comprendió que el verdadero lenguaje poético se diferencia y aparta del común, por la majestad, la novedad y la belleza” y que para ser verdaderamente tal, requiere un léxico propio. No se propuso por modelo, a pesar de llamarse escuela salmantina, al más clásico y sereno de los poetas españoles; no se fijó tanto en el ritmo interior de las palabras, ni aspiró a una visión completa de la vida, ascendiendo, por virtud maravillosa del espíritu, desde las verdades últimas hasta la verdad primera, comprensiva de todas; pero amplió el caudal poético, aunque adulterara la lengua con la introducción de voces bárbaras; renovó el prestigio del verso suelto, las formas retóricas se ampliaron, y, lo que fue más importante, a la trivialidad del asunto sustituyó un noble y levantado entusiasmo por los grandes hechos de la vida. Amó, con algún exceso, las pompas del lenguaje y gustó demasiado de las dificultades técnicas. Estos dos fueron sus principales defectos; pero ¡qué paso tan gigante no se había dado! ¡Cómo se columbraban ya en el horizonte los signos de la revolución romántica!
La otra reacción vino del grupo de los poetas sevillanos: Arjona, Reinoso, Blanco, Roldán… El fin fue análogo al grupo de Quintana. Fernando de Herrera fue el modelo común de estos poetas. “Hubo mucho de artificial —ha dicho Menéndez y Pelayo— en aquella poesía; pero había elevación y dignidad en los asuntos y en los pensamientos, con jugo de doctrina, esplendor y lumbre de estilo poético”.
En esta tendencia formal encaja la poesía de la Avellaneda. Tiene una noción clara del lenguaje poético, una aristocracia de estilo, una fuerza sostenida en la expresión, que la colocan al lado de los discípulos de Quintana y de Gallego. La opulencia del lenguaje se detiene, a veces, en los justos límites del énfasis; pero, a veces también, como Gallego y Quintana, rinde tributo a la elocuencia poética. Oíd cómo se dirige a Francia, al tratarse de la traslación de los restos de Napoleón:
Bástete ¡oh Francia! la atronante gloria con que llenó tus ámbitos el hombre: bástete ver en inmortal historia unido al tuyo su preclaro nombre. Bástete la memoria de aquellos grandes días en que a su voz la Europa estremecías, y deja al mundo ese sepulcro austero donde el hado sereno guarda al gigante de ambición y orgullo, entre esas peñas, áridas y solas; mientras el mar, con turbulento arrullo quiebra a sus pies las espumeantes olas.
Me diréis que es ésta una composición endeble, que no es ésta la habitual manera de la autora. Os leeré el comienzo de una de sus más serenas odas:
¡Oh, tú, del alto cielo precioso don, al hombre concedido! ¡Tú, de mis penas íntimo consuelo, de mis placeres manantial querido! ¡Alma del orbe, ardiente poesía, dicta el acento de la lira mía! (A la Poesía).
Su elegía en la muerte de Heredia, comienza con esta estrofa de sabor herreriano:
Voz pavorosa en funeral lamento desde los mares de mi patria vuela a las playas de Iberia; tristemente en son confuso la dilata el viento; el dulce canto en mi garganta hiela y sombras de dolor viste a mi mente. ¡Ay! que esa voz doliente, con que su pena América denota y en estas playas lanza el Océano, “Murió, pronuncia, el férvido patriota”… “Murió, repite, el trovador cubano”; y un eco triste en lontananza gime, “¡Murió el cantor del Niágara sublime!”
Un ejemplo más decisivo acabará de convencernos: el principio de su canto A la Cruz, verdadero canto civil cristiano, demasiado estruendoso para ser leve trasunto del misticismo del poeta:
¡Canto a la cruz! ¡Que se despierte el mundo! ¡Pueblos y reyes, escuchadme atentos! ¡Que calle el universo a mis acentos con silencio profundo! ¡Y tú, supremo Autor de la armonía, que prestas voz al mar, al viento, al ave, resonancia concede al arpa mía, y en conceptos de austera poesía el poder de la Cruz deja que alabe!
No obstante la opulencia, su estilo es claro, perfectamente comprensible para todos. La cláusula poética se desarrolla clara y armoniosamente, y ni la perífrasis ni el hipérbaton violento vienen a descoyuntar sus miembros. La corrección no se pierde un solo momento, dando un tono discreto a sus composiciones más pobres. Desde el punto de vista de la forma, nadie puede considerar a la Avellaneda como un poeta de grandes desigualdades. Hay una perfecta compenetración entre el pensamiento y la palabra.
Yo quisiera detenerme en el análisis de las cualidades formales; pero este estudio requiere una conferencia entera. En este análisis había que tratar de la métrica de la Avellaneda, tan rica y compleja, tan llena de creaciones personales; había que tratar, también, de su gramática, y sería fundamental, sobre todo, hacer un estudio detenido de su léxico, para llegar a la conclusión de que ella, en medio de la anarquía romántica, supo mantenerse libre de toda influencia bárbara, ofreciéndonos el caso singular de que, sin alardear de purismo y a pesar de la poco limpia ortografía de sus cartas, apenas un galicismo viene a inficionar sus versos.
Tomada de https://biobibliografias.com/gertrudis-gomez-de-avellaneda/.
Al llegar a este punto, debo una satisfacción a mi auditorio. Esta conferencia no debía haberse dado sino hasta el próximo domingo, según acuerdo de los propios directores de esta Sociedad. Pero ayer recibí la orden —que así es para mí toda súplica de mi sabio amigo el Dr. Lendián— de sustituir hoy en esta tribuna al Dr. Alfredo Zayas, a quien correspondía el turno. No había escrito sino hasta aquí, pero no podía desobedecer el amable mandato. Por eso yo os suplico que consideréis esta conferencia como una exposición de antecedentes, nada más. Tendría que abandonar el procedimiento que he querido seguir, si pretendiera darla término hoy, y precisamente cuando llegaba a su punto capital. Porque la médula de la poesía de la Avellaneda está en sus cualidades internas, que debía examinar ahora, y sobre todo en su misticismo, nota personalísima de su arte, verdadero y nuevo valor estético que lleva a la literatura española de su época. Como todo misticismo, es sumamente complejo y no puede explicarse con unas cuantas poesías religiosas, sino con el análisis de libros enteros, como el Devocionario; con el examen de obras dramáticas, como el Baltasar y el Saúl; con los datos psicológicos que nos suministran sus cartas amatorias a Cepeda, su Autobiografía, sus Memorias Inéditas (dirigidas éstas a su prima doña Eloísa de Arteaga y Loinaz). Todo esto es necesario para fijar sus caracteres, para llegar a la convicción de que tiene varios momentos, varias fases, comenzando primero por una indefinible pasión amorosa, que no encuentra objeto digno en que fijarse:
Y tú sin nombre en la terrestre vida Bien ideal, objeto de mis votos, que prometes al alma enardecida goces divinos para el alma ignotos.
continuando después en una suave resignación, cuando, sufridos los primeros desdenes de ese bien ideal encarnado ahora en un hombre, busca al unirse con D. Pedro Sabater el apoyo de la amistad, y sintiendo nuevo desfallecimiento, exclama:
Tú eres, Señor, belleza y poesía. Tú sólo amor, verdad, ventura y gloria; todo es mirado en ti, luz y armonía, todo es fuera de ti, sombra y escoria,
estallando, por último, en estrofas impetuosas llenas de vida y luz en su “Dedicación de la Lira a Dios:
Soy un gusano del suelo cuyo anhelo se alza a tu eterna beldad; soy una sombra que pasa, mas se abrasa ardiendo en sed de verdad. Soy hoja que el viento lleva, pero eleva a Ti un susurro de amor… Soy una vida prestada que, en su nada, tu infinito ama, Señor! Soy un perenne deseo, y en Ti veo mi objeto digno, inmortal: soy una inquieta esperanza que en Ti alcanza su complemento final.
Todavía quedan nuevos valores por examinar: paralela a la poesía mística —que es aspiración del alma a la posesión de Dios por unión del amor—, corre por las páginas de su Devocionario y del primer tomo de la edición completa de sus obras, la inspiración religiosa. Una nueva y positiva influencia representa esta parte de su obra: la influencia bíblica. Para aquilatarla debiérase comparar sus traducciones de los salmos (llegan a unas veinte) con las principales hechas en lengua castellana. Se vería entonces cómo llega a apoderarse del giro de la oda bíblica (tan grato siempre a los poetas de la escuela sevillana) y de su grave opulencia, si es que puede hablarse así. Recuérdese el comienzo del Miserere, paráfrasis de varios salmos:
Misericordia, oh Dios, de ti demando! Misericordia ten del alma mía! Líbrala ya del opresor infando, cuya audaz tiranía pretendió hacerla esclava: que su yugo destruya tu fuerte diestra, que el empíreo alaba, y el rastro vil de mi deshonra lava según la gran misericordia tuya.
Fijaos también en la concentrada energía de esta traducción en prosa (por pocos conocida) del Salmo 70:
En ti, Señor, he esperado: no sea yo confundida para siempre, líbrame y sálvame con tu justicia. Sé para mí Dios protector, y lugar de fortaleza para salvarme. Porque tú eres mi fuerza y mi refugio. Dios mío, líbrame de las manos de los pecadores: de los impíos que desprecian tu ley y que se han vendido a la iniquidad. Apenas salí del vientre de mi madre tú fuiste mi apoyo; desde que respiré a la luz me tomaste bajo tu protección. No me deseches en el tiempo de la vejez: cuando desfallecieren mis fuerzas no me desampares. Porque mis enemigos se han levantado contra mí y los que debían velar por mi vida conspiran contra ella…
La inspiración religiosa no tiene sólo estas notas robustas, sino también notas suaves, lánguidas, profundamente femeninas. ¿Cómo no calificar así sus cánticos a la Virgen? Ved la dulzura de esta estrofa:
Mientras que todo en la natura inmensa, vida y belleza de la luz recibe, tú, luz del alma, gracia de la aurora, séme propicia.
Aún no se agotaría el análisis de los valores estéticos de la Avellaneda. Hasta ahora hemos visto el amor divino avasallando su espíritu; antes el amor humano la había absorbido y subyugado por completo. La vida de la Avellaneda es una pasión sin término: deja de ser humana sólo para troncarse en divina. Los documentos sobre su vida, inéditos unos, otros recientemente publicados, exponen admirablemente este proceso psicológico.
El tránsito al misticismo comienza por un despliego inmenso de las cosas terrenas, por una desilusión constante. Hay un párrafo en sus Memorias Inéditas (cuya publicación será un nuevo servicio que prestará en breve a nuestras letras mi generoso amigo D. Domingo Figarola-Caneda, doctísimo director de la Biblioteca Nacional) que expresa este estado con singular viveza. Nótese su importancia, por ser un documento de carácter más íntimo:
Salí llena de ilusiones a ver mundo. Ya he visto bastante…, pues he perdido todas mis ilusiones. En aquellos tiempos en que nada había visto fuera de mi país natal, yo creaba otros mundos con mi imaginación; ahora no tengo más que uno…, está delante de mí, lo veo con todos sus prestigios, con todas sus brillantes miserias, y, sin embargo, el vacío del corazón está todavía. No le llenan ahora, ni aún las ilusiones… siempre está vacío, ¡siempre!…
Ved qué campo tan vasto queda por recorrer. He querido indicar sus puntos más importantes. Todo ello debe ser materia de una conferencia más detenida. La obra de la Avellaneda requiere un estudio de esa índole, inspirado en los principios de la crítica comparada, sin abandonar, por ello, el criterio psicológico al examinar las notas individuales. Nadie menos apto que yo para hacerlo. Es menester, sin embargo, que se haga, para que hagamos ver, también, cómo es un absurdo discutir sobre el nacionalismo de la Avellaneda, cuando ella es profundamente individual. El genio individual es el que ha puesto en ella su sello eterno; no el de nuestro pueblo, no el de nuestra raza. Si se quiere ahora negar su nacionalismo para negar también su amor patriótico, y arrebatar así esa insigne figura a nuestras letras, se vuelve entonces la espalda a la verdad histórica. Siendo su medio francamente español, tuvo en todo momento de su vida un recuerdo para la patria ausente. Cuando su alma había muerto para el mundo, puso sus ojos en nuestra patria al dedicarla la edición completa de sus obras; en épocas de paz relativa, al visitar el jardín botánico de Lisboa, las plantas tropicales avivaban en su alma el no entibiado recuerdo de nuestro país, haciéndola decir con Heredia:
No me condenéis a que gima como en huerta de escarchas abrasada, se marchita entre vidrios encerrada, la estéril planta de distinto clima.
Y más tarde, al ponderar las bellezas de Sevilla, encuentra más necesario a su espíritu la tierra cubana, y en un arranque dice a quien dirigía las Memorias:
Feliz Cuba, nuestra cara patria, y feliz tú que no has conocido otro cielo que el suyo…
Y continúa, repitiendo palabras de Delavigne:
Oh, patria, oh dulce nombre que el destino solo enseña a apreciar! Oh tesoro que ningún tesoro puede reemplazar… Yo he visto los trémulos rayos del sol reflejar en su golfo, yo he paseado su margen encantadora, yo he respirado su ambiente puro… Y el cielo de otros países no es cielo para mí.
Nada de esto se tiene en cuenta por los enemigos eternos de nuestra historia o por los apologistas ciegos de un limitado nacionalismo, que quisieran ver —los primeros— a nuestra nacionalidad sin un solo cimiento en la tradición. Habéis visto cómo se expresaba de su patria. ¿Qué hemos hecho por ella? ¿Pueden las fiestas oficiales celebradas en medio de una casi completa indiferencia de nuestro pueblo, a pesar de los esfuerzos, el celo y la inteligencia de una comisión dignísima, satisfacer la deuda que tenemos contraída con su nombre? ¿Por qué no realizar ahora sus deseos (bien expresados en la anterior cita de Heredia), y ya que no pudo morir entre nosotros pueda nuestra tierra generosa guardar sus restos? Acordémonos de esas frases de simpático patriotismo y llevemos sus cenizas a la región camagüeyana, para que descansen muy cerca de la que fue su casa solariega, del antiguo solar de los Arteaga, cubriéndolas para siempre con aquella tierra, más cálida a nuestro espíritu que ninguna del mundo.
Panteón familiar de Gertrudis Gómez de Avellaneda en Sevilla.
Tomado de https://www.elcopoylarueca.com/gertrudis-gomez-avellaneda-las-influencias-castellanas-examen-negativo-jose-maria-chacon-calvo