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La nación americana tiene un símbolo en la caricatura universal, un símbolo flaco y huesudo, largo, narigón, medio calvo, peli cano, vestido con girones de la bandera de la patria de Washington. Ese símbolo se llama Uncle Sam. A veces aparece alegre, sonriente; a veces sus ojos son chispas y sus narices semejan el pico de una cotorra monstruo enfurecida. Es un hombre de mundo que se adapta a todo y que lo ambiciona todo. Suelen ponérsele los pelos de punta: echa al suelo su sorbete de felpa (como dicen en México) abre la boca para enseñar unos dientes picados y filosos; cierra los puños; estremece el pavimento con sus horribles zapatos y concluye por pasarse la mano por el chivo y reírse con sarcasmo de sí mismo, como del prójimo.

Para mí, Uncle Sam es el personaje más importante de la tierra. Sus iras conmueven al mundo; sus alegrías conmueven a los pueblos débiles; sus tristezas llevan al ánimo de todos la duda; y su piedad desconcierta a los que le temen. Sobre todo, para los gobernantes hispano americanos (sic), Uncle Sam es una pesadilla constante: parece que con un pie los aplasta a todos y aún le queda el otro para cuando le convenga cambiar de posición. Lleva escrita en la solapa del frac la doctrina de Monroe, y cuando le conviene, hace de dicha doctrina un muñeco de dos caras: una que mira hacia América, que ostenta fruncido el ceño y chispeantes los ojos, y otra que mira hacia Europa, que enseña unas mandíbulas deformes por la sonrisa

Uncle Sam todo lo olfatea, todo lo averigua y en todo se mete. Es, en América, el maestro de ceremonias, el amo de la casa y quiere, a un tiempo, ejercer de portero. Los vecinos se irritan, allá, en su alcoba; murmuran, patean, amenazan pero al salir se quitan el sorbete y le dicen:

—Señor portero, pero que simpático y qué guasón nos ha salido usted!

Uncle Sam salta, para hacer reír, pone los pies a la altura de la cabeza, tararea un tango virginiano, carcajea como los negritos del Sur y despide al vecino con alguna frase vaga que llena de estupor a todo el barrio y a la que quiere dársele desde luego una significación misteriosa con colores de agonía y ayes de martirio.

Todo el mundo quiere ser amigo de Uncle Sam, no por cariño sino por miedo. Tal parece que con sus amenazantes puños le (sic) ha dicho a las potencias: “Amadme, o vais a ver como os rompo la crisma’’ y nada inspira un afecto y un respeto más grande que los puños de un pueblo que da buenas bofetadas.

Para los poetas, Uncle Sam es un tipo antiestético que se ocupa, en sus ocios, en la tarea de abrir buenos libros y cruzar sus páginas, una a una, con su lápiz rojo de comerciante empedernido. Concluye semejante diversión y sale, entonces, a tomar el fresco por los Andes, a ver si puede, de paso, quedarse con algún trozo de tierra en donde tener un repuesto de zapatos, y si se cansa o se fastidia —porque también padece de spleen—se detiene un rato a ver romperse el alma a los liliputienses de Colombia y Venezuela.

Yo he soñado muchas noches con Uncle Sam. Pero, valga la franqueza, no le tuve miedo. Él, por lo contrario, me tenía miedo a mí. En cierta ocasión le dije que sus visitas me molestaban mucho, que su amistad me hastiaba, que, en todo caso, si quería visitarme nuevamente se afeitara ese chivo tan cursi que cuelga, como un trapo viejo, de sus quijadas de acero.

Pero Uncle Sam tiene la tenacidad de un reporter del World y me perseguía como una sombra: en el paseo, en el restaurant, en el tren…

Por cierto que, en el tren, le pusimos, varios camaradas, cierta vez, las peras a cuarto. Cada cual le dijo una majadería distinta:

—Oiga Ud., tío: Ud. se ha creído que el mundo es un barrio de Nueva York y que es Ud. el Alcalde.

Uncle Sam contestaba sonriendo.

—¡Pero qué tío tan pícaro es Ud! —exclamaba otro: —Ud. no se contenta con hacerle el amor a las mujeres guapas: se lo hace Ud. al pueblo entero.

Concluimos por querer echarle del carro.

—Este tío nos está tomando el pelo en vez de tomárselo nosotros a él…

Y en efecto, mientras nos dábamos el gusto de tratarle con desprecio, el tren corría con carrera vertiginosa más allá de nuestro punto de parada. Nos dimos el gran susto. “Se han abierto las válvulas de la máquina y vamos al infinito”… “¡Este tío tiene la culpa!” gritaba yo… El camino parecía una mancha borrosa… Íbamos para Nueva York, conquistados por el viejo Sam, acaso para exhibirnos en una jaula en calidad de antropófagos. Y si no me despierto a tiempo, empiezo a comer yanquis con hambre devoradora.

Aquella mañana, no pude escribir una sola línea. Cuando llegué a la redacción del periódico en que trabajaba, le dije al director:

—Estamos perdidos. El tren corre con vertiginosa carrera. Ese tío nos ha tomado el pelo y nos lleva para Nueva York.

—¿Se ha vuelto Ud. loco, caballero?

—¿Loco? ¡Ah, es que he visto claro, amigo mío! El tren no se detiene en su carrera; pasamos túneles como si el sol, al vernos correr, pestañeara... Es un express manejado por ese tío que, para hacernos burla, saca la cabeza por la chimenea.

Y la imaginación corría como el tren. Salí periodista, en mi soñado viaje, y llegué filósofo. No hay más política, ni más derecho, que la fuerza. Quien nace para tío, quién nace para sobrino… Nosotros somos muy artistas y hablamos y escribimos muy bien. All right. Pero nuestro arte, nuestra palabra, nuestros versos, se pierden antes de llegar a la conciencia de Sam… Tenemos que vivir contemplando su nariz de cotorra y su chivo de trapo. Hemos de aceptar de buen grado que ejerza al mismo tiempo de maestro de ceremonias y de portero que más vale un símbolo que una espada, un símbolo flaco y huesudo, largo, narigón, medio calvo y peli cano…

Enero, 1902.


Tomado de El Fígaro. Año XVIII, Núm.4, La Habana, 26 de enero de 1902, p.41.

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