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Prefacio a Nada más que...

Prefacio a Nada más que...

Nunca es ocioso para la curiosidad eternamente despierta del buscador, reconstruir al poeta por la ruina que dejó en los fragmentos esparcidos de una presencia que se eclipsa sin desaparecer del todo, por aquellos caminos a donde él va o lo lleva su predestinación. Porque el poeta es todo querer sin querer que, como agua despeinada, corre hacia su querencia momentánea con el temblor del alumbramiento. En su tránsito, la poesía lo elige como testigo, y no sabremos más de ella que cuanto ha quedado en el ámbito del recuerdo contorneado por la luz de otro momento. Así encalla entre las islas del crepúsculo en menguante, porque la memoria es musa despreocupada y ligera, amiga del rumor adventicio y capaz siempre de traicionar el sitio que rodea a las cosas en estado de sueño, y hasta aquel silencio que, por bastarse a sí mismo, no puede ser evocado por remedo o calco de rumor conocido.

Allí donde el lenguaje deja al poeta como náufrago, en la orilla de su propia resonancia perdido, le rescata el vuelo de la nube o del pájaro; o, en el ruido ahogado que devuelve al silencio su imperio merodeante, entonces es que empieza su singular nacimiento entre las cosas sin memoria.

¿Quién sigue al poeta deshaciendo el camino hasta su propia nebulosa? ¿Quién puede sorprenderlo antes del canto, cuando todavía está mezclado a la uniforme diversidad de la materia, cuando apenas lo denuncia la insinuación remota de un don de gracia preferido y el gesto incipiente del vuelo? ¿No fue así como lo viera Platón en estado de “cosa alada y ligera”?

De este revolcón con las cosas, el poeta ha guardado un amoroso resentimiento. En las etapas de sus inevitables transformaciones, pasa por esos estados fugazmente transitorios como materia que se reconoce en la materia, no como semejante en sustancia, sino en alumbramiento, en una identidad sin semejanza, en un punto sin extensión: está en las cosas asistiendo con ellas al nacimiento continuo y sucesivo por el cual ascienden hasta su incorruptible identidad.

El poeta agota su propia sustancia para poder descubrirse fuera de sí como último residuo viviente en un espacio y en un tiempo que sólo ocupa para reconocerse a sí mismo, como dueño de su propia presencia.

Su instinto no lo inclina hacia ningún rumbo con preferencia; consumado saltarín, entre la horizontal y la vertical que se cruzan en el plano del salto, enreda en la red pitagórica del número su parabólica curva contaminada de gravitaciones vencidas.

El mundo, encerrado en el molde de su horizonte, para no desintegrarse, no cesa de cambiarse en sí mismo sin desviarse, abrazado férreamente a su propia identidad, mientras sigue atado por el impulso de su origen caótico, al acto potencial de la destrucción. El poeta es el testigo ciego y sordo de ese cataclismo, supremo creador de obras maestras de ruinas, que no produce ruido, porque acaece en la inviolable entraña del silencio petrificado. Un coro de ruinas canta para el oído insaciable del cielo despezado, obra maestra de la ruina de otro cielo!

Más allá y más acá, la poesía —secreto a voces— esquiva al ojo indagador su lugar en el espacio, mientras teje con su propio tiempo la música que abandona como rehén a los oídos curiosos. Para qué quererla buscar donde no está, si su presencia y su ausencia se disputan el condominio de la promesa que la retoma a su principio inicial? Su juego usual es el de mecerse sobre las arenas de la nada y bucear en la apariencia del ser y del no ser, que, de tal modo se juntan entre sí, y sin dejar de mantenerse distintos se funden en perfecta igualdad.

La poesía calla para que el edificio de su música, sorda para los oídos, pueda oírse por los ojos y viva así más tiempo la plenitud de su ruina en el sigilo de la imagen. Todo lo que sea sonido le es extrañamente forastero. Donde los ojos oyen y los oídos ven, el palacio de la poesía cierra y abre, simultáneamente, sus puertas transparentes: por ellas sale y entra el hombre que se va y el hombre que viene... en tanto el palacio de la rosa en ruinas se desploma sin ruido.

Noche estrellada sobre el Ródano (fragmento) 
Vincent van Gogh

Tomado de Mariano Brull: Poesía. Compilación, prólogo y notas: Emilio de Armas. La Habana, Ed. Letras Cubanas, 1983, p.212-214.

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