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José Martí y Zayas Bazán

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José Martí y Zayas Bazán

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Honorable Señor Presidente de la Academia de la Historia,
Honorables Señores Académicos,
Sra. Teté Bances, Vda. de Martí
Señoras y señores:

Un grupo de personas que tuvimos la fortuna admirar y querer a José Martí y Zayas Bazán, acordamos rendir un público homenaje a sus virtudes ejemplares este año en que la República celebra el centenario del nacimiento de su epónimo padre.

Cuando generosamente me designaron para que cubriera la parte del programa destinada a poner de relieve su personalidad prócer, acepté con júbilo y entusiasmo inmediatos. En el fondo de mi corazón, en los resquicios más hondos de mi conciencia, latía una pena sorda. Estaba convencido de que sus contemporáneos no supieron apreciar nunca las nobles características que ennoblecieron a José Martí y Zayas Bazán. Pensé que sería ésta una oportunidad de calmar la sed de justicia que me inquietaba, sacando a la luz pública, en la ocasión del centenario paterno, sus cualidades excepcionales, su culto modesto y humilde a la memoria del progenitor egregio, su sentido fervoroso y práctico del patriotismo y de obtener así que compartieran mi admiración los que no disfrutaron del honor de conocerlo profundamente.

José Francisco Martí Zayas Bazán

Pero apenas trato de dar cima: a esta tarea que me pareció sencilla y fácil, me siento abrumado por las dificultades a vencer. La adhesión pública va fácilmente hacia lo brillante y él hizo de la modestia la razón de ser de su existencia; el reconocimiento se alcanza por las proyecciones públicas que tienen un radio de difusión más extenso mientras más sonoras y superficiales son, y él, deliberadamente, buscó los segundos planos y cultivó la sobriedad, tal vez pensando que debía constituir una reserva moral de la República; la admiración se conquista con el gesto audaz propio del líder, del héroe o del demagogo, en la ocasión polémica, y él no quiso nunca mezclar su nombre en contiendas que estuvieran al borde de la inútil violencia, quiso, por el contrario, ser agente eficaz de entendimientos cubanos.

Pero aún hay más. La República no ha vacilado en reconocer los méritos excelsos de sus fundadores. No ha escatimado honores ni ha dejado de conceder derechos a los que nos hicieron la donación de la libertad y la independencia. En cuanto al Apóstol, la devoción por su estudio llega a los lindes de un culto de patriotismo religioso. Esto mismo, sin embargo, provoca en el hombre común y corriente un celo, un resentimiento, con los que, a pesar de las mejores voluntades, el hombre mediocre reacciona ante las figuras excelsas, cuando se desenvuelven en un ámbito próximo y por lo mismo presentan un contraste depresivo. El padre del hombre a quien rendimos homenaje en este acto no sólo fue el Apóstol que plasmó los mandamientos de la nueva República; fue eso, pero fue mucho más: erudito, con una cultura que asombra; literato que transformó los cánones del estilo, tanto en la prosa como en la poesía y en la oratoria; político práctico, capaz de construir el instrumento necesario para la independencia por encima de los rescoldos, los enconos y los celos que dividían a los patriotas después del fracaso de la Guerra Grande. Para mí, Martí fue el genio de su generación, el genio de Cuba y uno de los de América y del mundo. Las grandes mayorías suelen conmoverse piadosamente ante las debilidades humanas, pero siempre son inexorablemente rígidas y crueles con la grandeza. Así, el padre tuvo que pagar con una serie ilimitada de sufrimientos, hasta con el sacrificio de su propia vida, el precio de su sin par eminencia. Pero el precio tiene que ser proporcional a su grandeza. Por eso también tuvo que continuar pagándolo calladamente, sin ostentación y sin quejas, el hijo ilustre. ¡Y de qué modo doloroso! Alrededor de la figura del hombre que recordamos, se creó una leyenda negra. En corrillos, en murmuraciones, por los oscuros canales en que la envidia deja correr su baba corrosiva, los mediocres se vengaban del padre, presentando a su hijo como un ser anodino, indiferente a las angustias patrias, insensible a las llamadas del deber cubano, oscuro, inepto y sin coraje. Y esta leyenda injusta y torpe creó un vaho tupido, espeso, a través del cual la figura de José Martí y Zayas Bazán se desdibujaba para todo aquel que no tuvo la honrosa oportunidad de conocer sus altas capacidades, su virtud silenciosa, guardada recatadamente por él como el tributo más alto que pudiera rendir al nombre egregio que ostentaba, como si quisiera velar con su humildad la grandeza de su padre.

Carta de despedida de José Martí a su hijo.

Ser hijo de un hombre del rango excepcional del Apóstol es un singular honor, pero es un honor aplastante que abruma, aplana e inhibe, en cada momento, las reacciones del que ha tenido tan suprema distinción del destino. Para el general Martí y Zayas Bazán el nombre del padre era un pedestal, según el juicio primario de los que no comprendían la tragedia íntima de su vida; pero para él fue en verdad una cruz de ésas en que no se muere; pero cuyo peso hay que llevar, día a día, sobre las recias espaldas, sin esperar el auxilio piadoso de una Verónica que enjugue el sudor o de un Cireneo que alivie la carga.

Confieso honradamente, en este momento de sincera comunión de sus amigos y admiradores con su recuerdo, que yo también fui víctima de esa leyenda negra y que alguna vez, para mi interior, me dije: “Los hombres del rango del Apóstol deben morir sin sucesión”. Declaro, sin embargo, que este oscuro pensamiento fue una agresión nunca pronunciada por mis labios; pero que, a mi pesar, surgía en mi conciencia respecto de un hombre a quien no conocía y cuyas sólidas virtudes no había aprendido a ver y estimar. Le debo a un viejo y entrañable amigo, Luis del Valle, animador principal del grupo organizador de esta ceremonia, la gratitud de haberme dado la oportunidad de conocer al cubano limpio, ciudadano ejemplar, que supo mantener erguida su conciencia moral en momentos de dura prueba para la República, sin dejarse aplanar por el peso de la cruz gloriosa de ser el hijo del Apóstol (gloria del padre que empequeñece el mérito del hijo, cualquiera que sea su dimensión), y sin pretender jamás hacer de la circunstancia filial, oportunidad de medro o de vana gloria.

Mi primer encuentro con el general Martí fue banal. No pasó de una mera cortesía social, cuando tuve el gusto de saludarlo durante una época de mi exilio, a su paso por Miami, en compañía de su devota esposa, Teté Bances, cuya presencia en este acto lo honra y enaltece. Se interesaba entonces el General por el movimiento abecedario. En su conciencia oía una voz que le indicaba que en los días confusos del año 38, cuando las vías de soluciones pacíficas, legales y constructivas parecían cerradas, él debía romper con su conducta de deliberada abstención de los asuntos públicos y poner al servicio de las soluciones cordiales el esfuerzo de su voluntad y el prestigio de su nombre. Pero aun en esto actuó con admirable cautela. Por los meses de septiembre y octubre de 1938, el ABC decidió aceptar como buena la promesa de soluciones electorales y movilizarse para que las mismas fuesen posibles, obligando a los detentadores del poder público a seguir por los caminos civiles anunciados. Organizábamos el Partido ABC. Acompañado de Luis del Valle, visité al general José Martí y Zayas Bazán. Tengo vivos en el tesoro recóndito de mis más apreciados recuerdos, los incidentes todos de la visita, a la que fui con cierto temor, como del que pretende hacer un acto sacrílego al procurar movilizar cosas sagradas con una representación inadecuada. La visita fue en la casa de Calzada y 4 en el Vedado. Pocas veces he estado en un lugar donde lo señorial y lo sencillo estén más armónicamente unidos y de inmediato se experimente una mayor sensación de hospitalaria acogida. En ella se destaca, sobre todo, su cubanía esencial. Las galerías interiores que circundan el patio florido, con la sombra amable de árboles añosos, le dan a aquella casa una sensación de campiña: nacional que permanece inexpugnable a los avances extranjerizantes del medio citadino que la rodea. La casa era, indudablemente, la expresión más cabal de la pareja ejemplar que la habitaba. El padre quiso que la primera ley de la República fuera la que garantizase la plena dignidad del hombre, y el hijo ilustre hizo de ella la norma inquebrantable de su conducta, que tenía refugio y asiento en la casa cautivadora.

En una de sus galerías interiores, en cómodos balances, también cubanísimos, nos sentamos Luis del Valle, el general Martí y yo para celebrar una entrevista que antojábaseme totalmente banal. Pero era tal su señorío; fue tal la sinceridad de su acogida franca, que en pocos momentos me sentí como en casa propia y departiendo con amigos queridos y entrañables. Para mi sorpresa, la entrevista fue trascendente. El general José Martí y Zayas Bazán me sometió a un duro cuestionario. Antes de decidirse a actuar en las filas del ABC, quería que se le dieran respuestas a las preguntas que él consideraba fundamentales en relación con los problemas de largo alcance que nuestra generación tiene el deber de resolver. Me sentí profundamente conmovido y (¿por qué no confesarlo en esta hora de diáfana franqueza?) también íntimamente halagado en mi vanidad. El general José Martí se planteaba los mismos problemas que el ABC había enunciado en su Manifiesto Programa de 1932 y para resolver los cuales había formulado una serie de medidas que aspiraban a cubrir tres decenios de la vida republicana. Al terminar la entrevista con mi oferta de elevarle los documentos que ponían de relieve la total coincidencia de sus pensamientos con la preocupación creadora del ABC, me di cuenta de que habían nacido una amistad y una admiración que ni aún la muerte ha podido borrar.

La impresión física del general Martí era contradictoria. Contribuyó a reforzar la leyenda injusta alrededor de su personalidad, su sordera, que lo afectaba de dos modos: en parte, haciéndolo aparecer ausente de los agudos comentarios de la conversación o interviniendo en ella sin haber oído claramente y exponiéndose a decir cosas inatinentes, y en segundo término, en la forma de su expresión pausada, un tanto monocorde, característica de los que sufren de deficiencias auditivas. Por otra parte, su estatura prócer, su actitud naturalmente marcial, la nobleza de todos los rasgos de su fisonomía, la dignidad y decoro de su porte, daban la sensación de un gran señor y, sin embargo, no acusaban ni sus capacidades intelectuales ni su vocación patriótica ni su aguzado sentido del deber. Había que llegar a esos tesoros por los caminos del trato personal y yo los anduve, logrando fruto verdadero. Al retirarme de la entrevista inolvidable, no llevé en mi mente, de inmediato, más impresión que la de que habíamos ganado para la causa que servíamos con febril y agotadora devoción, un eminente servidor. Los otros detalles de trasfondo que hoy he destacado, fueron perfilándose y afirmándose en el recuerdo con el decursar del tiempo.

¿Cómo tiene que desarrollar su conducta el hombre que vive bajo el honor de crucifijo de ser el hijo de un padre sin par? La mejor respuesta que se puede dar a esta angustiosa pregunta la encontrará quien siga el desarrollo de la vida encomiable de José Martí y Zayas Bazán.

Junto a los restos de su padre en su exhumación de 1907.

Son de conocimiento público las adversas circunstancias que impidieron al Apóstol tener junto a su corazón hambriento de ternuras, al hijo en quien se refugió cuando se sintió espantado de todo. Es fácil comprender que por humanísimas razones los afanes libertarios del padre no podían tener cálida acogida en el hogar que él había postergado a esos altos propósitos. Angustiado, el padre sentía la duda sohre la conducta que podría seguir el hijo. Por eso en el tierno emocionario que es Ismaelillo, aflora esta preocupación en versos de cristalina transparencia:

   ¿Vivir impuro?
   ¡No vivas, hijo!

También vibra en estrofa elocuentísima de los Versos Sencillos:

   Vamos, pues, hijo viril;
   vamos los dos; si yo muero
   me besas; si tú... ¡Prefiero
   verte muerto a verte vil!

Pero la preocupación no tenía base en la realidad. Muere el padre el 19 de mayo del 95, en Dos Ríos, y el hijo, aún niño, se escapa de la casa materna, llega a New York y se incorpora a la Revolución. En ella no fue el hijo mimado del héroe muerto. Llenó a plenitud su misión de soldado de la patria. En la toma de Victoria de las Tunas, triunfo extraordinario de las armas mambisas, donde el general Calixto García demostró su dominio del arte del sitio y de las operaciones de artillería, fue Martí el niño que se hace héroe de un solo golpe formidable, quien maneja el cañón de dinamita en forma que le gana el respeto de sus superiores y la amistad imperecedera de sus compañeros de armas, entre ellos el general Mario García Menocal, que, por eso, siempre lo quiso a su lado. Fue por el manejo de esa pieza de artillería deficiente que le dio a la patria el sacrificio de sus tímpanos. Él pudo hacer de su sordera un blasón, ostentado con orgullo ante los cubanos débiles que no supieron responder a las llamadas de la patria en el momento difícil. Pero prefirió silenciarlo. Su sordera, timbre de honor y de gloria heroica, devino en motivo de chanzas y de burlas de quienes estaban carcomidos por la envidia o ignoraban la singular proeza.

En esta biografía relámpago, sólo puedo hacer resaltar momentos transitorios, aunque lo singular de su vida fue la conducta diaria, dedicada íntegra al servicio de la patria por la abstención tanto como por la acción. La República le concedió honores, pero no superiores a los recibidos por otros que la habían servido menos y en mejores circunstancias. Fue Jefe del Ejército, pero no fue un militar por accesión. Aún al final de sus años, en cada una de sus actitudes, se veía la impronta del hombre que había servido en las Fuerzas Armadas. Llegó a Secretario de Defensa en el Gabinete de su amigo y compañero de armas, el general Mario García Menocal. La historia es, como la vida misma, un juego de luces y sombras y aquel período no lo fue de excelsas claridades. Se quería la reelección y se preparaban unas elecciones para garantizarla. El nombre del general Martí se hizo figurar en las listas del Partido Conservador como candidato a Representante por la provincia de Camagüey. Era un caso en que la postulación equivaldría a la elección. Pero, en definitiva, él renunció a la postulación y no fue electo. El Senador Aurelio Álvarez me dio el conocimiento de esta etapa tan mal interpretada de la vida de José Martí y Zayas Bazán. Los aprovechadores de turno calificaron de insigne mentecatez la renuncia del General a la postulación. Porque “ya tenía el acta en el bolsillo”. Esta renunciación insólita también contribuyó a reforzar la torpe leyenda creada alrededor de su persona. Carecía de sentido práctico y político. La verdadera razón, grande y noble, de su renuncia, me fue expuesta con admiración devota por Aurelio Álvarez de la Vega. El general Martí fue invitado a ciertos actos de su campaña en la provincia camagüeyana. Debió concurrir a un mitin a su favor. Pero quedó espantado al ver la forma en que se desarrollaban las fiestas políticas en aquella época: guajiros a caballo descargaban sus revólveres en las cercanías de las casas liberales para amedrentar al electorado. Alrededor de la tribuna, adornada con la bandera cubana, los barriles de cerveza y el ron peleón se distribuían pródigamente para enardecer y entorpecer la mente de la ciudadanía y se predicaba el exterminio de los adversarios. Retornó a La Habana el General inmediatamente. No participó en la elección y se separó políticamente del general Menocal, a quien siguió tratando como amigo personal. Como siempre, la dignidad rigió la conducta del hombre admirable. Como siempre, cosechó como frutos de su conducta, solamente el vituperio o el sarcasmo de sus conciudadanos, que no conocían o no querían comprender sus elevadas motivaciones.

...su estatura prócer, su actitud naturalmente marcial, la nobleza de todos los rasgos de su fisonomía, la dignidad y decoro de su porte, daban la sensación de un gran señor.

Fue este recuerdo angustiado y bochornoso el que determinó una de las peticiones hechas a nosotros por el general José Martí y Zayas Bazán. En la época que unió sus esfuerzos a los nuestros, ya padecía de un enfisema pulmonar que hacía muy difícil su respiración y que lo fatigaba extraordinariamente. A pesar de todo, no quiso dejar reducido su apoyo moral a una actitud distante y contemplativa. Quiso estar con nosotros en la movilización del Partido en las calles habaneras. Quería saber la conducta real de la política abecedaria, pues no quedó satisfecho sólo con la manifestación literaria de sus nobles propósitos. Coincidíamos con él en ese afán de presencia suya, por nuestro deseo de mostrar figura tan eminente en nuestras filas, pero ya sentíamos una profunda preocupación por su estado de salud.

El primer acto abecedario, en la organización del Partido, fue una manifestación con motivo de la celebración del 27 de noviembre de 1938. Nos correspondió cubrir el recorrido por el Malecón, desde Belascoaín hasta el Mausoleo de La Punta; pero aquel día se presentó un norte violentísimo que hizo bajar la temperatura extraordinariamente y batía un viento helado que cortaba los huesos. Fue menester hacer el desfile por la calle de San Lázaro. Los abecedarios nos organizamos en la forma ordenada y hermosa que nos fue característica. En la primera fila estuvo el general José Martí y Zayas Bazán y no nos fue posible convencerlo de que no hiciera la marcha. A paso firme fue avanzando en el largo recorrido y todos estábamos inquietos, pues al enfilar cada bocacalle, la corriente de aire amenazaba con la pulmonía, aún a los más sanos. Él, con su enfisema, con su respiración angustiosa, con su cuerpo fatigado, se mantuvo, no obstante, firme todo el tiempo. Después pidió comparecer a actos en el interior de la República. Nos acompañó a Güines, en donde fue un jinete más en la caballería que desfiló ordenadamente por el pueblo. Concurrió a los actos celebrados en distintos términos de Pinar del Río y estuvo presente en un desfile en la ciudad de Cienfuegos; entonces nos confesó estar ya satisfecho, tanto de los propósitos como de los modos de actuación abecedaria y no compareció más a los actos, pues su salud se quebrantaba visiblemente.

No por eso se dedicó al descanso absoluto, ni limitó su apoyo a los aportes económicos que realizaba y al respaldo de su nombre prestigioso. Por el contrario, pidió y llevó a cabo una misión activa. Para el retorno a la legalidad era preciso recorrer una serie de etapas largas, complicadas y difíciles. El porvenir inmediato lucía sin posibles soluciones. Ciertos grupos mantenían una actitud de nuevos fariseos y se negaban a mezclarse ni tener contactos con los demás cubanos si éstos no se purificaban, sabe Dios con qué intrincados y confusos exorcismos. Pero el momento requería la unidad no sólo en las fuerzas gobernantes, sino también en la oposición, por lo menos, para la fijación de objetivos comunes. Fue el general José Martí quien pudo reunir en su casa a los jefes antagónicos de la oposición de aquel momento; hacerlos firmar un mismo documento y llevarlos a la campaña que se desarrolló bajo el triunfal lema de constituyente, primero; elecciones, después. En el proceso de esa campaña se celebró un acto extraordinario y monstruoso en el Parque Central.

Si pudo realizarse y si pudo lograrse el éxito final en el propósito común, se debió a que, por encima de todas las bastardías, de todos los engaños y de todas las pequeñas intrigas que caracterizaron aquel triste período histórico, se impuso la voluntad aglutinante de este patriota sincero que trabajaba silenciosamente, sin querer robarle a nadie ni un laurel ni un aplauso, ni un puesto cimero. Aumentaron durante este período las preocupaciones por su salud, de los que ya queríamos entrañablemente al general Martí, pues insistió en estar presente en el mitin final de la campaña, sin pensar en lo desapacible del tiempo. Hasta que no regresó a su casa, sano y salvo a pesar de los terribles empellones que tuvo que sufrir en ese acto, no nos pudimos sentir tranquilos.

Bastan los hechos relatados para poner de relieve cómo el sentido del deber impulsaba su conducta, inspirada siempre en el culto a su dignidad, tanto por sí como ciudadano, como por el nombre insigne que ostentaba. Cuando era requerida su acción, la prestaba aun corriendo los mayores riesgos. No fueron menores, para sus pulmones enfermos, los fríos y las agitaciones que en esas actuaciones tuvo que sufrir, que los peligros de las armas enemigas en las batallas en que participó, distinguiéndose mucho, durante la Guerra de Independencia. Pero logrado el objetivo que se había señalado, volvía a su retraimiento y a una actitud de expectación vigilante y pasiva, pues no quería que se usara en vano el nombre que ostentaba tan dignamente. Se puede decir que desenvolvió su vida como si hubieran sido dichas para ella estas palabras paternas: "En la Cruz murió el Hombre un día; pero se ha de aprender a morir en la Cruz todos los días".

Al vaciar ante ustedes el cofre de estos recuerdos preciosos para mí, también se manifiesta, a mi pesar, una tristeza. La determina una frustración en la vida del general José Martí y Zayas Bazán. Se puede decir, ya que nada importa, porque la vida no es más que una suma de frustraciones; pero la que sufrió el general José Martí y Zayas Bazán me entristece todavía. Fue una aspiración suya legítima y honrosa y me tocó a mí el amargo dolor de decirle que era inviable y correr el riesgo de que él creyese que yo la contrariaba egoístamente.

José Francisco Martí en las postrimerías de su vida.

Aprobada la Constitución de 1940, me habló de un modo penoso, con una timidez conmovedora, en tono emocionado: "No quisiera morirme, me dijo, sin tener el honor de representar al pueblo de Cuba en el Congreso".

En mis manos estaba la postulación. Las Asambleas de todas las provincias hubieran seguramente reclamado el honor de postularlo. El ABC se hubiera honrado supremamente con que su nombre ilustre figurase en su lista de candidatos. Pero yo estaba convencido de que el general José Martí y Zayas Bazán, que era un eminente y legítimo representante de esa porción de nuestra población, de ese segmento de nuestra ciudadanía, que es seria, responsable y creadora, no iba a ser electo. En el aparato electoral, complicado, falsamente representativo, con un peso muerto sólo movilizable a través de los factores plutocráticos, aun cuando tengan la peor calificación de cacocráticos, o por el azuzamiento de odios demagógicamente agitados, un hombre de las severas virtudes y de las austeras características de decoro, dignidad y sobriedad del general José Martí y Zayas Bazán, no podía resultar electo. Desgraciadamente, lo confieso con profundo dolor cubano, ese proceso electorero, falsamente democrático, salvo honrosas y contadas excepciones sólo asegura el triunfo a través de la corrupción moral del electorado con dinero o prebendas que lo representen, o con la exaltación de sus más bajas pasiones, mediante el azuzamiento del odio con que triunfan los demagogos. Quise ahorrarle a él el pesar y a Cuba el bochorno de que el general José Martí y Zayas Bazán no fuese electo. Valientemente, con dolor y amargura, impedí su postulación. Sé que lo libré de una gran pesadumbre, la pesadumbre de los mejores a la orilla del río revuelto de la política electorera. Ahora, ante ustedes, les expongo mi tristeza, que es tristeza de Cuba y por Cuba, y les pido que con su comprensión, me la estimen y me la mitiguen.

Temí haber dejado un trauma en su espíritu generoso y que se afectara su estimación hacia mi persona. Por eso dejé de cultivar su intimidad, pues no quería ver en sus ojos diáfanos ni la sombra de una recriminación que sus labios cordiales nunca pronunciaron.

Honores post mortem a José Francisco Martí.

Poco después, ocurrió su deceso. Como siempre sucede, el hombre que fue, si no zaherido en vida, al menos, negado o ignorado; que tuvo que desarrollar su existencia en una atmósfera viciada por una leyenda negra y que, frente a ella, supo mantener entero el honor y la cruz de su prosapia sin par, tuvo, en el momento de su muerte, la adhesión transitoria, efímera y trivial del cariño del pueblo.

Su compañera inseparable, la que le dio a aquella casa el rango y las tonalidades que, en maridaje magnífico, unen lo señorial y lo sencillo, me hizo un honor que jamás le podré agradecer bastante: me encomendó la tarea triste y abrumadora de despedir su duelo. El hecho de que ella me seleccionase, lo interpreté como una manifestación indudable de que no oyeron nunca sus oídos delicados, de labios de José Martí y Zayas Bazán, una sola recriminación, porque me tocó el amargo deber de aparecer como si le frustrara su modesta y legítima aspiración. Así comprendí que el espíritu del grande amigo había guardado hacia mí una estimación y un cariño proporcionados a los que yo sentía por él, que se hacen más hondos, más inconmovibles y mayores con el decursar del tiempo.

Debo decir, por último, que la vida del general José Martí y Zayas Bazán fue una vida ejemplar y que el padre genial y deslumbrador pudo sentirse orgulloso de las virtudes que integraron el carácter y rigieron la conducta del hijo bienamado. Como (de) don Mariano Martí su padre, el Apóstol pudo haber dicho de su hijo: "Nunca podré, como quería, amarlo y ostentarlo de manera que todos le viesen y le premiaran aquella enérgica y soberbia virtud que yo mismo no supe estimar hasta que la mía no fue puesta a prueba".

Pocas veces he estado en un lugar donde lo señorial y lo sencillo estén más armónicamente unidos y de inmediato se experimente una mayor sensación de hospitalaria acogida... (Galería de la casa de José Francisco Martí y Teté Bances; allí radica en la actualidad el Centro de Estudios Martianos).

Tomado de Homenaje en memoria de José Martí y Zayas Bazán (celebrado en sesión pública el día 28 de mayo de 1953). La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1953, pp.13-27.

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