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La ciudad nueva

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La ciudad nueva

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Como recostada en las paredes de los siglos. Sí. Camagüey ha sido —será siempre— la leyenda inmarcesible tajada en piedra milenaria. Acaso la verá el caminante como la ciudad única de las tres dimensiones: pasado, presente y futuro. Quizá hilvane la crónica feliz de una larga, de una simple incursión histórica, rindiéndoles tributo a sus héroes invictos, rememorando los idilios románticos junto al balcón que recoge sus propias indiscreciones tras la gruesa balaustrada carcomida... Tal vez el inspirado caminante, ave de paso en los caminos del mundo, dedique un recuerdo fervoroso a las dulces y rebeldes matronas que sacrificaron sus preciadas cabelleras en un arranque patriótico, haciéndolas dignas ascendientes de las incomparables camagüeyanas de hoy... Es posible que teja guirnaldas de frases líricas, hincado ante el ensueño de la ciudad patricia frente al espectáculo inusitado, pintoresco y maravilloso de los tinajones panzudos, como repletos de historia...

El poeta, el soñador que ha vivido sus sueños inquietos —sueños de ciudad convertida en gran señora de ideales— sabrá mirar más allá de la crónica de viaje, página volandera llevada en alas de Io frágil y quebradizo. El poeta verá siempre cuán femenina es, a pesar de todas sus gloriosas rebeldías, de sus epopeyas magníficas y grandilocuentes, la legendaria ciudad del Camagüey. Y la soñará por los tiempos de los tiempos como la dulce y hermosa viejecita, tejiendo en brillante rueca de plata, al calor de las venerables tradiciones, el eterno poema de su gloria. Camagüey será para él, poeta de visiones extraordinarias, más que una página ardiente de la historia, más que un amor trunco a la vera de un balcón ruinoso, más que el ensueño maravilloso de una mujer sin paralelo, la estampa imborrable del pueblo que buscó su libertad con ejemplar hidalguía de caballero que muere por su dama. Es que hasta en la hora de la muerte sentíase capaz de sonreír, presintiendo su entrada en el gran templo de los pueblos libres, por la más ancha puerta de la Historia.


Ante el bullicio de las nuevas generaciones la sombra de Agramonte vela. La ciudad paradójica, se diría. La ciudad regida por las leyes implacables del progreso, donde sus monumentos son el homenaje imperecedero del hombre presente, empeñado en mantener viva y ardiente la lámpara de las evocaciones. Allí sus iglesias centenarias elevan sus cánticos de amor, y de “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Y junto a la plegaria milagrosa, el afanoso trajín de los negocios. Cabe el ensueño adormecido, la hirsuta raigambre civilizadora. Los ocho cilindros en V no son bastantes a olvidar la gloria pasada. Y sobre la llanura bañada de esplendoroso amanecer o milagrosamente difuminada en el oricalco de la tarde, el progreso, lento, firme, seguro, pero cauteloso, como si respetara él mismo las veneradas tradiciones familiares, va sentando sus plantas. Ved cómo la ciudad nueva, el Camagüey que es cruce de todas las civilizaciones, levanta sus repartos, poemas de arquitectura, tallados en bloques de concreto. Ved cómo la industria y el comercio señorean en sus predios, cómo el trabajo afanoso y decidido, en un constante ritmo de manos y pensamiento, van trocando los prestigios históricos en fuente perpetua de inspiración. Allí el hombre se ha hecho más cosmopolita. Ama los viajes y la cultura. Está en contacto con el mundo. Es que la civilización, dicho sin eufemismos, le llega a chorros por todas las vías de comunicación.

Si el bronce que perfila la gallarda figura de Agramonte representa uno de los más altos y nobles girones patrios, el aereopuerto (sic) de ese nombre es símbolo inequívoco de su progreso. Allí las artes, la ciencia, el idioma, representados por los hombres más ilustres, tienen un punto de contacto. Camagüey es, en otras palabras, acción y descanso a la vez.

Y como si todo ello fuera poco, la ciudad legendaria y mil veces prócer, el Camagüey patriarcal, despertado de sus sueños maravillosos de gloria, se permite una intensa vida nocturna. Díganlo, si no, sus famosas boleras, sus “night clubs”, refugio de ciudadanos hartos de monotonía, oasis para noctámbulos peregrinos. La ciudad, dicen sus cronistas, se inquieta en sus ansias de modernismo.


No podrán quitarle el sello inefable de sus calles torcidas. Para rectitudes su historia. Harán quizá más luminosos sus sueños patrióticos, pero dejarán que hablen los siglos en sus monumentos de piedra. Los tiempos futuros la envolverán en las hoy fantásticas quimeras y mañana increíbles realidades, pero no podrán despojarla de sus inmaculadas virtudes. Los renegados habrán de olvidarla quizá, llevados por el mundo en sediento peregrinaje de cosas nuevas, de voces distintas, de soles menos ardientes. Para quienes la vemos transmutarse, fantástica y magnífica, será siempre la abuela dulce que nos acoge en su regazo, embebida en el fervoroso tejer y destejer de los siglos.

Porque para nosotros, que glorificamos su pasado y reverenciamos su porvenir, la vivaz colegiala nos recordará a cada momento la valerosa figura de la mujer que dio estímulos al hijo, al esposo, al hermano cuando la patria misma era tan solo una quimera.

Porque, admirando su progreso maravilloso, haremos más viva la evocación sublime de su historia, y de ella diríamos como Nervo de su amada inmarcesible: “quien la vio no la pudo ya jamás olvidar…”

Porque, al tañer de sus campanas, de las campanas sonoras de sus cien iglesias, levantadas como cien vestales en un templo milenario de virtudes, nos parecerá escuchar un doblar de bronces evocando la caída de un excelso entre los excelsos, de un gigante entre los grandes; la caída de Ignacio Agramonte en las sabanas ardientes de Jimaguayú...

La Habana, mayo de 1949.

Camagüey en los años 40.

Tomado de Directorio Social de Camagüey, 1949. Camagüey, El Camagüeyano, Compañía Comercial S.A., 1949, pp.XXIII-XXIV.

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