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Prosa de mis versos. Cómo y por qué hice versos

Prosa de mis versos. Cómo y por qué hice versos

Corría el año de 1841 y el décimo octavo de mi edad, cuando después de aprobar mi segundo curso de leyes en el Colegio de San Carlos de la Habana, obtuve permiso para pasar la vacante en el Camagüey. Con este objeto tomé pasaje en la goleta Feliz, que nunca como en aquel viaje justificó su nombre, porque, asaltada en su derrotero por horribles vendavales, pudo arrostrarlos y llevarme a seguro puerto, después de diez y ocho días de navegación, y en los momentos en que cuantos nos habían visto salir por la boca del Morro y nos esperaban en la de Carabelas, presumían, no sin razón, que estibamos perdidos.

¡Jamás olvidaré el 12 de junio de aquel año! Día en que, desencadenando el cielo sus vientos en el mar y sus aguas sobre el Camagüey, levantó allá montañas de espuma y produjo acá una inundación, descrita por cierto con hábil pincel, más que con docta pluma, por el estudioso botánico y muy distinguido literato D. Manuel de Monteverde, a quien siempre llorarán las flores y las letras antillanas.

En la noche que precedió a ese día, los que pensaban dormir tranquilos a orillas del Hatibonico, saltaron de sus lechos al escuchar en las puertas de sus hogares el empuje de la desbordada corriente de aquel río, mientras que luchaba con las olas embravecidas del mar Caribe la frágil nave que me conducía. Algunos de mis compañeros de viaje buscaban ya una tabla de salvación, encomendando a Dios su alma, en tanto que yo, incrustado en mi estrecho camarote, aguardaba silencioso la muerte y dirigía desde lo más íntimo del pecho cariñosas despedidas a los sores a quienes más amaba en la tierra, frases de esperanza y de ternura a mi madre, que creía volverá ver muy pronto en el cielo.

Juzgué entonces que aquellas frases podrían fácilmente convertirse en versos, y de tal modo me preocupó esta idea, que mientras rebuscaba consonantes y repartía acentos, no me hubiera podido dar cuenta de la tempestad, a no ser por los espantosos balances del buque y por las lamentaciones de un viejo pintor italiano, que clamaba incesantemente porque no arrojasen sus cuadros a las olas embravecidas y porque su Santa Madonna le socorriese.


Y hasta tal punto hube de presumir que había hecho mis primeros versos, que al llegar al Camagüey me asaltaron dos ideas que quise realizar inmediatamente. La primera leer de rodillas aquellos pensamientos junto al sepulcro de mi madre; la segunda publicarlos en La Gaceta, sin encomendarme a Dios ni al diablo. Por fortuna, al salir del cementerio se me ocurrió hacer una visita al Lugareño, que a pocos pasos de allí vivía, y consultarle sobre mi papel y mi propósito. Leíle el primero, y con pueril sorpresa advertí que mi mentor no participaba de mis emociones. Luego que hube terminado la lectura fijé en los suyos mis ojos, con la ansiedad del reo que espera su sentencia.

El Lugareño guardó un instante silencio, y recogiendo el papel de mis manos empezó a darle vueltas entre las suyas.

—Verdaderamente, —me dijo, hay alguna espontaneidad, algún sentimiento en todo esto; pero no hay versos. Conténtate con que tu madre los haya oído desde el cielo; pero guárdate de publicarlos.

—¿Son tan malos? —le pregunté avergonzado.

—No son versos, me replicó con un tono más resuelto, y sobre las obras de esta clase, tengo un criterio especial, que te diré por vía de consejo, ya que consejo es lo que quieres. Creo que los jóvenes cubanos que sientan el fuego sagrado de la inspiración, deben cuidar mucho de no convertirlo en pálidos reflejos de lo que otros poetas han dicho con gran elevación y propiedad. ¿Quién no le ha versado a su madre, a su amada, al sol, a la luna, a las estrellas, a la primavera, a los ríos y a las flores? ¿Qué puedes tú añadir sobre estos temas que no se haya dicho ya mil veces? ¿Quieres saber si eres capaz de escribir versos? pues comienza por estudiar concienzudamente literatura y fija después tu imaginación y tu alma en Cuba, y muy particularmente en el Camagüey, en este rincón de tierra que nos dio la vida y que nadie, que yo sepa, a no ser nuestra Avellaneda, ha cantado dignamente hasta ahora.

Bosqueja los cuadros más bellos que tengas a la vista, con su colorido natural, saca sus indianas tradiciones del polvo del olvido, evoca sus más íntimos sufrimientos y sus más gratas esperanzas, copia la naturaleza que te rodea en su genuina sencillez, y así podrás acaso dar a tus composiciones cierta originalidad en el fondo y una forma esencialmente popular, que es a lo que hoy deben aspirar nuestros poetas.

Yo le escuchaba conmovido, mientras que él hacía pedazos poco a poco mi papel, sin parar la atención en que me estaba desgarrando el pecho. Que así queremos por más que lo encubramos, nuestras primeras producciones literarias.

Parece que al fin hubo de leer en mi semblante lo que yo sufría, y para consolarme añadió con acento más dulce: ¿Quieres oír otro consejo? Ve esta tarde al puente del Tínima, espera allí la caída del sol, pinta lo que observes, discurriendo por aquella sábana donde se alza la capilla de San Lázaro; entra en esa capilla, arrodíllate ante la tumba veneranda del apóstol del Camagüey y si algo viene entonces a tu corazón y a tus labios, escríbelo y consúltame. Así terminó aquella entrevista y yo salí de la Baronía decidido a seguir este consejo. Aquella misma tarde fui al puente del Tínima y sentado en sus pretiles tracé en mi cartera los versos que leí en la mañana siguiente al Lugareño mientras él apuraba con delicia una sabrosa taza de café. Asoma algo allí de lo que yo quería encontrar, exclamó al concluir mi lectura; pero es tan poco, que aún no me atrevo a decirte que publiques esta poesía, y eso que ni por casualidad aparecen en las columnas de nuestra Gaceta, versos escritos por hijos de esta tierra y para esta tierra que es lo que más deseo[1].

Sin embargo, añadió, consérvalos, que puede llegar la oportunidad de que los veas en letras de molde, y yo diré entonces, que es la primera composición de un muchacho. Y cuando tus estudios universitarios te lo consientan, si sientes la necesidad de departir con las Musas, no saliendo s del terreno que te he señalado y estudiando antes mucho una obra que voy a regalarte, realizarás acaso la noble aspiración que te anima. No quiero ser yo el que te desaliente.

El Lugareño sacó de su estante cinco libros: cuatro de éstos formaban las obras de Hugo Blair, que aún guardo, y el otro, las poesías de Heredia. Estudia estas obras y después podrás hacer versos a tu madre; pero no le digas únicamente lo que todos los hijos sentimos por la nuestra; acuérdate de la postrera impresión que te dejó, de su último beso, de algún rasgo de su vida, en fin, y trata sobre todo de pensar con tu cabeza, de sentir con tu alma y para nuestra tierra camagüeyana.

Mis primeros versos los que leí al Lugareño en aquella mañana, fueron posteriormente escogidos por mi buen amigo don Emilio Peyrellade para figurar en el primer aguinaldo que publicó, y son los mismos que me permito reproducir aquí, después de cuarenta y cinco años, como un recuerdo debido al varón justo que me los inspiró.

Tomado de Prosa de mis versos. Barcelona, Biblioteca de La Ilustración Cubana. Delclós y Bosch, impresores, 1887, pp.7-14.

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