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Emilio Agramonte

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Emilio Agramonte

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Honrar a la patria es una manera de pelear por ella, así como hacer algo que la deshonre es pelear contra ella. Ésta ha sido semana de triunfo para un cubano que en su vehemente pasión por el arte no ha hallado modo de olvidar el dolor de su país; para el que ya al mediar la vida conserva hacia su patria el amor filial con que las mujeres de su casa, en los días del sacrificio, vaciaron sus joyas en el tesoro de la revolución. y los hombres tenaces, a nado o poco menos, emprendían el camino de la guerra; para Emilio Agramonte, el artista consumado que, sin floreos ni comedias, ha logrado en el Norte la autoridad de quien ve, y hace ver, en las artes un culto. Se goza al ver alto en la tierra extranjera el nombre de nuestro país. Y a quien lo enaltece, a quien es fiel a su patria en la hora de la soledad, a quien desdeña, en la música como en la vida, la ornamentación y el revoque, se le debe afecto y agradecimiento.

A Emilio Agramonte tiene que venir a ver todo el caído que crea que nuestras tierras valen para poco; que tenemos que beberle el aliento a los rubios del mundo; que nuestro carácter es migaja y miel. El conoce al dedillo la música toda, y tiene eI don oculto de hallarle a cada nota la pasión, de tragedia o ternura, con que la dejó caer del alma el músico; saca el espíritu escondido de los versículos ambrosianos, la cantata normanda, la villanela medieval, el laudo corto, el recitado florentino, la sinfonía conceptuosa, la ópera triunfante. El levanta de Ia sombra el arte de Norteamérica, desdeñado en su propia nación, un arte que es todavía como un paisaje de crepúsculo, con más nocturnos que alegros.

Él, en su clase continua, su clase de profesores, recita, canta, explica, toca, compone a la vista del discípulo la ópera entera. Él, del trabajo del día que en su naturaleza privilegiada sólo es acicate para más trabajo, sale a la ciudad vecina a poner alma, en su gran clase de coros, a doscientas voces. Él, en lo alto de la noche, vuelve infatigable a la faena del día siguiente: al cantante que viene a pedirle, en su canto entrañable, el secreto del éxito; al Colegio de Música Metropolitano, a que da él carácter y vida; al ensayo de la Sociedad Coral de autores norteamericanos: porque es él, el extranjero de la isla, el que revive ha música original del país, la saca a luz en memorables fiestas, la estimula y solicita con premios. En pie atiende a todo esto, elocuente, afable, metódico, inspirado, pujante, sincero. Lo real y lo sentido le enamoran, y lo faho y gramático le exasperan. No antepone, como los griegos, el canto al acompañamiento; ni, como Rubinstein, prefiere el piano a la voz: voz y piano han de ir juntos, como la luz y la sombra: la música ha de crear, como en Haendel, ha de gemir, como en Verdi, ha de pintar, como en Mendelssohn. Cuanto estremece las entrañas, por el ajuste de la idea a la expresión, le seduce y se lo gana, sea oratorio romano o canción inglesa Para todo hay espacio en su vehemente corazón, y en su cabeza inquieta y voluminosa.

De dos fiestas ha sido persona principal en estos días Emilio Agramonte: de la que dio, sin más orquesta que su piano, el Colegio de Música Metropolitano, con un acto de la Safo y otro de Romeo y Meta, en que cantaron como maestras aquellas alumnas, y música de la más fina y creadora, música de conjunto, con Haydn y Spohr, de descripción, con Reinecke y Weil, de aire y juguete, con Mercadante y Cimarosa. La otra fiesta fue la que dio en su honor la Sociedad Coral de autores norteamericanos. Y allí era de verlo, en toda su fuerza y sencillez. Entra a paso menudo, como si no viese al público que lo aplaude: su música es lo que le interesa: que el mundo se eleve e ilumine por la pasión y delicadeza de la música. En el piano, es el jinete que le acaricia el lomo a su corcel, el orador que bulle, el general que manda. Rompe a tocar, y la mano pequeña es como magia que va evocando al aire tesoros de melodías. Que la música se salve es su primer objeto, que el piano generoso guíe y proteja al cantante que acompaña: y de no querer parecer él primero, sucede como siempre, que acaba por serlo: la voz más seductora no desluce la abnegación y sabiduría de aquel acompañamiento. El lleva le melodía, como un hilo de oro; cada nota titila, o corta, o impera, según sea su oficio; la música va coloreándose en manos de Agramonte como en una pintura: recoge, con soberbia ciencia, las frases arremolinadas. Comenta aquella manera de tocar: se ve clara, en su tortura o en su aurora, el alma del compositor: alza el brazo imponente, al culminar el coro arrebatado: exhala la pasión del alma en las notas de fuego o de dolor.

Y al oír los aplausos que premian el mérito modesto y extraordinario de este cubano organizador, de este cubano enérgico y activo; al ver su obra varia y pertinaz que en todo revela la fuerza y el orden de las concepciones grandes y de carácter de nación; al asistir al triunfo laborioso, en el pueblo que goza fama por sumo y ejemplar, del criollo desterrado que a todos admira por su arte fino y profundo, su trabajo incansable, y su facultad de combinar los más difíciles elementos artísticos en empresas de magno y ordenado conjunto, —avísase el anhelo de conquistar al fin la patria justa y libre donde pueda volar sin trabas el genio de sus hijos.

Publicado en Patria, New York, No.8, 30 de abril de 1892, p.2.
Tomado de Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t.5, pp.307-309.

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