Mi bisabuela Mina era diminuta, como si el tiempo no sólo la hubiera arrugado sino también encogido. No era mucho más alta que los arbustos de jazmín y los rosales que cuidaba en el jardín de su casita cercana a la Quinta. Como las pasas que regaba generosamente en nuestro arroz con leche, oloroso a canela y clavos, su cuerpo arrugado estaba lleno de dulzura.
Cuando no estaba en la cocina o en el jardín, se sentaba en un balance a coser. En sus manos, los retazos de tela se convertían en sábanas de gato, colchas multicolores de varios tamaños. Las mayores eran regalos de boda para sus muchas bisnietas; las pequeñas, regalos de bienvenida para sus nuevos tataranietos.
Pero los mejores retazos los guardaba para sus muñecas. Cuando la luz dejó sus ojos y sus pupilas se cubrieron con una gasa gris, empezó a pasar menos tiempo en la cocina y en el jardín. Como no podía ver para coser los trocitos de tela, tuvo que dejar de hacer colchas y en cambio empezó a tejer a croché. Pero su ceguera no le impidió seguir haciendo muñecas de trapo. Sus dedos, que habían creado muñecas por tanto tiempo, eran capaces de formar las cabezas, de trenzar la lana para el pelo, de crear el cuerpo y los brazos.
Como ella no podía ver los colores, yo la ayudaba a separar los verdes y los azules y rojos que se convertirían en las largas faldas y los brillantes pañuelos en las cabezas.
Me preguntaba:
—¿Este trozo aterciopelado es negro? ¿Me puedes encontrar uno de un hermoso color café?, ¿chocolate cremoso?, ¿de color de almendra tostada?, ¿canela brillante?
Y así, las muñecas recibían caras que recordaban las de los niños de la vecindad.
Una vez a la semana, su hermana Genoveva venía a visitarla desde La Vigía, al otro lado de la ciudad, y en cada muñeca bordaba los oscuros ojos redondos, los labios, los dos puntos que hacían la nariz.
Las muñecas se sentaban en el alféizar de la ventana, cuatro, cinco, seis a la vez. Las niñas que pasaban por la calle, algunas cargadas con latas de agua que sus madres necesitaban para lavar la ropa, otras cargadas con sacos de carbón de leña para cocinar, y halando a un hermanito o hermanita de la mano, echaban un vistazo a la ventana para ver si las muñecas habían cambiado desde la semana anterior. O quizá, por la tarde, libres ya de tareas, saltando en un pie o brincando una cuerda desgastada, miraban hacia la ventana y sonreían.
Cada vez que se acercaba un cumpleaños, las madres llegaban a tocar la puerta de Mina, trayendo en las manos un raído pañuelito con monedas atadas en una esquina.
—¿Cuánto vale la de la falda roja? —preguntaban—. Y, ¿cuánto vale la bonita de las trenzas?
Encogida en su balance, mi bisabuela, ciega, sabía. Sabía cuándo decir veinticinco centavos, treinta, cuarenta, para reconocer la dignidad de la mujer, para darle la alegría de dar.
También sabía cuándo decir: “Me encantaría que Marisa la tuviera. Va a cumplir los siete, ¿no es cierto? y entregársela a la madre diciendo: —Basta con que me guarde unos retazos; ya haré otra”.
Algunas veces, una madre joven, gastada por las largas horas de lavar ropa y hervirlas bajo el sol, de cocinar en fogones hechos con latones de manteca vacíos, llegaba a casa de mi bisabuela, diciendo solamente:
—Le traje unas naranjas, o mangos, o un poco de berro.
Y mi bisabuela cerraba sus ojos ciegos por un momento, concentrándose, antes de decir:
—Ah, sí, Manuelita va a cumplir pronto los cinco, ¿verdad? Ya va siendo hora de que tenga su propia muñeca, ¿no es cierto? ¿Ves alguna que te gusta?
La madre levantaría su mano para cubrirse con vergüenza la sonrisa desdentada. Y la muñeca dejaría su lugar en el alféizar de la ventana, y se iría envuelta en el mismo trozo de periódico que antes cubría la ofrenda dorada, roja o verde.
Tomado de Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Ilustraciones de Edel Rodríguez y Antonio Martorell. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp.70-73.