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Igualdad en la legislación sobre el adulterio

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Igualdad en la legislación sobre el adulterio

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Señora presidenta, compañeras y compañeros:

Así como a veces bastan las simples notas de un arpegio para despertar en nosotros el recuerdo integro de una melodía con todos los detalles y circunstancias que la acompañaron, a mí me bastó leer uno de los tópicos que figuran en el bello temario de este Primer Congreso Nacional de Mujeres, el que se refiere a la necesidad de equiparar las disposiciones del Código Penal sobre el adulterio, modificando, esencialmente su artículo 487, para que resurgiesen en mi espíritu, con toda la fuerza que originalmente tuvieron, los sentimientos que la injusticia de ese precepto, ancestral y arcaico, bárbaro y vergonzoso para una sociedad que se tiene por moderna y civilizada; hiciera brotar en mi corazón en aquellos tiempos hermosos y que tan lejanos me parecen ya, que tienen para mi alma el mágico prestigio, el encanto inexplicable de todo lo que fue… Me refiero a mis días de estudiante.

Y, con el recuerdo luminoso de aquellos días de turbulencias y zozobras juveniles, surgió también el recuerdo imborrable del grande hombre, del espíritu de selección, del amado maestro, de nuestro inolvidable Dr. Lanuza, cuando comentaba aquel artículo con su absoluto dominio de la ciencia penal, inspirándose en un verdadero concepto del honor, y sobre todo, en su profundo conocimiento del corazón humano.

Me parecía verlo de nuevo —para tristeza nuestra sólo con los ojos del alma— prodigando desde su cátedra los regalos de su talento y de su bondad inagotables, y me parecía de nuevo oírlo glosar con amargura toda la tremenda injusticia de ese precepto, indigno de figurar en un Código que se basase en la igualdad y en la justicia, pues, para él, dentro del orden verdadero y racional de las cosas, no sólo no debían existir diferencias de ninguna clase entre las pasiones de los seres humanos, cualesquiera que fuese su sexo, fundándose en el régimen social establecido, Ilegaba hasta conceder que, en caso de desigualdad, la ventaja —de existir alguna— debía darse a las mujeres, ya que para éstas, por las circunstancias de nuestra organización social, por el medio en que se desenvuelven, por la educación que reciben y por sus condiciones psicológicas, el amor es casi siempre único y a él consagran su vida entera, en tanto que el hombre, diversificando su amor, dividiéndolo, libando de flor en flor cual mariposa inconsciente, disminuye la intensidad de sus pasiones.

El artículo 437 de nuestro Código Penal señala pena de destierro al marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer, matare en el acto a ella o al adúltero o les causare alguna lesión grave, etc.

Este artículo, que más parece la huella vetusta y anacrónica del antiguo derecho romano, de aquel derecho en que el matrimonio se contraía por coemptio, es decir, por una venta figurada de la mujer al marido, venta que realizaban el padre o el tutor, y en que la mujer in manus era una cosa, una propiedad del marido, como lo eran los hijos de sus padres, subsiste entre nosotros como un borrén y para vergüenza de nuestros tiempos, puesto que él —dejando ahora de lado las irritantes desigualdades que establece en el orden moral y en el penal— autoriza al marido que se sienta agraviado a erigirse en juez de su propia causa, a llegar al crimen con toda la premeditación, con toda la perversidad, con todo el ensañamiento de que sea capaz, eximiéndolo de las consecuencias de su crimen, ya que el destierro, aunque en el mismo Código se encuentre catalogado entre sus penas, no lo es en realidad.

Y tan enorme injusticia se permite para castigar un delito de perjurio, que parece ser el único posible en los casos de adulterio, si aceptamos el verdadero concepto que de contrato civil ha dado al matrimonio la Ley del Divorcio, delito del que casi siempre el supuesto perjudicado viene a ser, a poco que ahondemos, el provocador y el único responsable.

¿Qué ideas, de uno u otro orden, han informado el fondo moral y el legal de este artículo? ¿La defensa del honor ultrajado? Podrá ser un concepto muy masculino —que a mí se me antoja por demás equivocado— el pensar que una mancha en el honor se borra con un crimen, siendo un honor muy especial, muy sui géneris, aquel que hacemos depender más de los actos de los demás que de nuestros propios actos.

Hay quienes piensan que este artículo obedece a las distintas consecuencias naturales que ofrecen el adulterio de la mujer y el del marido, puesto que el de aquélla trae al hogar hijos extraños, mientras que el del hombre no, y este argumento, que a primera vista pudiera parecer de una fuerza incontrastable, cae también por su base a poco que analicemos. Yo entiendo que problemas de tanta trascendencia como los que ofrece un Código Penal, que ha de regir para todos, no deben plantearse y resolverse desde el punto de vista individual, sino considerándolos con relación al medio social, a la colectividad Hamada a regirse por sus preceptos y, ya colocados en este orden de cosas, yo pregunto: ¿a la colectividad, al conglomerado social, no afecta tanto el adulterio de la mujer como el del hombre? Si el de aquella trae al hogar hijos extraños, el del hombre no Ileva a ese otro hogar hijos que no corresponderían a él y el resultado, a fin de cuentas, ¿no es idéntico para la sociedad?

En el aspecto jurídico, me parece que este artículo ha tomado por base el arrebato y la obcecación que necesariamente han de producirse en todo aquel que sorprende ciertas escenas dolorosas, trastornos mentales que el legislador juzgó tan fuertes en estos casos que bien merecían elevar la atenuante que generalmente producen a la categoría de una eximente casi completa, como la que encontramos en el artículo que vengo analizando.

Un Código Penal que no descanse en la naturaleza misma de las cosas carece por completo de base y solidez para sostenerse y yo entiendo, no sé si con razón o equivocadamente, que en los delitos de adulterio no son las reglas de derecho ni las penalidades en que pudiera incurrirse las que detienen a los individuos al borde de la delincuencia: no es sobre la ley sino sobre el amor y las condiciones individuales de los cónyuges sobre lo que han de crearse los hogares modelos, ya que no. hay precepto ni pena algunos suficientes a impedir que las pobres mujeres a quienes los propios hombres empujan con su proceder y con sus abandonos, que esas pobres huérfanas del amor, naufragas de] matrimonio, vayan a buscar en otro corazón lo que no supo o no quiso darles aquel que eligieron como el compañero inseparable de su propio corazón.

Si no hay ya amor entre los cónyuges, como lo demuestra el hecho mismo del adulterio, ¿qué arrebato ni qué obcecación puede producir un sentimiento que ya no existe, una pasión extinguida por completo? Por el contrario, si el amor subsiste, siquiera en uno solo de los seres que forman la unión matrimonial, ¿por qué razones, morales o jurídicas, qué consideraciones han sido lo bastante poderosas para conceder que un hombre, en determinadas circunstancias, pueda arrebatarse y cegarse de tal modo que se encuentre exento de responsabilidad y no conceda la misma eximente a la mujer que, colocada en idénticas circunstancias, obra de igual forma…?

Además, yo entiendo que ningún cuerpo legal, de los muchos que constituyen la legislación de un país, puede confeccionarse o considerarse aisladamente, como una unidad distinta e independiente, porque con ello nos exponemos a encontrarnos —como entre nosotros ocurre por desgracia con harta frecuencia— con preceptos contradictorios y excluyentes el uno del otro.

Mujer detenida, ca.1911 
Cortesía de Pável Alberto García

En un país como el nuestro, después que una revolución redentora destruyó el vetusto y carcomido edificio del antiguo régimen, aceptando la majestad augusta de los tres principios de libertad, igualdad y fraternidad ya proclamados por la gran Revolución Francesa y en los que se han inspirado casi todas las constituciones modernas, no podemos sostener en nuestro Código un artículo basado única y exclusivamente en el bastardo egoísmo masculino y que viene a ser como el público y legal reconocimiento de un antiguo derecho feudal en una época, como es o debe ser la nuestra, de libertad y progreso.

Y si nuestra Constitución establece, como hermoso principio igualitario, que la República no reconoce fueros ni privilegios personales, ¿no es éste un privilegio especial que se concede al hombre por el mero hecho de ser hombre? ¿Pueden subsistir a la vez, sin que se excluyan y anulen recíprocamente, el artículo igualitario de la Constitución y el artículo unilateral del Código…? Entiendo que no, pues, si bien pudiera aducírseme que este artículo no establece un privilegio personal sino un privilegio de clases, extendido a un gran número de individuos, desde el momento en que no se concede por igual a todos los que se encuentren en identidad de casos y circunstancias, es innegable que constituye un privilegio, un beneficio, como lo proclama la letra misma de dicho artículo, sin que para ello sea dbice el número mayor o menor de individuos a quienes se conceda. Sera un privilegio de clase, si se quiere, pero privilegio al fin.

Considerando este precepto con relación a la pena de muerte, vemos que esta pena se encuentra sólo como una reliquia histérica, sin valor practico alguno cuando ha de aplicarse por nuestros tribunales de justicia, por el Estado, en una palabra, y que, por el contrario, se le concede plena virtualidad, plena existencia en el artículo 437 de nuestro Código Penal desde el momento en que se permite a una parte interesada aplicarla al culpable de un delito de adulterio, sin más juez que su propia conciencia, sin más enjuiciamiento que el que se derive de un corazón más o menos arrebatado, de pasiones que pueden ser nobles pero que también pueden ser con exceso bastardas, concediéndose a la vez a esa parte la facultad de ejecutar la pena por sí misma.

Pasando ahora al aspecto moral del asunto, veríamos que la mujer, en general, va al matrimonio llena de amor y llena de fe en el compañero que eligiera, en quien depositó su confianza y a quien dio, con su amor, lo más puro y más bello de su alma y de su vida. ¿Qué causas transforman en traidora aquella alma que tan limpia y diáfana se dio? Unas veces el responsable es el marido; otras, nuestro ambiente social.

El marido, que con su desvío y sus vulgaridades va matando, lenta o violentamente, aquel amor, aquella fe, haciendo imposibles las ilusiones que la mujer llevara al matrimonio, y entonces ella, desencantada y dolorida ante el naufragio de su vida, se desespera y sufre e inconscientemente toma un poco de la despreocupación, del egoísmo positivista de su compañero, 0, sedienta de afecto y de ternura, como una esponja seca, su corazón de mujer siente necesidad de ser amada y compadecida y esté en condiciones de escuchar al primer Don Juan que, dándose cuenta de aquel momento propicio, se pinta como el tipo ideal, el alma gemela de aquella que encontró, “para desgracia de ambos”, demasiado tarde.

Y aquella alma buena, aquel panal cuyas celdillas llenaron los albores de la vida de las mieles más exquisitas y más puras —como dijera la Mariana de Echegaray— son el hombre y la vida los que lo exprimen hasta dejarlo vacío para llenarlo luego con el amargo sabor del dolor y el desencanto y, como si esto no fuese bastante, todavía pedimos al panal exprimido que nos siga brindando las dulzuras de sus mieles.

En otros casos el adulterio es el resultado de nuestro medio, del afán inmoderado de lujo que nos ha invadido y al que tantas veces llegamos, con frivolidad inexplicable, a sacrificar todo lo noble y grande de la vida y que nos empuja precipitadamente al abismo, llevando al marido a ser encubridor, coautor o consentidor de defraudaciones y transacciones que su conciencia rechaza; a la mujer, a olvidarse de todo, a vender lo más puro y hermoso de sí misma para poder alternar en una sociedad que no está al alcance de sus recursos y que no merece ni puede merecer la oblación de una vida limpia y de un alma pura, que sepultada y ahogada en el lodo de ese lujo mal adquirido, no podrá ya volver a vivir la vida sencilla y honesta de la abnegación y la virtud.

Tales son las causas y en ellas no podemos decir que la mujer deba soportar el peso de la mayor responsabilidad, que es del hombre y del medio, porque su única culpa consiste en la inconsciencia de sí misma, en ignorar que las flores del invernadero no pueden vivir bajo todos los climas y que hay pétalos en cuya albura deja indefectiblemente su huella el gusano que en ellos se posara.

Así vemos el adulterio en cuanto a la mujer. Con relación al hombre, éste es adúltero no por necesidad de su corazón ni porque circunstancias del medio lo empujen a ese delito que, aunque no descrito ni penado por nuestro Código, delito es, ya que dentro de derecho el mismo hecho y las mismas circunstancias —sólo con cambiar el sujeto— no pueden ser y dejar de ser delito al mismo tiempo.

El hombre, decía, no llega a ese delito más que por instinto, por hábito, por la acepción errada que tiene del matrimonio, el que estima le da el derecho de adquirir una propiedad exclusiva sin que esa adquisición implique para él el deber de sacrificarle nada de su propia vida ni de su propia alma, y así nos hemos acostumbrado a mirar ese adulterio con absoluta indiferencia, como algo lógico y natural, sin detenernos a meditar un segundo sobre los efectos que esa poligamia del hombre produce en su hogar, en el que desempeña en muchos casos el papel de vehículo de cientos de enfermedades que, cual triste patrimonio, trasmite a sus hijos.

Consideremos ahora el estado psicológico de la mujer que, con ojos asombrados, contempla por primera vez la infidelidad de su marido. ¿No tiene esa mujer, como todo ser humano, derecho a tener sentimientos, honor —o es que el honor es patrimonio exclusivo del sexo masculino—, dignidad, corazón, derechos de ninguna clase? Si recordamos que cada derecho es la compensación de un deber y medimos la enormidad de los deberes que la mujer adquiere por el matrimonio, tenemos que pensar, no sólo que también tiene derechos, sino que éstos, como aquéllos, debieran ser ilimitados.

Sin embargo, nuestro Código Penal, además de negarle todo esto, llega a negarle hasta esa atenuación —que este artículo convierte en una verdadera exención— del arrebato y obcecación que concede al hombre al condenarle a destierro porque, si ella mata en las mismas condiciones y por las mismas causas —podéis asombraros, señoras congresistas—, será responsable del delito de parricidio, al que nuestro Código señala la pena de cadena perpetua a muerte (cadena perpetua que se convierte en reclusión perpetua, cuando el delito ha sido cometido por una mujer).

Es necesario que se modifique sin tardanza esa incalificable diferencia, ese abuso denigrante que establece el Código y que es tan infamante para nosotras como para aquéllos que aún lo sostienen vigente, y que se incluye a la mujer en esa especie de eximente —si es que se quiere conservar el artículo con su sanción tan benigna—, como también es necesario que se modifique a la vez el artículo 447, en el que, por el contrario, el hombre debe ser incluido, ya que es algo que exige nuestra dignidad, nuestro honor, ese honor que se nos niega y se nos reconoce a un tiempo mismo: que se nos niega cuando no se acepta que sea ultrajado por el-adulterio del marido y que se nos reconoce cuando se nos hace depositarias del que se quiere conservar incólume.

Si lográis la modificación de este artículo en los términos de humanidad y de igualdad que acabo de esbozar tendréis una nueva gema que añadir —y no la menos rica— a la hermosa diadema que con vuestra labor constante habéis ceñido a vuestras frentes.

Discusión:

La Sra. Zaldívar hace la declaración, de que esté conforme en todo, menos en que la pena sea leve, hace una demostración del delito y se declara partidaria de un castigo severo para uno y otro sexo.

Participantes en el Congreso Nacional de Mujeres visitan el asilo Truffin.


Tomado de 
Memoria del Primer Congreso Nacional de Mujeres organizado por la Federación Nacional de Asociaciones Femeninas, La Habana, Abril 1ro al 7, 1923, pp.338-344.

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