La muerte puede llamarse César apuñalado y exangüe,
pero es también el amable faisán decorativo y degollado
que murió para presidir la alegría prometedora de esta noche. Es
el perro municipal babeando su estricnina,
que agoniza en la calle rodeado de muchachos. Es
Sócrates rodeado de discípulos. Es
Shelley exánime yacente sobre la arena
húmeda por la última onda fugitiva. Es
el mamut archimilenario
inmóvil y exhibido en su vitrina siberiana de hielo
inmemorial.
Comemos muerte cada día,
y la muerte nos roe cada noche.
Los poetas, los filósofos
gritan: “Muerte, muerte” —la de ellos.