La muerte puede llamarse César apuñalado y exangüe,
pero es también el amable faisán decorativo y degollado
que murió para presidir la alegría prometedora de esta noche. Es
el perro municipal babeando su estricnina,
que agoniza en la calle rodeado de muchachos. Es
Sócrates rodeado de discípulos. Es
Shelley exánime yacente sobre la arena
húmeda por la última onda fugitiva. Es
el mamut archimilenario
inmóvil y exhibido en su vitrina siberiana de hielo
inmemorial.
Comemos muerte cada día,
y la muerte nos roe cada noche.
Los poetas, los filósofos
gritan: “Muerte, muerte” —la de ellos.
El buey desamparado
que se disuelve en sangre torrencial
con el brazo del matarife
revolviéndole el pecho, y un dolor
más fuerte que todas las anginas,
¿no es muerte pues?
Quizás la res no sepa nada, pero
¿conoces tú la crispatura de rabia y de impotencia
que hay en un menú?
Saquemos, pongamos en claro nuestras cuentas.
Repartamos la muerte en todo su tamaño:
del cóndor a la abeja,
del ciervo perseguido y asesinado
al niño que se ahogó en un estanque;
desde el poeta y el filósofo
que gritan: “Muerte, muerte”
(la de ellos)
hasta los que mueren sin saber
qué les sucede, qué les pasa,
qué va a ocurrirles, y ni preguntan
si eso es realmente muerte,
si así es como se muere.
Tomado de Obra poética. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2002, t.II, pp.234-235,
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