“No estás solo, General de tres guerras, hombre entre hombres”.
Pican las lechuzas mensajeras y dejan caer yerbas sagradas sobre el carromato: cañasanta, pata de gallina y anamú. Ellas refrescan los surcos de mi piel, las huellas de incontables batallas, de las interminables marchas y contramarchas de mi destino.
Oigo relámpagos. El carromato se envuelve en capas de viento y nubes. Nsasi, dios del trueno y las tormentas, grita a los cuatro vientos, al cielo encapotado:
“Soy el más poderoso, después de mi padre Sambia. No te dejaré solo, guerrero intemporal, conquistador y rebelde, eres cañón, machete y cuchillo. Ya no existirá patriotismo dormido y reanimarás en tu propia tierra tu linaje espiritual y mambí. Con mi nganga dirijo tu camino, guiado por dos carneros blancos con frentes de hierro, los poderes de su vista en actitud de desafío, golpeando la tierra a cada paso, implorando la clemencia de la pesada carga de la historia, mientras mis gallos místicos cantan para que las heroínas te reciban envueltas en sus mantos de amarguras.”
Y con el silbido estridente del viento que penetra por las rendijas y lacera mi corazón, con esa ausencia de sol en el reino de los espíritus, de los muertos, surgen, a todo lo largo y ancho de estas calles maceradas con la sangre que enluta todos los rincones de nuestra tierra, mujeres, mujeres con ropas raídas, con el rojo bermellón de sus heridas abiertas nunca cerradas. Van envueltas en la bandera cubana, llevan el machete desenvainado o el fusil en sus manos delicadas, mujeres negras, blancas, chinas, indias, mujeres cubanas susurrando su vida con voces del espacio, vidas sacrificadas, mambisas, laborantes, emigrantes, capitanas, combatientes. Vibrantes de amor patrio, llevan con ellas palomas blancas que aprietan contra sus pechos para que no salgan volando; cada paloma es el alma de una mujer inmolada y sin nombre.
Mis viejecitas queridas Dominga, Mariana, Manana y María, cubren mi rostro con pétalos de rosas. Conocen mi historia, la historia silenciada, y Rosa La Bayamesa pasa sus yerbas por mi cuerpo, que revive la nostalgia, y me da la miel ricamente endulzada de sus colmenas. Ellas defienden la eternidad ante la visión de la gloria, borrando las contradicciones de los paisajes mudos y de la palabra humana.
Mi piel vive, es mi ser de sombra y luz esperanzado; las mujeres me saludan, las mujeres con cárceles en las manos, vejaciones en los ojos, con sangre entre las sangres, todas mezcladas, estas mujeres con vida entre los misterios de la muerte:
—General Bandera, general de mil guerras, desde aquí te acompañaremos con la sonrisa en los labios. Estas sangres que corren como ríos de montaña, caudalosas en su cauce, son venas de nuestra tierra cubana. Nos atan al horizonte del mañana inseguro, fugaz, un futuro aullado de la Patria atormentada.
Del Manzanillo de 1868, con sus grandes ojos fulgurantes, Candelaria Acosta, Cambula, alza la bandera de la Demajagua con su puño en alto indicando violencia libertaria. Un hermoso caballo agita sus crines de plata, caracolea sobre las yerbas mojadas: es Canducha Figueredo, la Abanderada, quien, con su padre Perucho, recorre la tierra adorada. De fondo oímos el himno de nuestras ansias, los disparos abren grietas en las casas. Todas se cuadran ante Céspedes, el General ultrajado: Amelia Montero, Isabel, Ana, Inés Jerez y el coro juvenil proclama que “morir por la Patria es vivir”.
La coronela Juana Arias luce sus estrellas que brillan a la alborada, pelea mano a mano con el machete ensangrentado en diferentes batallas:
—Las Guásimas, donde corrí las montañas y extensa sabana, donde revolví mis entrañas bajo las guásimas y las siguas. Fui aplastada por una ceiba, allá en el monte bravío.
Carmen Cancino está entre nosotros, le llaman “la negra”. Aprisiona entre sus manos la paloma de su tristeza. Avanza hacia mí con sus arrías de mulas, que corren al encuentro de la Sierra. Fue correo para Carlos Manuel: ropas, alimentos, armas. Ella es manzanillera al igual que su hermana Manuela y ambas permanecieron en el campo insurrecto durante diez años. Manuela Cancino, casada con Pablo Beola, conocida como la Hija de Yara en las letras cubanas.
—General, aquí estamos para hacerle compaña en sus avatares de guerra que son canto del mañana. Mientras La Lechuza gime de dolor traspasado, nosotras levantamos el machete paraguayo porque somos firmes y conscientes de nuestro amor a la Patria.
Me habla la holguinera Juana de la Torre:
—No se detenga el estampido del cañón; perezca yo bajo las ruinas de este edificio y sálvese la Patria.
Mujer que proclama una frase lapidaria, encerrada con 65 criminales en una jaula de la prisión pública del edificio La Periquera. Por sus siete balcones, fue llamado palomar y palomos sus ocupantes, ahora es cárcel que va a incubar humillantes presiones para traicionar, pero anida su orgullo de patriota oriental.
—¡Somos así!, General de las guerras y General en la paz. Aquí estamos para acompañarlo en su viaje final.
Veo una mujer con sus ropas raídas, sangre y más sangre encharca las paredes de la aurora. Es la triste historia repetida de españoles y voluntarios que saciaron en su cuerpo el odio descontrolado.
—Me llamo Adriana del Castillo, fui víctima de feroces voluntarios en Bayamo y mi honra fue violada. Hoy me alzo junto a usted para enarbolar la bandera de los muertos y de los vivos.
Con ropas permeadas de salitre y las olas rompiendo las caracolas en sus pies firmes, heridos, camina por la costa Mercedes Tamarit, recogiendo municiones y todo lo que pudiera servir para la causa libertadora, para los perseguidos cubanos envueltos en la noche del mañana.
Se multiplican las mujeres perforadas por la muerte. Temprano fue para ellas, sus ansias ruedan por el suelo. Estas mujeres que vi fatigadas, exhaustas, como fantasmas caminando en la manigua, sin quejas de hambre o susto, levantan sus manos con hierros, machetes, sedientas de libertad. Mis ojos se llenan de lágrimas, mis ojos amarillos proyectan mi corazón herido: son ejemplo de la lucha, son ejemplo de la mujer cubana.
Todas vienen con palomas que aprietan su alma: general Bandera, ¿quién ha traicionado sus estrellas? ¿Quién vistió de luto su charretera?
II
—Fuimos sacadas de Las Tunas en un ataque de metales y fuego candentes, por el coronel español Velasco ante un ataque insurrecto. Yo era joven, como las esposas, hijas, hermanas de los que atacaban. Mi nombre, General, es Mercedes Varona y les grito al aire de la injusticia, del humo y chasquidos de las hojas al vuelo: ¡Fuego! ¡Cubanos! ¡No hagáis caso de nosotras, lo que queremos es morir! En mi cuerpo se tejen las balas que troncharon mi adolescencia. Cúbreme con tus yerbas, Rosa la Bayamesa, calma mi espíritu que no se corrompe con la gloria de mi destino. Sucios de sangre y vergüenza me enterraron en Las Arenas y en un papel sobre la tierra quedó escrito: “Es la única baja que ustedes hicieron; cobardes, que se agarran con las garras del vencido”.
Yo pienso en lo que dijo Martí de estas mujeres, imbricadas en el tronco de las ceibas, en sus poderosas raíces y sus vigorosas ramas: que van criando a sus hijos, al paso de los combates, en la cuna de sus brazos. Mariana Grajales me mira en silencio, enjuga el llanto en sus ojos, su corazón se revuelve, sus manos acarician las mías que tiemblan de impotencia; Dominga me susurra en su tierna voz ausente: “Es la Patria que nace relampagueando las esperanzas del mañana”. Buscando la luz en los ojos y el cuerpo traspasado María Cabrales me limpia con imágenes del alma, ardiente y valerosa la mujer de mi compadre.
Bernarda Toro, Manana, que une su vida a nuestra tierra cubana, acompaña a sus hijos, los hijos de nuestra Patria desgarrada, acaricia con sus dedos el rictus de mi cuerpo lacerado. Todas son palomas ofendidas ante la historia silenciada. Entre sus manos estruja la carta enviada por Panchito, su hijo querido, desde la manigua intrincada: “Mamá, cuando le he dicho que la voy a dejar, la he visto conforme y resignada, entiendo que ese es mi gozo mayor: ir a la guerra; pero se ha puesto a aprender a torcer tabacos»... y lee a todas las mujeres que la escuchan con emoción, madres de esta Isla, hermanas, novias, que exasperadas proclaman sus ansias libertarias: “Me siento, papá, muy pequeño; hasta que no haya dado la cara a la pólvora y a la muerte no me creeré hombre. El mérito no puede heredarse, hay que ganarlo”.
—Es el hijo de mis entrañas, no tiene 20 años —dice Manana—. Máximo Gómez es su padre y ejemplo.
Este camino que recorro por las calles de La Habana, fatal en la vida, encuentros de cubanas, mujeres que alimentan la esperanza del mañana, la libertad que alcanzamos bajo el fuego y la metralla es como la luz que ciega ante la injusticia humana, estas mujeres hechas del hierro con el cual se forjó nuestra patria.
—Yo soy Matilde Íñiguez, patriota de mi desgarramiento. Cuando vi el cadáver de mi hijo Manuel llevado por el enemigo, alcé mi voz con orgullo al no verlo prisionero. “Gracias te doy Dios mío, al permitirme verlo así y no prisionero del enemigo”.
—Yo soy Lucía Íñiguez, la desterrada de Holguín. A mi hijo Calixto García lo acompañé a la manigua y al exilio, donde hice azarosas gestiones para que pudiera volver al escenario de sus batallas. Compartí y siempre confié en la dignidad de mi hijo y cuando me llegó la noticia de que había intentado suicidarse para no caer en manos enemigas, exclamé: “ése sí es mi hijo”. General Bandera, a mí me llamaban “la madre de los estudiantes cubanos”, porque los instaba al combate por nuestra tierra cubana. Y como todas las que me acompañan hoy, también aprisiono contra mi pecho el símbolo de la paz, la paloma blanca.
Y en mi cajón de madera, mi cuerpo lacerado, las tiras de pellejo saltan y se mueven contrastando la alborada. Emocionado de tanto amor de mujeres de nuestra tierra amada, lloro y sonrío a la vez, rodeado de tantas manos que revolotean sobre mí con sus mensajes generosos e inagotables. Son las venas de la tierra, ríos de sangre cubana.
Ana de Quesada, Amalia Simoni y Ana Betancourt, agentes revolucionarias, hijas del Camagüey legendario, cuna del machete Collins y de la caballada, avanzan hacia mí con la sonrisa de la esperanza. Me cubren con la bandera cubana y explotan los colores: rojo de fuego y sangre, azul de cielo límpido y blanco del mañana.
—General Bandera, ordene. Yo soy Luz Palomares, prisionera y desterrada. La guerrilla de Tizón masacró a mi madre y hermanos. Me gané los grados de Capitana del Ejército Libertador y soy veterana de tres guerras. De mi corazón brota el mensaje combatiente, entre mis manos aletea la paloma de mi alma. General Bandera, orgullo de su raza, tenga en mí un ejemplo de la mujer cubana.
El carromato gime bajo el peso mortal, las ruedas cantan en su rodar, la tenue luz se filtra para anunciar que se acerca la tierra donde descansaré la zozobra de esta vida que el reloj no quiere parar; las mujeres cantan y susurran cerrando filas, pétalos de flores rodean el cajón, y la sangre cubre las calles de la pasión de la historia solitaria de nuestra nación. Yo, general de tres guerras, de telarañas estoy preso, por confiar en un Tomasico que, lleno de soberbia, me mandó a matar, pero mis estrellas brillan y no se pueden opacar.
Al general Bandera no lo van a atropellar, las mujeres cubren con su manto de lealtad este cuerpo maltrecho que van a enterrar.
—Yo soy una mujer que deambula en la manigua insurrecta. Mi nombre es Concha Agramonte, prisionera de descargas enemigas con mis pequeños niños, allá en los montes de Najasa. Sufrí atropellos, logré embarcar al norte, luego, cuando el Zanjón, regresé con mis cinco hijos, que se alzaron con la revolución.
María Aguilar interrumpe nuestra conversación. Muy joven fue desterrada a Chafarinas, islas de tradición, por donde pasaron cubanos de toda condición.
—Regresé por indulto y me consagré a mi Patria adorada con abnegación. Mire las heridas de combate que honran mi entereza como escudos contra balas traicioneras. Fui enfermera, conspiradora, combatiente y prisionera. Aquí me tiene, General, en mis ideales estoy presa.
En la lejanía se oyen las risas de niños, ajenos a esta crudeza, estas criaturas son abejas en los panales de nuestro suelo.
El llanto cae sobre nosotros, humedece la tierra aplastando el polvo. La Bruja se me une, me acompaña en silencio, quién sabe si presagiando su futuro incierto. Miro sus ojos huidizos, su pelo cano, ellos me narran su juventud marchita con la que paró relojes del tiempo pasado y es ahora un reloj roto, desplomado. No se ríe a carcajadas desafiando el firmamento, porque flechas y espinas la traspasan, pero las ansias de justicia las lleva en su corazón abierto. Has estado conmigo, mujer de guerras internas, recorriste mi vida en la biblia de mi entierro, quiero que conozcas a las mujeres combatientes, las sagradas mujeres de nuestra tierra, mujeres indias, blancas, negras y chinas bebiendo sed de justicia, mujeres que escriben páginas gloriosas del fusil, del machete y de la tea, que incendiaron sus corazones, abrieron sus brazos y dijeron ¡basta!... No pudieron parar sus pies pisando el fango en el cruce de los ríos, ni las escarpadas montañas; bebieron su sudor en el calor sofocante, enterraron a sus hijos, a sus hermanos, a sus amantes, curaron heridos en descargas de sangre y clamaron: ¡basta!
Arrullo de palomas, canto de inocencias, escucho atento desde mi alma enhiesta: las plumas y las alas me recuerdan el trepidar de los cascos en la tierra seca, el machete chirriando, rompiendo airoso la victoria de nuestras huestes en contramarchas forzosas. Quédate Bruja, conmigo en esta cárcel, para que tengas el ejemplo de tu mañana.
Retrato de Rosa, La Bayamesa, aparecido en El Fígaro.
III
Desde el carromato La Lechuza, con los susurros de las maderas que se retuercen, chillan, se estremecen, se oye la voz de una mujer, mujer cubana y mambisa, que canta:
Mi general:
Cuando muera, no me entierren bajo los árboles del bosque.
Le temo a sus espinas.
Cuando muera, no me entierren bajo los árboles del bosque.
Le temo al agua que gotea.
Entiérrenme bajo los grandes árboles umbrosos del mercado.
Quiero oír los tambores tocando.
Quiero sentir los pies de los que bailan[1]
Es la capitana de Sanidad Militar del Ejército Libertador: Rosa, La Bayamesa. Nos abrazamos fundiéndonos en un suspiro, esta mujer de recia personalidad, respetada y querida por todos los jefes y soldados, y yo. Su traje blanco, su sombrero de yarey, sus manos fuertes, más fuertes que las mías, y su gruesa boca, con la sonrisa perpetua de mujer de pueblo, ojos aguileños y porte guerrero... esta es nuestra Rosa, la más bella flor de nuestros campos insurrectos. Al abrazarme sugirió:
—Ordene mi General. Déjeme curarle sus heridas, las del espíritu, porque las otras no importan.
—Rosa, mi capitana, recuerdo cuando nos vimos por primera vez, siguiendo las tropas hacia Camagüey, y luego cuando montaste el hospital de sangre en plena Sierra de Najasa, la sierra que resguardaba cantidades de cuevas y vegetación abundante de hierbas y plantas medicinales. Era increíble tu sabiduría en la confección de remedios para la curación de heridas, para la preparación de la sangre en tus famosas transfusiones. Tus manos que igual mataban a tiros, que descuartizaban reses, que trepaban los árboles, castraban las colmenas cimarronas, recogían la miel, guardaban la cera y hacían el cerato y el alumbrado para tus enfermos. Cuéntame un poco de tu vida, tan rica en leyendas, tan mística en tu bondad.
—Pues le diré, mi General. Me dicen Rosa La Bayamesa, porque nací en Bayamo. No sé exactamente el año, mi madre dice que en 1834 y el que fue mi padre decía que en 1840. Mis apellidos son los de mi amo, pues como usted sabe fui esclava, y llevo doble el Castellanos. Si me pregunta de qué tribu provinieron mis padres, como no lo sé, digo que soy yoruba, carabalí, congo, angola, mandiga y resumo mi raza en todas las esclavizadas en mi Cuba; soy un resumen de los conocimientos de espíritus que habitan en el monte: los dimangas de las energías del agua, los kisimbilos de las maniguas, los nkisi minseke y me guío por mis antepasados y mi güira, kimbundu, que heredé, que me habla y orienta en los momentos de aprietos y nunca me separo de ella. Mírela usted, mi General, la llevo colgada a la faja de mi machete... Deje aliviarle su dolor. Traigo sebo de carnero en mis senos, así caliente, se lo aplicaré y eso calmará su sufrimiento material.
Con ese cariño tan humano, Rosa me lava las úlceras con loción vegetal que saca de un pomito y me cauteriza con potasa de leña verde. Es una maga. ¡Qué aliviado me siento contigo al lado, Rosa, capitana de todos! Tus conversas son el bálsamo de mi aislamiento, de la sombra que es mi cuerpo, de las imágenes dominando mi reposo.
Recuerdo el almuerzo que nos ofreciste después de un caminar por millas. Sobre una mesa de cujes, con una yagua verde de mantel, carne fresca con ajo y naranja, boniatos con chicharrones y dulces compotas hechas a base de miel. Todo un suculento condumio.
Cuéntame: ¿Cuándo te alzaste?
—Me uní a las tropas mambisas con Céspedes y seguí hasta terminada la guerra del 95. En mi hospital de campaña me visitaron Gómez, Maceo, Cisneros Betancourt y muchos otros a quienes la curiosidad devoraba por el orden que mantenía y la limpieza de mis curas. Y nunca, pero nunca, faltaron los alimentos para mis heridos y enfermos. De mis padres: Matías y Francisca Antonia, aprendí todo cuanto sé y también de las experiencias curativas de muchos heridos negros que conocían la nobleza balsámica de las plantas, hojas y raíces. Cociné, remendé, zurcí las ropas raídas y escasas de mis hombres. Traté siempre de mantenerle vivo el espíritu a todos en el hospital y los protegí, armada de una carabina vieja pero que funcionaba, cuando aparecía cerca el enemigo, dando tiros al aire para que les diera tiempo de buscar refugio seguro en cuevas, árboles y en la manigua que nos rodeaba.
General Bandera, aún falta un año para mi muerte, ahora estás hablando con el espíritu de mi imagen que vive en Camagüey. Este es el pasado de nuestro viejo recuerdo guardado en la memoria, es mi hálito que desmaya en el ocaso de mi vida; mi cabeza zumba cual colmena que se despierta con los primeros rayos del sol, como cuando castraba en busca de miel en días de guerra. Quiero liberarme de mi cuerpo vivo para descansar con ustedes. Estoy en los últimos ramales de mi existencia. Quiero escurrirme fuera de mí, ya mi vida no tiene sentido. ¡General, yo por fin, moriré el 26 de septiembre de 1907!
Rosa, para mí ya no cuenta la mirada, el parpadeo, la luz del resplandor, ahora soy fría catarsis de memoria, yerta penumbra ganada por la oscuridad, pero confieso que de manera extraña me siento vivo, pues Rosa, tú y yo arrastramos olores a humo, a pólvora, a matanza, a sangre, a resina de bosques quemados, a leña mojada... No nos espanta la desolación ni esta quietud de tregua infinitamente eterna.
Y con el silbido estridente del viento que penetra por las rendijas y lacera mi corazón, con esa ausencia de sol en el reino de los espíritus, de los muertos, surgen, a todo lo largo y ancho de estas calles maceradas con la sangre que enluta todos los rincones de nuestra tierra, mujeres, mujeres con ropas raídas, con el rojo bermellón de sus heridas abiertas nunca cerradas...
Tomado de La muerte es principio, no fin. Quintín Bandera. La Habana, Editorial José Martí, 2004.