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Maydelina o la inocencia original

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Maydelina o la inocencia original

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Últimamente el arte es todo maldad. Como si cada artista se sintiese en la obligación de cultivar una negatividad, un insulto, un disgusto intraspasable; o por lo menos una languidez o una distancia, una frialdad o un rasgado de vestiduras. Estar en contra de cualquier cosa, especialmente si es buena o ideal, ya va siendo una tradición, una prosapia de la que estos iconoclastas a ultranza más bien debieran empezar a sospechar. La representación de la dignidad de la figura humana se diría que quedó agotada en Rodin. Los soviéticos pintaron gimnastas, y obreros que parecían asiduos a un gimnasio, y retratos de Shostakóvich, y Brezhnev con todas sus medallas, como para demostrar que se había llegado más abajo del fondo: que el bien resultara, en el arte, falso o ridículo, o lo que es peor, contraproducente o por lo menos inútil. Verdad que la época ha sido bestial y que muchos artistas han sucumbido frente a las enfermedades y la locura de un mundo que ha hecho un culto descarado del mal: han rendido un testimonio. Conozco un famoso dibujante que, cuando no hace monstruos, se vuelve cursi. Pero el arte tampoco es inocente y habría que preguntarse hasta qué punto se nos ha convertido, por moda o por facilismo, en una vulgar película de horror o en una novela jabonera. El único escape estaría entonces en el arte irónico, que nos refrescaría con su aire de comedia, sus secretos de proscenio, su razón crítica; o la sinrazón de la crítica en lo lúdico, lo efímero y lo banal. ¿No hay a menudo una punta de maldad, ya sin las excusas del sufrimiento o de la tontería, en esa mirada al sesgo que no deja en pie ninguna seriedad, empezando por ella misma? El espectador ingenuo sale desconcertado de la galería, con la extrañeza de que la pintura o la escultura se parezcan tanto a la televisión, y con el terror de que no haya respuesta para su natural demanda de afirmación vital, de descanso profundo, de legitimación del bien en la verdad y en la belleza. No, le dicen, no tienes, no tenemos donde refugiarnos: ahora el arte es otra cosa, es una cosa entre las otras espantosas cosas. —Y a sufrir.

Maydelina Pérez Lezcano, que es una artista de confesión católica, pudiera respondernos tranquilamente: he ahí las nuevas del pecado original. Y, en efecto, eso dice también su pintura, establecida sin embargo desde la evidencia espiritual opuesta: la permanencia de la inocencia en el hombre. Como si recordara que el dogma del pecado original no estuvo en los orígenes: es elaborado a partir de San Agustín, en el siglo IV: durante los primeros siglos del cristianismo la atención pudo estar quizás más bien dirigida al concepto paulino de que Cristo había restaurado con su sangre al Adán primero: tal vez el énfasis iba hacia la redención y no hacia la culpa. Habría que preguntarse si no fue la cercanía de esos creyentes al acontecimiento proclamado por los apóstoles —la resurrección de Jesús, de quien confesaban haberlo visto vivo después de muerto—, lo que hacía atender más bien a la inocencia recuperada y no a la cadena del pecado; y si no es precisamente el alejamiento de esa alegría histórica lo que conduce a los cristianos a la fijación en la condición culpable del hombre. En todo caso, es un hecho que el mito de la inocencia genesíaca resulta persistente: un oscuro relato babilónico que pasa a la religión judía y que es de inmediato asimilado y reinterpretado en forma central por el cristianismo —que venía a poner de cabeza a la cosmovisión judaica. No ha de extrañarnos entonces que a finales del siglo XX una humilde muchacha de una remota ciudad latinoamericana comience a cubrir unas cerámicas, unos platos y unas ánforas con imágenes que evocan el jardín de Adán y Eva, y que lo haga casi sin ironía, o con una dulzura sesgada que no traiciona sino que refresca la idea ortodoxa que cita. Ah, ya tenemos aquí esa palabra: pero cuidado, porque en ella la cita no es, como al uso postmoderno, ni un motivo para la parodia ni un elemento del coctel cultural servido para disfrazar la ausencia de un centro propio: lo que ocurre es que en ella el centro espiritual es el mismo de la tradición. No está de moda pero algunos se siguen queriendo cristianos, incluso en el bando de los creadores; y si al nihilista o al pesimista del día le reconocemos el derecho a descender de Nietzsche o Schopenhauer, habría que respetar la voluntad de aquellos de acogerse a una teología, a las formas de una espiritualidad y al espíritu de unas formas. Así, cuando el espectador enlaza fácilmente la obra que comentamos con los avatares de la pintura gótica, tendríamos que precisar cuál de ellos le inspira, y cómo y por qué. El gótico es demasiado vasto como para influir por unanimidad una creación moderna y coherente.

Hombre anatómico u hombre zodiacal, del Libro de Horas del Duque de Berry.

Es su etapa final, inmediata al Renacimiento, la que acumula los sentidos nutridores y las lecciones formales que orientan a la pintora. Se conoce como estilo gótico internacional al arte plástico que, alrededor del año 1400, se extiende por toda Europa. Surge el icono privado: no sólo la Iglesia, también los nuevos ciudadanos ricos encargan cuadros de tema religioso para un disfrute a la vez personal y participativo, profano y espiritual. La Europa cristiana ha adquirido, trabajado y creado afanosamente la riqueza. Santo Tomás había rescatado la Creación para el culto del Creador. La descalificación del mundo que defendía buena parte del cristianismo primitivo había sido derrotado en la teología y en la práctica. El visto bueno que los teólogos extienden a la realidad será abusado por las fuerzas que conducirán a la conquista del planeta, el capitalismo, el cisma de las iglesias protestantes, el despliegue de la tecnología y las revoluciones burguesas y socialistas. Pero a finales del siglo XIV y durante el siglo XV hay un momento de dichoso equilibrio, que llega hasta Leonardo, Rafael y el primer Miguel Ángel, en que lo sagrado y lo profano no se enemistan decisivamente e incluso pactan sus diferencias. Si contemplamos la miniatura de Jan de Limbourg y sus hermanos en el Libro de Horas del Duque de Berry, conocida como El pecado original y la expulsión del Paraíso (1415-1416), advertimos que el tema terrible ha sido transfigurado de tal manera, que lo que nos impresiona es el esplendor dulcísimo del Paraíso y las figuras de Adán, Eva, el Padre, el Arcángel de fuego: incluso la representación del mundo exterior al jardín original, el espacio de la Caída, se resuelve en pocos elementos de inefable hermosura: montañas áridas y mares difuminados en lo ignoto, que en modo alguno contrarrestan el fulgor paradisíaco, sino que lo realza por contraste. Ese jardín obsesiona a la época. Pronto se deshace del tema del pecado representando a La Sin Pecado, el hortus conclusus, jardín cerrado que funciona como emblema de la virginidad de María. Un aire de gentileza, de humana armonía, profana y sagrada, recorre las miniaturas, los iconos, incluso los frescos. La historia pagana es asumida sin prejuicios y releída positivamente desde la fe. La hagiografía aporta la dulzura sobrenatural.

Varón de Dolores 
Maestro Francke

Y los momentos más dramáticos del relato cristiano son puestos en escena con una frescura, una sinceridad y una eficacia sentimental insuperables, pero siempre desde la belleza, la contención, el gusto de ser y por el ser. Hacia 1420 el maestro Francke pinta un icono con la temática del Vir Dolorum, el Varón de Dolores: el Cristo descendido de la cruz por los ángeles está como aún vivo, su sufrimiento es delicadísimo, su sangre se derrama del costado con una caligrafía exquisita, todo el icono avanza hacia el espectador como una entrega de oro.

Que este rescate inocente del mundo condujera a los errores y los horrores que sabéis, solo confirma la previsión cristiana del pecado inevitable y desde siempre existente; pero en modo alguno lo desautoriza, como no puede el cristiano mismo desprenderse de la realidad de la inocencia. Por demás, la misma paganía contemporánea de cuando en cuando hace como que recuerda, hastiada desde luego por su inacabable malicia, La Edad de la Inocencia. La ingenua minifalda, las infantiles baladas de McCartney, los filmes industriales de Disney. ¿Maniobra, opción? Imaginemos a la adolescente que está por graduarse de sus estudios de nivel medio de artes plásticas y que sueña trabajar como fondista de dibujos animados: opta por una serie de ventisiete temperas sobre cartón ingenuamente titulada Prodigios y maravillas de un sueño (1991): una cierta historia como para filmar pero no en la industria al uso: los escenarios, personajes y acontecimientos remitibles de algún modo a Disney se transfiguran en una metafísica del sueño y de la libertad, del ego y de la fiesta, cuya raíz es la percepción positiva e irreprimible del sí mismo, del individuo primordial, pletórico de afirmaciones y de búsquedas. Cada cartón es una escena, no hay títulos —como para sugerir que lo importante es el “filme”—: la historia de la Cafetera que es una Muchacha Muda, las Centauras Siamesas y los Dos Arlequines en los dominios laberínticos y vertiginosos de la Corona. O de las coronas, que hay que seguir o perseguir, abdicar o poseer, soñar o vigilar. Es el juego ambiguo y dichoso de lo separado igual, lo igual unido, lo Uno Mudo, vacío y torpe por generosidad, la diversidad enigmática de todo lo que existe, explosiva y concertada a un tiempo. Pues estas figuras y fondos modelados con mano firme y minuciosa, estos decorados de libérrima fantasía, quedan siempre dentro de un canon, un equilibrio, una confianza. Es el Juego del Ser, desde la inocencia. En efecto, prácticamente todas las dimensiones del fenómeno lúdico, tal como lo han investigado los sabios, son discernibles en esta saga. El juego de representación la abarca completamente, con sus espacios concebidos sobre los modelos de la escena y el laberinto, su multitud de personajes, sus trajes y cortinas de rico diseño. El juego de vértigo impulsa las escenas con las experiencias de la caída, la ingravidez, el vuelo, la confusión, el caos, la destrucción, la explosión, la algarabía. El agon, la competencia, seduce a los personajes: a ver quién alcanza la corona. La plauderei, el juego de la conversación y del cuento oral los reúne en torno al viejo genio Olivo. Incluso el juego de azar, sugerido por un dado con ojos que centra una de las escenas vertiginosas, parece determinar las imprevisibles aventuras. Claro está que la autora no ha leído a los filósofos del juego: lo que prueba la raigalidad y la profundidad de sus intuiciones y sus propuestas.

De la serie Prodigios y maravillas de un sueño 
Maydelina Pérez Lezcano, 1991.

El juego de la Corona, o la corona del juego: Maydelina escoge, inocentemente, un juego inocente, desde la inocencia. Cuando unos años después cubre sus cerámicas con imágenes del paraíso perdido, está prolongando el mismo tema en una versión superior. Que lo haya intentado primero desde la óptica profana es una ganancia segura, una prenda de autenticidad, sobre todo porque lo profano es ahí lo inocente, no sólo por el contenido sino por el ingenuo destino de la saga: el imposible dibujo animado metafísico. Por demás, su obra sucesiva seguirá teniendo un sustrato lúdico: hay algo de juego en la disposición y en las acciones de sus figuras, en el diseño caprichoso de los espacios, en la dulce ironía y el hedonismo delicado que preside las obras. En algún momento reencontramos la plauderei, el juego de la conversación. El enlace ostensible entre esa primera zona de su trabajo y las ulteriores nos autoriza además a afirmar que su asunción de las formas del gótico internacional ni siquiera es su recurso obligatorio ni único: ella puede usar o generar otros códigos, pero ha escogido aquellos por la afinidad competente de esas formas con su percepción interior del tema de la inocencia. El hedonismo sacro del mundo exigía unas gamas deliciosas aunque no voluptuosas, una gentileza en el modelado de las figuras, un culto del detalle precioso, una celebración del ornamento que la autora recupera para su propia visión: ella puede incluir unos referentes eróticos que desde luego el artista medieval ni soñaba enfrentar —y que se insinuaban ya en la serie anterior, por cierto—, pero sin transgresión ni escándalo. Se diría que los desnudos de los hermanos Limbourg son multiplicados, ampliados, extendidos, en una profundización del asunto erótico que está por derecho propio en tema del Jardín. La pintora, pues, no sólo asimila las formas del gótico internacional sino que continúa indagando sus sustancias desde las experiencias de la contemporaneidad, pero desde la misma perspectiva de fe, que parece coincidir naturalmente en ella con su naturaleza más secreta: su erotismo es siempre sano, desprejuiciado pero no transgresor, hijo de la inocencia. Puede expresarse a través del desnudo y también a través del traje o la estancia —importantes asimismo en el gótico internacional, pero no con ese propósito—; a veces el vehículo son pequeños animales enigmáticos o fantásticos, cuya figuración y color descienden del Bosco. Pero El jardín de las delicias se le opone justamente: el Bosco se burla, condena, ironiza en forma dura, masculina: conoce el pecado y por eso de algún modo lo disculpa, pero no se hace ilusiones; pinta la ingenuidad paradisíaca pero su pintura no es inocente. Maydelina establece una comprensión y también una distancia ante su latencia erótica: la incluye como parte más que como centro de su indagación de la inocencia y desde la inocencia. No se trata del jardín de las delicias sino de las delicias del Jardín. Su visión parece lírica por el formato pequeño, el colorido y los temas, pero en el fondo es épica, tampoco dramática ni confesional. En ese sentido no sólo ha dotado de un contenido más profundo a las formas del gótico sino que ha estado ampliando, desde la misma cosmovisión, sus significados más fuertes, al enfrentarlos desde una experiencia del mundo y no desde una idea del mundo. No quiere expresar el mundo sino descifrarlo y participar desde esa clave en él.

El Jardín de las Delicias 
El Bosco.

Así, no creo que sea casualidad el hecho de que esta segunda fase se inaugure con las cerámicas: platos y vasijas de barro historiados por la tempera y el acrílico. Claro que estos objetos han sido rescatados por el arte de su posible función utilitaria: pero no dejan de evocarla, y al cubrir su superficie con imágenes del Jardín se engendra la estremecedora lectura de un pacto virtual de lo sagrado y lo profano, como si los instrumentos de la vida y el placer fueran bendecidos y como exorcizados por el referente bíblico. Que puede estar ausente, porque la autora se las arregla para obtener, con esas gamas dulces y atrayentes y unas figuras no siempre santas, un efecto paradójico de seriedad y aun de solemnidad. El deseo, la tentación, la ambigüedad humana se presentan desde una dignidad, casi desde un hieratismo: hay un fondo majestuoso, una capacidad regia que de hecho anula las debilidades y los errores, que excusa la existencia y la necesidad de la vida terrenal y del placer mundano. La mujer y el hombre se ejercen como superiores a sus aventuras. Por eso estas piezas poseen un efecto visual estimulante, acogedor, vital, sin perder ni un momento su sólido y sabio mensaje ético y religioso. El arte —pero cuidado: quizás sólo el arte— permite vislumbrar un acuerdo entre lo trascendente y lo mundanal, una superación de la paranoia insuperable del ser humano. Al decorar estos objetos la artista interviene épicamente en el mundo con un criterio sobre la participación en el mundo, hijo de una cosmovisión y unas experiencias personales, de una poética implícita madura. En el fondo le gusta el mundo, lo reconoce como maravilla creada a pesar de todo y con todo; y sus peligros no le marean porque los identifica como epifenómenos y porque los mantiene a distancia. Me interesa subrayar, como síndrome de su vocación por el mundo, su eficaz sentido de la relación en el espacio: en pocos artistas he encontrado una facilidad y una precisión iguales para usar una superficie curva —en algún momento, como en la del jarrón que ofreciera al Papa, la convierte de convexa en cóncava—, para fragmentarla, y subrayarla, potenciando lo alto y lo bajo, lo que está en la superficie y lo que está fuera de ella, el diálogo del ojo con el objeto y con el espacio que rodea al objeto. Intentó ser fondista de animados pero de hecho es una escenógrafa y una vestuarista en potencia: tanto el valor de las relaciones espaciales como el significado del espacio en sí mismo le otorgan algunos de sus mejores momentos; sus figuras se presentan y representan, se ofrecen con una dignidad ceremonial, como de ópera barroca. Sólo que no hay parlamento ni exclamación —¡oh, la Cafetera Muda!—: sólo el fijo, entregado silencio de las miradas, que interrogan y se alejan a un tiempo.

Platos y vasijas de barro historiados por la tempera y el acrílico de Maydelina Pérez Lezcano que engendran la estremecedora lectura de un pacto virtual de lo sagrado y lo profano.

Épica, pues, de la participación virtual en el mundo y de la distancia de él, pero desde él, desde sus fundamentos ontológicos, que para ella son cimientos naturales de majestad y alegría. No le interesa descifrar sino develar: mostrar lo que realmente es, hermoso y bueno y disfrutable, por encima, o más bien por debajo, de la vorágine mixtificadora del error, el pecado y la tontería. Por eso, cuando el escándalo le ocupa, como en Adán y Eva, sus manifestaciones quedan incluidas en una malla fuerte, una estructura como de celdas —Rumor de la colmena— o espacios rectangulares que componen la unidad del cuadro. La habitación del pecado es en fin de cuentas una segmentación del espacio, poseedor de una dimensión mayor que tranquilamente la abarca y la pone en su sitio. Estos trabajos de temática angustiosa fueron realizados en los años 93 y 94, verdaderamente terribles para Cuba; me asombra el control emocional que exhiben, la capacidad para contemplar el destino humano —Nacer, vivir, morir— sin mentiras pero también sin desesperación, encontrando la belleza incluso en la realidad cruda de nuestro tránsito, marcada por la presencia del mal. Sus estructuras espaciales, la composición siempre rica y original de la superficie rectangular vienen de la constatación de un orden firmísimo en el ser. Por eso ha pintado unos Equinoxios (1994) contrastantes, el primero sobre la vertical, el segundo sobre la horizontal, en los que los ritmos cruzados, obtenidos por el balance de simetrías y asimetrías, de rectas y curvas, crean un concierto dichoso, un sistema de oposiciones armoniosas. Se diría que elude los solsticios, pues no es en el paso a lo álgido en donde encuentra la mayor verdad, sino en el comienzo de la tibieza o del frescor, en la temperatura dulce de la vida, no en los extremos pasionales. El giro de las estaciones, en cuyas células habitan los diminutos seres humanos, tenía que interesar a esta artista en la que el orden, el fundamento, la disposición de todas las cosas adquiere la categoría de un imperativo estético, y no sólo moral. Que no nos engañe su predilección por el pequeño formato. Cierto, los mejores artistas suelen optar por él. Pero en el caso de Maydelina hay algo más que un gusto por la miniatura, o una influencia del gótico. Y ni hablar de una inclinación a la bagatela preciosa, a la complacencia en lo meramente decorativo o banal. Su pequeño formato es paradójico: la imposibilidad de duplicar el Orden Inmenso que le fascina y le orienta le conduce a estas reducciones tan humildes como fieles, tan obedientes como sabias. La ruptura con la cotidianidad que otros buscan mediante la hipérbole, ella la obtiene por el silencio interior, la concentración, el despojamiento que exige mirar esas lúcidas pequeñeces, sumergirse en ese microcosmos, dejarse llevar por las musitaciones inscritas numerosamente en sus miniaturas. Hay que hacer un bendito esfuerzo —que no todos intentan, por cierto— de dulce humildad, de ingenuidad incluso para penetrar en estos órdenes menores que invocan constantemente el prodigio del orden mayor, inconcebible pero omnicomprensivo. Un orbe pictórico que no oculta nada, ni siquiera el bien que está detrás de toda circunstancia, y que necesariamente queda constituido por una serenidad y una sonrisa.

Quizás como parte de ese orden la pintora tenía que recibir el encargo, como destinado para ella, de ejecutar el Via Crucis de la Catedral de Camagüey. Severa tarea, por cierto, la de ejecutar catorce iconos de temática predeteminada y que acumula siglos de realizaciones magistrales. Pero qué casualidad que a esta artista fascinada por el hortus conclusus del gótico internacional, le encargaran el otro gran asunto de esa época, el Vir Dolorum, y que lo ejecutara igualmente desde el corazón del estilo, con nuevas luces. Me refiero a los bocetos a lápiz que fueron rechazados y no a las obras que estarán finalmente en nuestra Catedral, como resultado de una decisión que pudo ser consultada con el pueblo. A pesar de que estos bocetos no pueden ser juzgados, desde luego, como obra propiamente dicha, sobre todo por la ausencia del color, que tanta significación tiene en ella, bastan sin embargo para descubrir las intenciones que deberán triunfar en el trabajo terminado . Como en sus antecesores de hace medio milenio, aquí el Cristo no es nada heroico, se presenta humilde, desvalido y absolutamente solo, siempre como pequeño a pesar de que las restantes figuras sean de una dimensión aun menor. En el encuentro con su madre, su rostro es el de un niño. El dramatismo que exige la Pasión está aquí como atenuado: el leño que carga Jesús es ingrávido, lo sostienen los ángeles; sus caídas son conmovedoras, elegantes y precisas como en un ballet —nunca pavorosas. Cuando habla a las mujeres, el icono se torna florido. Hasta los clavos de la cruz, motivo de tremendismo en buena parte de la iconografía, los usa la artista nada menos que como elemento decorativo, integrando una orla que rodea al icono de Clavado en la cruz: el sufrimiento como estética y la multiplicación hermosa de la Pasión en los cristianos: precioso hallazgo. La artista ha sabido reinterpretar desde su propio centro los elementos de la iconografía católica y le ha sumado los de la heráldica de la ciudad y del país: rejas, tinajones, balcones, palmas, edificios característicos, mezclados con los judíos y romanos del acontecimiento histórico: se invita al espectador a distanciarse y participar del tema, en forma paradójica: le distancia la sorpresa de encontrar su propia realidad, el icono habitual, y de esta forma se le llama a la reflexión, que le traslada entonces al acontecimiento de dos mil años atrás. Cristo es descendido de la cruz y sepultado en el Tinajón que es el emblema de la ciudad de Camagüey, que es metáfora del planeta y de la materia: de ahí ha de resucitar y ascender. Es un Via Crucis entrañable, reparador. No quiere estremecer sino curar. Es el proceso de la muerte de Jesús visto desde la alegría de la Resurrección. ¿Hay una forma más legítima, más verdadera, más útil, de representarlo?

Jesús es sepultado, de la serie De la Cruz a la Gloria, 2004. 
Maydelina Pérez Lezcano

Así como la serie de los animados nos ofrece la clave de sus jardines, éstos nos alumbran el sentido de su Varón de Dolores. Su Pasión es la del Inocente Divino. Jesús no es culpable, claro está, de la impiedad de que se le acusa, lo que comparte con muchos otros hombres a través de la historia: su especificidad radica en que no tiene culpa ni de aquello ni de nada. Su figura resulta entonces como impenetrable, en última instancia, a la condena y al escarnio: asume todo el sufrimiento desde su inmensa, absoluta gracia inviolable, y por eso su figura ha de ser siempre gentil, sus gestos son siempre armoniosos, su tragedia siempre optimista. No en balde la pintora se propone añadir al Vía Crucis, la Resurrección y la Ascensión. El rostro infantil de Cristo en el encuentro con su madre nos sugiere un Inocente Constante, como si el héroe crucificado fuese exactamente el mismo personaje, sin una sola adulteración, que el adorado por los Magos en Belén. ¿No reclamó a los niños para sí, no dijo que si no nos hacíamos como ellos no podríamos entrar en su Reino? No creáis que estoy abandonando aquí la crítica por la teología. Ocurre que, al desautorizar la figuración, el arte ha perdido la noción de sus valores, la cantidad de sugerencia y de reflexión que el artista antiguo inscribía en un rostro, un ademán, una composición de personajes. No sólo los monstruos tienen algo que decirnos. Maydelina ha apostado por todo lo contrario, por el mensaje de la Imagen terrenal de Dios, y lo ha hecho con originalidad y sin apartarse ni del magisterio de su Iglesia ni del centro de sus visiones personales. La exploración de la inocencia original ha sido compensada y completada con el trabajo, doloroso y humilde para la artista, y con el tema supremo, de la redención del pecado original por el Inocente Divino. La piedra que rechazaron los arquitectos, la obra rechazada, es la fundamental: fue crucificada y ha de resucitar en el arte. La redención es un acto de la inocencia para restaurar nuestra inocencia, nos dice. El mejor resultado de esta serie estaría quizás en el equilibrio entre la maestría necesaria para encarnar estas calidades y la frescura y sencillez, la entrega casi ingenua que distingue a los iconos. Que están trabajados, por demás, con los recursos más elementales: centrado mandálico, orlas, simetrías, muy distantes de los contrapuntos espaciales que encontramos en otras obras suyas. El ejercicio de una maestría sin ninguna malicia era el requisito y el fundamento de una representación de la Pasión de Cristo vista desde su inocencia. El juego de las coronas de los animados metafísicos culmina en esta Corona de Espinas, con el mismo entusiasmo infantil. Una coherencia tan elevada y preciosa, tan diferente y tan rara, nos convoca a algo más que a un voto de confianza.

Haberse instalado con esa propiedad en el tema de la inocencia puede rendirle a la artista y al arte inmejorables rendimientos. No sería el menor escapar de la hostilidad contra los contenidos de fe entendidos como doctrina o ideología, estériles para el alma y para el arte a la vez: ella pinta lo que ingenuamente cree. La exploración de la inocencia original del hombre, de la que venimos y hacia la que vamos, con el obstáculo meramente temporal del pecado, le permite rescatar la integridad del mundo sin comprometerse con él, y el resultado puede ser un arte incisivo y consolador a un tiempo, fraternal y superior, positivo sin imposición y sin impostura. La inocencia equivale a la superación de las antinomias de lo sagrado y lo profano, y ella puede entonces intentar el arte profano con fundamentos sacros, y también refrescar las técnicas del icono con su mirada de hoy. En Servicio de la mitra (acrílico sobre lienzo, 2000), vuelve sobre el icono puramente mandálico, organizado por simetrías axiales y centrales: los rostros de las santas, muchachas de hoy, y algunos pequeños detalles —unos deliciosos pegasos, por ejemplo— originan una frescura, ayudan a configurar un icono actual, vivo. Hay que tener en cuenta que en Mansiones en el cielo había ironizado este problema, al ubicar, bajo la espléndida imitación de un icono bizantino, los ídolos de la vida contemporánea (desde una caja de cigarros hasta un automóvil) en una escala alterada, ridícula. Pero las oposiciones insuperables no le atrapan. Ella puede crear iconos contemporáneos, pletóricos de pensamiento y espiritualidad, con los recursos tradicionales y con aportes propios. En Haciendo llover sobre la tierra, una miniatura del año 1998, un delicioso ángel tradicional sopla infantilmente las nubes de la tormenta. En Nacimiento de Eva hay sin embargo una (re)visión de las figuras de los ángeles, que ofrecen a Eva los dones emblemáticos de la Trinidad. Estas audacias hacen falta. Cuba no tuvo Edad Media: no tenemos una iconografía cristiana propia, ni para el culto ni para la galería. Si alguien puede dárnosla, es precisamente Maydelina. Dotada de un potente sentido espacial, ella puede configurar nuevos espacios celebrativos en su Iglesia; también, escenografías y vestuarios de teatro, ópera y ballet. Miniaturista de raza, se diría destinada a la iluminación de textos, como sus predecesores del gótico. Y desde luego sus cuadros profanos no serán nunca paganos, seguirán diciéndonos que sí, que a pesar de todo, todo está inocentemente muy bien. O lo estará. Por ahora, que el ángel de la derecha haga oscilar su cantarito de barro vacío. Y que ella se asome y vea al Espíritu.

Camagüey, 29 de noviembre 2000.

La entrega, de la serie Primavera de la Virgen, 2012.
Maydelina Pérez Lezcano


Tomado de Servicio del criterio. Ediciones Homagno Miami, 2022, pp.361-376. (Con la autorización del autor.)

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