I
En el artículo que antecede, sólo quisimos considerar a la compañera del hombre bajo el aspecto que particularmente la distingue; esto es, en los dominios del sentimiento, que constituyen su más legítimo patrimonio. Vista de tal manera, y limitándonos, como lo hicimos, al rápido examen del papel que le ha tocado representar—por aquella incuestionable supremacía—en los sagrados fastos de la religión, sentíamos entonces cierta orgullosa complacencia en mostrar desdén por toda gloria que no fuese aquélla, dejando al que se llama sexo fuerte en tranquila posesión de cuantas exclusivas dotes se atribuye. Hoy, empero, se nos ocurre echar a la ligera otra ojeada sobre la historia de nuestro sexo débil, siquiera no sea más que por curiosidad de encontrar los fundamentos de esa calificación que hace tantos siglos venimos aceptando. Sí, lo confesamos: nos punza un poco el deseo de averiguar si la mayor delicadeza de nuestra organización física, es obstáculo insuperable opuesto por la naturaleza al vigor intelectual y moral; si enriquecidas con los tesoros del corazón, nos desheredó, en cambio, el Padre universal de las grandes facultades de la inteligencia y del carácter.
Parécenos a primera vista, apenas iniciamos esta cuestión, que lejos de excluir la superioridad afectiva otras cualidades preciosas, se derivan de ella estímulos poderosísimos para todos los resortes del alma, y—viniéndosenos a la memoria tantas maravillas ejecutadas por el entusiasmo — no sólo nos sentimos dispuestas a declarar, con Pascal, que los grandes pensamientos nacen del corazón, sino que nos asalta la idea de que los más gloriosos hechos, consignados en los anales de la humanidad, han sido siempre obra del sentimiento; que los más fuertes héroes han sido en todo tiempo los más ricos corazones.
La vasta inteligencia asociada a mezquino poder afectivo es —si existe— una monstruosidad: solemos encontrar genios pervertidos o extraviados por violentas pasiones, pero es rarísimo, si no imposible, el hallar gran potencia intelectual en desgraciadas organizaciones desprovistas de sensibilidad apasionada. Del mismo modo los vigorosos caracteres, los que son capaces de emprender y realizar grandes cosas, los que se atreven a echar sobre sí responsabilidades inmensas, no son comúnmente propiedad de hombres áridos y fríos, en quienes la acción no tiene otro móvil que meras especulaciones.
El poder del corazón es, por tanto, origen y centro de otras muchas facultades, y aunque a veces ese poder pueda dar al carácter y a la inteligencia una iniciativa errada; aunque mal educado y dirigido —como lo está por lo común en la mujer— suela emplearse indigna y lastimosamente, no por eso nos es permitido rebajar su incomparable importancia ; antes bien, debemos decir con Lacordaire: Que el que quisiera despojar al hombre de la pasión por los males de que ha sido a veces instrumento, se asemejaría a un insensato que rompiera la lira de Homero, porque ha servido para cantar falsos dioses.
II
Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras, resalta la consecuencia de que la mujer —que privilegiadamente la posee— en vez de hallarse incapacitada de ejercer otro influjo que el exclusivo del amor, debe a ella y tiene en ella una fuerza asombrosa, cuya esfera de acción sería muy aventurado determinar.
¿Buscaremos hechos que justifiquen esta teoría? La dificultad que se nos presenta consiste en tener que limitamos a entresacar algunos, de éntrelos innumerables que nos ofrecen la tradición y la historia.
Nada parece tan ajeno del tierno corazón femenino, nada tan incompatible con el dictado de débil con que se nos distingue, como las acciones extraordinarias de valor arrojado y de constancia invencible. Sin embargo, mirad a Débora declarando guerra a los cananeos, bajo la palma que le sirve de solio cuando administra justicia a los hijos de Israel, y guiándolos por sí misma al combate en que derrotan al soberbio enemigo. Mirad a Jahel descargando con firme mano el martillo que traspasa las sienes de Sísara; a Judit penetrando en la tienda de Holofernes para salir de ella con la sangrienta cabeza del invasor; a la madre de los Macabeos presenciando heroicamente el sacrificio de sus hijos, víctimas del amor patrio.
Y si apartamos los ojos de ese sagrado libro —el más antiguo y auténtico del mundo— veremos a las espartanas, quienes, al aproximarse Pirro para consumar la ruina de su ciudad, se resisten a ser trasportadas a la isla de Creta —donde para seguridad de sus vidas las mandaba el senado— y presentándose a éste, blandiendo espadas en sus blancas manos, le declaran que no obedecerán nunca un decreto que las deshonra, pues todas están dispuestas a vencer o a morir con sus conciudadanos. Veremos a las hijas del tebano Antípedes, inmolándose sin vacilar cuando declara el oráculo que sólo triunfará Tebas si se derrama ilustre sangre en holocausto a los dioses. Veremos a Boadicea vengando la esclavitud de su pueblo con la muerte de setenta mil romanos; a las argivas defendiendo la ciudad que asalta el rey de los lacedemonios, y rechazándolo con pérdidas enormes; a una princesa sármata —colocada a la cabeza del gobierno en lo más florido de su edad— no sólo administrar recta justicia, sino sorprender y derribar del trono a un monarca ambicioso, que había osado amenazar sus estados burlándose de la debilidad de su sexo. Veremos a Artemisa combatiendo —como auxiliar de Xerjes— en Salamina, después de ilustrarle con tan sabios consejos que —a seguirlos el persa— contaría la Grecia un lauro menos en su corona de gloria. Veremos a la digna esposa de Germánico dejar el lecho, en que acaba de ser madre, para reanimar con su voz las huestes del campamento, y desempeñando, en ausencia de su marido, las veces de general. Veremos a la disoluta Antonina, siempre pronta a lavar las manchas del tálamo nupcial con la sangre enemiga que sabe verter su espada en los campos de batalla, al lado de su esposo Belisario. Veremos a las matronas de Alba Real —en Hungría— defender heroicamente aquella plaza sitiada por los turcos, cuando ya los hombres desalentados trataban de rendirla. Veremos a Juana de Arco, de cuya maravillosa historia no necesito recordaros hechos. Veremos a aquella ilustre griega que desafiando el poder de Turquía — opresora de su patria — arma buques, los capitanea, y con la divisa de libertad o muerte, logra que su pabellón, triunfante en los mares, difunda espanto dentro de los muros de Constantinopla; y a aquella famosa polaca que presentándose a su marido — gobernador de una plaza sitiada— con dos puñales en la mano, le dice resueltamente: El uno traspasará tu pecho y el otro el mío, si eres capaz de la flaqueza de rendirte; y a aquella notabilísima figura de la revolución francesa, que tiene por nombre madama de Roland; y a la no menos extraordinaria que tiñó su delicada diestra con la inmunda sangre de Marat. ¿Para qué, empero, recorrer los fastos del mundo, entresacando de ellos heroínas?
Nos basta abrir un momento las páginas nacionales. Ellas nos presentan a la ilustre viuda de Padilla, rival de su esposo en gloria; —a María Pita, esgrimiendo el acero que abandonan los desfallecidos defensores de la Coruña y lanzándose a la brecha, ocupada ya por los ingleses; —a la infortunada Pineda, víctima de su amor a la libertad, marchando al suplicio con sereno continente; a la inolvidable Agustina de Aragón, que arranca la mecha de las moribundas manos del último artillero que defiende la Puerta del Portillo, atacada por los franceses en el primer sitio de Zaragoza, y prende fuego al cañón, difundiendo el espanto en las filas enemigas.
Estos ejemplos, y tantos otros que citar pudiéramos (aun prescindiendo completamente de las innumerables mártires de la fe), ¿pueden dejamos duda sobre la resolución que debemos sentar respecto al problema examinado? ¿Se nos acusará de ligereza o de parcialidad, si declaramos que tocante al valor y a la energía, ningún título nos presenta el sexo fuerte que no pueda disputarle el débil, con derechos incuestionables?
¡Oh! y no olvidéis que las mujeres en ningún país del mundo somos educadas para sufrir fatigas, afrontar peligros, defender intereses públicos y conquistar laureles cívicos.
III
Pero todavía es posible —queremos concederlo— que el entusiasmo, tan propio de los corazones apasionados, preste a la mujer en determinadas circunstancias un valor momentáneo, tanto más exaltado y violento, cuanto sea menos propio de su naturaleza; y en tal concepto, los hechos más asombrosos de arrojo y de energía no son bastantes a dejar probado que el sexo dotado privilegiadamente con la hermosura y el sentimiento, lo esté también con grandes cualidades de carácter.
Los extremos se tocan —pueden decirnos—; la debilidad suele tener arranques de temeraria audacia; y sin negaros, por tanto, que la mujer sea capaz de actos admirables en un impulso de pasión, no os concederemos que sea tan apta como el hombre para llevar a cabo empresas arduas y dilatadas. En una palabra, antes de aceptar la capacidad de la mujer como igual a la del hombre en todos conceptos, necesitamos algo más que esos hechos extraordinarios, que sólo nos convencen de que teníais razón en proclamar al entusiasmo autor de grandes prodigios.
Ahora bien, queridas lectoras, atendiendo, como es justo, a las anteriores indicaciones, vamos a echar otra mirada rápida sobre los antecedentes del sexo, relativamente a la inteligencia y al carácter, comenzando por lo que haya de más arduo, trascendental y sublime.
Nada requiere mayores dotes de talento, firmeza y constancia; nada aparece revestido de tanta gravedad y grandeza como el gobierno de los pueblos. Regir a los hombres es la más difícil de las empresas; regirlos bien es, por consiguiente, la más excelsa de las glorias.
¿Puede la mujer alcanzarla? Un solo ejemplo de ello sería bastante a demostrar que su organización física no es incompatible con las más poderosas facultades del alma; pero nosotras desdeñamos soberbiamente —¿por qué ocultarlo?— el acogernos a uno ni a dos ejemplos, por más decisivos que parezcan, y lanzando —sin elección, en tropel, según se nos vengan a la memoria— algunos de los infinitos recuerdos que atesora el mundo de mujeres famosas en la administración de los grandes intereses públicos, intentamos probar —no ya la igualdad de los dos sexos— sino la superioridad del nuestro en el desempeño de aquella misión augusta, la más ardua de cuantas plugo al cielo encargar a los humanos.
Tomado de Obras literarias de la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Colección completa. Madrid, Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, 1871, t.V, Novelas y leyendas, pp.285-291.