En una linda sabana
Del Camagüey en la orilla
Se alza triste una Capilla
Y un hospital en redor.
Besa el Tínima sus muros
Y en su curso cristalino
Vierte el pobre lazarino
Lágrimas ¡ay! de dolor.
J.R.B.
¿Ha reparado Vd. las aguas de Hatibonico tan claras y tranquilas en la seca,
como se enturbian y desbordan cuando reciben los raudales de la primavera?
Pues así la Sociedad del Príncipe, se fomenta y crece,
y lleva en su corriente cieno y ojarasca (sic), riqueza y fecundidad.
1838. El Lugareño.
Era una tarde de Agosto: el sol declinaba al occidente deslizándose por un cielo azul y sin nubes: sus últimos rayos lucían en los ángulos de las torres de una ciudad alzada en una llanura, y venían a perderse reflejados en las aguas de dos ríos, que la ceñían cariñosamente.
Esta ciudad es Puerto-Príncipe, y los ríos son el Tínima y el Hatibonico.
El Tínima parecía, en la tarde a que nos referimos, arrastrar con languidez sus raudales, sombreados por altos bambúes, entre cuyas cañas se deslizaba apenas la luz del crepúsculo, para brillar un instante en la blanca clavellina abierta en sus márgenes.
El Tínima es el río bello por excelencia para los camagüeyanos, es el de sus inspiraciones, el que describen e invocan siempre en sus sencillas trovas. Para nosotros tiene también encantos; pero bañados de cierto tinte melancólico que muchas veces nos obligó a dejar sus orillas, vivamente afectados. Sus turbias aguas parecen traer de manantiales desconocidos, recuerdos y memorias de otros tiempos; pero recuerdos vagos, memorias impregnadas de cierta tristeza indefinible, que nos inspira a retazos la historia ignorada, acaso fantástica, de otros hombres y de otras sociedades que alzaron sus caneyes en aquellas márgenes, y cuyas últimas huellas se encuentran tal vez en lo profundo de sus arenas.
Cuando queremos evocar una creación indiana, volvemos la espalda a la hermosísima sabana que se extiende a la orilla del Tínima, desviamos nuestros ojos de la modesta cúpula de San Lázaro, de esa ermita tan poética como santa, tan sencilla, como pura es para nosotros la memoria del hombre, cuyos restos encierra: procuramos oír el sencillo cantar del campesino que se aleja de la ciudad, y reclinados en los muros del puente, damos suelta a nuestra imaginación en medio del vapor que forman las aguas. Entonces sentimos, y al volver en nosotros, notamos que una lágrima espontánea se resbala por nuestra mejilla. ¿Qué emoción la crea? ¿Qué memoria la arranca de nuestra alma? No lo sabemos, pero así sucede, y he aquí porqué vamos a alejarnos con presteza del puente del Tínima para conducir a nuestros lectores al de la Caridad, en una tarde de Agosto de 183…
El Hatibonico es más alegre, más cristalino, más risueño, y aunque en realidad parece dividir en dos a un pueblo, el hermoso puente que cubre sus aguas los estrecha de nuevo, y la ciudad y el barrio se comunican constantemente.
Retumbaban los arcos de ese puente bajo las ruedas de un lucido cordón de carruajes (sic), que desde el interior de la ciudad se dirigía al pueblecillo de la Caridad, donde en esa tarde parecía haberse reconcentrado todo el movimiento y vida del Camagüey.
—Magnífica feria vamos a tener este año, padre mío, dijo un caballero, acercándose a un anciano que estaba tranquilamente sentado en los pretiles del puente.
—Me alegraré, contestó éste, porque con ansia deseo volver a gozar del espectáculo que presentaba el barrio de la Caridad en esta época y en mi juventud. iAy, aquellos eran otros tiempos! esclamó (sic) reclinando su barba en el puño de un largo bastón de Castilla.
—Y yo presumo, replicó el caballero, que entonces valdría poco la feria, porque en lugar de esta hermosa calle, solo habría maniguas, alguna ermita escondida en el monte, poca gente, mucho fanatismo. y pare usted de contar.
—Presumís mal, dijo el anciano, y aunque veáis mi frente calva y mis pobres cabellos canos, no creáis que alcancé malezas donde hoy veis casas. Cuando yo nací, hallé la calle como ahora, mejor aún, parecíame entonces más ancha, más regular y bella. Os diré. Mis padres fueron de los primeros habitantes de este barrio, y en realidad encontraron las malezas, la ermita y un mal puente de madera sobre este río, mas apenas se erigió la iglesia a Nuestra Señora (que si no estoy trascordado, hubo de ser por los años de 1734), se fabricó a su costado una casa redonda (dicen que bajo el mismo plan, que ocupaba otra de guano, alzada por los indios), junto a ésta, se hicieron otras, y así apareció como por encanto esa ancha plaza de portales corridos; en cuyo centro veis descollar el templo, adornado hoy con nuevas galerías.
Las personas devotas de Puerto-Príncipe venían de romería todos los años en Agosto y Setiembre al pueblecillo de la Caridad, reducido entonces a la plaza. Allí pasaban el novenario y la octava, haciendo ejercicios piadosos, dando limosnas, cumpliendo promesas y celebrando en fin el nacimiento de la Santísima Virgen. Tal era la devoción que esta Señora inspiraba, que se hubiera reputado como un crimen entregarse al juego y a diversiones puramente mundanales en esos días, y tal el entusiasmo de los camagüeyanos por la feria de la Caridad, que no bastaron las casas de la plaza a contener el gentío, y se fabricaron otras que en breve han formado esta calle. —Había entonces tal espíritu de unión entre nosotros y tanta fe, que cada vecino al construir su casa no pensó solo en su familia, sino en las de aquellas personas a quienes debía dar hospedaje durante el novenario y la octava; por esto casi todas son espaciosas y algunas tienen dos departamentos. Formábanles anchos portales, para que el vecindario pudiese venir a la caridad sin hollar el lodo ni sufrir el sol (entonces no había carruajes (sic) y por último sembraron árboles alincados (sic) a lo largo de las aceras para hacer aquellos más hermosos y frescos, y he aquí porque conserva aún el nombre de alameda. Figuraos si sería linda esta calle, improvisada en pocos años adornada por este tiempo con arcos, banderas y flores, con sus casas enlazadas y erigidas casi bajo un propio plan aunque no por desgracia con la rectitud debida…
—Sí, padre mío, y perdone usted que le interrumpa, pero en materias de rectitud, dijo el joven sonriéndose, no sé yo donde tenían las narices mis abuelos que nunca llegaron a formar una calle medianamente torcida.
—Vuestros abuelos tenían las narices en el mismo punto donde las tienen sus nietos, y el argumento es incontestable, ellos formaron esa calle ¿cuál habéis hecho vosotros más recta y ancha? Al contrario, siempre que tratáis de reedificar o erigir una casa, en vez de contar con la calle, con el país, andáis a pleito con el Síndico y con el Alarife, porque os pide una o dos pulgadas para la mejor delineación, o porque no os permite que os cojáis media vara del público. Decía yo que entonces había más unión y más fe, y a la vista tenéis los testimonios. Apenas se proyectaba alzar un hospital o un templo, apenas se emitía una idea útil para la comunidad, cuando todos contribuíamos espontáneamente a realizarla con nuestras dádivas. Sin ir más lejos, ved este puente, ved esas iglesias; de plata es el altar en que se adora a la Virgen de la Caridad; de plata y oro sus alhajas más comunes, y en su custodia relucen prendas de gran valía. No creáis que para esto se molestaba al país, los bienhechores de ese templo eran pocos, y allí estaban retratados; vosotros quitasteis esos retablos, avergonzados sin duda de no poder imitarlos, porque hoy sólo se atiende al provecho particular, nadie hace cuenta con el país, ni con el porvenir. El egoísmo y una rivalidad mal entendida han sustituido las virtudes sencillas de otro tiempo de que no os queréis acordar, sino con menosprecio. iAy! el pasado era nuestro, nuestros hijos descuidan el presente, el porvenir, sabe Dios de quién será.
Dio el anciano a estas palabras, un aire tan misterioso y melancólico, que el joven no pudo comprenderlas en su verdadero sentido, pero asiéndose de ellas para sacar la cara por su siglo.
—Yo creo, dijo, que si de ustedes era el pasado, nuestras son el pasado, el presente y el porvenir.
—He allí el espíritu pretencioso del siglo, murmuro el viejo.
El joven sin cuidarse de sus palabras, continuó:
—Creo que los siglos anteriores no han hecho otra cosa que preparar elementos para la prosperidad del presente, elementos que nosotros hemos sabido aprovechar utilizándonos de su verdadero valor. El Camagüey era entonces un pueblo pastor: criaba para sus necesidades, y como éstas eran pocas, dormía después de haberlas satisfecho y derramaba el sobrante en los templos o en arcas inseguras de madera. He aquí en dos palabras bosquejada su historia. Era cristiano este pueblo, y los efectos de su creencia, son esos templos y esas alhajas de que ha hablado usted, sin que se contara entonces para nada con el hombre ni con el progreso de la humanidad. Hoy hay más inteligencia, más actividad, mas instrucción, y aunque se admire usted, está mejor comprendida la religión.
—Me agrada oíros, y desearía que os explicaseis, pues aunque soy de aquel tiempo en que desconocíamos la humanidad, y acompañó con una sonrisa estas palabras, me interesa vivamente su progreso, y quiero oír las tendencias del espíritu innovador de vuestro siglo. Comprendo que vosotros utilizaréis los elementos que nosotros preparamos: los padres siempre trabajan para sus hijos. La cuestión está en que estos hijos, por desviarse demasiado de la senda que ellos siguieron, lo pierdan todo. Quiero conocer vuestras creencias y vuestras esperanzas y lo que en fin haréis para sacar este pueblo pastor de su rebaño, y hacerle marchar junto a los más civilizados del mundo.
—Es muy fácil, y no sé yo como el espíritu que hoy empieza a animarnos, no ha llegado hasta la celda de usted. Nuestro Dios es y será el mismo que el de ustedes, pero ha trocado su carácter de vengador por el de salvador, repuso sonriendo el mancebo: no es el temor que infunde el fanatismo, el lazo que a él nos une; es el de un amor puro y santo, que inspira confianza, resignación y amor al hombre. Hoy no necesitamos altares de plata y oro para adorarle, difundimos la educación, alzamos casas de beneficencia donde se enseña y se consuela a la humanidad. Hoy le alabamos dando estímulos al trabajo que la moraliza y que le alzará un altar en cada pecho, y una corona en cada familia.—La agricultura y la industria, estaban en su infancia en el siglo de Vd. el comercio era aquí desconocido, y la posición topográfica del Camagüey le tenía encadenado entre estos dos ríos: nosotros hemos hallado el modo de mejorar esa posición, abriendo vías de comunicación que a la vez de servir para exportar lo que producimos, estimulando esa misma producción, ensanchan el círculo de nuestros recursos, de nuestras esperanzas y de nuestras relaciones. ¿No ha oído usted hablar de la empresa del ferro-carril que tenemos entre manos? ¿de los proyectos de cruzar las razas de nuestros ganados para mejorarlas, premiando en públicas ecsibiciones (sic) a los buenos criadores? ¿No ha presenciado usted ninguno de los ecsámenes (sic) de nuestros colegios, ni sabe el plan que tenemos de formar otros de niñas que den escelentes (sic) madres a la patria? ¿No ha pasado por nuestra plaza de recreo, que pronto estará concluida? ¿No ha transitado por nuestros caminos, y encontrado en ellos nuevos puentes? ¿No lee nuestro periódico, y en él los rasgos de nuestro amor por la literatura, y ese espíritu de asociación y de progreso, que se infiltra en todas las clases de la sociedad, y que será fecundo en mejoras materiales y morales? Pronto se introducirán máquinas que ahorren brazos y aumenten los elementos de prosperidad y de riqueza, pronto volará el pensamiento de región en región, y el país que lo reciba tendrá que acogerlo y marchará, mal que les pese a muchos, si no a la par, cerca por lo menos de otros pueblos civilizados.
—Os oigo con gusto y veo razón en muchas de vuestras palabras. Grandes son vuestros proyectos, pero temo que en ellos os quedéis. Gracias si concluís ese ferrocarril de que oigo hablar con variedad, y cuya necesidad y ventajas comprendo tan bien como vos. ¿Mas, por qué os afanáis tanto por terminarlo y no corre el país como en otro tiempo en masa a protegerlo? Noto con placer que se despierta cierto espíritu de asociación y de progreso, pero le falta un elemento que nosotros teníamos en todo su vigor y que vosotros menospreciáis: os falta fe, y ésta es la que purifica y hace estables las obras de los hombres, la que los obliga a amarse y a ayudarse mutuamente, la que les infunde patriotismo y virtudes cívicas. Es necesario que deis dos pasos más con el siglo para aprovechar los descubrimientos, grandiosos sin duda, de que me habláis y uno atrás para recoger esos destellos de fe que nosotros guardábamos y que deben alentamos, dando un fondo de moralidad a vuestras concepciones. Que un noble estímulo, no una rivalidad envidiosa, os haga mejorar las razas de vuestros ganados y aspirar a los premios de sus exhibiciones. Que la educación que deis a vuestros hijos. no se abandone a los maestros; es necesario que os intereséis vivamente en ella y que la hagáis extensiva a la clase proletaria; que sus principios se apoyen en el amor de Dios y en la moral de su Evangelio; pues por más que habléis de vuestros colegios, lo que yo noto es que los niños salen de ellos para entrar en los billares y casas públicas, para pasar en el ocio la mejor parte de su vida, perdiendo así hábito del estudio y del trabajo y contagiándose con la lepra de la inmoralidad y del vicio. Nada hacéis con instruirlos, si no les dais ejemplos moralizadores y los conserváis en buen camino. Pensad que de ellos salen los maridos de vuestras hermanas y de vuestras hijas, los depositarios del honor de vuestras familias y de las esperanzas de vuestro país; los administradores de vuestras fortunas, y por fin los hombres que han de formar la sociedad camagüeyana y realizar las miras que el Creador tenga respecto de este pueblo. Me agrada que eduquéis vuestras niñas, pero cuidad bien que esa educación sea sólida, para que ellas sepan formar vuestra felicidad, conservar vuestra honra, rechazando indignadas los rasgos más sencillos de la inmoralidad y libertinaje y puedan infundir en el pecho de sus hijos amor a la patria, al pudor, a Dios y a los hombres. Leo siempre nuestro periódico y hallo en él algunos rasgos del amor por la literatura, pero sé que no la cultiváis con ni premiáis siquiera las dignas elucubraciones y desembolsos del hombre que consagra su vida y su tiempo a vuestra ilustración. Me alegraré que las máquinas ahorren brazos, para que prosperéis mejorando la suerte de nuestros esclavos; pero os lo repito, si no tenéis fe y moralidad, jamás tendréis costumbres, vuestras aspiraciones se quedarán en proyecto y una sociedad indolente, abyecta, viciosa y criminal será, si Dios no lo remedia, la que exhibiréis a los años que están por venir. Creedme, yo veo asomar una crisis para el Camagüey: tenéis muy buenos elementos, pero mezclados con otros pésimos: el acierto está en distinguirlos y en adunar esa fuerza bienhechora que hoy os anima y os impele a grandes empresas con la fuerza moral que a nosotros nos inspiraba. Si esa unión falta, el Camagüey es perdido.
—Padre, está V. fatalista hoy y es raro para quien tiene siempre la sonrisa en los labios y la bondad en el alma.
—Es que, hijo mío, me tocasteis una fibra que traigo enferma hace más: yo quería esplicaros (sic) que la alegría de la feria de que mo (sic) hablasteis, tenía un fondo de impureza fecundo en desgracias y ruina: la quise comparar con la de otras épocas, pero me distraje, lo que es propio de mi edad y... Es ya tarde; me voy a mi iglesia, que ya suena la oración.
El anciano se puso en pie, murmuró algunas palabras con los ojos elevados al cielo, y como si este lo bendijera se llevó la mano derecha a la frente, al corazón y los hombros. El joven lo acompañó, no sólo porque era ese su camino, sino porque temía que la multitud de carruajes y de gente que entraban y salían por el puente, estropeasen al digno sacerdote. Al llegará la iglesita de la Candelaria, donde tenía éste su mansión, se detuvo, y señalándole un carruaje, le dijo:
—Observe V. el joven que va en ese quitrín, el de larga melena y bigotes.
El anciano fijó su atención —Lo he visto y me parece conocerle, dijo después de un instante.
—Pues bien, añadió el mancebo, para que V. vea que aún tenemos fervor religioso, ese hombre, ese figurín que parece entregado al lujo y a la ociosidad, acaba de dar treinta onzas para la fiesta de la Virgen, hace cuantiosas limosnas y es el centro de las simpatías y de los placeres de este país.
El anciano miró tristemente a su interlocutor y acercando después el labio a su oído, profirió estas palabras:
—En la senda donde el Señor ha colocado los pueblos, suelen aparecer hombres que preparan o deciden sus destinos. Genios excepcionales, que dotados de cierta gracia simpática, de una inteligencia superior a su siglo y de un poder magnético, incomprensible, inspiran a las sociedades sus creencias, reflejan en ellas sus luces, las animan con su espíritu y las llevan de un paso al engrandecimiento. Hay otros que por los mismos medios aunque por distinto camino, contagian a los pueblos con sus costumbres, instilan en ellos el veneno de la corrupción y los pierden. En el Príncipe tenemos hoy dos hombres, cada uno correspondiente al género que acabo de describir. Sus obras os harán conocer el primero, si no se extravía. El segundo es ese joven que acabáis de señalarme.
—Una palabra, replicó el joven.
—Ni media, sobre este particular, contestó el anciano, y la puerta se cerró tras él.
Nuestro caballero siguió por la calle de la Caridad confundido entre los grupos de devotas que a rezar la novena se dirigían al templo.
Tomado de Una feria de la Caridad en 183… La Habana, Imprenta Militar de Soler, 1858, pp.7-21.