El 14 catorce de julio de 1789 nació la Libertad en París de Francia. El catorce de julio de 1921 nació mi primera nieta en Camagüey de Cuba. Las dos fechas son para mí sagradas. Luis XVI, rey de Francia entonces, supo la noticia en su castillo de Versailles y yo, Ministro de Cuba en aquella época, la escuché a bordo del vapor que de Nueva York me depositaba en La Habana. Sabía que el bello juguete de carne se esperaba pronto de París, pero ignoraba precisamente el día. Cuando el vapor se detuvo en nuestra bahía vi acercarse a nuestro costado —el del buque— un ligero esquife, hinchadas las velas para la más rápida corrida. Cuando aquella especie de shooner (sic) se halló a apreciación de mirada, reconocí familiares agitando pañuelos y sombreros en una animación comprensible. Mi mujer, apoyada contra el abismo, me dijo con sus ojos risueños: “son Conchita y Humberto”. Y eran ellos; más adivinados que vistos. Las primeras palabras que oí de labios de mi hija, fueron éstas: ¡Una niña; el día catorce! El fervor sagrado del entusiasmo llenó las dos almas que venían a bordo. La bella frase “el día catorce”, corrió sobre todo el Havre (sic) como un arabesco de luz, iluminó nuestros corazones, doró toda la nave y recamó la vasta extensión de agua que nos rodeaba, tendiendo grecas y prendiendo jazmines sobre las cambiantes sedas de su fluida túnica.
¡Catorce de julio…! Mi culto a Francia había sido premiado por la gran nación haciendo de su fecha redentora una fecha de eterno gozo para mi alma.
Al entrar en nuestra casa, después de una visita al telégrafo para una felicitación a Antonio y Chea —los padres de mi nieta—, nos hallamos telegramas y cartas de los camagüeyanos. Sabían que llegábamos en estos días y enviaron la noticia a nuestro hogar.
Apenas limpiados del polvo de piel y traje, salimos para Camagüey — a verla ¡Un encanto la niña! Una bola de sèvres donde hubieran pintado rosas. Los minúsculos puños ostentando brazaletes de pliegues en que la salud parecía cerrar los broches. Una flor con un tapiz por flores en una cuna como copiada de la en que nació la Venus (sic). Risas rápidas y cortas serpenteaban en los labios frunciéndolos y dilatándolos sucesivamente. Los piececitos, dos capullos que acababan de caer de la balda de la primavera cubana. Los besos llovían sobre ella, —rocío fecundador de la flor que son los niños.
No es de extrañar mi creencia en la perfección corporal de la recién nacida. Para todos los padres y todos los abuelos el niño es un poema de amor y (de) luz. ¡Infeliz el que no piense que sus hijos o sus nietos son los más bellos del mundo! Es una debilidad creernos únicos —pero sublime (sic).
Se pensó en el nombre que había de llevar en su lindo paso por la tierra. Se pensó en Tula, en Belén, en Adela; pero una admiradora de las virtudes de Marta Abreu opinó que Marta. Y esta palabra, con su timbre dulce inmortalizado por Flotow, fue el escogido. Y se le llamó Marta.
Hoy tiene cuatro años, y según me escriben es la más gozosa muñequita de Camagüey; consciente —a pesar de sus poquísimos años— de la grandeza dulce de la ciudad en que se abrieron sus ojos a la luz con algo de la fuerza ancestral que es en los Agramonte, los Caballero, los Varona y los Agüero, el patriotismo, la altura, el saber y la virilidad; y en las Tula Avellaneda y las Aurelias Castillo (sic) la belleza, el ritmo de gracia y austeridad de pensamiento.
Dios recompensa siempre, a pesar de lo que afirman los pesimistas que las durezas de la vida moderna multiplican (sic). El hogar de los Agüero enlutado durante largos años por la proscripción colonial. —Enrique Agüero, jefe de la familia Agüero-Varona, una de las más grandes figuras sociales y políticas de Camagüey, padre de la madre de Marta, murió deportado en una prisión española, sus bienes confiscados y su nombre impedido de ser honrado públicamente en Cuba. Lo que fueron su viuda y su hija en esos años de la guerra, plumas más vengadoras podrían decirlo. Se necesita toda la virtud, toda la paciencia y toda la austeridad religiosa de las mujeres camagüeyanas para resistir tanta desgracia. La madre y la hija, fiadas en la clemencia de Dios, esperaron. Y la clemencia de Dios se mostró: la independencia vino. Y como dos lindas palmas que un sol implacable agostaba lentamente y que brisas benéficas alzar súbitamente, la reconstrucción del hogar se realizó de nuevo. Y la felicidad relativa que la existencia ofrece brilló de nuevo en el hogar. Marta es la adorada niña en quien los camagüeyanos saludan acendradamente a la nieta del mártir cubano que fue Enrique Agüero.
¿Por qué escribo estas líneas que ella no ha de leer, pues a esa edad no caen los ojos sobre una página? Porque mi alma, llena de la luz de estrella que es mi nieta necesita volcar los reflejos. Yo sé que no leerá este artículo. Ni ella ni nadie. Es la suerte de casi todos los artículos que escribo. Nacen y mueren en el momento que nacen.
Creer que me leen sería la más candorosa de mis seguridad (sic). Mi pseudónimo se conoce, porque apareciendo todos los días, acaba por clavarse en las memorias. Poro mi artículo... bah! Cuántas veces me encuentro un oficios —vestido de guasa— que me dice: “me gustan sus artículos; están muy bien escritos; es usted uno de los escritores más notables de Cuba. Después de Varona, de Aramburo, de Márquez Sterling, es usted el primero’’.
Y me dan ganas de contestarle la más modesta de las gratitudes:
—“Sópleme esto ojo!”
………...
Pero yo le leeré este artículo a mi Marta, si vivo, dentro de seis años: el 14 de julio de 1931. Así que la que hoy no lee, ese día oirá.
Tomado de “La página de la Asociación Femenina de Camagüey”, periódico El Camagüeyano. Diario independiente. Año XXII, Número 199, domingo, 19 de julio de 1925, p.9.