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Ignacio Agramonte: orador, legislador y guerrero

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Ignacio Agramonte: orador, legislador y guerrero

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Aquellos días fueron de verdadero júbilo para la naciente Patria. Promulgada la Constitución el 10 de abril de 1869 en el pueblo de Guáimaro, entre los clamores de entusiasmo de un pueblo que había estado de rodillas y que declaraba la Pascua de su dignificación. Ignacio Agramonte que en unión de Antonio Zambrana había llevado funciones de secretario en la Constituyente pronunció, después de la ceremonia de la investidura, elocuentísimo discurso, tan adecuado al carácter de las circunstancias que lo inspiraban, que fue como el eco de todos los corazones. La voz de todas las conciencias, obligando a unos al recogimiento, haciendo brotar raudales de lágrimas, provocando disparadas explosiones de entusiasmo en la muchedumbre. Elevando a todos los ánimos la emoción profunda que los dominaba. Puede decirse que con esta ovación acaba su vida de legislador militante, de tribuno de la democracia, de orador político, porque a poco que quedar constituida la República, renunció (a) su cargo de representante, ingresando de una vez siempre en el Ejército.

Rápida pero brillante y gloriosa fue su carrera de orador político y de legislador. Lo mismo en las juntas que en el Comité, en la Asamblea que en la Constituyente, su palabra, por su acendrada sinceridad, serena vehemencia y elevado y recto juicio, llevó de victoria en victoria, sus convicciones. Mientras ciñó la investidura de representante no tuvo más rival en el terreno que el correcto y atildado Zambrana, que comulgaba, en punto a principios, en la propia iglesia. La magia y la fuerza de las oraciones de Agramonte residían en la dicción llana, clara, limpia, en la argumentación sólida, sobria, persuasiva en el tono severo, augusto, de apóstol, más bien que de polemista; en que su palabra fue, en todos los momentos, la expresión armoniosa y pura de su carácter, el verbo de un sacerdocio sin mancilla. Su palabra, en efecto, nacía envuelta en aquel resplandor que parecía emanar del fondo de su alma, ungido en sus virtudes, encendido en la llama de su patriotismo, y como templada en el calor de su voluntad inquebrantable, con la suave e irreductible unción del ejemplo, participando así de la grave sentencia de patriarca, consejero o guía, y del ardor impetuoso y heroico del caudillo mozo, cuyo acento vibra como un clarín en el corazón de las multitudes.

La crítica en el día de las sentencias, juzgará su obra de legislador. Sean cuales fueren los errores en ella encarnados, unos bullían en los libros doctrinales de la época, en la atmósfera de aquel período de convulsiones universales, otros habían nacido al calor de la atmósfera de la colonia como larvas de un pudridero; todos eran el común resultado del impulso recibido para emprender opuesta ruta a la que hasta entonces, como a una manada, se había obligado a seguir al pueblo cubano: a la atonía de la opresión debía suceder el delirio de la libertad. Agramonte legislador se propuso impedir la tiranía civil y la tiranía militar.

Las dos tiranías, por el espíritu del Código fundamental, tenían en la Cámara el juez supremo. Pronto surgió el reo, y Agramonte, que fue su acusador más enérgico, veló como soldado por el cumplimiento de la soberanía. Sobrevino después la realidad con sus limitaciones, sus exigencias, sus relatividades; se impuso la necesidad de una reforma en el sistema y Agramonte, que entrevió el remedio con la necesidad, no vaciló en modificar los principios de que había brotado su obra. Estaba entonces su carácter en el apogeo de su grandeza; todos volvieron sus ojos hacia él como a un salvador. Cuando marchaba a aceptar, por aclamación de militares y civiles, el cargo más elevado del Ejército, excepcional en tanto él lo desempeñase, cargo que no se confió después a ninguno de sus conciudadanos, cayó, precipitado por la homicida Providencia que presidía los destinos de la Revolución, de una altura que sólo él ha alcanzado entre los cubanos…

De sus arengas y oraciones no queda otro trasunto que los fragmentos que murmuran, con delicia y unción, los que tuvieron la fortuna de oírle, en el santuario de las leyes o en medio de la llanura, cuando parecía crecer en talla, y su voz, vibrante y sonora, se sobreponía a todos los rumores y todos los ruidos, como el acento del trueno en la naturaleza. Parecía natural que Agramonte, por sus aptitudes, por la índole de su profesión, y aun por los triunfos que había alcanzado como legislador, continuase desempeñando sus funciones de representante, ya constituida la Cámara; pero su temperamento batallador, su fibra de león y la convicción que abrigaba de que la patria antes necesitaba soldados que oradores; hombres de acción antes que hombres de palabra, —lo llevaron, primero, a compartir su actividad entre la tribuna y el caballo de batalla, después, como llevamos dicho, a no ser más que soldado. Creía harto suficiente la obra de organización política para un país que tenía que completar su desenvolvimiento con el hierro y el fuego, dado que lo hecho era una escuela de costumbres públicas para que los antiguos colores se fuesen adaptando a la vida del ciudadano. No cabe dudar que si Agramonte hubiera permanecido en la Cámara ésta no habría incurrido en las gravísimas responsabilidades que contrajo, pero entonces la Revolución hubiera acaso perdido su más insigne paladín. Abona nuestra legítima sospecha el extraordinario ascendiente que con aquel carácter alcanzó Agramonte, ascendiente que no debió a su fortuna, que era mediocre, ni a su influencia, que nada podía justificar entonces, sino a su esfuerzo personal y a la revelación de sus cualidades. Su acción personal, con este primer período, es de verdadera trascendencia. Si en el Camagüey es la causa determinante de que el movimiento se eleve a guerra formal por la independencia, si en el Comité y la Asamblea mantiene la forma democrática y republicana, que hace prevalecer en la Constituyente, sin que en esto olvidemos la fatiga y el lauro de sus colabores (sic); personalmente también, en sus entrevistas con Céspedes, es el campeón de los mismos principios, y como estos, al cabo, son aceptados por los mandatarios de los demás pueblos, así los de Occidente que sólo envió a la guerra un grupo reducido, aunque selecto, como los de las Villas y Oriente, no cabe dudar que Ignacio Agramonte es el arquitecto creador de los lineamientos del edificio que hemos diseñado en estas páginas. Se apartó de la labor, dejando a otros el cuidado de perfeccionarla, y revolvió sus ojos tan sagaces y penetrantes para sondear caracteres, hacia el pueblo de ciudades y campos que, sin preparación ni hábitos, como él, se había ceñido el arnés guerrero para conquistar la dignidad suprema de sus derechos.

Nota de El Fígaro: Debemos este fragmento del libro inédito del malogrado escritor y vehemente patriota Manuel de la Cruz, a nuestros amigos los doctores Gonzalo Aróstegui y Vidal Morales, quienes obtuvieron de la viudad de Cruz el permiso para publicarlo en este número.

Este texto tal como apareció en El Fígaro, el 20 de mayo de 1902. 


Tomado de El Fígaro, Año XVIII, Num 18, 19 y 20. La Habana, 20 de mayo de 1902.

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