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Providencia

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Providencia

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Con objeto de ir a almorzar a Providencia, varios amigos llegaron días atrás, a eso de las seis de la mañana, a la estación que en Jesús del Monte posee la empresa de ferrocarriles unidos de La Habana. Ahí tomaron el tren de Güines. Apenas echó a andar la máquina y se entró en pleno campo, empezaron a sentirse las frescas, olorosas y agradables emanaciones que despiden los campos tropicales en las primeras horas del día. Acostumbrados los pulmones a respirar la pesada atmósfera de cloaca de La Habana, al verse libres de tales gases mefíticos, dilatábanse con fruición, absorbiendo el aire puro, bien oliente y refrescante de la hermosísima campiña que se extiende entre La Habana y Güines.

Después de muy breves paradas en las estaciones del tránsito, llegó el tren al Palenque, que se halla un poco antes de la segunda de dichas ciudades. —El Palenque, obra reciente, es una construcción amplia, de altos puntales, como deben tenerlos todos los edificios de la zona tórrida, a fin de que el aire exterior renueve constantemente el de adentro, que corrompen los efluvios del hombre. Frente al aereado paradero extendíase larga línea de carros ferroviarios. Sendas carretas de caña se acercaban a los carros, donde colocaban en un instante la valiosa carga, por medio de esas grúas de vapor puestas en boga por el ilustrado hacendado D. Francisco Durañona. Antaño para transportar la caña a los carros se perdía algún tiempo y se necesitaban brazos. Ahora, aquella máquina ha simplificado extraordinariamente el trabajo. La grúa recoge el guacal, lleno de caña, lo levanta y lo mete en los carros. Cuestión de un momento.

—Un pitazo suena a la espalda. Se vuelven los viajeros, que habían bajado a la estación, y allá, a lo lejos, ven venir una locomotora, seguida de varios wagones (sic), que corría por la línea férrea del servicio particular del gran central a que se iba.

La línea conduce el azúcar del batey al paradero en que se encontraban los aludidos amigos. En conexión con ella hay otra vía estrecha para el transporte de la caña. —Suena un segundo pitazo, y llega al Palenque la locomotora, puesta, por su dueño, a la disposición de los excursionistas que aguardaba. En uno de los costados de la máquina se leía, en gruesos y dorados caracteres, esta palabra: “Providencia”. A un wagon (sic) se trasbordan los viajeros, y el tren expreso emprende su viaje de retorno al batey, a donde llegó en pocos minutos. —Ya en él, vése a un lado un inmenso edificio. Es la casa de caldera, la enorme fábrica en que entra la caña para salir convertida en azúcar. A otro lado se divisa la casa de vivienda, muy sencilla, casi toda de planta baja, pero muy alegre y pintoresca, en medio de los cuatro bellos jardines que la circundan, dándole un aspecto encantador. A la vista se ofrecen también un edificio muy bonito, destinado a taller de carpintería, y otros, bastante desvencijados por el transcurso de los años. Eran los antiguos barracones en que vivían los negros del tiempo de la esclavitud. La vieja construcción sirve de albergue a pobres trabajadores y a algunos individuos de la hoy desaparecida dotación del primitivo ingenio.

Central Providencia, 1912.

Naturalmente llamaban la atención el campo, en que nace la caña, y la fábrica en que se hace el azúcar. El campo, es decir, la agricultura, alimenta la industria, a la que da la materia prima. Con interés, pues, caía la mirada sobre aquellas interminables caballerías de tierra, trocadas en campos de caña, que llegaban hasta el horizonte. El terreno es magnífico; todos se hacen lenguas de su prodigiosa feracidad, que acrecen abundantísimas. La tierra del ingenio parece inagotable. No se cansa de dar óptimos frutos, como anhelosa de recompensar con pródiga mano, la ruda labor humana. Mucho debe al enérgico y competentísimo hacendado que ha hecho del ingenio, que sólo producía unos cinco mil sacos de azúcar, el grandioso central que hoy lanza cien mil al mercado azucarero, y que está en condiciones de elevar esa cifra hasta la de doscientos mil. Como Apezteguía, como Emilio Terry, como Fernández de Castro, como Melchor Bernal, así Pascual Goicochea ha levantado, por sus propias fuerzas, en Providencia, un espléndido monumento a la industria de la fábrica del azúcar. Los colosales centrales erigidos y fomentados por esos grandes trabajadores, constituyen un timbre de honor y gloria para el trabajo cubano. Concretándonos a P. Goicochea, diremos que ha sido ingente la labor que ha llevado a cabo. Sin riquezas heredadas que le sirvieran de punto de apoyo, él ha ido agrandando paulatinamente a Providencia lo mismo en el orden agrícola, pues ha aumentado considerablemente sus adquisiciones territoriales, que hoy pasan de trescientas caballerías de tierra, que en el orden industrial, pues ha hecho instalaciones mecánicas que son las más modernas y por consiguiente, las más perfeccionadas en este ramo de la fabricación, que ha realizado tan rápidos y asombrosos progresos. La casa de caldera, mejor dicho, la fábrica de Providencia, admira y regocija por el número y diversidad de sus aparatos, todos modernísimos, y cuyo delicado engranaje pregona la maravillosa exactitud de los cálculos científicos de los insignes inventores de máquinas de nuestro siglo. Ver cómo el conductor arroja entre los enormes cilindros, enormes tongas de caña, que así oprimida y estrujada suelta el jugo que, desde ese momento, va sufriendo mil transformaciones a través de mil aparatos, hasta hallarse convertido en azúcar centrífuga, es un espectáculo que encanta, sobre todo por la rapidez con que se desenvuelve. Pero la incansable actividad y espíritu de empresa de Pascual Goicochea no se han detenido aquí, sino que lo han llevado a la industria de la refinería, y ésta le ha conquistado el mercado interior de la Isla, que en la actualidad inunda con ese magnífico refino, ya en polvo, ya en cuadradillos, a precios moderados, refino cuyo consumo se extiende entre nuestras familias, más y más cada día. —Providencia no ha concluido todavía su inmensa zafra. La grandiosa máquina funciona día y noche, sin interrupción. Las puertas laterales de la fábrica arrojan constantemente miles y miles de sacos y cajas de azúcar, que se derramarán sobre el mercado universal. Al contemplar aquel torrente azucarero que surge de los flancos de Providencia, mientras me pasmaba ante los prodigios del trabajo libre, pues tal producción jamás la hubiera creado el trabajo esclavo, siempre torpe y cansado, repulsivo e intolerable, mi espíritu observaba el contraste que ofrecía ese cuadro de trabajo, de animación, de riqueza, de profunda quietud moral y de vigorosa acción mecánica, con aquel otro tremendo que en la parte oriental de la Isla, presenta el mar alborotado de las pasiones… Sea cual fuere el resultado de la aguda crisis que atraviesa nuestra producción azucarera, ora concluya en su ruina total, ora resurja más repleta de vida a virtud de cualquier solución salvadora que se encierre en los arcanos del porvenir, siempre misterioso, bien merecen el aprecio de sus conciudadanos los hombres que, como el gran hacendado de Providencia, han trabajado heroicamente, resistiendo a crisis tan terribles como las originadas por la abolición de la esclavitud, sin compensaciones en el régimen económico y rentístico del país, y por la depreciación del fruto a que este pueblo colonial debe todo lo que es y representa entre los productores del mundo.


Tomado de
El Fígaro, Año XI, Num. 16, Habana, 12 de mayo de 1895, p.222.

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