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Pero el frío, el frío
os aseguro que es el corazón
del mundo

Conocí a Escardó en un viaje que hicimos, por el 54, creo, a Camagüey, a esta misma tierra que lo vio nacer, por cuyas calles deambuló, desconocido y como una sombra, en vida, y que ahora lo reconoce, a mayor luz, en la muerte. La primera sorpresa que deparaba Escardó era la del contraste entre su rostro enjuto, hecho a todas las durezas e intemperies, y la sonrisa casi infantil, sin amargura, transparente, con que daba su bienvenida. El que escribió una poesía tan desgarradora, era de trato directo y franco, proclive al humor y a la risa. No tenía el alma fiscal ni censora. Él, que conoció hambres sin cuento, manoplas de los guardias de la tiranía, madrugadas sin una taza de café, no acusa, sino con el propio grito, ni se queja:

                  En santa paz quedo
                  Ni me deben
                  Ni debo.

Todos recordamos “el hermano” de Escardó, que no tenía que ver con el cristiano reconocerse en un Padre común, ni con hermandad de secta o masonería. No suponía parentesco espiritual alguno, sino que era, como él, a la vez cariñoso y distante, más cerca del “mi hermano” del hombre de nuestro pueblo que se regala a cualquiera, no porque nos sea más próximo sino porque está también de paso, no porque sea importante para nosotros sino porque es alguien que tiene tan poca importancia como nosotros, no porque compartamos un origen o una futura gloria comunes sino porque es, a qué discutir, hermanos, como nosotros, alguien está solo y va a morir, un poco de nada.

Se veía que había pasado, como un fakir de circo pobre, por el fuego, con algunas cicatrices y lastimaduras, pero a fin de cuentas, contento de sobrevivirlas, no dañado. Genios de la pobreza hay (Cervantes, Chaplin), conocidos o desconocidos, que descubrieron, en esa importancia que se da, y nos quiere dar, lo trágico, un flanco por el que se lo hace tropezar y caer en lo cómico y ridículo. No es la evasión, en el fondo amarga, del “tirar a broma”, ni el refugio frío del sarcástico o impotente, sino el sentirse más fuerte y como menos provisional que la inhumana calamidad y sus grotescos con un resquicio o abertura por la que puede salir, como de la piedra, el chorro de risa fresca restauradora. En otros mayores (recuérdese la experiencia del presidio en Dostoyewsky o Martí) no logró tampoco la desgracia, sometimiento o dominio, ya que más que sentirse víctimas de la miseria se hicieron solidarios de la humanidad por ella. Escardó, en su lucha cuerpo a cuerpo con la desgracia, nos recuerda a ese muchacho delgado que uno ve fajarse en plena calle con otro de desconsiderada talla, inmovilizado contra el suelo, sin más movimientos posibles que los de la defensa impotente o el rencor, a quien de pronto, un movimiento más rápido o elegante permite ese vuelco, ese cambio de posición por el que se queda inesperadamente encima del contrario. A esa salida del mundo de las reacciones fatales y esperadas por un movimiento de gracia libre nos gustaría al fin llamarlo por su verdadero nombre: bondad. La miseria lo pudo haber conducido hasta su fondo pero

              y de nuevo al revés
              trepando del abismo
              escapo

Palma bélica - Ángel Acosta León - 1961.

Íbamos por estas mismas calles nosotros a pie y él, sonriente y conversador al lado, en su bicicleta. Pensaba que debíamos formar un grupo curioso y quizás, ay, simbólico de nuestras distintas velocidades, a los ojos de los transeúntes. Habría que hablar de la bicicleta de Escardó, una de sus pocas posesiones en la tierra:

              y no tengo sino una perra
              y unas piedras
              y no tengo sino el hueso
              pegado a la costilla
              superior del alma,
              la bicicleta.

La bicicleta que escapa y la piedra que se queda fija en el mismo sitio, impenetrable: a las dos las amaba Escardó, errante y fijo también, como pocos. Otros extremos imposibles reunía: lo familiar entrañable y la intemperie, que dejó huella en sus dos textos mayores: el cubanísimo “La familia”, tan imitado como inimitable, y ese texto desgarrador “El valle de los gigantes”, nuestro mito de la caverna. Su poesía comienza como el mundo por la palabra “Madre” y termina con la pregunta de la orfandad y el desamparo. Como un hombre que fuera andando por un camino en apariencia llano, metiera el pie en una trampa que lo condujera al centro de la tierra, se abren entre las palabras de sus poemas, siempre breves, espacios enormes, como taludes o rocas cortadas a pico: las ideas o imágenes parecen fragmentarias, rotas, como la tela que cubre a alguien que anda entre peñascos desnudos.

               Quién me hizo resbalar por la pendiente?

No se refugia su poesía en la añoranza de lo perdido (“A qué nombrar cosas desaparecidas?”), el hogar de la niñez (“el tibio lugar donde no quieres”), el pecho infantil de las madres, a cuyo regazo se acoge sólo cuando el desamparo arrecia demasiado fuerte. No hay en su poesía complacencia de forma, continuadas líneas melódicas, rimas ni medidas. Como al final de “La familia”, una ruptura brusca, inesperada “salida”, sorprende. Intenta, en algún raro apunte, el verso regular: “Hiere tu luz mi espacio si te invoco”, y la línea se le quiebra, como las palabras al que va a romper a llorar; cojea, maestro, el verso; se le pierde, por el bolsillo roto, alguna sílaba, y queda al final sólo la luz, siempre heridora en su poesía, que calla y lo estremece. Escribe una paráfrasis al hermoso poema de Samuel “El palacio solo” y nos lo deja enjuto, sin un oro, con un leve y significativo cambio del tiempo verbal (por “nunca pude”, “nunca podré”) y muchas menos palabras. El poema es el mismo pero despojado de las riquezas de sus hojas, vuelto raíz, convertido en su sola estructura. “Apuro (dice como si fuera un pozuelo amargo) el contenido del paisaje y disimulo.” No hay en su poesía más flores que las de piedra ni más paisajes que los del espanto. Gritos oiremos en ella, pero no quejumbres, fragmentos indescifrables, como los que aparecen en los residuarios de nuestros indios: tiene clavada su poesía, como la pared de su cuarto, por toda noticia del bosque en que fue herido, un frontil de venado.

La caverna de Segismundo, caverna del hombre, cueva del sueño, el alejamiento de la luz y la marcha por lo oscuro, configura su poesía, en la que no hay color sino sub-blancos y sobre-blancos fulgurando en el negror de la caverna a que no llega el sol de afuera y en que los fósforos no rayan, pozos y lagunas infernales, metales, líquenes y fuegos. Se topa uno en ella sin cesar con la palabra “pared”, “paredes”, como con los muros los pasos de un preso. Nombres y fechas aparecen marcando los días, siempre iguales y sin sucedidos, que corren y faltan. Inscripciones del encalabozado en una celda parecen a veces sus poemas. No llegan hasta ellos voces humanas, sonidos terrestres, sino ruidos, gritos que no dejan abandonarse al sueño, sonidos de la noche y sus fantasmas, ruido del corazón. Él oye “los gemidos del Universo”. “Esto está oscuro”, dice. Sus palabras se cuelan por los silencios del poema como el viento por las rendijas de una casa abandonada. En casi todos sus poemas habla de vientos, vendavales, ráfagas que apagan las antorchas de la cueva, fuego devorador. “No te vayas, oh Fiel, mírame en estas ruinas / ven a mirar mi casa cómo acaba / ven a mirar por qué desciende más el alma”. Pasa de la superficie al subsuelo sin avisarnos. Creemos que está hablando de su descenso a alguna de esas cuevas que tanto gustaba de explorar, de arcos espaciales, esponjas y pilares subterráneos, y de pronto dice atravesar “subterráneas dan de pronto a amplios espacios cristalinos, gotas de espanto, rocas”: el que empezó tanteando las paredes de lo oscuro está ahora ya, nada menos, “tocando la bóveda del alma”. Ese traspaso de la realidad física a la espiritual es típico de su poesía, donde estrechas galerías subterráneas dan de pronto a amplios espacios cristalinos, espacios casi siderales del fondo, como esos corpúsculos pequeños que vistos a través de un cristal revelan una inmensidad de espacio en que la infinitud de pequeñez se confunde con una magnitud casi estrellada y la noción de tamaño desaparece. El fragmento desprendido de su totalidad conocida parece buscar su totalidad desconocida. Llega, como todos los encerrados, a perder la noción de tiempo (“Domingo o sábado, no sé”) y la de su situación “Y no sé / ay / no sé”.

             Arriba, abajo
             de frente, a las espaldas,
             de un lado, otro lado.

hasta preguntar. “En dónde está tu alma”. La hora de su poesía es la tercia en que se consumó la Pasión:

              Hace frío, y hay sed, estoy hambriento, son las 3

No hay “una puerta a menos que cobije tanta pena”. Nombra “clavos” a los años. “Aunque me claven con el año 29.” No sabe si está muerto o si está vivo, sí vendrá el amigo o la muerte. “El sumidero baja hasta lo inmenso.” “Éste es el límite.”

              Mejor que no me vean
              tengo miedo
              miedo a que me descubran
              cómo existo
              cómo es que vivo
              cómo

No sabe “de que idioma del mundo es mi lamento”, qué lengua habla. Pregunta. “Qué otra cosa después de esto?” Tiene acentos de Job y del “De profundis”. “Es éste el último sitio?” Hay poemas que parecen gritos de auxilio. Nombra a uno “Tablas”, como un náufrago. Siente que la tarima se desploma. “Aguántenme.” Y hace a Dios la pregunta de toda la orfandad humana: “Y tú, dónde estás?” Sopla Escardó sus palabras en el hueco del poema y le responde agrandando su propio eco:

             Qué estoy buscando, Dios, qué busco en la caverna?

Esta situación de desamparo personal —y esto es algo que lo emparenta con Vallejo y su asunción del drama todo de España— llega un momento en que se convierte en asunción del desamparo todo del nombre. Vallejianas caídas hondas “en los Cristos del alma”, asunción de la desdicha, toda, voluntaria en el Cristo, que en el más humilde se vuelve involuntaria, pues cuando el sufrimiento llega al tuétano deja de ser personal para convertirse en simple y puro común del hombre, asunción por la que siente el peso de la cruz: “esta carga tenaz sobre los huesos de la vida”. La pureza que los ojos del mundo no han visto, gime:

                Ay la paloma gira lenta
                en largos vuelos
                espantada

Los cuerpos fuera de la luz se proyectan como sombras en el interior de la caverna, resultan iguales, reveladores de una culpa, un destino, un peregrinar comunes. “La sombra dando vueltas a mi lado / viene de la prestada forma mía.” Él ya no es Rolando sino “un hombre nada más”. Él ya no es Rolando sino “un hombre nada más”, cualquiera, todos. Ecce homo. Como Vallejo, cuando decía “No sufro este dolor como César Vallejo. Hoy sufro solamente”, siente que “mi dolor es de todos”. “Me entrego”. “Doy mi corazón a cambio de lo que te suceda.” Su vallejismo no es influencia literaria sino linaje humano. No ve sólo la familia, como el peruano, en sus aspectos más tiernos o entrañables, sino en su revés (“Me acosa el familiar”), “hierro en el alma del canario”. No busca refugios. Teme que pase “lo de siempre, caer sin cumplir”. Como asume la aventura y desventura del hombre puede decir indistintamente que es culpable de todas las muertes y que es inocente. Cree que ese levantarse y hacer sin fin del hombre es la sola sustancia del canto. Él no culpa porque está “tocado de maldad”, “vestido ligeramente de hombre”. La criatura, original y final, entera, está ausente. Por esto se llama “mísero ladrón, traidor mío”,

                 despojado
                 robado de mí por ti
                 canallesco
                 vicioso
                 encanallado ancestro que no me dejas

Los guardias se relevan en la galería subterránea, pero la situación del hombre es la misma. Él está desgarrado entre el principio y la sucesión, entre la luz que no sabe de dónde viene y el implacable correr de los días que no sabe a dónde van. Llama a acabar “dar fin a su doblez”. Sus poemas cuentan, como el relato bíblico el éxodo, por el desierto. Habla de la conjunción apocalíptica de la Bestia que no tiene un nombre individual y el Número, y la conjunción. Bestia espíritu, estrella que guía, “fuego negro que me matas”, como en el “Yugo y estrella” de Martí. Quisiera reunir “los cuatro reinos del Universo / los siete planos del mundo”, pasar más allá “de las ropas y el pellejo” a los espacios siderales del fondo. Él, allá dentro, ha quebrado “el cuarto espinazo de la Bestia”, “quemado la maldad”. Ésto es más hondo que la inocencia o la culpa personales. Dice que está

                 fuera del mundo
                 como el peso del mundo
                 y no me quejo

Como en los griegos o en algún versículo de San Mateo, ve a Dios pidiendo limosna al hombre, vestido de mendigo, Zeus mendicante, no en lo alto de los cielos sino “en los pisos ulteriores del alma”, “multimillonario de desdichas”, habitante de sus miserias, “hambreado hombre de la hombrada”, “solitario paria”. El poeta está “cantando entre las sombras”. La culpa acecha la inocencia y la misma doncella “arquea torso de serpiente”. No sé cómo nadie ha señalado las coincidencias de la relación culpa-inocencia en Escardó y en el personaje de El proceso de Kafka. En un breve y raro poema suyo parece describir una visión que lo dejó “como muerto”. Se dispara el arco de oro, las manos salen del círculo de fuego, el suelo tiembla bajo los pies y una visión casi paradisíaca la despierta:

                trompetas no vistas
                piafaban como manadas
                de celestes bestias

Alguien le muestra la llave que lo abre todo, la espada que corta la muerte y una flor de piedra que es una cruz con la señal: “Quien la lleve / orgulloso vence.”

Los que sólo destacan al Escardó coloquial, que hubiera podido reunir sus poemas con el título que dio Vallejo a los suyos, Poemas humanos, se extrañarán, quizás de descubrir en él tantas otras hambres, trascendentes, además de las muchas físicas que padeció. Se dice que sus ingenuas, confusas creencias teosóficas, budistas, ocultistas, procedían del inevitable provincianismo cultural a que tenía que conducirlo su escasa formación y su miseria. Puede que, por evasión de la pobreza, piense un mendigo las mismas cosas que, por evasión de la riqueza, pensó Buda, que era un príncipe, pero entonces la causa habrá que buscarla en algo más hondo que la riqueza o la miseria. Desde luego que la vida que ha llevado un hombre tiene que influir en sus ideas, pero jamás podrá explicarlas del todo. Del huevo nace el águila, pero no la majestad con que se cierne por los aires. El vio al mundo como “una bocanada de amargura” pero también tocó “los inmensos pilares del templo en tinieblas”. Sabe que el viento que lo arrastra puede ser la mariana stella matutina, pero también que “lo que importa es la Revolución”, lo demás son “mis argumentos”, pues

                 de todas estas cosas os burlaléis, hermanos

Colombina No. 1 - Ángel Acosta León - 1961.

En un cuadro de Acosta León, artista con el que guarda Escardó tantas semejanzas, hay un camastro, una colombina, cuyos alambres rotos están dibujados con la delicadeza de los rizos de los niños. La alambrada da la impresión de los cordajes de un instrumento musical desvencijado. Parece que esos hierros van a empezar a cantar. El que quisiera pintar la ciudad que se desprende tendría que, al revés, pintar los pacíficos portales que acechan cortados por precipicios, la extraña casa del tornero, saltando con el brillo de su luz, los árboles quemados contra el paisaje, los espacios girando enloquecidos y con el ojo fijo como un girasol de Van Gogh, y la noche cantando y desplomándose sobre los trapos del camastro.

Recuerdo ahora un mediodía que pasé hablando con él, sentados los dos en el suelo del patio del fondo de mi casa, mientras miraba jugar a mi hijo pequeño. Escardó estaba entonces perseguido por la tiranía y me contó que esta segunda vez lo habían cogido por habérsele ocurrido ir a esconderse en casa de uno que estaba más complicado que él. Era típico de Escardó ir a refugiarse con toda inocencia en la zona de mayor peligro. Recuerdo que me mostró un álbum que llevaba consigo de recortes con poemas suyos publicados en revistas, algún juicio crítico, una información sobre las pictografías descubiertas por él y su grupo en las faldas del Cerro de Tuabaquey y algunas cartas de su fraterno Fayad, entonces en París. Estaba orgulloso porque Cintio y Samuel encontrasen “La familia”, que siempre le pedíamos que nos recitase, un poema “antológico”. Recuerdo que sentí pena de mirar lo delgado de su álbum, cuán poco se ocupaban de él que con tanta humildad me mostraba su magro tesoro.

¿Qué hubiera pensado Escardó de todo lo que se escribió después, de estos homenajes que ahora todos le rendimos? Acordémonos de su cubanísimo “Me fastidia / tanto respeto”. “Me llaman Escardó / me hacen el dueño de estas nadas.” Los homenajes sólo los disfrutan los algo vanidosos o los muy humildes. Escardó, limpio de toda vanidad, “humilde hasta la cepa”, creo que se habría contentado con de ver aquí a todos sus amigos reunidos, con respeto solo de amor, para recordarlo. Aquí se ha dicho cuán despojado era de sí, cuán rico de humanidad. Habría que poner estas dos cosas en la relación que guardan. El poeta del descendimiento a las cavernas, el que habló del corazón de la noche, sabía que, a la salida de la cueva, “la luz sale de pronto como un chorro y un resplandor inmenso nos aguarda”. La cueva era palacio, la desolación tenía un secreto, no nos dijo que el frío fuera el centro del mundo sino su corazón. ¿Cómo iba a tener ningún resentimiento?

                    Mi casa está frente al Sol.
                    Es mi orgullo.

Bañado de luz desciendo de la montaña / bañado de una espesa luz vuelvo a mi casa.” Quiere que vengan ahora todos sus amigos, “que miren el resplandor que me rodea”.

Recuerdo los primeros días del triunfo de la Revolución y que recorrimos con él las calles en fiesta. Escardó estaba radiante. Caballeroso siempre, trataba de buscarme los mejores asientos para el desfile, de agenciarnos refrescos. Quería llevar a mi pequeño hijo a recorrer en jeep o helicóptero toda la Isla, cosa a que me opuse, naturalmente. Él, pobrísimo, nos traía siempre algo de regalo para él, una gorra, un carnet del grupo Yarabey, una piedra azul que aún conservo, otra blanca y llena de picos que él decía que parecía una iglesia. A Lezama le llamaba maestro, y recordaba siempre que fue el poeta quien primero puso en sus manos, estando en la cárcel, los poemas de Vallejo. Él, que nada debía a la poesía de ninguno de nosotros, se adelantaba a proclamarnos, allí donde otros, de veras deudores, se apresuraban a romper todo lazo. Al cese de la tiranía, de regreso de Yucatán, donde fue vendedor ambulante de telas, espeleólogo, maestro, lo pusieron al frente de una zona de desarrollo agrario. Prefirió, a sentarse a escribirle odas a la Revolución, poner su labor creadora de poeta, su imaginación y energía de bien de poeta, en los trabajos de base que hacían falta en una de las zonas más abandonadas de nuestra Isla, la Ciénaga de Zapata, en donde se ocupó de realizar la reforma agraria con eficiencia ejemplar que aún se recuerda y el sentido fraterno que dio a todo cuanto hizo. Me hubiera gustado, como tantas veces nos invitó, haberlo visitado allí donde realizaba con tanto entusiasmo las tareas más humildes y necesarias en aquel momento para la construcción de la Revolución. Me cuenta Roberto (Retamar) haberlo visto entre los carboneros de la Ciénaga, junto a aquellos hombres que no estaban muchas veces ni siquiera inscriptos en un Registro Civil, que vivían y morían sin que el país se enterase de ello, y haberle escuchado entonces estas palabras candorosas y radiantes: “Los he reunido aquí para decirles que desde este momento ha cesado la explotación del hombre por el hombre”.

Bueno, querido, grande Escardó, hemos venido aquí también nosotros para rendir homenaje a tu poesía, escueta como una raíz, trepadora del abismo, ligada a los principios, príncipe, y a tu alma de pobre, contenta y servicial, cristalina y solitaria.

(Octubre, 1969)

Ángel Acosta León - La nave - 1961


Tomado de
Hablar de la poesía. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1986, pp.402-413.

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