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Escuela de periodistas

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Escuela de periodistas

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Hace ya buen tiempo, siendo yo redactor de un diario habanero, entonces recién fundado, hube de asistir por encargo del director, a la primera exhibición del fonógrafo en esta capital. El acto iba a tener lugar en la sala de recibo del colegio de Belén. Fui el primero en acudir a la cita, y salió a recibirme un profesor del colegio, hombre todavía joven, de ojos muy vivos y maneras untuosas. Me habló largo rato siempre en diapasón bajo, y con cierta estudiada afectación por parecer ignorante o desentendido de las cosas extranjeras. Podía creerse que trataba de producir la impresión de un Rip Van Winkle, jesuita, que se hubiera dormido en las Misiones del Paraguay y hubiera despertado momentos antes en el corazón de La Habana. A juzgar por sus preguntas, que versaron principalmente sobre el periodismo, cabía sospechar que para él no existía el mundo de puertas afuera. Al fin las remató, preguntándome con una ironía, tan aterciopelada como la mano de un Micifuf: —¿Se exigen algunos estudios para ser periodista? ¿Se concede a los redactores de periódico algún diploma o título?

Pudiera creerse que estas mismas dudas que se le ocurrían al buen padre, en el beatífico desconocimiento de la vida moderna, con que parecía querer presentarse a mis ojos, han asaltado a otros que viven en pleno vórtice del torbellino de esta civilización, una de cuyas alas gigantescas son las hojas periódicas. Porque ello es lo cierto que en París se van a cursar estudios para ser periodista; y pudiera muy bien suceder que se saliera de ellos con diploma y grado, quien de bachiller, quien de doctor. Así a través del tiempo y la distancia han ido a encontrarse y coincidir el pensamiento de un jesuita enclaustrado en La Habana y el de un hombre de letras residente en París.

La primera idea de esta escuela, que se abrirá realmente en Noviembre, la tuvo Alberto Bataille, quien se esforzó mucho por propagarla. Ahora le han dado calor hombres muy distinguidos en el periodismo, la literatura y la política, y ha fructificado. La escuela cuenta con profesores de valor real, algunos eminentes. M. Henri Fouquier, que es uno de los periodistas de más variados talentos de París, el cual colabora a la vez con igual brillo en Le Temps, el Figaro, el Echo de Paris y el Journal, abrirá cátedra para enseñar la técnica del arte del redactor. M. Conely, del Figaro, dará un curso de la historia del periodismo. M. Jean Croupi, diputado, desentrañará los secretos de la legislación sobre la prensa. La facultad de letras enviará uno de sus profesores, M. Seignobos, para que explique la historia contemporánea, con aplicación a las necesidades del periodista militante.

En honor a la verdad, el proyecto no ha sido tomado muy en serio por la generalidad del público; quizás lo sea, cuando empiece a funcionar el instituto, y vayan saliendo de él periodistas flamantes, que den quince y raya en inventiva a M. Emile Girardin, y sean capaces de lanzar a las prensas no una idea sino dos o tres cada veinticuatro horas. De todos modos ya M. Hardouin, desde las columnas de Le Matin, pide que se amplíe el programa de estudios con la asignatura de urbanidad; para enseñar a los futuros directores y redactores de la prensa futura que los dicterios no son argumentos, ni la grosería prueba de ingenio.

Esta insinuación del escéptico periodista ha venido a consolarme un poco, puesto que me hace ver que no estamos tan rezagados por estas latitudes intertropicales, como suelo temer muchas veces. Si en el mismísimo París, cuna, según dicen, de toda civilidad, necesitan los encargados de pensar en voz alta por los demás que les recuerden y repasen las reglas del código de las buenas maneras, no debemos sorprendernos mucho de que otras partes se olviden con tan lastimosa frecuencia.

En mis tiempos de inocencia periodística, había llegado a figurarme que el escritor público debía considerarse en un salón, entre personas que le hacían el favor de oírlo, dispuestas a prestarle atención benévola. A fin de sostener ésta, seguía yo creyendo cándidamente, el periodista debía esforzarse por tratar asuntos interesantes, por su importancia y amenidad, de un modo sencillo, pero no frívolo, con inteligencia del asunto pero sin pedantería, escogiendo con tino la oportunidad y guardando siempre las proporciones. En una palabra, entendía mi inexperiencia que el periodista no debía olvidar que estaba conversando o platicando, según los casos, alguna vez perorando; mas siempre sometido a los cánones del que habla en sociedad con personas que no son de confianza. Ha buen tiempo que salí o me echaron del Paraíso. He visto aquí, y fuera de aquí, practicar el periodismo de distinta manera; y he visto, no sin sorpresa al principio, que al público, al menos a buena parte de él, no parecía disgustarle que se prescindiera, en su presencia, de las reglas más elementales de la corrección social. He visto que el mayor número formaba corro alrededor del que levantaba más la voz, gesticulaba más grotescamente, increpaba con más virulencia y mentía con más aplomo. Fui empezando a comprender entonces que nadie pensaba estar allí en un salón de conferencias, sino cuando más en una sala de espectáculo, y que de estos los más en boga parecían ser las arlequinadas y las sesiones de boxeo.

No negaré que el gusto cambia con los países, y que en unos prefieren el pugilato y en otros los pasquines, a más de aquellos eclécticos en que se complacen con lo uno y lo otro todo junto. Pero al fin he llegado a la conclusión de que después de fundar la escuela de periodistas va a ser necesario establecer la de lectores de periódicos. Y quizás fuese lo más acertado fundar ésta primero.


El Fígaro
, año XV, 1899, no.25, p.222.

Leído por María Antonia Borroto.
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