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El feminismo de antaño

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El feminismo de antaño

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Novella era muy docta y muy linda. Las doncellitas de quince se detenían siempre para verla pasar, como embobadas; los mozos de su edad le ponían tachas; las cuarentonas la llamaban marisabidilla.

Es lo cierto que Novella era encanto para la vista y regalo para el oído. En toda Bolonia no había muchacha de mayor gentileza, y en su famosa universidad ningún estudiante disertaba con más facundia. Por la apostura no parecía Novella hija de su padre, célebre a la vez por su mucho saber y su poca estatura; en cambio, con él corría parejas en eso de glosar decretales y clementinas. Sus ojos, negros, húmedos, profundos, como los de las madonas de Andrea del Sarto, chispeaban con el fuego sacro, cuando disputaba sobre el sentido recóndito de alguna de las reglas de Sextus. Y su voz argentina, de tonos tan suaves como los de Cordelia, se alzaba casi al diapasón pedantesco.

¿Por qué Giovanni Andrea había permitido a su hija engolfarse en estudios tan poco acomodados a su sexo, dadas las costumbres de su época? Y ¿por qué la bella muchacha olvidaba tanto tiempo su luciente espejo de bruñida plata por el polvoroso Speculum de Durando? Estos dos intrincados problemas, que pudieran tentar la paciencia, el espíritu crítico y la inventiva de los eruditos, preocupaban ya a los compatriotas y contemporáneos del gran canonista, y eran motivo de controversias apasionadas en los cenáculos y en los corrillos, desde el puente de S. Stefano al de S. Felice.

A mí, de paso sea dicho, se me ocurre una solución del primero, de que casi me avergüenzo por su misma trivialidad. ¿No cabría suponer que las costumbres de la época no eran tan contrarias, como suponemos, a que las mujeres de la clase acomodada se dedicasen a graves estudios? Y ¿no sería posible que los comentarios de los convecinos de Andrea naciesen, más que de la extrañeza, de la natural propensión a fiscalizarse mutuamente de los que viven muy cerca unos de otros?

Mientras este arduo y delicado problema histórico se pone en claro, contentémonos con saber que los boloñeses estaban divididos en dos bandos con motivo del caso, extraño o no, de Novella. Unos, los menos, aplaudían al padre y encomiaban a la hija. Otros los censuraban agriamente o los crucificaban con burlas discretas. De todos modos, el hecho mantenía cierta agitación agradable en la ciudad. Bolonia, en aquellos tiempos remotos, no pecaba de alegre; a pesar del gran concurso de estudiantes, aumentado entonces por el renombre de Giovanni Andrea, lux, censor, normaque morum.

En honor de la verdad, tanto más digna de honra cuanto menos pródiga de su presencia, debo decir que las facciones pro y antinovellista habían perdido un poco su antigua virulencia, cuando ocurrió un incidente que las hizo bullir y enfervorizarse.

La santidad del papa Bonifacio VIII tuvo necesidad de las luces del docto profesor, y le despachó un propio por carta autógrafa o semiautógrafa, el cual a su debido tiempo cumplió su cometido. Giovanni, católico fervoroso y austero, no menos que sabio profundo, se sintió doblemente halagado por esa señalada distinción, que provenía del vicario de Cristo y se dirigía a su ciencia, y se dispuso a la gloriosa jornada.

Pero su cátedra no podía quedar huérfana, y era difícil, en aquellos tiempos en que no se tropezaba con un doctor en cada esquina, encontrar sustituto al egregio comentarista.

En este aprieto fue donde se pusieron de relieve la sagacidad de Andrea y su espíritu previsor. tranquilamente propuso al senado de la universidad que Novella, su hija y discípula eminente, lo sustituyera en su ausencia, y explicara cánones a sus alumnos.

No hay para qué decir que la propuesta cayó como centella fulminante en el claustro universitario, y puso en conmoción primero a los estudiantes y al vecindario luego.

El catedrático de prima, conservador a macha martillo, declaró que Andrea comenzaba a chochear, y que la presencia de Novella en la cátedra produciría verdadero escándalo.

El de súmulas, hombre amigo de novedades, le alegó que eso dependía del punto de vista; porque tal se escandalizaba por el arrullo de una tórtola, y tal veía, sin fruncir el ceño, apedrear un judío o descuartizar un cristiano.

—No quiero detenerme a refutar tan peligrosas teorías —contestó el conservador—. Me basta con el efecto producido en nuestros estudiantes por esa rapaza, dada a lo que no le importa, aun sin estar de puertas adentro. ¿No ha oído su señoría la canción que le ha compuesto un tal Francesco di Petracco, más dado a la rima que a los cánones:

Giovane donna sotto un verde lauro
Vidi, piu bianca e piu fredda che neve?

—Esa canción demuestra que el temperamento de Novella…

Viendo que la discusión, según propensión natural de todas las discusiones, amenazaba desviarse y embrollarse, uno de los más avisados del claustro propuso muy a tiempo una hábil combinazione.

—Veamos, ilustres colegas —dijo con mucho reposo—, si es posible, para honor de esta noble corporación y provecho de nuestros estudios, encontrar medio de poner acuerdo las dos opiniones, no desprovistas de fundamento, que están en presencia. Que Novella es capaz de leer cánones, nadie lo duda. La muchacha une a la ciencia de Santo Tomás la labia de San Juan Crisóstomo. Su sexo no es impedimento real, porque hay precedentes, y lo que hicieron los antiguos sirve de lección y pauta para los modernos. ¿Qué tacha se le pone? Su linda cara. Pues con que no la deje ver estamos del otro lado. Siéntese Novella en la cátedra de su egregio padre, y córrasele delante una cortina. Nuestros bolonios oirán la voz de la sabiduría y no verán la beldad que pueda inducirlos al pecado de distracción.

El de las súmulas, que sabía mirar a lo porvenir, se dio por satisfecho. Pensaba que no es poco poner un paño donde antes había un muro, pues las cortinas empiezan por cubrir, pero acaban por descorrerse.

He aquí cómo y por qué una guapa muchacha profesó Derecho canónico en la ínclita universidad de Bolonia, no muy entrado el siglo XIV.

19 de junio, 1906


Incluido en Violetas y ortigas (1917), tomado de Desde mi belvedere y otros textos. Prólogo, cronología y bibliografía de Salvador Bueno. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2010,  pp.423-426.

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