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Para una historia de Puerto Príncipe (6)

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Para una historia de Puerto Príncipe (6)

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Puerto Príncipe, en los perfiles más generales de su evolución, forma parte inalienable de la historia de la nación cubana. Pero, según se ha comentado a menudo, muchos de sus matices específicamente regionales han permanecido insuficientemente conocidos. No es necesario, pues, en estas reflexiones, detenerse en los aspectos mejor estudiados de su trayectoria. Antes bien, se trata aquí de examinar algunas cuestiones que, si bien son esenciales para comprender la historia de la región, se mantienen hasta hoy en una especie de claroscuro. Así pues, este capítulo recorre, a vuelapluma, las facetas esenciales del desarrollo principeño, pero con el propósito, no de trazar un completo panorama en sus detalles, sino de reflexionar sobre algunas de las cuestiones de mayor interés para una comprensión regional de la ciudad y su entorno.


Hacia el 95

No hay familia del Príncipe que no tenga heridas abiertas por la lucha,
con la característica de haberse opuesto a cicatrizarlas [...] Si os dicen
que no se van al monte, creedlos: porque son tan fuertes para no engañarnos,
como fueron valerosos para luchar. El Camagüey por su posición geográfica
y por el tesón de sus hijos, es la clave de la guerra. Podéis estar
tranquilos mientras el Camagüey sea leal; pero preocupaos
y no perdáis tiempo, si se decide algún día por la lucha.

Tesifonte Gallego García (1892)


Los años de la Tregua Fecunda presenciaron un renacimiento económico de la región, la que a su tradicional ganadería sumó una floreciente industria azucarera. La necesaria recuperación se vio favorecida por algunas disposiciones tomadas por el gobierno colonial, que permitieron que en 1895 la provincia sobrepasara o al menos igualara, el número de reses existentes en 1868. Los efectos de la Guerra Grande sobre la industria azucarera camagüeyana fueron tanto o más devastadores que sobre la ganadería, pues la destrucción de las instalaciones ponía un obstáculo financiero de consideración a cualquier plan de recuperación, aunque al quedar destruidas las unidades de producción más atrasadas se dejó expedito el camino para la modernización de la industria. A través de sociedades creadas al efecto, con la participación de hacendados locales, se construyeron los primeros centrales al noroeste de la provincia, aprovechando las ventajas del ferrocarril. Estos fueron La Redención, El Congreso, El Senado, a inicios de la década del 80, y El Lugareño en la siguiente. De modo tal que aunque los aportes a la producción azucarera de la Isla continuaron siendo discretos, en estos años de entre-guerras se alcanzaron volúmenes de producción superiores a los logrados antes del 68.

El crecimiento del latifundio cañero y del número de potreros produjo algunas modificaciones en la estructura agraria, las que según el historiador Jorge Juárez Cano en Apuntes de Camagüey provocaron la desaparición de la pequeña propiedad, del típico sitio camagüeyano, lo que hizo necesario importar artículos de amplio consumo, como el arroz, los frijoles, el café e incluso frutos menores que “jamás volvieron a cosecharse con la abundancia de antes de la revolución de 1868 a 1878”[1].

La recuperación económica menguó los arrestos revolucionarios de algunos mambises del 68, es indudable. Sin embargo, habría que preguntarse si estas actitudes conciliatorias son más conocidas en la actualidad como resultado de las facilidades que para su propaganda autorizaron las autoridades coloniales, en contra de las actividades conspirativas, siempre en la sombra protectora. Algo debió sentir en el ambiente Tesifonte Gallego García —cuando visitó Puerto Príncipe como parte de la comitiva del general Salamanca— para que a pesar de los agasajos oficiales donde debieron proliferar las promesas de adhesión a España, escribiera las palabras que encabezan este epígrafe.

La juventud estaba más dispuesta a reiniciar el combate que sus mayores. Enrique Loynaz del Castillo relata en sus Memorias de la Guerra varios episodios —casi novelescos algunos de ellos— protagonizados por jóvenes de ideas independentistas en la ciudad cabecera, en cuyo parque central aseguró “no podían entrar soldados españoles; los que alguna vez se atrevieron fueron batidos a bastonazos por aquella recia juventud”[2]. Este sentimiento se hizo visible además con la proliferación de la prensa separatista, entre la que cabe mencionar el periódico El Guajiro, cuyo primer director fue Salvador Cisneros quien tuvo a su cargo la sección histórica.

Desde la constitución del Partido Revolucionario Cubano y el inicio de los trabajos insurreccionales, José Martí había enviado emisarios a la Isla. Varios fueron los que viajaron al Camagüey en esta etapa. El primero de ellos fue Gerardo Castellanos Lleonart, quien visitó la ciudad en dos ocasiones; la primera en agosto o septiembre de 1892 y la segunda, ya con instrucciones más precisas del Delegado del PRC, a fines de ese año. Sostuvo entrevistas, entre otros, con Salvador Cisneros, Francisco Sánchez Betancourt, Alejandro Rodríguez, Emilio Lorenzo Luaces y Enrique Loret de Mola. Otros viajaron en los años siguientes.

Estos comisionados enviados por el Maestro apreciaron la tibieza en muchos viejos combatientes para secundar las labores del PRC y esa fue la impresión que le trasmitieron. No obstante, también escuchó criterios como los de Loynaz del Castillo, quien a su regreso a EEUU en 1893, les describió “el estado de ánimo de Camagüey, la decisión de la juventud de lanzarse a la Revolución si recibía armamento: que contra el desaliento de algunos viejos veteranos se alzaba el ejemplo conmovedor del marqués de Santa Lucía, firme como en los días precursores del 68, a la cabeza de un gran movimiento espiritual hacia la guerra”[3].

Un intenso intercambio epistolar se estableció entre los principales jefes de la Revolución para el tejido de la trama conspirativa que debía dar paso a una guerra, en la que la comarca agramontina era “como el nervio principal” según apreciación de Máximo Gómez[4]. Por lo tanto, los conflictos presentes en ella y los titubeos de algunos hombres en quienes se confiaba, ciertamente pusieron en riesgo los planes que se fraguaban, y aunque su estudio excede los objetivos de este trabajo, se quiere precisar para sus fines que, en esencia los camagüeyanos parecieron tener dos preocupaciones: las armas y no ser ellos los primeros en el alzamiento. Con la fina percepción que lo caracterizó, Martí apreció en carta a Máximo Gómez el 24 de septiembre de 1894: “El Camagüey quiere la guerra, y la quiere ahora, si las demás comarcas, en mucho —o en poco— se levantan con ella. No se levantará antes que las demás; ni dejará de levantarse con ellas”[5].

El fracaso del plan de Enrique Loynaz del Castillo para introducir un cargamento de material bélico al amparo de los carros destinados a una proyectada empresa del tranvía principeño en los últimos días de marzo y primeros de abril de 1894, resultó una experiencia aleccionadora desde varios puntos de vista. La correspondencia martiana marca un énfasis hacia el protagonismo de Salvador Cisneros en los planes conspirativos en el Príncipe; “sólo a el Marqués” le precisaría en más de una ocasión a Juan Gualberto Gómez[6]. En la ya citada carta a Gómez le informó que los preparativos para recibirlos se realizaban bajo su dirección. Al narrarle los comentarios que le hiciera Elpidio Marín (“optimista en hombres, e indulgente, y exento de ligereza”) le refirió que éste le había asegurado que algunos de los veteranos “jamás se opondrán a la guerra, e irán a ella, pero tal vez no la deseen tan ardientemente como el Camagüey nuevo, y los demás de antes. […] No se quedará frente a la guerra ningún hombre de valer. Los que tenemos algo ya nos ve Ud.: y el Marqués nos tiene a los ricos y a los pobres”[7].

Otro patriota que brindó un decidido apoyo a los planes martianos, a pesar del agravamiento de su salud, fue Francisco Sánchez Betancourt, quien falleció el 30 de agosto de 1894. La prensa local dedicó amplios espacios a su muerte. El Guajiro le dedicó una “Corona fúnebre en memoria del patricio Francisco Sánchez Betancourt” en la que escribieron amigos y compañeros de armas y El Pueblo, órgano oficial del Partido Autonomista, hizo énfasis en la gran cantidad de asistentes a la ceremonia, estimando que “no bajaban seguramente de trescientas las personas”[8]. Cifra significativa, no sólo por aquello del número de habitantes que tenía la ciudad en ese momento, sino por el compromiso político que la asistencia a tal evento traía implícita. El cortejo presidido por Salvador Cisneros, recorrió el centro de la ciudad, luego de su partida de Contaduría 50, domicilio de la familia Sánchez-Agramonte.

El 24 de febrero de 1895 se reanudó la contienda. En el Camagüey no hubo levantamientos ese día. Tal retraimiento era esperado. Algunos de los factores que lo originaron han sido esbozados en estas páginas. No obstante, entre marzo y abril se produjeron varios alzamientos, espontáneos o presionados por el acoso de las autoridades, protagonizados por un reducido número de hombres mal armados y jefes de poca o ninguna expe¬riencia militar que se mantuvieron a la defensiva[9]. De allí la urgencia de Máximo Gómez por llegar cuanto antes al Camagüey. Sabiéndose perseguido y ante el temor de ser detenido —quizás con el recuerdo de lo ocurrido en noviembre de 1868— la noche del 2 de junio, también en el Liceo, Salvador Cisneros Betancourt llamó a los comprometidos a abandonar la ciudad a partir del siguiente día para reunirse el día 5 en Las Guásimas de Montalbán, donde acudieron finalmente sólo 13 hombres, cifra que creció en los días siguientes. Ese mismo día Máximo Gómez cruzó el río Jobabo —límite en aquella época con la región oriental— luego de una penosísima marcha que tuvo que enfrentar enfermo y con una escolta que trató de abandonarlo en más de una ocasión. El 11 de junio se reunieron los dos viejos campeones en Sabanilla. Terminaba un período de dudas, el Camagüey se unía a la guerra.

A pesar de esta incorporación tardía, sí existen referencias a desmanes cometidos por las tropas españolas en la ciudad en los meses previos. Acontecimientos que, en la impunidad en que se cometieron, evidenciaban el grado en que los habitantes de la ciudad debieron sentirse sumergidos en una atmósfera de control. Pueden encontrarse ejemplos de un tipo de atropello frecuente, como golpear a un joven y perseguirlo hasta el interior de una vivienda donde había intentado refugiarse —suceso vivido por Agustín Torres en la calle Avellaneda esquina a San José el 8 de mayo 1895—[10], incidente lamentable, no hay dudas, pero con un impacto diferente al que debió marcar la noticia de que un grupo de soldados del Batallón de Cazadores de Cádiz lavaban sus ropas, desnudos en el Tínima, en el paso del puente al límite de la calle Santa Ana; con total irrespeto a las normas más elementales de comportamiento social[11].

La experiencia de los diez años de guerra marcó la vida de los habitantes de la ciudad en el período de 1895-1898. La experiencia se asimiló desde muchos puntos de vista. En la vida cotidiana también. Muchas compras se hicieron en los hogares como preparación para lo que pudiera ocurrir. Cuando Flora Basulto escribió las memorias de su infancia en la guerra precisó esa idea: “¡De cuánto valió la «exagerada previsión» de mi madre! Aseguraban que la guerra sólo duraría seis meses. Ella jamás lo creyó”[12].

Ahora no fue masiva la incorporación de familias a la insurrección y una parte significativa —tanto de las revolucionarias como las que sólo querían mantenerse al margen— eligieron marchar al extranjero o trasladarse a otras ciudades. La población de la ciudad de Puerto Príncipe fue creciendo a medida que transcurrían los meses con la población rural local que buscaba refugio en ella —fenómeno muy frecuente, en muchos casos al margen de la Reconcentración ordenada por Weyler— y también con los centenares de militares españoles destacados en la zona y para los cuales no siempre existieron las condiciones para su alojamiento, el que se realizaba entonces en viviendas con sus previsibles inconvenientes

El inicio de las operaciones militares en el territorio en el mes de junio de 1895, marcó una respuesta más dura que la tomada 27 años atrás. Fueron prohibidas las entradas y salidas nocturnas de la población, la circulación a caballo de noche y a cualquier hora en grupos de más de tres personas, aunque fuera a pie. También se ordenó la recogida de armas blancas y de fuego bajo amenaza de considerar reo del delito de infidencia a quien no lo hiciera y se fijó la obligación de prestar ayuda.

La vida en la ciudad cambió rápidamente. Obsérvese como en una carta de una joven nombrada Consuelo Álvarez a su padre radicado en Puerto Plata, se aprecia la percepción de un cambio: “Yo no sé, lo que pasa por mí, creo que hasta el 12 de Junio del 95 era yo una niña, no sentía adversión por nadie y cualquier desgracia de un desconocido me hacía llorar y ahora ¡Cuanta diferencia! luego no me gusto yo creo que la mujer debe ser siempre sencible, tierna y perdonar, siempre perdonar, y sin embargo….”[13]. Mas que precisar una fecha, Consuelo traza una frontera entre el antes y el después de la guerra, pues la mencionada corresponde a la primera acción ordenada por el Generalísimo en Puerto Príncipe: el tiroteo del fuerte Santa Cecilia por Nicasio Mirabal.

El ritmo diario de la vida declinó y esta se tornó cada día más difícil. Las distracciones habituales fueron desapareciendo. El Liceo había servido nuevamente de marco conspirativo y al estallar la insurrección muchos de sus miembros marcharon a la manigua o fueron desterrados, por lo que sus actividades decayeron como reflejo de la disminución del número de sus asociados y de la desconfianza de las autoridades y a fines de agosto de 1895 fue clausurado. La Popular pudo sobrevivir un año más, tiempo en el que organizó unas pocas veladas de menguado éxito como reflejó el gacetillero: “La función que celebró la noche del sábado la Sociedad Popular llevó a dicho coliseo escasísima concurrencia. La Junta Directiva del expresado Centro habrá quedado convencida una vez más de la inutilidad de esos espectáculos para levantar el tesoro del decadente Instituto”[14]. El 7 de agosto de 1896 la directiva determinó su clausura, que se hizo efectiva el día 18 de dicho mes. Las autoridades españolas mostraron abiertamente su júbilo por la liquidación de una sociedad que a pesar de todo, habían considerado vinculada, al menos en parte, al ideario independentista. El Fanal lo reflejó en un irónico suelto —al estilo de un obituario—, publicado un día después:

LA POPULAR.— Después de más de un año de padecimientos, ocasionados por la ausencia a Najasa de la mayor parte de sus hijos, dió fin ayer a sus días clausurando sus puertas, para siempre, la sociedad de recreo de este nombre.
Gloria eterna para esa cariñosa madre que supo sacrificarse en aras de sus santos ideales dándole a las ordas (sic.) de Gómez y Maceo un contingente de sus hijos más predilectos, que hoy están siendo la admiración del mundo civilizado. La tierra le sea leve[15].

Es posible que la Compañía de Paulino Delgado, que actuó en el Teatro Principal durante el mes de febrero de 1895 antes de continuar viaje hacia Puerto Rico, haya sido la última compañía profesional en visitar la ciudad por estos años, pues las escasas referencias a funciones en ese centro son de “cuadros de aficionados”: bufos y guaracheros que sólo lograron regular concurrencia a las primeras funciones, pues como comentó la prensa “de nadie es la culpa. La cuestión es de dinero, y hoy no hay quien tenga una peseta”[16].

El precio de los alimentos aumentaba casi a diario lo cual dejaba en posición muy vulnerable a amplios sectores de la población; consecuencia del decrecimiento progresivo de la disponibilidad de alimentos debido, entre otros factores, a que el comercio entre el campo y la ciudad era reprimido por los insurrectos. No obstante, revendedores y acaparadores fueron responsables en buena medida del empeoramiento de la situación, ante lo que fueron tomadas algunas medidas como lo dispuesto por el Cabildo al fijar precio al pan en octubre de 1896[17]. En junio de 1898 —ya durante el bloqueo norteamericano— el Gobernador Militar, Emilio March y García, ordenó poner precio a los artículos de primera necesidad[18].

El gacetillero de El Pueblo, apenas tres meses después de declarado el estado de guerra en la provincia, escribió:

En tiempos felices en que Dios quería, se notaba en Puerto Príncipe, como en otras partes de la Isla, lo siguiente:
Se notaba que entre las basuras que se sacaban de las casas para ser recogidas por los encargados de la limpieza pública, había plumas de aves.
Hoy… ni huesos se ven en los cajones…
¿Cajones dije? Hoy no se sacan las basuras en cajones.¡Infeliz del cajón que salga a la calle!
Lo convierten en leña en un decir Jesús.
Antes, no crecía la yerba impunemente junto a las aceras de las calles.
Hoy, las calles, en su mayor parte, parecen serventías.
Antes era muy común el uso de fluses de dril.
Hoy… todos estamos dispuestos para hacer un viaje al Polo Norte.
El casimir está a la orden del día, y eso que sudamos como rayos.
Antes todo el mundo usaba plumas para limpiarse los dientes.
Hoy… con un simple enjuagatorio recobran su libertad los residuos de boniatos y guayaba, frutos que vienen constituyendo los principales factores de alimentación en las que fueron espléndidas ciudades.
Antes cualquiera tenía un peso. Hoy el que tiene una perra grande compra un central y le dan la contra de frijoles[19].

La lectura sugiere un impacto inmediato en la vida de la ciudad, no sólo en lo material, sino también en lo espiritual, que es abordado por el gacetillero con la ironía consustancial al ser camagüeyano. Con sentido del humor esta persona continuó llevando en su columna los asuntos culinarios, aunque las recetas y otras alusiones fueron espaciándose. En la presentación al Menú que sugiere el 22 de junio de 1896 escribió. “En esta época de «estrecheses» recomendamos estos dos almuerzos de familia, por si hay algún guapo que con ellos se atreva”[20] y cuando el 4 de agosto de ese año publicó una receta para elaborar chocolate caliente dijo previamente: “Aunque los tiempos no son propicios para satisfacer los caprichos del estómago, sino para discurrir acerca de cómo será menos desagradable el brujo tasajo; por si quedan felices mortales que todavía toman chocolate ahí va una receta […]”[21].

Las condiciones higiénico sanitarias de la ciudad, de por sí nunca satisfactorias, sufrieron un deterioro con el aumento repentino de la población. La prensa reflejó la alarma de sus habitantes por este estado de cosas y la desconfianza ante la respuesta que el Ayuntamiento —con menos fondos que lo usual, debido a la paralización de las actividades económicas— podía ofrecer. El Pueblo comentó sobre la suciedad de las casas en las “barriadas extremas de la ciudad” y la crianza de vacas en los grandes patios del centro, entre otros temas. El 15 de junio de 1896 apareció este irónico comentario: “Han quedado nuestras calles que son una bendición por lo limpias y aseadas. Damos gracias por ello a la Divina Providencia que mandó tan a tiempo el aguacero de ayer, que se llevó en un velis nolis todas las basuras.”

No todos los temas eran reflejados en los periódicos. El manto de silencio impuesto por las autoridades españolas a la prensa —según decreto de Martínez Campos—, hace difícil caracterizar en particular, la magnitud de la represión. Consuelo Álvarez le aclaraba a su padre en carta del 19 de noviembre de 1895 como “en la ciudad suceden cosas que los periódicos por no protestar se callan y que yo no atrevo a contar por lo mismo de que el Diablo tira de la manta pero que horroriza pensar que pudieran hacérselas a un ser querido”[22]. Estas cartas son valiosa fuente en tanto las menciones a la represión son frecuentes en ellas. Por ejemplo, en la misiva del 21 de agosto de 1896 le comentaba —luego de describirle el modo en que los accesos a la ciudad habían quedado limitados—, como “a pesar de todo se ha ido tanta gente en estos días, están indignados y no dejan perro ni gato que no prenden […] cojen infelices que no tienen ni la gloria de ser fusilados por su patria por que los sacan y les dan machete”[23].

En la carta del 18 de octubre de 1896, donde le cuenta a su padre sobre los sucesos de Cascorro y Guáimaro, ofrece no sólo un testimonio para tipificar el ambiente de violencia y represión reinante en la ciudad sino uno de la entereza de la mujer camagüeyana. El Ayuntamiento había acordado en sesión extraordinaria del 11 de octubre organizar un homenaje a Jiménez Castellanos a su regreso de esas operaciones. A tales efectos fue creada una comisión que debía recorrer “el trayecto por donde han de desfilar las tropas hacia la Comandancia General, interesando a los vecinos para que engalanen el frente de sus casas con cortinas y colgaduras”[24]. La joven principeña nos brinda una versión diferente de la reflejada por la prensa oficialista:

 En medio de toda esta barahunda grita el Fanal un día. Habitantes leales de Pto. Ppe. La columna de nuestro general regresa victoriosa. Es preciso preparar una recepción ruidosísima y se fijan cedulones en las esquinas mandando poner cortinas, hacer arcos triunfales en todas las oficinas repicar á una todas las campanas y el Diablo y la capa, hicieron los arcos el comercio puso sus cortinas y supongo que los campaneros se dispusieron á tocar pero á las mujeres que son algunas el mismísimo Demonio se les ocurrió no hacer nada y he aquí que tuvieron que salir guardias por toda la calle de Sn Juan á hacer cumplir lo mandado no sin tener sus tropiezos. Odilia Silva le dijo: No pongo cortina por que mi marido está en Ceuta y mis hermanos en el monte y no me da la gana, ya en mi casa no queda hombre que me obligue á bajar la cabeza por miedo á que lo fucilen. Las Molina, la cocinera de aquí es una vieja y no tenemos criado que suba á amarrar colgaduras por lo tanto como ninguna de nosotras ha de votarse á la calle para hacerlo ese Señor se pasará muy bien sin ellas ó irá por otra parte si no le combiene (sic.) por aquí[25].

Es impresionante leer lo dicho por Odilia Silva: “No pongo cortina por que mi marido está en Ceuta y mis hermanos en el monte y no me da la gana, en mi casa no queda hombre que me obligue a bajar la cabeza por miedo a que lo fucilen (sic)”. Es elocuente prueba del poder de la maquinaria represiva y de la integridad de una red familiar mambisa cuyas raíces se afincaban en el legendario patriciado camagüeyano. Su esposo Elpidio Marín y Loynaz había sido deportado a ese penal en África, mientras que sus hermanos paternos Manuel Ramón y Luis Mariano Silva y Zayas y su cuñado Lope Recio Loynaz —esposo de Ángela Malvina Silva y Zayas— se encontraban en la manigua.

Las Órdenes Militares promulgadas por el mando español afectaban, como expresión de la política de guerra, la vida de la población civil en la Isla. Sin embargo, es con la llegada de Valeriano Weyler y Nicolau, en febrero de 1896 que esta situación se exacerbó. El Marqués de Tenerife, conocedor de las características de la guerra en la colonia, no vaciló en poner en práctica los métodos más repudiables para cumplir la misión que le había sido confiada —terminar la insurrección— entre los que se destaca la Reconcentración, con la que pretendió separar al Ejército Libertador de su aliado natural el campesinado mediante una serie de edictos promulgados a partir del 16 de febrero de 1896.

Tales decretos han dejado la huella de decenas de miles de muertos por toda la isla y un impacto en el imaginario colectivo. No ocurre así en el Camagüey. En este territorio la reconcentración no tuvo la misma efectividad que en otras zonas de la isla[26]. Para sustentar esta idea deben ser tenidos en cuenta diversos factores, y como punto de partida, los rasgos tradicionales de su economía, dedicada por siglos a una ganadería extensiva que marcó los rasgos básicos de su estructura demográfica, o sea, el bajo índice de poblamiento, una mayoría de población blanca y la escasa población campesina, aunque en la Tregua se levantaron algunos centrales azucareros. Desde el punto de vista militar, las posibilidades del ejército español de hacer cumplir estas órdenes en el Príncipe eran más limitadas que en el Occidente, pues una orden de este tipo requería controlar el campo cosa que nunca lograron en el territorio del Tercer Cuerpo de Ejército cubano, ni siquiera en aquellos momentos cuando el descenso de la operatividad debido a un relajamiento de la disciplina, provocó el retorno de Máximo Gómez al Camagüey en mayo de 1896.

Los campos camagüeyanos no se tornaron páramos desiertos. Flora Basulto habla en sus memorias de “pacíficos” que no habían obedecido el bando y se habían quedado en el campo —no era su caso, su padre era jefe de un taller—, pero todas las familias, ya fueran de “pacíficos” o de mambises, corrían peligro: “Por eso al salir tropas todos nos escondíamos, en los bosques como alimañas. ¡Y … nos escondíamos tan pronto sabíamos que «salían tropas del pueblo» y pasábamos hasta tres días en el bosque, en silencio, sin fuego ni luz […]”[27].

Tras ser relevado Weyler del mando de la isla a fines de 1897, su sustituto Ramón Blanco solicitó a las autoridades provinciales información sobre la situación de los reconcentrados. Las respuestas dada a esta demanda por las autoridades municipales de Puerto Príncipe, apoyan nuestra hipótesis relativa a que la reconcentración prácticamente no fue aplicada en Puerto Príncipe, salvo en territorios que ahora pertenecen a Ciego de Ávila (Morón, Chambas y Punta Alegre) presumiblemente, dada su mayor cercanía a la Trocha de Júcaro a Morón[28].

No obstante no haberse hallado indicios de los horrores de la reconcentración en el actual territorio camagüeyano, sí existen pruebas fehacientes de las penurias de la población civil —en particular la de menos ingresos económicos—, cuestión agravada por el aumento de los residentes en las ciudades, algunos indudablemente conducidos a la fuerza por las columnas españolas. También debe tenerse en cuenta que una buena parte de la población estable de la ciudad se encontraba en esos momentos sin trabajo, pues sus ocupaciones tradicionales en las fincas ganaderas, centrales azucareros o en los sitios de labor, se habían visto interrumpidas por el estallido bélico. No es de extrañar que comenzaran a oírse voces en reclamo de la creación de una zona de cultivo, pues se consideraba constituía una vía adecuada para garantizar los alimentos de la población, sin embargo las autoridades coloniales —atrapadas, entre otros factores, en los trámites de la burocracia civil y militar— nada lograron materializar.

La paralización de las actividades económicas significó una situación de crisis para las autoridades locales y el Ayuntamiento se vio sumergido en un mar de compromisos incumplidos, lo cual comprometió hasta niveles insospechados el respeto de sus obligaciones para la manutención de hospitales. Por primera vez las cifras de defunciones en estas instituciones comenzaron a reflejar un incremento del número de fallecidos por hambre. En 1895 no ocurrió ninguna, en el trienio siguiente[29] las cifras evidencian una dramática situación de desamparo, pero ellas en su parquedad no dan en toda su dimensión la tragedia; para ello debí leer uno a uno los datos de los fallecidos, hombres y mujeres solos, alcohólicos, leprosos, dementes; una cifra apreciable eran ancianos —la edad promedio fue 79 años— de origen africano buena parte, y la gran mayoría mujeres: en el Hospital de Caridad de Nuestra Señora del Carmen, murieron el 84,2% de las víctimas.

Es lamentable que no se conserven las fuentes documentales para hacer los estudios estadísticos necesarios, en algunos casos es tan malo su estado de conservación que se hace imposible —o irresponsable— su consulta. No se pretende minimizar el costo de vidas humanas de la Guerra de Independencia al compararlas con la contienda anterior. La muerte siempre es terrible. Según las cifras de población que Torres Lasqueti señala en su libro se puede calcular que entre 1868 y 1879 murieron en Puerto Príncipe, 7 068 personas, lo que representa un 11,3% de sus habitantes[30]. Raúl Izquierdo calcula que los decesos entre 1895 y 1898 fueron 5 250, equivalentes al 5% de la población[31]. Esas defunciones en ambas coyunturas fueron la terrible muestra del impacto de la guerra en la población civil, pero la reconcentración no las debió condicionar en la del 95. Examinar las de la Guerra Grande es un alerta para el análisis, tómese solamente 1871 —el Año Terrible—, cuando las columnas españolas aplicaron en las llanuras camagüeyanas métodos idénticos a los pretendidos por Weyler cuando dictó sus bandos de reconcentración veinticinco años después, y se puede colegir los niveles que pudieron haber alcanzado en 1897. Téngase en cuenta el lugar que Puerto Príncipe ocupó en los planes de pacificación del Marqués de Tenerife, atiéndase a los escritos de la prensa, a las declaraciones de los funcionarios municipales y se podrá concluir que las autoridades coloniales no tuvieron tiempo de aplicar en toda su insania la estrategia de la reconcentración en el Camagüey. Ello debe ser considerado una victoria de las armas mambisas y no sólo de los combatientes del Tercer Cuerpo, que en lo inmediato, como dueños del campo lo impidieron. También a ello contribuyeron, desde Occidente, Gómez y Maceo, al enterrar allá los planes de Weyler.

Con el combate de Urabo, el 3 de junio de 1898, cuando tropas de la 2da Segunda División del Tercer Cuerpo de Ejército al mando del general Maximiliano Ramos combatieron contra una columna española, culminaron las operaciones militares en el territorio. El 24 de noviembre de 1898 el Batallón Cazadores de Cádiz # 22, última tropa ibérica en permanecer de custodia en Puerto Príncipe, abandonó la ciudad con rumbo a Nuevitas desde donde se embarcaron hacia La Habana, luego de entregar la población al general norteamericano Louis Carpenter. Seis días después, las tropas cubanas del Tercer Cuerpo Ejército bajo el mando del mayor general Lope Recio Loynaz entraron en la ciudad, en un desfile en que muchos testigos presenciales extrañaron el júbilo de la victoria.

Culminaban así siglos de dominación colonial española. En 1903 el nombre de raíz aruaca Camagüey fue adoptado para la ciudad y el municipio.

La Plaza de Armas a inicios del siglo XX.

Tomado de La luz perenne, la cultura en Puerto Príncipe (1514-1898). Coordinadores: Luis Álvarez, Olga García Yero y Elda Cento. Editorial Ácana y Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2013, pp.72-85. (Este texto es continuación de Para una historia de Puerto Príncipe (5) https://bit.ly/37AAPgV)

Leído por María Antonia Borroto


Referencias:

[1] Jorge Juárez Cano: Apuntes de Camagüey. Camagüey, Imprenta El Popular, Camagüey, 1929, p. 180.
[2] Enrique Loynaz del Castillo:
Memorias de la Guerra. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2001, p. 59.
[3] Ibíd., p. 63.
[4] Citado por Ibrahim Hidalgo Paz:
El Partido Revolucionario Cubano en la Isla. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1992, p. 129.
[5] José Martí: Carta al general Máximo Gómez, New York, 24 de septiembre de 1894 en su Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t. 3, p. 271.
[6] José Martí: Cartas a Juan Gualberto Gómez, 13 de noviembre de 1894 y diciembre de 1894 en su Ob. cit., t. 3, pp. 368 y 432.
[7] José Martí: Carta al general Máximo Gómez, New York, 24 de septiembre de 1894 en su Ob. cit., t. 3, p. 272. De esos camagüeyanos diría Martí en esa misma misiva: “Lo que me tranquiliza y enorgullece es la resolución serena, e indiscutiblemente honrada, de estos hombres. Me siento fuerte cada vez que hablo con ellos. Esa es gente invencible.”
[8] “Sepelio”, El Pueblo, X (199): 2, Puerto Príncipe, 1 de septiembre de 1894.
[9] Véase: Ángel Avelino Fernández Espert: El Tercer Cuerpo de Ejército en la Guerra del 95. Editorial Ácana, Camagüey, 2007.
[10] “Véase ésto”,
El Pueblo, XI (104): 3, Puerto Príncipe 9 de mayo de 1895.
[11] “Gacetilla”,
El Pueblo, XI (60): 3, Puerto Príncipe 13 de marzo de 1895.
[12] Flora Basulto de Montoya:
Una niña bajo tres banderas (Memorias). La Habana, Compañía Editora de Libros y Folletos, 1954, p. 41.
[13] Elda Cento y Gustavo Sed:
Visión de la Guerra. Correspondencia de Consuelo Álvarez de la Vega (1895– 1897). Camagüey, Editorial Ácana, pp.88-89.
[14] “Gacetilla”,
El Pueblo, XII (57): 3, Puerto Príncipe, 7 de marzo de 1896.
[15]
Notas históricas de la Benemérita Sociedad Popular de Santa Cecilia de Camagüey 1921, p. 74.
[16] “Gacetilla”,
El Pueblo, XII (54): 3, Puerto Príncipe, 9 de marzo de 1896.
[17] AHPC, Ayuntamiento de Puerto Príncipe, Actas Capitulares, libro 63, f. 123.
[18] AHPC, Gobierno Provincial de Puerto Príncipe, 55/2.
[19] “Gacetilla”,
El Pueblo, XI (208): 3, Puerto Príncipe, 13 de septiembre de 1895. Énfasis en el original.
[20] Ibídem., XII (132): 3, Puerto Príncipe, 22 de junio de 1896.
[21] Ibídem., XII (175): 3, Puerto Príncipe, 4 de agosto de 1896.
[22] Elda Cento y Gustavo Sed: Ob. cit., 21–22.
[23] Ibíd., p. 76.
[24] AHPC, Ayuntamiento, libro 63, ff. 113–113v.
[25] Elda Cento y Gustavo Sed: Ob. cit, pp. 94–95.
[26] Véase: Elda E. Cento Gómez: “La guerra en la ciudad. Puerto Príncipe 1895-1898” en su compilación Cuadernos de historia principeña 3. Camagüey, Editorial Ácana, 2003, pp. 65- 77.
[27] Flora Basulto de Montoya: Ob. cit., p. 214.
[28] Véase: AHP, Gobierno Provincial de Puerto Príncipe, 1/52.[29] Archivo de Duplicados del Registro Civil de Puerto Príncipe, Libros de Defunciones 1895-1898.
[30] Juan Torres Lasqueti: Ob. cit., p. 365. Aunque desde 1847 Nuevitas fue declarada jurisdicción, no creo Torres Lasqueti la haya excluido de estas cifras.
[31] Raúl Izquierdo: La Reconcentración 1896-1897. La Habana, Ediciones Verde Olivo, 1997, p. 59. Izquierdo presenta esos datos como decesos ocurridos en “el transcurso de la guerra y la reconcentración” para concluir tipificándolos como “las víctimas en esa provincia” de la genocida estrategia de Weyler.

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